Episodio XIV

El hallazgo

Todo en aquella primitiva ciudad era tosco, ruinoso y lleno de grietas. La argamasa que recubría la habitación de Daniel parecía llena de cuchilladas bajo la oscilante luz del candil, y este fondo hacía que la suave piel tostada de la chica pareciera sobrenatural. Allí estaba ella, con la túnica caída a los pies, temblando y mirándolo. Ninguno de los dos sabía qué hacer.

Pasado el primer susto, Daniel se sonrojó, pero en seguida se dio cuenta de lo que pasaba.

—No tienes por qué hacerlo —dijo, agachándose para recoger del suelo la ropa de la muchacha y viendo lo asustada que estaba la delicada criatura.

Era evidente que los Ancianos le habían visto mirarla y habían decidido entregársela a modo de regalo. De repente se sintió avergonzado. Había sido muy indiscreto y su apasionamiento había sido la causa de que la inocente chica tuviera que pasar por el traumático episodio. Recogió la túnica e hizo ademán de ir a ponérsela sobre los hombros, pero, ante su sorpresa, ella se resistió a que la vistiera. Aunque no entendía las palabras de Daniel, él intentó explicárselo.

—Lo siento, de verdad que lo siento mucho. No te preocupes, no tienes que hacerlo. En serio, me gustas, créeme. Eres realmente hermosa, pero… ¿me entiendes?

Finalmente, la chica se dejó cubrir con la túnica. Daniel la rodeó tiernamente con el brazo y la acompañó hasta la puerta. Apartó la cortina y, para reafirmar lo mucho que le gustaba, le pasó la mano por la mejilla y sonrió con afecto.

Aproximadamente un centenar de personas, entre ellas los Ancianos, se habían congregado en la pasarela esperando el resultado de la visita de la muchacha, y otros tantos ciudadanos miraban absortos desde los balcones del edificio de enfrente.

—¿Kha shi ma nelay? —preguntó Kasuf a Sha’uri—. ¿Ka shi?

La muchacha trató de explicarle algo al viejo, pero éste había perdido los estribos y le gritaba furioso, señalándola con el dedo. La joven desistió, agachó la cabeza y empezó a sollozar. Kasuf miró a Daniel, mostrándose repentinamente humilde y simpático, y comenzó a disculparse en su propio idioma, temiendo que la chica hubiera hecho algo molesto para el huésped. Rebajándose de una manera teatral, se adelantó y asió a la chica por la muñeca con intención de arrastrarla, pero Daniel la liberó sin dilación y la atrajo de nuevo hacia sí. Le pasó una mano por el hombro y esbozó la mejor de sus sonrisas.

—Sólo quería decir… —farfulló—. Bueno… ¡Gracias! Sí, eso era lo que quería decir: muchas gracias. No podría estar más encantado. De verdad que es algo raro esto que hacéis, pero lo que quiero deciros es gracias, gracias, gracias.

Sabía que nadie entendía sus palabras, pero tal vez entendieran su tono de voz. La muchedumbre se quedó mirándolo sin comprender mientras él volvía a la casa con la joven.

—¡Buenas noches!

Echó las cortinas y respiró aliviado. Lo último que quería en el mundo era meter a la chica en líos. Se volvió y la miró.

—Lo siento.

Ella lo miró sorprendida y al momento empezó a desatarse la túnica.

—No, no, está bien así —dijo Daniel, indicándole que no siguiera, y ella, absolutamente perpleja, le obedeció. Luego le indicó que se sentara en al cama y también obedeció. Daniel fue al otra extremo, hasta encontrarse a una distancia prudente, y se sentó con la espalda pegada a la pared. Se miraron, Daniel sonrió. La chica sonrió. Volvieron a mirarse. Desde que había puesto los ojos en ella no había deseado otra cosa que estar a su lado, pasar un rato con ella aprendiendo a superar sus diferencias lingüísticas y culturales, y ahora que se le presentaba la oportunidad no sabía qué decir.

A Kawalsky, Brown y O’Neil se les había llevado a sendos aposentos del extremo opuesto del mismo edificio. Cada uno de ellos ocupaba una habitación distinta, aunque las tres daban al salón en que se habían reunido por ser el único lugar con ventanas. Brown llevaba media hora manipulando la radio, probando todos los trucos que conocía para contactara con Feretti y los demás.

O’Neil se hallaba junto a una de las ventanas y desde allí podía ver la tormenta que azotaba las enormes murallas de la ciudad. De espaldas a los otros, el coronel manoseaba algo distraídamente. Era la llave naranja que había sacado del aparato escondido en el interior de la vagoneta. Cuando las cortinas que hacían de puertas se abrieron, O’Neil se guardó inmediatamente la llave en el bolsillo y Kawalsky desenfundó la pistola. Tenían visita.

Era Skaara, que empezaba a dar la impresión de que no sabía más que seguir a O’Neil adondequiera que ésta fuese. Su deseo de estar cerca del coronel lo convertía en minoría de uno solo. Los habitantes de Nagada, al igual que los soldados que se encontraban bajo su mando, intuían lo peligrosamente impredecible que podía ser el hombre de la boina negra, razón por la cual preferían mantenerse a cierta distancia de él. Todos menos aquel muchacho, la primera persona a la que O’Neil había asustado y que ahora le seguía a todas partes, observando cada uno de sus movimientos. En cuanto entró en la sala, Skaara se escurrió hacia un rincón y se sentó en el suelo, dando a entender que no iba a molestar. Kawalsky miró a O’Neil y éste asintió, indicando que permitía que el chico se quedara.

Durante el banquete había visto al muchacho sentarse a observar en las sombras y eso era precisamente lo que hacía en aquel momento. El coronel dejó a Brown y a Kawalsky y entró en su propio dormitorio, donde se sentó en una de las incómodas sillas. El chico, temeroso pero decidido a conducirse con valentía, entró también y se sentó a pocos metros de él. Sin hacerle caso, el coronel sacó un cigarrillo y lo encendió. Cuando vio la llama del encendedor, Skaara casi saltó de la sorpresa. No obstante, cuando recuperó el aliento, alargó la mano y sacó un cigarrillo del paquete, imitando los movimientos del coronel y fingiendo que fumaba.

—Encendedor —dijo O’Neil, pronunciando lentamente la palabra y lanzando el Zippo a Skaara.

El chico, fascinado, lo encendió varias veces antes de prender torpemente el cigarrillo. Lanzando una mirada de reojo, O’Neil sacudió la ceniza y vio que el chico lo imitaba. Ambos permanecieron sentados unos instantes. Skaara empezaba a sentirse confiado. Al fin y al cabo, era el único que se codeaba con los notables visitantes. O’Neil se percató del engreimiento del muchacho y no pudo resistirlo. Dio una larga chupada al cigarrillo y se llenó los pulmones de humo. Skaara, esbozando una sonrisa de hombre curtido, hizo lo mismo, pero en cuanto el humo llegó a sus pulmones, los ojos se le salieron de las órbitas. Se incorporó jadeando, y empezó a doblarse y a tambalearse hasta desplomarse en la cama, aumentando con las toses la irritación de la nariz y la garganta.

Brown y Kawalsky escucharon las toses del chiquillo, pero decidieron no investigar. En cuanto pudo, Skaara se incorporó un poco y tiró el tabaco al suelo, jurándose no volver a fumar jamás.

—Buena idea —dijo el coronel, apagando también su cigarrillo y aproximándose para aplastar el que había tirado el muchacho. Sin embargo, cuando levantó la vista se llevó una sorpresa muy desagradable. El muchacho, con los ojos aún llenos de lágrimas, acercaba la mano a la pistola que le había visto disparar por la tarde junto a la puerta de la ciudad. Cuando ya iba a tocar el cañón del arma, oyó el rugido de O’Neil—: ¡No! ¡Es peligroso! —Apretó la mano del muchacho contra la cama y le obligó a soltar la pistola; a continuación le dio unos buenos manotazos. Kawalsky y Brown entraron cuando O’Neil, con el arma en una mano, zarandeaba al muchacho con la otra al mismo tiempo que decía—: No, no, no, no.

En cuanto lo soltó, Skaara salió disparado. El coronel fue tras él, abrió las cortinas y se detuvo. Cuando el chico desapareció de su vista, O’Neil se sentó en la dura cama que le habían dado y se concentró en limpiar la pistola. Su encuentro con Skaara le había causado no poca sorpresa (en realidad, habían jugado juntos), cosa que llevaba mucho tiempo sin experimentar. Y tal como esperaba, sus pensamientos empezaron a desviarse hacia la Tierra y hacia su propio hijo.

Antes incluso de que naciera Jack Junior, O’Neil ya había empezado a cambiar. No solamente empezaba a sentirse más vivo y feliz, sino que era la primera vez que recordaba haber sentido deseos de volver a casa. Aquel nacimiento era el acontecimiento más gratificante en el que había participado. Pero al mismo tiempo comenzó a disminuir su entusiasmo por Jump Dos y a dejar de sentir la necesidad de violencia y sangre.

El día que su hijo cumplió seis años había sido crucial. Situado detrás del niño para ayudarle a abrir los regalos, pues el pequeño estaba muy nervioso. O’Neil levantó la vista, vio a Sarah sonriéndole y sintió que le inundaba un intenso sentimiento de gratitud cuya procedencia ignoraba. En ese momento se dio cuenta de que ya no era el niño enfurruñado y vacío que había sido mientras crecía, el chico que hacía daño a las personas y a las cosas porque no sabía ser de otra forma. Sarah había producido aquella transformación en él y, aunque llevaban ya casados mucho tiempo, de repente comprendió que le debía la vida.

A la mañana siguiente entró en el despacho del sargento y le dijo que deseaba abandonar Jump Dos. Al principio, sus superiores le negaron la autorización. O’Neil era el alma del equipo, el mejor soldado de aquel cuerpo de élite. Pero insistió y, finalmente, en lugar de apartarle del servicio armado, lo destinaron en calidad de instructor al campamento de reclutas de la Infantería de Marina de Yuma. No obstante, le advirtieron que el personal de Servicios Especiales de su categoría nunca llegaba a retirarse del todo. Algún día lo llamarían para otra misión, pero, por supuesto, jamás había imaginado que sería algo como lo que estaba realizando en aquel momento, sobre todo después de haber sido expulsado.

Cuando el joven Jack cumplió doce años, él y su padre eran los mejores amigos del mundo. Combinación perfecta de entrenador-jugador, formaron el equipo más combativo de la liguilla local. Lo único que en cierto modo rompía la armonía era que, a pesar de la conversión de carácter sufrida por el padre, el hijo había heredado la misma dureza de corazón que su progenitor había tenido. Empezó a meterse cada vez en más líos dentro de la escuela, llegando a cruzar la frontera que separa al camorrista del violento. Sarah estaba preocupada, pero cuando intentaba hablar del asunto, los hombres de la familia se cerraban en banda. Se miraban cambiando sonrisas burlonas, como dando a entender que eran miembros del club de la casa, en el que sólo se admitía a hombres.

Recordando ahora cómo había consentido las imprudencias de su hijo, O’Neil suspiró con tanta fuerza que llamó la atención de Kawalsky y Brown. Luego se golpeó la cabeza contra la pared, sin violencia, pero fue más que suficiente para que los otros dos apartaran la vista de la ventana.

Brown miró a Kawalsky y, tratando de hacer la pregunta con la máxima moderación, dijo:

—¿Soy yo o a ese tipo le pasa algo malo?

—Limítate a cumplir sus órdenes —contestó Kawalsky—. Debe de haber una buena razón para que lo hayan puesto al mando de esto.

Brown se le quedó mirado un instante y volvió a preguntar:

—¿De verdad lo crees?

Kawalsky no respondió.

Llevaban sentados mucho tiempo sin dejar de mirarse cuando Daniel no pudo soportar más la necesidad de hablar. Carraspeó como si estuviera a punto de convocar una reunión y se presentó a la criatura angelical que se hallaba sentada en la cama, rígida como un poste.

—Soy Daniel. Daniel.

—¿Dan-derr? —preguntó ella.

—No, Dan-yor, no. Yo, Daniel —dijo vocalizando con claridad y señalándose con el dedo. La chica sonrió tímidamente y asintió.

Dan-yor —repitió, antes de señalarse a sí misma y decir—: Sha’uri.

—¿Sha’uri? Muy bien, Sha’uri. Hola. —Después de otra horrible pause, Daniel continuó—. Hemos venido de la pirámide. ¿Conoces la pirámide? Cuatro lados iguales que se unen en un vértice. Bueno, seguro que no te va a gustar, pero de todas formas te voy a hacer un dibujo. —Y con el dedo trazó un dibujo en la arena del suelo, esbozando la forma de la pirámide. Luego miró a la chica. Sha’uri volvió la cabeza—. Lo sé. No te está permitido mirar. —Contrariado, se puso en pie y fue al otro lado de la habitación, apoyó la frente en la pared y continuó hablando—: ¿Qué le pasa a tu pueblo? He oído hablar de grafofobia, pero esto es ridículo. De todas formas, está claro que no vas a poder ayudarnos a encontrar lo que buscamos, así que será mejor que lo dejemos, ¿no te parece?

Sha’uri percibió la frustración de Daniel. Aspiró profundamente y decidió correr un gran riesgo. Cuando el hombre se dio la vuelta, la vio inclinada sobre el dibujo, ampliando los detalles. Daniel se acercó para ver lo que estaba haciendo. En al cúspide de la pirámide trazó una línea y encima de ella un círculo. Era el mismo signo que Daniel había encontrado en las lápidas, el séptimo símbolo que había descifrado el código de acceso a al Puerta.

—¡Es el símbolo de la Tierra! ¿Lo conoces?

Sha’uri miró de repente a Daniel, muy nerviosa. Había violado una de las leyes fundamentales de su pueblo y la transgresión podía acarrearle la muerte inmediata. Pero dado que seguía con vida, infirió que Daniel no era un agente enviado por los dioses para poner a prueba a la ciudad. No obstante, su problema era otro. Se sentía obligada a comunicarle el extremo peligro de la situación. Sabía que él deseaba saber más, pero no podría ayudarle hasta que él comprendiera lo peligroso que era leer y escribir.

Con Sha’uri en cabeza, portando una antorcha e indicándole el camino, Daniel se caló la capucha de la túnica que la chica le había encontrado. Mientras caminaban furtivamente por las retorcidas calles, se dio cuenta de que Nagada estaba construida sobre una ladera. Se estaban aproximando a los corrales donde cien mastadges o más pasaban la noche encerrados, «perfumando el aire nocturno» con la punzante peste del estiércol fresco. A lo lejos se divisaba la muralla posterior de la ciudad. Sha’uri se detuvo al pie de un alto edificio de piedra cuya entrada estaba definida por un gracioso arco alancetado y tiró de la manga de Daniel para que la siguiera al negro atrio donde el titilar de las antorchas daba claridad suficiente para iluminar los rincones de aquel lugar abandonado y ver que, probablemente, en sus tiempos, había sido un mercado techado, pero que ahora, a juzgar por el penetrante olor a estiércol, sólo servía de basurero. El picante hedor le hacía lagrimear.

Conduciéndolo por la sucia oscuridad, Sha’uri le enseñó una escalera de piedra que bajaba a un callejón sin salida. Fuera cual fuese la puerta que hubiese habido alguna vez al pie de aquellas escaleras, hacía ya mucho que se había tapado con grandes piedra. No obstante, continuaron bajando. A mitad de camino, Sha’uri le pasó la antorcha y metió la mano en una grieta que había entre las escaleras y la pared. Aflojó un especie de gancho, empujó una de las losas y dejó al descubierto una angosta abertura, espacio suficiente para deslizarse.

Una vez dentro, se encontraron en el sótano del edificio, un espeso bosque de vigas y puntales que se entrecruzaban para sostener el piso de madera de encima. Había varios corredores bajos que salían en distintas direcciones. Sha’uri cogió la antorcha y condujo a Daniel a uno de aquellos húmedos y desagradables pasadizos. No había bajado allí desde que era niña, pero después de un par de despistes consiguió llegar a otra estrecha escalera, muy antigua, labrada en un solo bloque de piedra que había empezado a rajarse por varios sitios. Al final se encontraron en una celda cuadrada de la que partían más túneles, pero Sha’uri acercó la antorcha al muro, destrozado por lo muchos años de polvo y abandono, e iluminó el símbolo de la Tierra: sol-sobre-pirámide.

Atónito, Daniel se acercó al muro y lo tocó. El símbolo había sido grabado esmeradamente en la parte blanda de la piedra, con una profundidad de unos dos centímetros y medio. Era el único indicio de escritura en todo el lugar. Se quedó pensando un instante y luego se dio cuenta de que todo el muro estaba fabricado con piedras toscamente talladas. Todo excepto la zona que rodeaba el símbolo. Dejándose guiar por su intuición empezó a quitar el milenario polvo al solitario jeroglífico hasta que encontró lo que estaba buscan: una hendidura que se hallaba en medio de una puerta. Rascó todo el polvo que pudo y que se había acumulado entre la hoja de la puerta y la jamba, y metió los dedos en el hueco, haciendo palanca con todas sus fuerzas hasta que consiguió entreabrirla. Sha’uri apoyó la antorcha en el muro y sumó sus no despreciables fuerzas a las de Daniel. Finalmente, la puerta se abrió con un crujido y Daniel entró con la antorcha.

—¡Dios mío! —exclamó. No podía creer lo que veía. Había un estrecho pasadizo de metro y medio de altura aproximadamente por quince de largo, totalmente cubierto de escritura jeroglífica egipcia, una lengua muerta desde hacía siglos que Daniel sabía leer y escribir con lieves, mediorrelieves escupidos con la clásica perspectiva frontal… Pero sobre todo había textos, largas columnas grabadas en los muros con cincel.

Por un instante pensó que se había muerto y había ido a parar al cielo de los egiptólogos. Sha’uri lo había llevado a un frondoso bosque de signos misteriosos. Probablemente el palimpsesto más reescrito de la historia; un rompecabezas complicado intrincado, que, a pesar de su confuso aspecto cabalístico, había sido ejecutado con religioso celo, dando al lugar un ambiente sacrosanto. Daniel se pasó la lengua por los labios y se adentró un poco más.

Sha’uri tampoco podía dar crédito a lo que veía. Como todos los habitantes de Nagada, sabía vagamente lo que era la escritura, aunque no sabía escribir. De niña, ella y sus amigas habían inventado varios símbolos y se habían escrito notas en la arena, pero cuando las descubrieron fueron severamente castigadas.

En su mundo no había necesidad de escribir. No había libros ni letreros en las calles ni concursos de ortografía. Por supuesto, existían los cuentos, pero sólo se contaban de viva voz. Cuando un cuento o una canción se olvidaban, se perdían para siempre. Antes de penetrar en aquel pasadizo no tenía la menor idea de que existiera aquella galaxia de símbolos. Tampoco podían entender lo complicadas que debían de ser las reglas para entenderlos. Miró al hombre con otros ojos. ¿Sería un brujo capaz de interpretar y reproducir aquellos signos?

Al parecer, sí. Acercando la antorcha al muro, Daniel ya había visto que cada sección contaba una historia. Las más antiguas eran grandes escenas históricas. Las nuevas generaciones de cronistas habían ido llenando los espacios vacíos con sus propias historias. Casi todas estaban escritas de derecha a izquierda, pero algunas seguían la dirección inversa. En algunos lugares, y por necesidad, la escritura iba de arriba abajo, mientras que en otros estaba en bustrófedon, esto es, una línea de derecha a izquierda y la siguiente de izquierda a derecha, o viceversa; esta técnica reproduce le camino que sigue el buey al arar los campos. Aquel vistoso caos de escritura, tomado en conjunto, era un cofre de tesoros semióticos, una cueva llena de botines arqueológicos. Era la historia antigua de los habitantes de aquel mundo.

Daniel localizó la crónica de base. Contada en imágenes relativamente grandes, esculpidas en la pared y luego pintadas, no resultaba mayormente edificante. El primer panel representaba a varios dioses tutelares, las mismas deidades animales antropomórficas que se habían adorado en el Antiguo Egipto y que aparecían arrancando a los niños de los brazos de sus atormentadas madres y conduciéndolos a través del desierto. Anubis, el dios de los muertos con cabeza de chacal, parecía supervisar la obra de los otros dioses. Horus, el halcón, también estaba presente, al igual que Thot, el de cabeza de mandril, dios de las palabras y de la magia que recogía los nombres de los muertos en el otro mundo.

La escena pasaba a una especie de batalla o sublevación civil y luego aparecían hombres encadenados flotando por el desierto, como si fuera un sueño colectivo. Cuando se despertaban caían a tierra, donde los dioses y sus guerreros los maltrataban brutalmente, obligándolos a cruzar una Puerta de las Estrellas.

Daniel estudió la escritura jeroglífica que rodeaba las imágenes. Definitivamente, los elementos gramaticales estaban relacionados con la caligrafía que había encontrado en las piedras sepulcrales, pero los símbolos que tenía delante eran más rudimentarios. Ningún habitante de la Tierra había vuelto a hablar la lengua de los antiguos egipcios desde que el emperador Teodosio había ordenado cerrar los templos en el años 391 de nuestra era. Y dado que los jeroglíficos que quedaron abandonados en los templos y en los papiros sólo reproducían consonantes, lo único que pudieron hacer los investigadores lingüísticos fue especular sobre la estructura vocálica. Varios egiptólogos destacados, entre ellos Daniel, habían desarrollado esquemas de pronunciación, pero en su mayoría no pasaban de meras conjeturas. Daniel, siempre dispuesto a aventurar una opinión, empezó a leer los signos en voz alta. Tomó la antorcha, se aproximó a una zona del muro literalmente abarrotada de jeroglíficos y comenzó.

Naadas yan tu yeewah. Suma’ehmay ra ma yedat. —Era un episodio de una expedición que cruzaba el desierto, la migración de todo un pueblo que se marchaba, no por propia voluntad, sino por la fuerza.

Sha’uri miraba y escuchaba atentamente. Conforme Daniel leía los símbolos escritos en la pared, se esforzaba por ver la conexión entre los signos pintados y los sonidos que estaba articulando.

Nandas sikma ti yu na’nay ashay —continuó Daniel.

—¿Sijma? —preguntó Sha’uri. La palabra le había llamado la atención. Daniel se volvió y la miró. ¿Estaba intentando comunicarse con él? ¿Acaso había tropezado con una palabra que ella conocía? En su idioma, sijma significaba «niños». Se asomó por encima del hombro de Daniel y vio una imagen tallada en el muro, una escena de muchas personas conducidas como animales. Y estaba claro que muchas de esas figuras eran niños—. Sijma —repitió.

—¿Sikma? —preguntó Daniel con apremio, señalando el jeroglífico correspondiente a «niños». Sha’uri lo miró, pero no tenía significado alguno para ella.

Sijma —dijo de nuevo, señalando la ilustración del muro en que se veía a los niños.

—¡Sí! —exclamó él—. ¡Sí, sikma, niños! ¡Pues claro!

La sospecha de Daniel había sido acertada desde el principio. Sha’uri y los suyos hablaban un dialecto del antiguo egipcio y, gracias a un golpe de suerte, habían tropezado con aquella palabra, sijma, que apenas había evolucionado con los siglos. Entusiasmado, buscó rápidamente otro símbolo, el de «dios».

—¿Nefa? —En esta ocasión, el símbolo escrito era más abstracto. El jeroglífico consistía en un ojo encima de dos plumas. Sha’uri lo miró, pero no fue capaz de adivinar su significado—. ¿Nef-ía? ¿Najfar? —preguntó Daniel, mostrando a continuación la imagen de Anubis y otras deidades animales que conducían a los humanos por el desierto.

—¡Neyum ifar! —gritó la joven, como si acabara de acertar el acertijo que le tocaba.

—¿Nei-yum-i-far? —preguntó Daniel, dándose cuenta de lo radicalmente distintas que eran sus pronunciaciones. Practicó repitiendo la palabra varias veces, adaptando su acento al de ella. Lo estaba consiguiendo, estaba hablando la lengua muerta de los faraones, una lengua que veía desde hacía muchos años.

Sha’uri también repitió la palabra varias veces, marcando notablemente cada sílaba, enseñando a Daniel la forma en que ella pronunciaba.

—Sí —dijo Daniel—, enséñame a hablar. Bueno… enseñar. ¿Takera? ¿Tekira? Sha’uri takera Daniel, ¿vale?

Sha’uri ta-ki-yiir Dan-yor.

Era la primera vez en su vida que un hombre le pedía abiertamente que le enseñara. Sha’uri estaba rebosante de orgullo. Aquel sabio, con todas sus exóticas habilidades, le pedía instrucción a ella. Fue el primer paso en la transformación de la muchacha.

Por su parte, Daniel le sonreía como si se hubiera muerto y le hubieran asignado a aquella preciosidad como guía del paraíso. Y ni siquiera era medianoche.

Según el reloj que O’Neil llevaba en la muñeca, eran las 8:21 de la tarde, hora de las Montañas Rocosas. Pero más allá de las murallas de la ciudad estaba saliendo el primero de los tres soles. La tormenta había pasado y el cielo oscuro parecía asombrosamente claro.

O’Neil se hallaba junto a una de las ventanas del salón, al lado de Brown, que había puesto la radio en el alféizar e intentaba reanudar el contacto con Feretti sin importarle lo más mínimo que los vecinos estuvieran durmiendo o no. Tenía una voz grave y fuerte, pero como se sentía contrariado y empezaba a temer por el equipo que había quedado en el campamento, su voz sonaba más fuerte aún. Finalmente se dirigió a O’Neil.

—No hay manera, no puedo sintonizar.

—¿Qué pasa? ¿Hay más interferencias?

—No —contestó Brown—. Nada más que aire. Tendría que haber una señal, pero no encuentro nada.

—¡Coronel! —El grito provenía del exterior.

O’Neil cruzó la habitación y salió a una de las muchas pasarelas de sogas y maderos que iban de un edificio a otro. En la umbrosa calle de debajo divisó vagamente la silueta del teniente.

—Jackson no está en su habitación —gritó Kawalsky—. He buscado por todas partes, pero no lo encuentro.

—¿Qué lleva usted en la mano?

—Su chaqueta —respondió Kawalsky, claramente enfadado por tener que cargar con ella mientras buscaba a Su Eminencia.

O’Neil miró al horizonte, donde el cielo nocturno empezaba a fundirse con el color violeta de la mañana. En ese momento podían regresar fácilmente a la pirámide, pero decidió esperar a que fuera pleno día. Calculó que faltaba aún media hora para tener buena visibilidad. El coronel suponía que Daniel había salido a recoger florecillas silvestres y escribir versitos, pero existía también la remota posibilidad de que hubiera ocurrido algo bueno o algo malo. Si era así, quería saberlo cuanto antes. Concedería media hora para que lo encontraran, ni un segundo más.

Al cabo de dos minutos, O’Neil ya estaba abajo. Él y Kawalsky siguieron el inconfundible rastro olfativo hasta el redil en que se encontraban los mastadges. Vieron a Skaara sentado en la cerca que rodeaba el corral, rodeado de un puñado de chicos. Skaara conservaba aún el encendedor de O’Neil. Creía que se había ganado el derecho a presumir ante los alienígenas y eso era exactamente lo que hacía, encendiendo el mechero y contando una y mil veces cómo lo había conseguido. Nabeh, el pastor de cabeza gorda, dentudo y de aspecto raro, quería a toda costa tocar la llama, a pesar de las continuas advertencias de Skaara en sentido contrario. Nabeh, más mayor y más torpe que los demás chavales, era el compinche y amigo incondicional de Skaara. Los demás se dispersaron cuando vieron que los militares se encaminaban hacia ellos. Todos menos Skaara, aunque estaba igual de asustado que los demás. Sabía por propia experiencia lo violento e impredecible que podía ser el hombre de la boina negra, pero siguió sentado en la cerca sin acobardarse.

—Espere aquí —ordenó el coronel a Kawalsky y se acercó solo al chico.

Se apoyó en la cerca y observó a los enormes mastadges lanudos desgastando parte de su energía matinal corriendo por el corral. Quería decir al chico que sentía mucho haberle pegado al noche anterior, que lo había hecho solamente porque le preocupaba su seguridad y que si se había sobrepasado tenía muchas razones para hacerlo por las muchas cosas que le habían ocurrido en los dos últimos años. Pero aunque hubiera hablado el mismo idioma que le chico, no habría sido capaz de sumergirse tanto en sus sentimientos sin ahogarse. Se limitó pues a permanecer callado, observando las carreras de los animales en el frío ambiente de la mañana. Cuando volvió a mirar al chico, Skaara encendió un cigarrillo imaginario, dio una chupada profunda y exhaló una bocanada de vaho. Era la forma de liberarle de la culpa, de demostrarle que no le guardaba rencor.

—Estoy buscando a Jackson —dijo O’Neil. Por supuesto, Skaara no le entendió—. ¿Comprendes? Jackson —insistió, enseñándole la chaqueta, pero sin obtener repuesta. Los otros muchachos empezaron a acercarse lentamente. ¿Cómo hacerles comprender su mensaje?, se preguntaba el coronel. Decidió hablar despacio y levantar la voz—. Estamos… buscando… a Jackson. —O’Neil juntó los dedos en círculos y se los puso en los ojos, como si llevara gafas. Los chicos imitaron sus movimientos y acabaron riéndose.

—No, quiero decir… —y fingió un estornudo.

—¡Ahhhh! —Todos comprendieron al instante. Skaara tomó la chaqueta de Daniel y gritó una orden a los animales. Un segundo después, el ejemplar más asqueroso de la manada, alias «Un poco», se aproximó al trote a la cerca, graznando como un camión sin gasóleo.

Skaara le acercó la chaqueta a la nariz y, cuando el olor de Daniel penetró en sus gigantescos orificios nasales, se irguió sobre sus delgadas pero potentes patas traseras y lanzó un rugido que despertó a media ciudad. Skaara gritó a Nabeh que abriera la puerta y, en cuanto vio la salida, el superbuey salió disparado del corral. Había recorrido ya media manzana cuando Skaara gritó a los muchachos que salieran tras el monstruo.

—Buen chico —dijo O’Neil.

En el cielo estaba suspendida una pirámide resquebrajada y en ruinas, de cuya parte inferior salían rayos de luz tan brillantes como los del sol. Debajo, la imagen deteriorada de un rey niño ataviado con el atuendo completo del faraón, extendiendo los brazos para bañarse en la luz. A sus pies, varios dioses del Antiguo Egipto con cabeza de animal se arrodillaban ante él, inclinando la cabeza para suplicarle.

Daniel se rascó la barbilla, cavilando. Estaba seguro de que esta serie de imágenes era la primera. El primer cronista que había bajado a aquellas catacumbas, sin duda había empezado con aquella historia, la extraña coronación del rey niño. Sha’uri estaba apoyada en la pared de enfrente, haciendo lo imposible por mantenerse despierta y ayudar a Daniel. Nunca había visto nada parecido a la concentración y atención que aquel hombre ponía en su tarea.

Barei bidi peesh —le preguntó Daniel—. ¿Shana? ¿Shana?

Chan’ada —dijo ella, corrigiendo la pronunciación.

¿Chan’ada sedma miznah, no, miz… mir… mirnaz. Chan’ada sedma mirnaz, min?

Min —contestó ella con una sonrisa.

—Parece que ha encontrado lo que buscaba —dijo una voz desde la oscuridad.

Sha’uri ahogó un grito y Daniel, totalmente cogido por sorpresa, tiró la antorcha bruscamente al lugar de donde procedía la voz. Era O’Neil, que avanzaba agachado por el angosto pasadizo, seguido de Kawalsky.

—Me ha dado un susto de muerte. —Exclamó Daniel, a punto de sufrir un infarto—. ¿Cómo ha llegado aquí?

—Creía que no sabía hablar su idioma —dijo irónicamente el coronel, avanzando por el pasadizo caóticamente pintado.

—Es un antiguo dialecto egipcio —dijo Daniel—, pero, como el resto de su cultura, ha evolucionado de forma independiente. Sin embargo, cuando se conocen las vocales y si tenemos en cuenta la neutralización de las aspiraciones, la pérdida de consonantes apicales y finales…

—Hábleme en cristiano, Jackson.

—Acabo de aprender a pronunciarlo.

—Este lugar es un maldito infierno —dijo Brown, apareciendo en ese momento con una potente linterna—. Parece la tumba de «Tutijamón» reconvertida en estación del metro neoyorquino.

Pero a O’Neil solamente le interesaba una cosa.

—¿Qué dice todo esto, Jackson?

Alborozado, deseando explicar todo lo que había aprendido, Daniel recorrió el laberinto de jeroglíficos como un niño en una tienda de caramelos.

—Es… Bueno, es increíble. Estos muros cuentan la historia de los primeros pobladores de este planeta. Todos llegaron por la Puerta de las Estrella hace unos diez mil años. Aquí dice… —Daniel se adelantó y recorrió con el dedo una larga serie de imágenes y jeroglíficos—. Un viajero procedente de un lejano sistema planetario, huyó de un planeta moribundo para no perecer con los demás. Ya estaba débil y achacoso, y a pesar de sus cualidades y conocimientos no pudo impedir lo inevitable. —Daniel hizo una paráfrasis en este punto—. Por lo visto, su especie se estaba extinguiendo y se puso a investigar las galaxias en busca de una forma de eludir la muerte. Miren esto… Daniel corrió a otra serie de imágenes. O’Neil estaba ya inmerso en los hechos que el otro le describía. Como si visualizase las palabras que pronunciaba Daniel. No es que aquellas imágenes le impresionaran, pero le corroboraban un sentimiento que le palpitaba en lo más hondo. Siguió escuchando con atención.

—Aquí dice —prosiguió Daniel— que llegó a «un mundo abundante en vida». Donde encontró «una raza primitiva» que se adaptaba «perfectamente a sus necesidades». ¡Los humanos! Una especie que podría enmendar y conservar indefinidamente. Se dio cuenta de que, dentro de un cuerpo humano, podía tener una nueva vida. Y entonces encontró al muchacho.

Daniel pasó a una serie de imágenes desconcertantes. Una pirámide sobre un humano, protegiéndole de la luz cegadora. En la periferia del dibujo había personas corriendo. Daniel señaló la figura que estaba debajo de la pirámide.

—Llegó a una especie de aldea. Aquí pone que los aldeanos corrieron asustados porque «la noche se hizo día». Pero un adolescente se acercó a la luz. «Con curiosidad y sin miedo», siguió andando y cayó en una trampa. Ra lo capturó y fue su amo. Como un parásito en busca de anfitrión. Transformado exteriormente en humano, se nombró a sí mismo gobernador de toda la humanidad. El primer faraón, Ra, el dios sol.

Aquélla era la parte que O’Neil había esperado para oír. Se acercó despacio y se puso a mirar de cerca las imágenes mientras Daniel proseguía.

—Sirviéndose de la Puerta de las Estrellas, Ra, o Reiyu, pues así pronunciaban su nombre, trajo a este planeta miles de personas para trabajar en las minas de cuarzo. Como la que vimos nosotros. Salta a la vista que el cuarzo de este planeta es la base de toda la tecnología del tal Ra. Sólo con él podía ser eterno. Pero algo ocurrió en la Tierra, una rebelión, un levantamiento. Después de cientos de años de opresión, la gente esperó a que Ra estuviera aquí, a este lado de la Puerta, y se sublevó, venció a los dioses guerreros de Ra y enterró la Puerta de las Estrellas para que Ra no pudiese volver. Temeroso de que también en este planeta se sublevase la gente, Ra prohibió la lectura y la escritura. No quería que se recordara la verdad. Las imágenes que vemos en estas paredes son las únicas crónicas que se conservan. Y nadie las sabe interpretar. Asombroso.

Cuando acabó, Daniel esperó la reacción de O’Neil, pero el coronel no dijo ni hizo nada. Se quedó mirando el muro con expresión distante y concentrada.

—Jackson, debería venir aquí. —Kawalsky había cogido la linterna y estaba explorando el túnel, un poco más allá de donde estaban los demás—. Dígame si esto… Venga aquí. —A juzgar por su tono de voz, parecía estar muy nervioso por lo que había visto. Sha’uri corrió a ver de qué se trataba.

Kawalsky se había alejado sólo unos metros del grupo, pero, con lo bajo que era el techo, la oscuridad reinante y el incordio de las antorchas, costaba llegar hasta él. Desde luego, no era el lugar más indicado para un claustrofóbico. El teniente había girado en un recodo y encontrado el final del pasadizo. Rodeada de escrituras sagradas por todos lados, había una sola estela funeraria, de pequeño grosor, con un cartucho vertical grabado. Aunque estaba parcialmente enterrado en la arena, Kawalsky pudo apreciar lo mucho que se parecía al cartucho que había en el centro de las otras lápidas. Daniel también. En cuanto se asomó y vio el sepulcro, supo que habían encontrado lo que necesitaban para maniobrar la Puerta de las Estrellas.

—Seguramente guardaron esto aquí con la esperanza de que algún día se volviera a abrir la Puerta desde la Tierra —dijo Daniel, acercando la antorcha a la losa e intentando descifrar el cartucho. No entendía ni uno solo de los caracteres, lo cual era un estímulo. Probablemente eran constelaciones vistas desde el punto del universo en que estuviera el planeta en que se encontraban—. ¡Maldita sea! —exclamó, recordando algo de repente—. Me he dejado el cuaderno de notas en la habitación. Allí tengo la lista de todos los símbolos de…

—Vuestra chaqueta, sire —sijo Kawalsky, tirándole la prenda de mala manera. Y siguió escarbando en al arena húmeda para dejar al descubierto los dos últimos símbolos enterrados.

Daniel consultó sus notas. Con toda seguridad, el símbolo superior del cartucho tenía que corresponder a uno de los que aparecían en su lista.

—Ya lo tenemos —dijo—. Los símbolos cuadran perfectamente.

—Problema. Problema y gordo. —Kawalsky se había puesto serio. La luz de la linterna y la de la antorcha enfocaron al fornido militar y luego la base del cartucho. El último símbolo estaba destrozado, no existía.

—¿Dónde está el séptimo signo?

Kawalsky se sintió contrariado y empezó a apartar grandes puñados de arena húmeda. Daniel lo detuvo rápidamente y se hizo cargo del proceso de excavación. Removió cuidadosamente la arena de la base del muro hasta que encontró los restos fragmentados del séptimo símbolo, sacando las piezas una por una. Pasaron mucho tiempo intentando encajarlas. Bastaba con ver del símbolo lo suficiente para distinguirlo de los otros que aparecían en la rueda de la Puerta. Al cabo de veinte minutos se dieron cuenta de que era inútil. O habían roto deliberadamente la placa o se había erosionado por llevar tantos años enterrada en la arena. No quedaban ni restos del último símbolo.

Daniel y los militares se quedaron de piedra. Todos tenían la sensación de que se les había acabado la racha de buena suerte. Incluso el hecho de estar reunidos en un túnel sin salida parecía apropiado para el momento. Ahora sólo tenían dos probabilidades de regresar: por los pelos y de ninguna amanera. Pasó un buen rato antes de que alguien se decidiera a hablar.

—Se supone que este séptimo signo es el punto de partida, ¿no? —dijo O’Neil—. Pregunte a la chica. Tal vez ella conozca el símbolo de este planeta.

Viendo cómo se desarrollaban los acontecimientos, Sha’uri adivinó la pregunta del coronel y negó con la cabeza. De todos modos, Daniel le preguntó y se dirigió a O’Neil.

—No hay manera. Sólo sabe escribir el nombre de Ra.

—En ese caso, volvamos a la pirámide. —El coronel se incorporó y quitó la antorcha a Sha’uri. Al ver que nadie se movía, aclaró su comentario—. Partimos inmediatamente.

—¿Es que no lo entiende? No podemos hacer que funcione sin el último símbolo —gritó Daniel. Pero O’Neil ni siquiera se volvió.