CAPITULO 5
—Mi sincera enhorabuena, Velda. Eso es casi perfecto.
Ella sonrió como solía hacerlo, amarga y fríamente. Estaba rellenando el cilindro del revólver, todavía humeante tras los seis disparos anteriores. Cinco latas yacían al pie de la cerca, donde las derribara a balazos, fallando uno solo.
Ethan puso las latas nuevamente sobre la valla, para apartarse seguidamente. Velda no vaciló. Alzó de nuevo el brazo, empezando a disparar con rapidez vertiginosa, casi sin mirar.
Esta vez, las seis latas volaron por los aires, sin un solo fallo.
Ethan lanzó una exclamación de sorpresa. Miró a Velda, sorprendido.
—¡Perfecto! —aprobó—. Por primera vez, logras un pleno.
—Ya iba siendo hora, ¿no crees? —suspiró ella, bajando el arma.
—No, no tanto. Ni siquiera esperaba que al llegar a Las Cruces pudieras saber acertar tres tiros de cada seis. Y nos faltan todavía dos jornadas para estar allí, cuando ya aciertas la totalidad de blancos. Eso es avanzar de prisa. Parece que tengas una especie de disposición para las armas de fuego.
—Pues nunca lo hubiera imaginado —dijo ella amargamente—. Odiaba las armas desde niña. En casa nunca se utilizó ni se tuvo ninguna. Ni papá, ni Jason ni yo habíamos llegado siquiera a ver otras armas que las que lucían los demás en las calles de Tucson.
—Tal vez sea porque realmente deseas manejarlas mejor que nadie —dijo Ethan mirándola seriamente.
—Eso sí —afirmó Velda con decisión—. Lo deseo más que nada en el mundo.
—Escucha esto, Velda. No nos engañemos. Eres ya una magnífica tiradora. Y sacas el revólver con apreciable rapidez, sobre todo, teniendo en cuenta que eres una mujer y que es la primera vez que te ejercitas. Pero podría no ser suficiente con gentuza como Hazard y los demás. Ellos no son precisamente mancos.
—Lo sé. Les vi disparar y matar, recuérdalo —los dientes de ella se apretaron—. Pero tengo que correr el riesgo, a fin de cuentas. Sólo vivo con esa idea.
—Ya me he dado cuenta. ¿No podría yo ayudarte? Conozco a estos tipos y...
—No —cortó ella secamente—. Es asunto mío. Exclusivamente mío, Ethan. No tienes nada que hacer en él. No es tu problema. Sólo te pedí lecciones, ayuda. Ahora ya no necesitaré más.
—Ellos son seis. Y tú una sola, Velda...
—¿Crees que no lo sé? Desde un principio conocí mis desventajas. Pero no me importará demasiado morir, si a cambio logro terminar con varios de ellos. Lo ideal sería acabar con todos. Entonces sí moriría satisfecha. Pero si no puedo conseguirlo, me llevaré por delante a cuantos me sea posible. Espero que mi astucia de mujer, y el hecho de serlo, me ayuden. Ellos no pueden imaginar que yo sé ahora pelear, usar un arma, defenderme de cualquiera. Si les sorprendo, será mi mejor baza.
—Se puede sorprender a uno, a dos, e incluso a tres, con mucha suerte —sentenció Ethan sombrío—. Pero no a seis, Velda. Y menos aún a seis tipos de esa calaña. Conozco lo suficiente a Bart Hazard para saber lo peligroso que es.
—De todos modos, lo haré así. Cuando lleguemos a Las Cruces, si encuentro a alguno de ellos, tú deberás mantenerte al margen. Y marcharte luego de mi lado definitivamente. Es lo convenido, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Velda —suspiró él meneando la cabeza—. Como tú quieras.
Había vuelto a cargar el revólver. Ethan situó más lejos y con mayores dificultades las seis latas vacías. Velda vació el cargador, sin interrupción.
Tuvo cuatro aciertos. Repitió cuatro más en la siguiente tanda, cinco después... y finalmente repitió los seis impactos certeros, pese a todas las dificultades.
—Bravo —aprobó Ethan satisfecho—. Ahora, antes de almorzar... ejercicios de saque.
Iniciaron la nueva prueba. Velda se mostraba rápida en desenfundar, pero no lo suficiente. Los ejercicios duraron casi dos horas. Al final, extenuada, se dejó caer en la yerba, junto a la cerca. Ethan sonrió.
—Voy a preparar el almuerzo —dijo, encaminándose a la fogata donde se calentaba el café—. Estará en diez minutos.
—Lo justo para darme un chapuzón —suspiró ella dirigiéndose al cercano arroyo—. Estaré de vuelta en un momento. Me siento muerta de hambre. Y de cansancio, claro.
Ethan asintió, retirando el pote de café para sustituirlo por la sartén. Preparó huevos con tocino y tortas de maíz. Eso y las alubias eran las comidas habituales en ruta. Y él estaba acostumbrado a todo eso.
Velda regresó minutos más tarde, con la cabellera empapada y la piel reluciente de gotas de agua. Antes de abotonarse totalmente su camisa de cuadros, Ethan no pudo evitar la visión de uno de sus pechos, duro y firme. Dominó un leve estremecimiento y desvió la mirada.
—Vamos a comer, Velda —dijo roncamente—. Luego emprenderemos la marcha. Pasado mañana estaremos en Las Cruces.
—Qué bien —suspiró ella—. Recogeré el dinero en el Banco y te daré la mitad para tus gastos. No, no protestes. Es un préstamo que te hago, sólo eso. Ya me lo devolverás algún día.
—Suponiendo que no me cojan antes los comisarios de Utah y nos cuelguen —rió Haycox irónicamente.
—Y suponiendo que yo todavía esté viva, tras enfrentarme a esos seis canallas— añadió ella encogiéndose de hombros.
* * *
El Banco Wells & Fargo estaba en la calle mayor de Las Cruces, precisamente delante de una cantina y de la oficina del sheriff local. Un mal sitio para alguien como
Ethan Haycox, cuyo pasquín de recompensa debía de andar por todos los estados y territorios del Oeste y el Sudoeste a estas alturas.
—Será mejor que entre yo sola en el Banco —dijo Velda cuando entraron en el pueblo a marcha lenta de sus caballos—. No corras riesgos. Contra mí no existe orden de detención ni cargo alguno. Si me cogen, diría que fui rehén tuyo durante un tiempo, antes de que me abandonaras en Utah a mi destino, y que no sé más de ti.
—Como quieras. Yo me quedaré en la cantina esperando. Confío en que el cantinero no sea tan amigo del sheriff local como para haber echado una ojeada a mi pasquín —rió Ethan entre dientes.
Se detuvieron ante el edificio de rojo ladrillo del Banco. Velda descabalgó allí mismo, mientras Ethan seguía unos pasos hasta la cantina, al lado opuesto de la polvorienta calle. Allí descabalgó, ató su montura al porche y entró en el local.
Velda hizo lo propio en el Wells & Fargo Bank. Se acercó a la ventanilla, dando su nombre. El cajero asintió, tras examinar un registro.
—Sí, señorita —dijo—. Hay una transferencia desde Tucson a su nombre. Dos mil dólares, exactamente. ¿Los quiere en efectivo o abrirá una cuenta aquí?
—En efectivo, por favor —miró en derredor, impaciente—. Sólo estoy de paso.
—Como quiera, señorita. En un momento le entregaré su dinero. Rellene este impreso, por favor.
Le tendió una hoja en la que ella escribió presurosa El cajero comprobó los datos, y se puso a contar minuciosamente el dinero, en billetes de cien y cincuenta. Velda miró a la puerta. Dos hombres se encaminaban al
Banco, cruzando la calle. Pero sólo llegaron hasta el porche, quedándose allí parados. Uno se puso a asegurar la espuela de su bota. El otro se apoyó en una columna mascando tabaco.
A Velda no le gustó aquello. No era natural la actitud de los dos tipos. Observó al más alto de soslayo. Todavía le gustó menos ver su rostro. Aquella fea, horrible cicatriz de su cara, le desfiguraba de modo repugnante. El otro, bajo y rechoncho, parecía sudar grasa, a juzgar por el brillo de su sebosa cara. Resultaban a cual más repugnantes. Y nada tranquilizadores.
Tocó instintivamente el «38» que colgaba de la pistolera de su cadera derecha. Aún no se había familiarizado con aquella herramienta lo suficiente, aunque se sabía capaz de desenfundar y disparar en fracciones de segundo.
—Su dinero, señorita —dijo al fin el cajero, poniendo los billetes sobre el mostrador, en dos fajos—. Cuéntelo, se lo ruego.
—No, está bien —rechazó ella recogiendo el dinero con rapidez.
—Firme este recibo, por favor —insistió ahora el cajero, tendiéndole otro papel.
Malhumorada, cumplió el último requisito, mientras metía los billetes bajo su camisa. Se encaminó a la puerta, abriéndola. Todo había ido bien. El tipo alto dejó de hurgar en su hebilla. El grasiento masticador de tabaco avanzó unos pasos hacia ella, como por casualidad.
Se encontró entre ambos hombres, uno a cada lado. El de la cicatriz le sonrió desagradablemente.
—Será mejor que no intente nada, señorita —silabeó con voz fría—. Venga con nosotros.
—¿Qué es lo que dice? —replicó ella, parándose en seco—. Dejen paso.
—No se ponga terca —avisó el grasiento—. No nos gustaría hacerlo por las malas. Tiene que venir con nosotros. Usted y su dinero nos interesan, preciosa.
—No iré a ninguna parte —dijo Velda fríamente.
—Vaya si lo hará —el de la cicatriz alargó los dedos hacia la culata de su revólver—. ¿O quiere que la deje seca aquí mismo y nos llevemos su dinero sin más?
—Dos mil dólares no valen una vida, ¿verdad? —bromeó el tipo sudoroso.
Ella se sorprendió. No estaba segura de que, desde fuera, a través de una puerta de vidrios polvorientos, se pudiera afinar la vista hasta el punto de ver la suma exactamente que le era entregada en caja.
Velda miró en torno. La calle soleada estaba desierta. No descubrió el menor rastro de Ethan. Nadie podía acudir en su ayuda. Y nunca pensó que tuviera que sufrir su bautismo de fuego con alguien que nada tenía que ver con los seis hombres a quienes buscaba.
—No se muevan ni intenten tocarme —avisó ella duramente, echando a andar—. O les pesará.
El de las cicatrices se echó a reír, alzando rápido el revólver en su diestra. También el grasiento desenfundó con inusitada rapidez, imitando a su compinche.
Velda fue, asimismo, muy rápida. Su diestra, por vez primera en un enfrentamiento que no tenía nada de ensayo, voló a por la culata de su «38». Desenfundó tan velozmente o más que el hombre del rostro desfigurado. Y disparó antes que él, a bocajarro. Su bala lanzó violentamente al pistolero contra la pared, alcanzado por una bala en pleno pecho. El asombro asomaba a su deforme rostro maligno.
Velda giró sobre sí misma con rapidez, amartillando de nuevo para encararse al tipo rechoncho situado al lado opuesto. Nunca estuvo segura de que, realmente, hubiera podido anticiparse también a ese enemigo. Ni necesitó estarlo.
En la calle retumbó el potente estampido de un «44», y el tipo más bajo saltó como si le hubieran arrancado de cuajo del suelo con una mano invisible. Su cabeza había estallado, reventada por la pesada bala, justo cuando iba a apretar el gatillo, disparando a quemarropa sobre Velda.
Se desplomó en la calzada, tras rebotar en la acera. Para entonces, Lee Sterling, el asalariado de Helen Kingsley, yacía ya boca arriba, desangrándose por un boquete del pulmón derecho, entre espasmos de agonía.
De la cantina salió con paso elástico un hombre ágil, empuñando un «45» humeante. Velda le miró con gratitud. Ethan Haycox le había salvado la vida posiblemente.
—Te lo avisé —dijo Ethan con suavidad, parándose ante ella—. Nunca te confíes demasiado. ¿Qué pretendían esos tipos? Les observaba desde la cantina todo el tiempo.
—Iban a secuestrarme y robarme. Es raro, pero sabían la suma exacta que recibí.
—Y tan raro. También sabían que tú ibas a sacar dinero de ese Banco. Estaban esperándote apostados allí, junto a la cantina. Apenas entraste se encaminaron al Banco. Curioso, ¿no?
—¿Cómo podían saberlo? —se sorprendió Velda—. Era la transferencia de Jason...
—Espera un momento, tal vez salgamos de dudas ahora —Ethan decidido, fue hasta donde agonizaba el tipo de la cicatriz. Le encañonó con su arma—. Amigo, vas a tener una mala agonía. Pero eso se acaba. ¿Quién te envió a matar a esa dama?
—No puedo... hablar... —jadeó Sterling con labios ensangrentados—. Secreto... profesional...
—No seas idiota te mueres. Y el que te pagó seguirá vivo y bien vivo. No te lleves esa carga al infierno, muchacho. Tal vez si te sinceras, Dios se apiade de tu alma y no te permita arder en los dominios de Lucifer. ¿Quién te pagó por hacer esto?
Fue... una mujer... en Tucson —silabeó Sterling, esperando en su salvación eterna—. Se llama... Helen... Kingsley...
Vomitó sangre y se quedó inmóvil, con los ojos vidriosos. Tal vez convencido de que en el último segundo había logrado burlar a su aliado infernal.
—¡Dios mío, no! —sollozó Velda, horrorizada—. Helen, mi propia cuñada... No es posible, Ethan, no es posible... Ese canalla debió mentir...
—No, Velda. Convéncete. Un tipo que va a morir nunca miente en algo así. Además, eso explica muchas cosas, ¿no?
—Sí —musitó ella, inclinando la cabeza—. Por desgracia, lo explica todo...
No sólo tienes seis enemigos en el mundo. Tu familia también está contra ti. Es lo malo de poseer bienes amiga mía.
—Ethan, te debo la vida...
—No estés tan segura de eso. Tal vez hubieras llegado antes que él a disparar. Pero yo no podía permitir que corrieras ese riesgo. Era tu primer enfrentamiento serio, y con dos hombres a la vez, habituados a matar a la gente. Tenía que intervenir.
—Sí. Y gracias por ello. Perdóname si te pedí que te apartarás de mí. Ahora veo que las cosas no van a ser tan fáciles como parece. Pero no puedes seguir a mi lado, acompañándome en mi venganza.
—¿Por qué no? A fin de cuentas, somos amigos y estamos unidos en esto, Velda —rió él suavemente—. Creo que sería mucho mejor echarte una mano, por si acaso...
—Cuidado —avisó ella, rápida, mirando por encima de su hombro—. Viene el sheriff... Deja que hable yo, Ethan, no te compliques sin necesidad.
El hombre de bigote blanco y placa estrellada al pecho, se detuvo ante ellos. Saludó cortés, mirando ceñudo a los dos cadáveres. Luego, dirigió una ojeada a Ethan y a ella.
—¿Qué es lo que ha sucedido, señorita? —quiso saber.
—Un desgraciado incidente —murmuró con voz angustiada—. Esos hombres iban a robarme al salir del Banco. Me resistí, y pretendieron matarme. Por fortuna, mi esposo intervino a tiempo. Y yo también sé defenderme... Creo que les sorprendimos.
—Sí, eso parece —convino el sheriff—. Y fue una de esas sorpresas que dejan helado a cualquiera, señora... Los dos están muertos. Tenían un feo aspecto. Debían ser maleantes de la peor especie, pero no son de aquí, nunca los vi antes de ahora.
—Mi nombre es Velda Evans, sheriff —dijo ella—. Y él es Elmer Evans, mi esposo.
Celebro conocerles a ambos —sonrió el hombre de la Ley—. ¿Van de paso?
—Así es —convino Ethan, tras mirar con interés y sorpresa a Velda—. Mi mujer y yo vamos hacia El Paso.
Nos detuvimos a hacer efectiva una transferencia bancaria y a descansar un día en esta ciudad. No esperaba que las cosas se pusieran así.
—Lo lamento, y les pido disculpas en nombre de mi ciudad —dijo el sheriff—. Mi nombre es Walter Crane. No tienen que preocuparse de nada. Este suele ser un lugar tranquilo, contra lo que puedan pensar por lo de hoy. Sólo si algún facineroso forastero anda por aquí, como es el caso de esos dos tipos, puede haber problemas. Si quieren estar alojados, vayan al Hotel Doña Ana. Digan que yo les envío, serán bien atendidos, señores.
—Gracias, sheriff, es usted muy amable —dijo ella—. Así lo haremos. Vamos, querido.
Cogió del brazo con toda neutralidad a Ethan, y partieron ambos hacia el lugar donde señalaba la mano del sheriff. Este se quedó atrás, junto a los muertos, contemplando su marcha.
—Muy ocurrente —dijo en voz baja Ethan—. De modo que soy tu esposo ahora...
—Es lo mejor para no despertar sospechas —asintió ella—. Pero recuerda que es sólo un engaño. No me casaré jamás. Ni tendré amor alguno en toda mi vida. Lo juré un día. Y lo cumpliré. Para mí, los hombres no significan nada. Nada, Ethan.
—Sí, lo entiendo —aseguró él con voz suave—. Sólo es un engaño, una ficción. Y así será, Velda... Ah, por cierto... Creo que he encontrado al primero de tus seis hombres, casi lo había olvidado.