CAPITULO 4

 

—Ya está todo dispuesto, Ethan.

—Menos mal... —resopló animadamente Haycox—. Me dan el alta esta misma semana. Ya se ha puesto en contacto el doctor Graham con el comisario Elliott. Vendrán a recogerme el sábado. Suponen que estoy ahora en perfectas condiciones para poder subir al patíbulo lleno de salud y fortaleza física.

—No tema. Nunca subirá a ese patíbulo, Ethan. Yo me encargo de eso, ya se lo dije.

—Pero Velda, ¿Puede decirme cómo diablos va a conseguir sacarme de aquí sin que los comisarios y los médicos se den cuenta de ello —dudó Haycox, algo receloso aún.

—No, no voy a decirle nada en absoluto. El jueves noche será la evasión. Hasta entonces, ultimaré ciertos detalles aquí dentro. Recuerde que ahora soy otra mujer. Voy y vengo, hablo con la gente, deambulo por todas partes. Eso va a sernos muy útil.

—Ya he notado su mejoría paso a paso. Está realmente magnífica de salud ahora, Velda. Y me alegra más por ello que por mí mismo.

—Gracias, Ethan. Me dan el alta la semana próxima. Pero antes de esa fecha vamos a estar fuera de este hospital usted y yo, ya lo verá. Y sin esos comisarios alrededor. Sólo tiene que confiar en mi. Y, llegado el momento, obrar con serenidad y sin precipitaciones.

—Descuide. En ese sentido no habrá fallos. Tengo nervios de acero cuando hace falta, ya lo verá.

—Entonces, sigamos haciendo vida normal. No demuestre alegría alguna. Antes al contrario, debe aparentar angustia, preocupación por su suerte. Cualquier sospecha de alguien, lo echaría todo a perder.

—Lo Sé. Estos últimos días, voy a ser el hombre más afligido del mundo.

Velda sonrió, asintiendo. Luego, se separó de Ethan Haycox sin añadir palabra.

* * *

El comisario Steve Elliot relevó a su compañero, de guardia aquella noche del jueves en el porche del hotel, frente al sólido edificio de ladrillos rojos del Hospital General, cuyas luces se habían ido apagando paulatinamente. En la calle brillaban las farolas de keroseno, haciendo relucir el acero de los rifles «Winchester» de los comisarios de Green River.

—Vete a dormir, Peters —dijo Elliott sentándose en el porche y poniendo a su lado un pote de lata lleno de café humeante—. Es mi turno.

—Buenas noches, Steve —le deseó su compañero con un bostezo—. Es el trabajo más aburrido que hice jamás.

—Lo creo. Pero ya toca a su fin. Pasado mañana a estas horas, estaremos de regreso a casa, con Ethan Haycox a nuestro lado. Ese tipo es duro como una roca. Ya está totalmente curado de sus heridas. Aunque supongo que eso no le hará nada feliz.

Su compañero desapareció dentro del hotel. Elliott se acomodó en la silla, poniendo el rifle sobre sus rodillas. Contempló las ventanas apagadas del hospital. Sólo una luz en la entrada del edificio, y una ventana en la segunda planta, sin duda la de un médico de guardia, permanecían encendidas en la noche.

—Bueno, vamos a pasar estas cuatro horas lo mejor posible —suspiró el comisario, tomándose un trago de café y encendiendo un cigarro largo y delgado, cuya brasa brilló tenuemente en las sombras del porche—. Todo esto no es necesario, lo sé, pero vale más no cometer ningún error ni confiarse en exceso...

Y se dispuso a esperar pacientemente las cuatro horas de servicio de vigilancia, hasta que otro comisario le relevase a las dos de la madrugada. En alguna parte de la ciudad del Lago Salado, un reloj emitió diez lentas campanadas.

Empezó a transcurrir el tiempo, largo, interminable, tedioso...

Inesperadamente, hubo movimiento en la puerta principal del centro hospitalario. Steve Elliott se incorporó automáticamente, tratando de averiguar lo que sucedía. Sus manos empuñaron el rifle de modo instintivo.

Se tranquilizó de inmediato. Al abrirse el portón, salió a la calle un carruaje tirado por dos caballos, con el distintivo sanitario en su carrocería, bien visible. Un hombre de bata blanca y una mujer con idéntico uniforme de enfermera, salieron del recinto junto al vehículo. El cerró la puerta tras de sí, subiendo con su compañera al pescante. El carruaje emprendió la marcha calle abajo.

—Alguna urgencia, sin duda —bostezó Estancia y todo continuaba tranquilo en el hospital.

—Alguna urgencia, sin duda —bostezó Elliott el comisario, volviendo a relajarse, y depositando el arma otra vez en sus rodillas—. Ha ocurrido otras veces, a fin de cuentas. No sé de qué diablos me alarmo...

Se sirvió otro café. Estaba apurándolo cuando de nuevo se abrió la puerta del hospital. Miró hacia allá sin mucho interés, imaginando que el movimiento en el recinto se debía a alguna posible secuela de la salida de los enfermeros en el vehículo sanitario.

Pero un grito ronco de alguien, provocó su alarma. En la puerta recién abierta del hospital, un hombre semidesnudo, tambaleante, gritaba con todas sus fuerzas, haciendo gestos hacia él vivamente:

—¡Ayuda! ¡Ayuda comisarios! ¡Ha habido una evasión! ¡Una evasión!...

El comisario juró entre dientes con furia, saltando como disparado por un resorte. Corrió al hospital, rifle en mano. Algunas ventanas comenzaban a iluminarse con rapidez.

—¿Qué diablos ocurre? —bramó—. ¿Qué es lo que sucede?

Y se llevó un silbato a los labios, haciéndolo sonar estridentemente en la noche.

El hombre de la puerta parecía aturdido. Se tocaba la cabeza, donde un respetable bulto comenzaba a emerger entre sus cabellos. Pero no mostraba ninguna otra herida.

—Me golpearon... —gimió, señalando al exterior—. Debieron quitarme la bata. Yo no pude sospechar nada, comisario... El... él iba con uniforme de enfermero... Y la mujer...

¡Alarma! —clamó otra voz dentro del hospital, resonando en sus largos corredores—. ¡Han golpeado a un enfermero de guardia en el pabellón de convalecientes! ¡Creo que ha escapado el preso, Ethan Haycox!

Una blasfemia escapó de labios del comisario, que apartó violentamente al hombre de la entrada, para correr rifle en ristre hacia el interior del hospital, mientras ya en la puerta de la fonda situada enfrente aparecían a medio vestir, con el sueño en el semblante, los restantes comisarios avisados por el silbato de Elliott.

—¡Infiernos, no es posible! —rugió el comisario, pálido como un muerto.

Pero sí era posible. Otro enfermero del turno de noche yacía sin sentido en su lugar de servicio, atado y amordazado. Alguien le había dejado previamente sin sentido de un golpe. Tampoco lucía uniforme alguno de enfermero. Le habían dejado con el torso desnudo.

La idea se abrió paso en la aturdida mente del comisario en ese punto.

—¡La ambulancia! —gruño—. ¡Eran los de la ambulancia que ha salido antes de aquí! ¡No eran enfermeros! ¡Iban un hombre y una mujer!

Un médico de servicio, de ojos somnolientos, asintió con desconcierto, tras atender al enfermero inmovilizado.

—Sí, también falta Velda Evans, una paciente... —comunicó con voz sorda—. Pertenecían a pabellones diferentes, no sé cómo pudieron reunirse y escapar...

—¡Pero han escapado! ¡Y ella me importa un cuerno, pero él... él es el hombre a quien se supone que yo debía vigilar y llevarme conmigo a Green River! —jadeó descompuesto Elliott—. ¡Pronto, hay que dar caza a esa ambulancia!

Eso era más sencillo decirlo que hacerlo. En pocos minutos, tras confirmarse que, efectivamente, Velda Evans y Ethan Haycox eran los pacientes evadidos, él y sus hombres ensillaron sus caballos, partiendo en la misma dirección en que viera partir a la ambulancia. Pero del vehículo sanitario no había el menor rastro en las calles de Salt Lake City.

Al amanecer, hallaron la ambulancia, con sus dos caballos de tiro, abandonada cerca de unos establos. El dueño de éstos comprobó que se habían llevado dos de sus monturas, debidamente ensilladas. Algo más lejos, había sido saqueado el escaparate de un establecimiento de armas de fuego. Faltaban dos rifles, dos revólveres, uno calibre 44 y otro calibre 38, así como abundante munición de ambos calibres, en número aproximado de seis u ocho cajas.

—Es todo un arsenal —se lamentó Elliott, lívido, dirigiendo una mirada de desaliento a las afueras de la ciudad, visibles ya desde el establo robado—. Esos dos se han armado como para luchar contra un regimiento, malditos sean. Me pregunto hacia dónde pueden haber ido...

Se desplegaron los .comisarios en varias direcciones, para reunirse de nuevo horas más tarde en un punto concreto, en los límites de la ciudad. Todos traían el gesto amargo y cansado de la derrota en sus semblantes. El polvo y el salitre de las regiones circundantes, blanqueaban sus ropas y sus facciones.

—Nada... —se lamentaron, uno a uno—. Es como si se los hubiera tragado la tierra, Haycox es demasiado astuto para dejar huellas. Sólo Dios sabe hacia dónde se dirigieron esos dos...

Tras una nueva batida desesperada, Elliott empezó a comprender que su fracaso era definitivo. Había perdido a su hombre. Sombrío, fue a la oficina de la Western Union, expidiendo un lacónico telegrama a la oficina del marshal en Green River:

«Ethan Haycox evadido del hospital disfrazado de enfermero con una mujer llamada Velda Evans, natural de Tucson, Arizona, paciente también del hospital. Regreso. Imposible dar con su paradero.»

Firmó, rabioso, y depositó el texto en la ventanilla de la oficina telegráfica, sintiéndose humillado e impotente.

—Esa maldita pareja... —refunfuñó, abandonando con un portazo la estafeta telegráfica—. ¿Dónde diablos estarán ahora?

Había hecho lo imposible por dar con su paradero, ignorando el verdadero lugar donde se ocultaban ahora los evadidos. Y, sin embargo, nada más simple ni elemental que la decisión adoptada por ellos.

Ethan y Velda seguían aún en la propia Salt Lake City, ocultos en un viejo granero cercano a unas viviendas mormonas. Esperaban que pasara la fiebre de su búsqueda y que el comisario se marchase de regreso a Green River, para salir de la ciudad y emprender su marcha hacia alguna parte, sin nadie pisándoles los talones.

 

* * *

—Ha sido una medida astuta —suspiró ella con alivio, mirando en torno—. No se ve un alma en derredor, Ethan.

—Claro —sonrió él inclinando la cabeza—. Tuya fue la idea de la evasión, el asalto a los enfermeros en plena noche, tras evadirte de tu pabellón sin ser advertida, dejando un bulto de ropa en tu cama. Y el resto del plan tenía que ser mío.

—¿Crees que estamos del todo a salvo ya, Ethan?

—Nunca se está totalmente a salvo, Velda. Esa es una lección que aprenderás con el tiempo. Sobre todo, si vas huyendo de algo o de alguien. Pero en la medida de lo posible, puede decirse que estamos razonablemente a salvo, lo cual es suficiente, dadas las circunstancias.

—¿Y adónde nos dirigimos ahora? —indagó ella, oteando el horizonte en varias direcciones.

—Sin duda a hacer un largo viaje —sonrió Haycox—. Recuerda que mi promesa ha sido la de ayudarte a estar capacitada para pelear con unos asesinos. Y también intentar dar con su paradero.

—¿Te arrepientes de esa promesa quizás?

—Estoy libre, ¿no? Me has alejado mucho de la horca, gracias a tu decisión y valor, Velda. Eso no puedo olvidarlo. Tú cumpliste tu palabra. Ahora me toca a mí cumplir la mía.

—¿Dónde crees que podemos encontrar a esos rufianes?

—Es sólo una teoría, Velda, no una seguridad absoluta. No es fácil saber cómo reacciona una pandilla como ésa. Pero conozco lo suficiente a algunos de ellos, para poder imaginar que tienen por costumbre frecuentar ciertos lugares de forma bastante habitual, siempre que no estén cometiendo fechorías por ahí.

—¿Y esos lugares son...?

—Vamos a dirigirnos ahora a uno de ellos —sonrió Ethan suavemente—. Pero como el viaje ya te he dicho que será largo, tendré que ir dándote las primeras lecciones de tiro al blanco y de rapidez en el manejo de las armas a partir de ahora, sin faltar un solo día. Y te advierto que el entrenamiento va a ser duro. Muy duro.

—No te preocupes por mí en ese sentido —dijo ella con energía, endureciendo la expresión de sus ojos—. Haré cuanto sea preciso, durante horas y horas, para poder manejar algún día un arma de fuego debidamente, Ethan.

—Pues vamos a dar la primera lección ya, ahora mismo —dijo bajándose del caballo—. Este es un lugar lo bastante alejado y solitario como para que unas detonaciones no alarmen a nadie.

De una bolsa, extrajo el revólver calibre 38, «Smith y Wesson», tendiéndolo a Velda, junto con una caja de cartuchos. Ella tomó el arma, con cierta aprensión.

Lamento que tuviéramos que robar caballos, armas y municiones —dijo Ethan—. Pero no tenemos dinero encima, y será preciso seguir robando cosas por ahí. En cuanto me sea posible, enviaré el dinero de lo robado a toda esa gente.

—Desde luego. Tengo familia, Ethan. Y bienes propios. Escribiré a Tucson, pidiendo un giro o una transferencia al lugar adonde vamos ahora, para disponer de dinero a la mayor brevedad.

—¿Crees que será prudente hacer eso? —dudó Ethan arrugando el ceño.

—Mi hermano Jason y mi cuñada Helen son de fiar —asintió Velda—. Ellos enviarán ese dinero sin perder tiempo. ¿A qué ciudad les digo que lo envíen?

—Bueno, si estás segura de que no ha de crear eso complicaciones... diles que a Las Cruces, Nuevo México. Es uno de los cuarteles habituales de la banda de Bart Hazard...

—Muy bien. Diré a Jason y Helen que me envíen dos mil dólares al Banco Wells & Fargo de Las Cruces —suspiró ella aliviada—. Verás como todo sale bien, Ethan.

—Espero que sea así. Pero recuerda que nunca debes confiarte demasiado... Ahora, empecemos a disparar. Esta será la primera lección.

 

* * *

 

Lee Sterling torció el gesto al echar una ojeada al Salt Lake City Herald de aquel día. La noticia venía en primera plana del diario local:

 

EVASION DOBLE DEL HOSPITAL GENERAL UN CONDENADO A MUERTE PELIGROSO, ETHAN HAYCOX, ESCAPA EN COMPAÑIA DE UNA MUJER ENFERMA, VELDA EVANS.

 

—¡Maldita sea... —gruño el pistolero estrujando el diario entre sus nervudos dedos—. Se nos escapó el pájaro, amigo. Ya no podemos cumplir nuestra misión.

Su compañero, un tipo rechoncho, sucio y mal encarado, arrugó la frente, con gesto de simio estúpido.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó.

—¿Qué quieres que hagamos? Telegrafiar la noticia a quien nos contrató. Y esperar instrucciones aquí. De paso, indagaremos quién era ese tal Haycox tan peligroso, y qué clase de relación puede haber entre él y la mujer a quien teníamos que liquidar.

Helen recibió el informe telegráfico en su casa de Tucson. Una expresión de ira y asombro invadió su rostro. Furiosa, destrozó el telegrama en pequeños pedacitos, empezando a pasear irritada por la casa.

Jason, su marido, le trajo también la noticia al regresar de su trabajo en la factoría que ahora poseían ellos, y que fuera del viejo Howard Kingsley.

—El sheriff Desmond ha recibido un despacho telegráfico de Salt Lake City —informó Jason excitado—. Allí se le da la noticia. ¿Qué será de Velda ahora, en poder de un asesino convicto, sentenciado a la horca?

—Ni siquiera sabemos si va como rehén... o como amante —dijo fríamente su mujer.

—¿Amante? ¿Velda amante de un... de un forajido de la peor calaña? —jadeó Jason, desconcertado—. Pero querida, ¿cómo dices semejante tontería?

—Por lo que me cuentas, nadie habla de secuestro ni de rehenes, sino de evasión doble. Por lo tanto, puede que ambos hayan escapado del hospital de común acuerdo, ¿no se te ha ocurrido pensarlo?

—Cielos, claro que no. Velda no haría algo así, y menos en su situación actual.

—Su situación actual no era tan mala como cuando fue internada allí, Jason. Y ahora, seguramente ella volverá a Tucson... despojándonos de todo cuanto poseemos, ya que es la legítima heredera de todo esto.

—Bueno, ya lo he pensado... —murmuró Jason, inseguro—. ¿Qué podemos hacer? Ella es legalmente la dueña, siempre que esté bien mentalmente...

—Exacto —dijo Helen con sarcasmo—. Siempre que esté mentalmente sana. Pero quizás podamos probar que no es así, desde el momento en que huye de un centro médico con un asesino.

—Helen, ¿de veras crees que Velda... está loca?

—Eso sería lo mejor para nosotros, a fin de cuentas —dijo ella con su fría mirada fija en su marido—. Como mejor puede estar Velda es loca... o muerta.

—¡Muerta! —Jason la miró con asombro, escandalizado por sus palabras—. Cielos, Helen, ¿cómo puedes decir tal cosa? Es mi hermanastra, tu cuñada...

—Sabía que hablarías así —dijo despectivamente Helen, abandonando la estancia con un portazo.

Días más tarde, llegaba a sus manos una carta inesperada. Era breve, escrita apresuradamente. La firmaba Velda. Y le pedía urgentemente una transferencia de dinero al Banco Wells & Fargo de Las Cruces, Nuevo México, a su nombre.

—Las Cruces, Nuevo México, ¿eh? —meditó Helen en voz alta con gesto radiante—. Muy bien, palomita. Tú misma te has tendido tu propia trampa... Te enviaré ese dinero. Pero habrá algo más que una transferencia, esperándote en ese Banco, querida Velda...

Una agria carcajada de placer escapó de labios de Helen Kingsley.