CAPITULO 3
Velda miró largamente al hombre sentado junto a ella en el jardín. Era la tercera vez que coincidían ambos en el mismo banco.
El era joven, alto, delgado. Estaba pálido, muy pálido. Y triste, ensombrecido por algo. Sus ojos eran grises, metálicos de cólera y expresión. Parecían mirar muy lejos, sin esperanzas. Como ella misma.
—¿Quién es usted? —se decidió a preguntar ella apagadamente.
El la miró. Velda pestañeó, retirando la mirada. Estuvo a punto de irse, sacudida por un escalofrío. Era la primera vez que un hombre la miraba de cerca, desde...
Sintió ganas ardientes de echar a correr, de huir del hombre. El miedo la atenazó. Y el odio también. Sobre todo, el odio.
—Me llamo Ethan —dijo él con voz opaca, indiferente—. ¿Y usted?
—Velda.
—Bien, Velda. Me alegra hablar con usted. He notado que no habla con nadie aquí.
—¿Lo ha notado? —pensó «Oh, Dios, ¿por qué no me marcho ya? Es un hombre, después de todo. Un maldito, odioso hombre...». Pero se quedó aún, evitando mirarle.
—Claro —sonrió él débilmente—. A mí tampoco me gusta hablar con los demás.
—No hable, entonces. Fue una torpeza preguntarle. Perdone.
—No, no. No fue ninguna torpeza por su parte, Velda. me gusta que me haya hablado. Usted es... diferente.
—¿Por qué le dice eso? No soy diferente a nadie.
—Claro que lo es. Actúa de otro modo. Usted sufre por algo. Y sufre mucho.
—¿Qué le importa eso a usted?
—No, cierto que no me importa. Perdone, no quise molestarla. Pero no me gusta que las personas sufran. Esta vida no vale la pena para cargarse de tanto sufrimiento créame.
—¿Y usted qué sabe? —murmuró Velda encogiéndose de hombros—. ¿Cuál es su enfermedad para estar aquí?
—¿Enfermedad? —él rió—. Ninguna. Estoy sano como un roble.
—¿Entonces...? —Velda enarcó las cejas, intrigada.
—Me hirieron. Balazos, ¿entiende?
Se estremeció ella. El pánico asomó a sus ojos. Y él lo notó.
—Dios mío —jadeó la joven—. Claro que entiendo. ¿Le hirieron?
—Sí. Gravemente. Estuve a punto de morir. Pro el doctor Graham es un gran cirujano.
Salvó mi vida quitándome una fea bala de la espalda. Y curándome las demás heridas.
—El doctor Graham es un gran médico. Y una buena persona —admitió ella—. ¿Quién le... le...?
—¿Quién me disparó? —él sonrió burlón—. No le va a gustar lo que le diga, Velda: me disparó un sheriff. Y un montón de agentes de la Ley.
Ella tembló. Sus ojos estaban húmedos. Su mente llena de recuerdos oscuros y terribles.
—El sheriff... —musitó, incorporándose de pronto—. ¡Entonces es usted un criminal!
—Eso dicen de mí —asintió él despacio—. Eso dicen, Velda. Por ello van a ahorcarme cuando esté sano y abandone este lugar...
Velda sufrió un espasmo. Temblando de pies a cabeza, echó a correr repentinamente, dejando solo en el banco a Ethan Haycox, que se limitó a verla escapar, sin pretender retenerla.
* * *
—¿Por qué le dispararon? ¿Por qué van a ahorcarle?
Sorprendido, Ethan alzó la cabeza. Miró a la rubia muchacha, erguida ante él, recortándose contra el sol su dorada cabellera.
—Hola, Velda —saludó—. Es una larga historia. Y bastante fea. Dicen que maté a un hombre. Me condenaron a muerte. Intenté escapar de la cárcel. Me alcanzaron. Y en vez de rematarme, me trajeron. A curarme para que suba al patíbulo bien sano.
—Pero eso... eso es monstruoso —musitó ella, sentándose lentamente a su lado.
—Sí, lo es —sonrió él—. Así hacen las cosas, sin embargo.
Siguió un silencio. Velda parecía incómoda por algo.
—Lamento lo de ayer —murmuró por fin—. Debió pensar que soy una estúpida... o una mujer sin corazón.
—No pensé eso. Sólo pensé que tenía miedo.
—¿Miedo? —ella le miró ahora—. ¿Miedo a qué?
—No sé. A las balas, a la horca... o a mí.
—No, no le temo. A usted no me gusta saber que una persona con quien estoy hablando, va a morir dentro de poco sabiéndolo ella misma.
—Pues así están las cosas. El doctor Graham me habló de usted ayer.
—¿Que le dijo? —se alarmó Velda.
—Que sufre de los nervios, que no quiere relacionarse con nadie.. Que le pasó algo horrible una vez, y no quiere vivir ya, ni rehacer su vida.
—Pensaba que lo mío era lo peor del mundo. Pero si un día salgo de aquí, seguiré con vida. Usted, no. No siquiera deseará salir de aquí, ¿verdad?
—Verdad —suspiró Ethan—. Fuera hay un grupo de comisarios que me trajeron a este hospital. En cuanto el doctor Graham me dé el alta, vendrán a recogerme para llevarme a una celda primero... y al otro sitio después. No hay escapatoria.
Velda se estremeció. Estrujaba sus manos entre sí.
—Y... ¿cuánto tiempo le queda de estar aquí? —susurró.
—Según el doctor, dos o tres semanas. No podrá alargarlo más. Me ha dicho que si lo hace, ellos enviarán aquí a un médico forense para que certifique mi estado. No quieren jugarretas.
—Debe odiar mucho a esos hombres, ¿verdad?
—No, no les odio. Cumplen con su deber. El comisario Elliott, su jefe, es un buen hombre. Incluso creo que sospecha que soy inocente de lo que me acusan. Pero no puede hacer otra cosa que hacer lo que está haciendo, es su trabajo.
—Y, realmente... ¿es usted inocente? —preguntó ella.
Ethan sonrió. Sus ojos acerados la miraron. Velda tembló levemente.
—¿Qué espera que diga? —murmuró—. Todos afirman ser inocentes aunque no lo sean. Yo no voy a ser una excepción. Pero mi palabra vale poco.
—Para ellos, quizá. Para mí, no. No volveremos a vernos nunca más dentro de pocos días, Ethan. A mí no va a mentirme. Y menos yendo adonde ahora va a ir... ¿Es usted inocente o no?
La estudió en silencio. El rostro amargado y pálido de Haycox se enterneció un poco. Sus ojos se humanizaron.
—Se lo juro, Velda —dijo roncamente—. Soy inocente. Nunca fui un ángel precisamente. Me he ganado la vida con mi revólver. Soy pistolero. Muy rápido, dicen. Pero jamás disparé sobre nadie que no fuese bien armado, en igualdad de condiciones. Yo nunca hubiera matado a aquel hombre como le mataron. Y eso que éramos enemigos.
—Le creo —suspiró Velda bajando la cabeza—. Y eso que no tendría que creerle. Ni a usted ni a ningún otro hombre...
—Gracias por su fe en mí. Le aseguro que no es equivocada. No soy culpable, pero eso no va a librarme de la horca. De modo que odia a los hombres, ¿no?
—Si. Con toda mi alma —dijo ella con ímpetu, casi rabiosa.
—La comprendo. No sé lo que le ocurriría, pero yo... odio a las mujeres. Es curioso que ambos estemos charlando así, sintiendo como sentimos, ¿no cree?
—Sí. Es muy raro. No sé lo que me ha ocurrido.
—Ni a mí tampoco. Pero es agradable charlar con usted, Velda.
* * *
—Ahora, ya conoce mi historia. Por completo, Ethan.
Haycox asintió. Estaba sombrío, los ojos relucientes, la boca apretada, contraída. Parecía haber rabia en su expresión. Como si la dolorosa historia que acababa de oír en labios de su propia protagonista le hubiera afectado en exceso.
—Tiene motivos para odiar a todos los hombres del mundo —murmuró al fin—. Pero tal vez no sea tan justo. Como no lo es que yo odie a las mujeres, por el simple hecho de que una, llamada Wendy Preston, me traicionase a mí cuando logré evadirme de la cárcel aquella noche, vendiéndome a los hombres del sheriff. Ella tenía que ayudarme en esa evasión. Y en vez de ello, me delató. No les costó nada darme caza y abatirme a tiros cuando opuse resistencia.
—Sí, quizás no sea justo que odiemos tanto, Ethan. Pero aunque mis sentimientos lleguen a cambiar en cierto modo, jamás perdonaré a los culpables de mi desgracia. Es más: deseo con toda mi alma acabar con ellos, vengarme uno a uno en sus personas.
—Difícil deseo el suyo. Aquí metida, mientras ellos sabe Dios dónde andarán... Además, es usted una mujer. Tal vez ni siquiera sepa manejar un arma.
—Cierto. No sé manejarlas. Nunca empuñé un revólver.
—Pues yo no puedo darle lecciones —sonrió irónico Haycox—. En este hospital dudo que tengan armas de fuego. Y no puedo reunirme con usted fuera de aquí, para darle lecciones. Bien que lo siento, la verdad.
—Le creo —sonrió tristemente ella—. Cuando yo salga del hospital, usted ya no estará en él seguramente...
—Ni siquiera en este mundo, Velda. Si persiste en sus afanes vengativos, tendrá que buscarse otro profesor. O contratar pistoleros a sueldo.
—¿De qué me servirían? —se quejó amargamente la joven—. No sé nada de aquellos hombres. Sólo que su jefe se llama Bart y llevaba un guardapolvo interminable, que un tipo era albino, otro tuerto, otro pelirrojo y otro con la nariz rota. Ah, un tal Durkey, a quien yo rasgué la cara a arañazos... Es cuanto sé de ellos. Ni de dónde venían, ni adónde fueron... Nada de nada.
Ethan pegó un leve respingo. La miró fijamente.
—Bart Hazard —dijo roncamente—. Es el jefe.
—¡Sí! —jadeó Velda, asombrada—. ¿Por qué lo sabe?
—Es un cerdo, una alimaña. Pero un buen pistolero. Un asesino de primera fila. Nos encontramos una vez, hace años. Y ese Durkey, su esbirro. Es la banda de Hazard, no hay duda.
—¿Los conoce usted?
—A casi todos ellos: Emmett Flynn, el de la nariz rota. Clint Kilbourne, el albino, y Scott Marvina, el tuerto. El pelirrojo debe de ser nuevo en el grupo.
—¿Usted sabría encontrarlos? —había una extraña nota en la voz de Velda.
—Posiblemente. Sé sus costumbres, la clase de pajarracos que son y dónde les gusta montar sus nidos por más o menos tiempo... Lástima que no pueda ayudarla, Velda.
—Tal vez pueda —dijo fijamente, con sorpresa.
—Supongamos que yo pudiera ayudarle a huir de aquí... a eludir a los comisarios que aguardan fuera, Ethan. ¿Qué haría usted si yo le consiguiera tal cosa?
—Dios... No sé. Le prometo que haría lo que usted me pidiera. Mi vida sería suya.
—No necesito para nada su vida. Al contrario, quiero que viva. Usted puede ser el vehículo de mi venganza —los ojos de Velda se animaron de pronto con una nueva, extraña luz—. Le pediría a cambio que me entrenase, que me enseñara a disparar. No quiero que usted ni nadie hagan lo que yo tengo que hacer por mí misma. Quiero ir al encuentro de esa gentuza. Y vengar a mi difunto esposo, a mi padre, a todos los demás... y a mí misma. Acabar con esos seis miserables. Usted me convertiría en una pistolera. Y me llevaría hasta donde ellos puedan estar. Sólo eso... a cambio de su libertad, de su vida, Ethan. ¿Qué me dice?
—Juro ante Dios que haría todo eso que me pide, gustosamente. Tiene mi palabra de honor. Y mi juramento. Pero ¿cómo espera lograr usted que yo me escape, Velda?
—Eso... déjelo de mi cuenta. Disponemos de tiempo suficiente para que planee un truco adecuado —sonrió ella, ahora animada con una nueva, sorprendente capacidad de lucha, con un afán que hasta entonces no había existido en su persona.
—Está bien —suspiró Ethan sin quitar de ella sus ojos—. Es raro, pero... confío en usted, Velda. Creo que es muy capaz de lograr lo que dice. Cuando menos, le confieso que sólo tengo fe en lo que usted haga, para salvar mi cuello...
* * *
El telegrama era breve y alentador:
«Me complace notificarles que su hermana, Velda Evans, ha experimentado un notable cambio positivo, saliendo de su aislamiento y recobrando la ilusión de vivir. Mejora día a día visiblemente. Espero darle alta definitiva antes de un mes. Atentamente: doctor Duncan Graham, Hospital General de Sant Lake City, Utah.»
Helen Kingsley se mordió el labio inferior, estrujando el telegrama entre sus dedos, rabiosamente. Sus negros ojos relampaguearon, iracundos.
—¡Maldita sea! Esa estúpida va a volver a casa... Será el final para Jason y para mí —susurró—. Descubrirá que su hermanastro no está administrando demasiado bien el dinero y bienes de su padre... Si se lo digo a Jason, no sabrá qué hacer, es demasiado débil para tomar decisiones drásticas...
Meditó, paseando por la estancia de su vivienda en Tucson. Ahora, ellos ocupaban la casa. El viejo Howard Kingsley había sido internado en el asilo de ancianos de Phoenix para que no les resultara molesta su compañía.
Se detuvo de pronto, con expresión de astucia en su bello rostro broncíneo.
—¡Ya lo tengo! —murmuró—. Sí, será lo mejor... Costará dinero, pero resolverá el problema fácilmente... y sin que Jason sepa jamás que yo lo planeé así.
Se envolvió en su capa, saliendo de casa apresuradamente. Si alguien se hubiera molestado en seguir a la cuñada de Velda, se hubiera sorprendido de que una dama como ella se internase en la peor zona de Tucson, penetrando finalmente en una cantina de la peor condición. Minutos más tarde, hablaba con un hombre mal encarado, de frondosa barba y rostro surcado por una enorme cicatriz que desfiguraba su ojo izquierdo hasta el párpado superior. Firmó Helen un cheque bancario y lo puso ante su interlocutor, que contempló la cifra con ojos relucientes.
—Es mucho dinero, señora —dijo, cogiéndolo con dedos temblorosos—. ¿Qué debo hacer a cambio de ello?
—En esa suma van incluidos gastos de un viaje a Utah para usted y otro tipo, si así lo desea. Una vez allí, se encargarán de fingir un accidente cualquiera, cuando cierta dama salga del Hospital General. Y comprobarán que esa dama está muerta, antes de volver a Tucson e informarme de ello aquí mismo. Es cuanto deseo de usted, Sterling. Me han dicho que es el hombre adecuado para ciertos trabajos. Y espero que sea así.
—Descuide, señora —rió el llamado Sterling—. Dé por muerta a esa dama desde ahora mismo. ¿Cuándo debo partir?
—Hay tiempo. Yo le enviaré aquí un mensaje cuando sea el momento oportuno. Y no me juegue ninguna mala pasada. Tengo buena amistad con el sheriff Desmond y podría perjudicarle mucho. Mientras que a usted nadie le creería la historia de que yo he tratado de comprar sus servicios para un crimen. El cheque que le entrego es el de una cuenta que poseo con nombre supuesto, de modo que eso tampoco me compromete.
—No tema, señora. Lee Sterling no es de ésos. Sirve fielmente al que paga, y siempre guarda silencio. Por eso me contrata tanta gente para asuntos sucios. Uno debe mantener su prestigio —soltó una agria risotada—. Estaré esperando su aviso.
Helen Kingsley asintió, abandonando la cantina prestamente, para regresar a su casa, en la mejor zona de Tucson. Una mueca de felicidad y complacencia animaba su bello semblante.