CAPÍTULO VII

Volví a la ciudad a las doce y cuarto. El propio Cronyn me llevó en su coche hasta el hotel. Al apearme del vehículo estreché la mano de Cronyn.

—Ya sabe lo que ha de hacer —advertí—. Probablemente, mañana a primera hora recibirá la visita del teniente, que le hará algunas preguntas. No se deje engañar, por muy inocentes que le parezcan, y responda de un modo ambiguo que más tarde no pueda ser usado en contra suya.

—Es gracioso —comentó—. Parece ser usted el abogado y no yo.

—A veces es preciso trocar los papeles —asentí con una sonrisa. Por muy abogado que usted sea, no adelantaría gran cosa. No es lo mismo defender a otro que defenderse a sí mismo. Necesita la ayuda de alguien y nadie mejor que yo. Si usted fuese uno cualquiera, tal vez todo esto se iría al traste, pero usted sabrá salir con bien, siguiendo mis instrucciones. Le sobra inteligencia, conque en eso no necesita consejos míos. Sea prudente.

Seguí con la mirada al esbelto «Cadillac» mientras se alejaba. Con un leve encogimiento de hombros entré en el hotel.

Aquella noche dormí profundamente. Cuando me desperté, el sol estaba ya bastante alto. Consulté mi reloj y me levanté de un brinco al ver que eran las diez y media. Apresuradamente me lavé y aseé, vistiéndome después rápidamente. No entré en el comedor a desayunar. Salí a la calle y después de comprar el Daily Star y el City Post, entré en una granja. Me senté en un rincón y pedí leche fría y unas pastas. Mientras me servían el refrigerio, hojeé el Daily Star. Lo que leí me hizo fruncir el ceño:

«¡Thomas Sturgess asesinado!

»El fiscal de Longville muere en misteriosas circunstancias».

No fue esto lo que me preocupó, sino el subtítulo que seguía:

«Una casual circunstancia sitúa a Cronyn en la Fiscalía del Distrito».

Seguía un largo relato de lo ocurrido. Pude notar que Kendall no se había mostrado muy pródigo con los periodistas. Los datos eran escasos, pese a lo muy «inflados» que estaban. No se hablaba allí de mí ni de Audrey, ni siquiera de la pistola.

El City Post publicaba un editorial en primera plana, de acuerdo con los datos que yo había dado a Mac Donald. Me admiró la discreción con que se explicaban los acontecimientos. Mis iniciales, «D. M.», firmaban el artículo.

Desde la lechería me trasladé a la redacción del City. Carter se había marchado en el primer tren de la mañana y ni siquiera Lee Mac Donald sabía los motivos de tan imprevisto viaje. Tampoco yo se los dije, aunque trató de sonsacarme.

No se sabía nada nuevo del caso Sturgess. Mac Donald me dijo que, según confidencia, Forrest Cronyn había sido llamado a la Jefatura de Policía. Se ignoraba, sin embargo, para qué y con qué resultados.

Redacté un agresivo artículo rebatiendo la solapada insinuación del Daily. Mac Donald lo leyó con aire satisfecho.

—Saldrá en primera plana —prometió.

Eran casi las doce cuando salí de la redacción y me encaminé a la Jefatura de Policía.

Cuando di mi nombre al agente de guardia me condujo inmediatamente al despacho del teniente Kendall. Golpeó en la puerta con los nudillos y anunció:

—Míster Martin está aquí.

Oí correrse una silla, unos pasos se aproximaron y al abrirse la puerta apareció la maciza figura del policía, que me miró sonriendo.

—¡Hola, Martin! —saludó con una cordialidad extraña en él—. Llega usted a tiempo. Pase.

Ante la mesa, con el rostro panado por un foco de poderosa luz blanca, vi a… Christopher Jagger.

El director del Daily se esforzaba por mirar fuera de la cegadora luz, intentando verme.

En su acostumbrado rincón, el taquígrafo policial mantenía en el aire su lápiz, interrumpido en su labor por mi llegada.

Las ventanas del despacho, herméticamente cerradas, dejaban en absoluta oscuridad la estancia solo iluminada por el reflector asestado al inexpresivo rostro de Jagger.

Me volví a Kendall, que estudiaba mis más leves reacciones ante el cuadro, y sonreí burlón.

—Creí que en Longville no se empleaba el tercer grado —dije, suavemente.

—No es ningún tercer grado —gruñó ásperamente el teniente—. Estamos interrogando a un testigo.

—Entonces no se deje influenciar por el cine —repuse.

Sin replicar a mi irónico comentario, Kendall se dirigió a la mesa y preguntó a Jagger:

—¿Conoce usted a míster Martin?

—Sí —respondió el interpelado, entornando sus ojos verdosos—. ¿No puede apagar esa condenada luz?

Kendall hizo una seña y un policía que hasta entonces había permanecido en la penumbra abrió las ventanas: la luz matinal inundó el despacho. El teniente apagó el foco.

Con un suspiro de alivio, Jagger parpadeó.

El director del Daily se puso en pie y me miró sin ningún entusiasmo.

—Hola, Martin —saludó—. ¿Qué tal le va en el Post?

—Bien —me limité a responder.

Kendall notó la escasa cordialidad de que hacíamos gala y miró a Jagger.

—Martin dice que Sturgess le citó ayer por la mañana, para las cinco de la tarde —explicó.

—Es mentira —dijo fríamente Jagger.

Solté una risita burlona, que atrajo las miradas de Kendall y de Jagger.

—Tiene mala memoria, teniente —objeté—. Yo no dije que me citase por la mañana.

—¿Niega ahora lo que declaró ayer?

—No declaré tal cosa. Si repasa mi declaración de ayer comprobará que yo no dije cuándo me citó.

El policía se acercó y me escrutó con dureza.

—¿Por qué no lo dijo?

—Porque usted no me lo preguntó.

—¡Pues ahora sí se lo pregunto! —bramó—. ¿Cuándo estableció Sturgess su cita con usted?

—No fue de palabra. Ayer, después de comer, cuando salí del comedor del hotel, el conserje me llamó y me entregó un sobre con el membrete del Daily Star. Lo llevó un chico del Daily, según explicó el conserje.

»Abrí el sobre. Contenía una carta firmada por Thomas. Sturgess. Me citaba con urgencia para las cinco de aquella tarde y no explicaba los motivos, aunque aseguraba que era para algo importantísimo. Había una postdata muy curiosa: decía que nadie debía saberlo, ni siquiera míster Jagger…

Christopher Jagger me interrumpió, iracundo:

—¡Es una sarta de mentiras!

—Cállese, Jagger —le atajó rotundo, Kendall. Se volvió hacia mí—. Continúe.

—Eso es todo, teniente. No hay más.

—¿Y por qué no dijo antes todo eso?

—No me pidió usted detalles —repliqué.

—¿Sabe lo que cuesta oponerse a la marcha de la Ley?

—Sí, pero no me afecta, Yo no he puesto inconvenientes a la Justicia.

—Tal vez, pero —aquí el tono de Kendall se hizo cortante—, ¿por qué, entonces, dijo usted a miss Scott, ayer por la mañana, que estaba citado a las cinco con míster Sturgess? Usted no podía saberlo.

Ya había caído. Era inevitable; me di cuenta que había llegado al momento tan temido. Kendall me había cogido en una contradicción gravísima, no con mis declaraciones, sino con las de Audrey.

Sin descomponerme miré con serenidad las aceradas pupilas de Kendall y el gesto satisfecho de Jagger.

Después me encogí de hombros.

—Entonces fue una broma. Quería acompañar a miss Scott aquella tarde y no encontré mejor pretexto que decir que yo también estaba citado con Sturgess a la misma hora. Ignoraba en aquel momento que, instantes después, la broma se haría realidad y recibía el inesperado aviso de Sturgess.

Kendall sonrió con incredulidad.

—Eso no pasa, Martin —dijo, sarcásticamente—. Nunca he creído en los milagros. Y usted nos cuenta uno de los más increíbles.

—No me crea si no quiere. Es la pura verdad. ¿No ha oído decir que a veces la verdad es más sorprendente que la ficción?

—Sí. Pero jamás lo he creído. Es la triquiñuela de todos los picapleitos.

—Eso es lo que usted dice, teniente —repliqué en tono agresivo—. He dicho la verdad y no podrá demostrar que miento.

Kendall pareció sorprendido de mi energía. Entornó los ojos y dijo, amenazador:

—No está en situación de gallear, Martín. ¿No sabe que puedo hacerle detener ahora mismo?

—Pero no lo hará.

—¿Por qué?

—De sobra lo sabe. No tiene ningún motivo para detenerme. Es materialmente imposible hallarse en, dos sitios a la vez. Tengo una coartada sólida y no tenía ningún interés en matar a Sturgess, que me era perfectamente desconocido. Si cometiese la tontería de detenerme sin pruebas, cualquier abogado haría una petición de habeas corpus y tendría que soltarme a escape.

Jagger soltó un bufido de sorpresa. Del rincón donde estaba el taquígrafo brotó una risita ahogada. Kendall me miró de hito en hito.

—Muy listo, ¿verdad? —masculló—. Demasiado para ser inocente.

Aún furioso se volvió al director del Daily.

—Creo que ya no le necesito, Jagger. Puede marcharse.

Christopher Jagger recogió su sombrero de una silla y se encaminó a la puerta. Antes de salir me dirigió una mirada.

—Adiós, Martin. Mis saludos a Mac Donald —dijo burlón.

—Adiós —respondí, sonriendo—. No se olvide de leer mi editorial de esta tarde. Le resultará interesantísimo.

Me sentí satisfecho al notar que se iba algo preocupado por mi advertencia.

Kendall se dirigió al taquígrafo y al otro agente:

—Pueden largarse —ordenó—. No los necesito.

Una vez solos, Kendall me indicó un asiento.

—Gracias —dije, sentándome.

El continuó en pie.

—Usted dirá lo que quiere ahora, Kendall —indiqué tranquilamente.

—A mí no puede engañarme, Martin —empezó diciendo el policía—. Por muchos trucos legales que intente emplear, está en una mala situación. Sabe que aun sin poseer pruebas materiales, su papel en este asunto no se me aparece claro ni mucho menos. Ignoro sus propósitos, Martin, pero desconfío de usted. Desde el primer momento ha tratado de confundirme y en vez de actuar noblemente, obra como el culpable que ha de ir cubriendo minuciosamente todos los huecos, apoyándose en reticencias y juegos de palabras.

—Le escucho interesadísimo.

—Hágalo, porque le conviene. Todas esas artimañas que usted arguye a cada momento tal vez le valgan ante el Jurado, pero no ante mí. Yo no creo una palabra de cuanto ha dicho y sé que su coartada es falsa.

—¿Me acusa de embustero?

—No se haga el ofendido. No hay testigos que puedan oímos.

—¿Me acusa de embustero? —repetí.

—Está bien —suspiró—. Si insiste le diré que sí. No he creído nada de su declaración ni creo que miss Scott y usted estuviesen toda la tarde de ayer tan oportunamente juntos. Ambos mienten a sabiendas. Se apoyan el uno al otro porque así defienden ambos su propia postura. Es un caso de conveniencia mutua que, forzosamente. —Kendall endureció sus rasgos al llegar aquí—, se desmoronará cuando comparezcan ante un tribunal. Ella o usted se asustarán y, por propio egoísmo dirán la verdad. Entonces la cosa tendrá difícil arreglo y su situación será muy poco halagüeña. ¿Por qué no hacer ahora una confesión que nos ahorraría tiempo y molestias? Se tendría en cuenta que había confesado espontáneamente y las consecuencias serían más leves. ¿Fue usted o fue miss Scott quien mató a Thomas Sturgess?

—Ya he oído bastantes estupideces —dije, fríamente—. Si eso es cuanto tiene que decirme, me sentiré muy satisfecho de cortar la conversación.

—Allá usted, Martin. Lárguese si es su gusto, pero recuerde que le avisé. Ahora no tenemos nada contra usted, pero mañana tal vez tengamos mucho…, y, entonces, será demasiado tarde.

Abrí la puerta del despacho. Antes de salir me volví al teniente.

—Si continúa por ese camino —le dije—, jamás descubrirán al asesino de Sturgess.

—Ya veremos —replicó con aspereza el policía.

Me encogí de hombros y cerré la puerta, dirigiéndome a la salida de la Jefatura.

Cerca de la Jefatura, había un teléfono público. Entré en la cabina y cerré la puerta, mirando luego cautamente a la calle.

No vi a nadie por allí cerca, salvo un individuo de traje de sarga azul que compraba tabaco en el estanco contiguo a la cabina.

Eché un níquel en la ranura y pedí a la telefonista el número de Cronyn.

El propio Forrest se puso al aparato.

—Hola, Cronyn —saludé—. ¿Qué hubo esta mañana?

—Nada importante —respondió él con cautela—. Me mandó aviso y fui enseguida. Me hicieron unas cuantas preguntas sobre… Thomas. Les respondí satisfactoriamente a todo y me dejaron marchar después de pedirme mil perdones por la molestia.

—¿Fue eso todo?

—Sí.

—No me gusta.

—¿El qué no le gusta?

—Esa suavidad y dulzura de que han hecho gala. No es su modo de proceder, y le hubiesen tratado con muchas menos consideraciones… si no se trajesen algo entre manos.

—¿Cree usted que Kendall…?

—No pronuncie nombres.

—Bien, ¿cree usted que él puede sospechar de…?

—No creo nada —le atajé secamente—. Pero me extraña su benevolencia para con usted. Me resisto a pensar que no hayan asociado lo ocurrido con… su candidatura.

—Ya le dije que eso es tan absurdo que…

—No diga tonterías, Cronyn. No hay nada absurdo en ese razonamiento y mucho menos lo habrá para… ellos.

—¿Qué supone entonces que pueda ser?

—Alguna, jugada oculta que le perjudicará —manifesté rudamente—. Puede que tengan un póker, o tal vez una escalera de color…, aunque también puede ocurrir que todo sea un «bluff», pero eso no lo sabremos hasta que no nos muestren sus cartas. Lo cual me temo que no lo harán hasta que nos sea imposible rectificar el juego.

—Entonces, ¿hay que esperar a que ellos muestren su baza? —preguntó Cronyn, siguiendo el símil.

—Usted, sí. Yo, entre tanto, trataré de inclinarme para ver sus naipes, aunque sólo sea de refilón. Y trataré de jugar los míos con audacia, hasta que desbanquemos o nos desbanquen.

Mientras estaba hablando, paseaba mi mirada con indiferencia por el exterior de la cabina. De pronto, me puse alerta. El hombre del traje de sarga azul estaba probando suerte en una máquina tragaperras, a la puerta de un bar cercano. No había en sus ademanes nota sospechosa alguna; eso fue lo que me hizo recelar. Parecía demasiado indiferente por todo lo que podía suceder alrededor y, sin embargo, no se apartaba de las cercanías del teléfono.

—¿Qué es lo que debo hacer ahora? —me preguntó Cronyn con una leve nota de burla.

—Lo que mejor le parezca —dije, ásperamente—. No soy abogado y usted sí. Creo que sabrá mejor que yo lo que debe hacer.

—No se enfade, Martin —pidió, suavizando el tono de voz—. Comprendo que cuanto ha hecho y hace es por mi bien, y yo se lo agradezco…

—¡Pero me cree usted un majadero y un iluso que ve peligros donde no existen! —troné—. Pues tal vez le interese saber que hay un detective, vigilando todos mis pasos. Y le aconsejo que no me llame al hotel porque, con toda seguridad, estará intervenida la línea. Puede que estén haciendo eso por divertirse y puede que le crean a usted un inocente pichoncillo ajeno a todo esto… ¡Pero me temo que no es así!

Furiosamente colgué el auricular y salí de la cabina con paso rápido. Al otro lado del hilo debía quedar un hombre hondamente preocupado. Pero eso me importaba un comino; quizá la preocupación le refrescase un poco las ideas y le hiciera ver las cosas con menos optimismo.

Cruzando dos travesías llegué en un minuto a la plaza Denham. Pasaban unos minutos de la una. Vi salir un nutrido grupo de las oficinas del Daily. De otros despachos y Oficinas salía también el personal.

En el quiosco de periódicos que había en el centro de la plaza compré una revista ilustrada que me entretuve ojeando, hasta que una conocida voz femenina me interpeló, alegremente:

—Puntual, ¿eh?

Alcé los ojos de la revista para fijarlos en el sonriente y atractivo rostro de Audrey Scott.

—Yo siempre soy puntual —repuse, sonriendo.

—Es una buena cualidad.

—Tengo otras.

—¿Por ejemplo?

—Saber cuándo me siguen.

La risa desapareció de los ojos de Audrey.

—¿Le siguen?

—Mire a su espalda con disimulo. ¿Ve a aquel individuo con traje azul que está mirando los escaparates de la relojería?

—Sí.

—Me viene siguiendo desde que salí de Jefatura.

—¿Es un policía?

—Supongo que sí.

—¿Por qué le sigue?

—Humm… Quizá le he sido simpático.

—No bromee, Doug —pidió ella, con un pliegue de preocupación en su tersa frente—. ¿Ha hecho alguna de las suyas?

—¿Cuáles son las mías?

—Siga haciéndose el tonto si quiere. No le preguntaré nada —dijo, enfadada.

—Creo que ambos estamos haciendo el tonto.

—¿Por qué?

—¿No se ha fijado? Ya es la una y cuarto, tengo un apetito voraz y estoy viendo un magnífico restaurante junto a la relojería que tanto parece interesar a nuestro amigo del traje azul. ¿No cree que deberíamos entrar?

Audrey pareció levemente desconcertada.

—¿Pero no quería que hablásemos primero? —preguntó.

—¿Cómo? ¿Usted me cree capaz de discutir asuntos importantes antes de comer?

Movió la cabeza con resignación.

—Está bien —suspiró—. Se hará como usted desea, aunque se le corte después la digestión.

Me eché a reír, y cogiéndola del brazo me dirigí al restaurante indicado.