CAPÍTULO V
El recibidor fue invadido por siete u ocho policías uniformados en cuando abrí la puerta. Todos ellos empuñaban sus revólveres, como si fuesen a una batalla de gangsters, Al frente de la fuerza iba un hombre fornido, de aspecto enérgico, vestido de paisano. Me mostró una placa metálica.
—Teniente Kendall, de la Policía —se presentó—. ¿Fue usted el autor de la llamada?
—Sí. Pero pueden guardarse la artillería, muchachos. No están aquí Al Capone ni Dillinger.
Entraron en tropel en el saloncito y se pararon sorprendidos contemplando a Audrey, que, pálida pero tranquila, les miró sin vacilaciones.
—Si esta chica es un cadáver, yo debí morirme hace un siglo —exclamó un agente.
—¡Silencio! —Gruñó el teniente—. ¿Quién es usted y qué hace aquí? —interpeló bruscamente a Audrey.
—¿No cree que debería ver primero lo ocurrido y luego interrogar? —sugerí burlonamente.
El policía me miró con escasa simpatía y luego sus ojos se fijaron en la pistola caída junto a la mesa.
—¿Qué es eso? —dijo, agachándose.
—Una pistola —respondí.
—¡Ya lo sé! ¿Es de ustedes?
—No usamos armas de fuego. Estaba ahí cuando llegamos. —Vi que iba a cogerla sin precaución alguna, y agregué con intención—: No quise tocarla por si habían huellas dactilares.
Retiró la mano como si la pistola se hubiese convertido de pronto en un áspid. Extrajo un pañuelo, envolvió cuidadosamente el arma sin tocarla con los dedos y la guardó en un bolsillo de su americana. Luego se puso en pie y miró a sus hombres.
—No os necesito aquí. Largaos y guardad abajo la entrada. No dejéis salir ni entrar a nadie. Tú, Marsh, y tú, Bill, quedaos aquí conmigo.
Sólo dos agentes quedaron en el salón con el teniente; éste se volvió hacia mí y me estudió con mirada incisiva.
—¿Usted es Douglas Martin? —preguntó.
—Sí.
—¿Del «City Post»?
—Sí.
—Pero usted no es de aquí.
—Soy de Nueva York. Escribía en el «Journal». Pero vine aquí.
—¿Por qué?
—Razones particulares.
La mirada de Kendall giró hacia Audrey maliciosamente.
—¿Qué clase de razones? —puntualizó.
—No las que usted se imagina, teniente. Ahora, ¿quiere que le muestre el lugar dónde está el cadáver de Sturgess?
—Está bien. Acompáñenos. —Se dirigió a Audrey—: Usted puede quedarse aquí. Bill la acompañará, Marsh, ven con nosotros.
Conduje a Kendall y a su subordinado hasta el despacho de Sturgess. El teniente pareció muy interesado por el tintero roto y la lámpara caída.
—Debió haber lucha —comentó en voz alta, expresando su pensamiento. Después miró en torno—. ¿Dónde está el lavabo?
Señalé la puerta de cristales. Kendall se aproximó a ella y abrió. Pareció vivamente impresionado ante él cuerpo encogido de Thomas Sturgess, en cuya frente aparecían dos orificios de donde había brotado sangre negruzca, ahora coagulada sobre su rostro lívido y crispado.
—Es horrible —musitó Kendall. Me miró pensativo—. Parece usted muy tranquilo, Martin. ¿Está acostumbrado a ver estas cosas?
Asentí con leve movimiento de cabeza.
—Era reportero criminalista en el «Journal» de Nueva York. He visto cuadros mucho peores.
—¿Y qué opina usted de esto?
—Aun no opino nada. Pero salta a la vista que es un asesinato.
—¿Por qué?
—Simple lógica. El está aquí, muerto, y la pistola estaba en el salón.
Me observó con suspicacia.
—Parece estar muy seguro de que los dos disparos se efectuaron con aquella arma.
Sonreí sin desconcertarme por el desliz.
—Es lo más natural. Estos orificios juraría que están hechos con una pistola del 38. Y no creo que la casa esté llena de pistolas caídas por los suelos.
—Bien, dejemos eso. ¿Cómo encontró el cadáver?
—Mirando en el lavabo —respondí.
—Déjese de contestaciones tontas y responda a mis preguntas. ¿Por qué vino usted aquí?
—¿Es un interrogatorio en regla?
—Puede negarse a responder si es eso a lo que se refiere —dijo el teniente, de mala gana.
—No tengo por qué negarme. Contestaré lo que me pregunte.
—Bien. Vamos entonces al salón. —Se volvió al agente Marsh, añadiendo—: Usted quédese aquí y no toque nada. El forense y los peritos no tardarán en llegar. Vamos, Martin.
Kendall y yo volvimos al salón. El policía Bill miraba a la calle por un ventanal. Audrey, sentada en el mismo sillón donde estuvieran los guantes color siena, ocultaba con grandes esfuerzos su nerviosismo. Al entrar nosotros me miró anhelante. Fingí no advertirlo y me acomodé en otro diván.
Kendall se quedó de pie, en el centro de la habitación, mirando hacia el vestíbulo. Siguiendo la trayectoria de su mirada vi entrar a un individuo de pequeña estatura, totalmente calvo, y con unos ojos agudos tras los cristales de sus gruesos lentes. Llevaba un maletín negro bastante usado.
—Hola, doctor Harper —saludó el teniente.
El forense nos miró a todos, uno por uno, e hizo una leve inclinación de cabeza. Después preguntó a Kendall con voz inexpresiva.
—¿Dónde está el cadáver?
—Allí, en el lavabo. Es Sturgess.
Creo que el hombrecillo se sobresaltó vivamente.
—Lo siento —su voz seguía siendo incolora—. Ahora Cronyn ya no tiene opositor.
Reinó un breve silencio en el saloncito. Lo quebré con una risita sardónica. Kendall se volvió hacia mí y me miró, ceñudo.
—¿De qué se ríe? —Gruñó en tono de reproche.
—De lo que ha dicho el doctor —respondí—. ¿Se ha fijado, teniente? Cronyn no tiene opositor en las elecciones. Será fiscal del Distrito gracias a un elector que no esperaba: la muerte.
—No creo que el momento sea oportuno para chanzas —dijo con acritud Kendall, acercándose al ventanal. Miró a la calle y volvió al centro de la sala—. Ya están aquí los muchachos —anunció.
Los «muchachos» resultaron ser los técnicos del gabinete antropométrico.
Las conclusiones del forense no se apartaron en nada de lo que ya sabíamos: Thomas Sturgess había muerto por heridas de arma de fuego. Aunque no quiso aventurarse antes de la autopsia, el doctor Harper se mostró convencido de que los dos disparos habían acabado con la vida de Sturgess. Fijó la hora de la muerte, aproximadamente, entre las cuatro y las cinco. Lo cual, en vista de las circunstancias, no aclaraba nada.
Cuando la ambulancia se llevó el cadáver, se fueron también el forense y los peritos.
Yo, que no me había movido de mi asiento, bostecé ruidosamente. Kendall y Audrey me miraron.
—¿Piensa tenernos aquí hasta mañana, teniente? —pregunté al policía.
—No —dijo con sequedad—. Ahora me acompañarán ustedes a la Jefatura.
Me puso en pie con indolente lentitud.
—Con sumo placer, teniente —dije en leve tono de burla.
* * *
—¿Cuándo llegó usted a Longville?
Me retrepé en la incómoda silla y miré de soslayo al taquígrafo, que, en un ángulo del despacho, tomaba nota de cuanto allí se decía. El teniente Kendall de pie, ante mí y con los pulgares metidos en las sisas del chaleco, no perdía de vista el menor de mis gestos.
—Esta mañana, en el autobús de Los Ángeles.
Kendall pareció perplejo. Sin quererlo demostrar continuó:
—¿Qué motivos le impulsaron a abandonar Nueva York y venir a esta ciudad?
—Me despidieron del «Journal». Recibí un telegrama del «Daily Star» ofreciéndome colocación y no vi nada malo en presentarme aquí.
—¿Tiene ese telegrama?
—Claro.
Rebusqué en un bolsillo y le tendí el pliego de la «Western Union».
Le dio una rápida ojeada y me lo devolvió.
—Sin embargo, usted está en el «City Post». ¿Cómo es eso?
—Sencillamente; no me convino y deseché la oferta de Jagger.
—Ya. Y encontró enseguida puesto de cronista en el «Post».
—Exacto.
—Mire, Martin: así no iremos a ninguna parte —dijo—. Usted me oculta algo. No está tratando con un recién nacido y no puede esperar que me crea eso.
—¿Que se crea el qué?
—Lo de su milagroso empleo en el «Post».
—No he intentado hacérselo creer. Usted me pregunta y yo me limito a contestar. Es rigurosamente cierto que vine con el propósito de entrar en el «Daily» y que estoy en el «Post».
—Ya lo sé. Pero ¿por qué ingresó en el «Post» de una manera tan… súbita?
Me encogí de hombros.
—No sé. Tal vez por mi fama como reportero.
—¿Cómo reportero… criminalista? —puntualizó intencionadamente Kendall.
—¿Por qué no se lo pregunta a Lee Mac Donald? —repliqué con suavidad.
—Está bien, Martin. Usted gana. Continúe si quiere en esa actitud, pero no le reportará ningún beneficio.
Hizo una pausa, quizá esperando que le respondiese. Como permanecí silencioso prosiguió el interrogatorio.
—¿Conocía usted a Thomas Sturgess?
—Sí. Le vi esta mañana unos momentos. Me lo presentó Jagger. Pero no le conocía, en el exacto sentido de la palabra. Para mí era un desconocido.
—Entonces, ¿qué hacía usted hoy en su casa?
—Me citó a las cinco.
—¿Para qué?
—No lo sé —confesé con franqueza.
Kendall me miró de hito en hito y dio un puñetazo en la mesa.
—¡Esto es demasiado, Martin! —rugió—. ¿Quiere convencerme de que sin conocerlo, Sturgess le citó en su casa y además no le dijo el motivo?
—Así es.
—¡No creo una sola palabra!
Me encogí de hombros y no dije nada.
—Usted parece no darse cuenta de su situación —dijo suavemente—. ¿Se ha fijado en que es el principal sospechoso?
Me eché a reír, muy divertido.
—Tendrá que borrarme de su lista negra, teniente. Puedo demostrar dónde estuve entre cuatro y media y cinco.
—¿Dónde? —preguntó a bocajarro Kendall.
—Paseando en compañía de miss Audrey —dije.
Kendall se echó atrás violentamente. Su gesto fue de súbita comprensión. Sin embargo, aun insistió:
—¿No se separaron uno de otro en ningún momento?
—En ningún momento —afirmé con tranquilidad.
El teniente paseó por el despacho hasta llegar junto a la puerta. Se volvió y, acercándose, se detuvo nuevamente ante mí. Sonreía sin el menor humorismo.
—Ya entiendo su jugada, Martin. Quiere protegerse usted y proteger a ella, ¿no es eso?
—No sé de qué me está hablando.
—¡Lo sabe tan bien como yo! —se excitó—. ¡Se han puesto de acuerdo y jurarán mil veces, si es preciso, que estuvieron juntos precisamente a la hora en que con toda seguridad fue asesinado Sturgess!
—Se equivoca, Kendall —repuse suavemente—. Audrey y yo nos encontramos a las cuatro y media en la plaza Denham y desde allí, paseando, fuimos a casa de Sturgess. Llegamos a las cinco y diez, no recuerdo bien, y encontramos abierta la puerta del piso. Entramos y, buscando, dimos con él en el lavabo. Audrey sufrió una profunda impresión. La acompañé al saloncito y avisé a la Jefatura. Eso es todo.
—Muy bonito. Ni a propósito puede encontrarse mejor coartada. Supongo que tendrá ocho o diez testigos dispuestos a jurar que les vieron.
—Lo siento, pero vuelve a equivocarse. No conozco a nadie en Longville. Así que no hay testigos.
—¿Y puede decirme por qué se encontró con Audrey en la plaza Denham?
—Razones particulares —sonreí.
—¿Flirteo? —aventuró Kendall.
—Llámelo así, si quiere.
—Y colaboración profesional —completó con sarcasmo—. Suena muy bien. Demasiado bien —permaneció unos segundos callado y prosiguió—: ¿Tampoco miss Audrey sabe para qué la llamaba?
—No sé. Creo que para algo relativo a la campaña electoral.
—Y se le ocurrió llamarle a usted a la misma hora, aunque pertenece al «City Post», su adversario en la campaña.
—Sí.
—Muy curioso. ¡O Sturgess estaba loco o lo estoy yo lo todo eso es una sarta de mentiras! —explotó.
—Quizá haya algo de todo eso… menos de lo último —agregué velozmente.
Kendall dio un bufido.
—Está bien, Martin. Siéntese ahí —me señaló upa silla junto a la mesa despacho. Volviéndose al taquígrafo añadió—: Haga pasar a miss Audrey Scott.
Salió el agente y Kendall me miró, sonriendo.
—Espero que no haga señas ni intente decir nada a esa joven —observó—. Le permito asistir al interrogatorio de su amiga —recalcó la palabra, pero fingí no advertirlo— con la condición de que no se mezcle en nada y haga sólo de espectador.
—No tengo interés en estar presente, Kendall. Si quiere, puedo irme a otra habitación.
—No es necesario. Si están de acuerdo, tiempo han tenido para estudiarse la lección. Pero quiero concretar algunos puntos.
—Confíe en mi discreción.
El policía frunció el ceño.
—A veces me da la impresión de que es usted un Perry Mason protegiendo a su cliente —dijo—: Creo que está encubriendo a esa chica.
—No sea melodramático, teniente —repuse, sonriendo—. No encubro a nadie ni soy ningún abogado.
—Pues no le faltaba más que el título —comentó, volviéndose hacia la puerta por donde entraba ya el taquígrafo, seguido de Audrey Scott.
La muchacha, aunque ligeramente pálida, aparecía tranquila y segura.
El taquígrafo volvió a su cuaderno y Kendall, en su actitud favorita, se situó enfrente de Audrey.
—Perdone que la molestemos con este breve interrogatorio —comenzó cortésmente—, pero acabaré pronto. Hay que cubrir el expediente.
—Pregunte cuanto quiera —sonrió con dulzura la joven.
—Gracias. Veo que comprende las circunstancias —hizo una pausa para dar más fuerza a la pregunta que siguió—. Veamos, miss Scott; ¿conocía usted a la víctima?
—Por supuesto. Recuerde que pertenezco desde hace tres años al «Daily». Le veía casi a diario y algunas veces trabajé para él.
—¿Qué clase de trabajos?
—Copia de cartas, generalmente. Una semana que su secretaria estuvo enferma yo me encargué de substituirla, previo asentimiento de mi jefe.
—¿Tenía Sturgess una secretaria?
—Sí, claro. Todo abogado la necesita.
—¿Dónde está ahora?
—¿Tengo entendido que ayer se marchó a Los Ángeles?
—¿Y no solicitó esta vez sus servicios?
—Sí. A eso iba esta tarde. Me llamó esta mañana para que fuese a copiar unas cartas urgentes.
—¿La citó a una hora determinada?
—Sí. Dijo que sería conveniente acudiese entre cuatro y media y cinco.
Kendall pareció meditar sobre esta última respuesta. Yo también trabajaba mentalmente mientras seguía con toda mi atención el interrogatorio.
El policía continuó:
—¿A qué hora llegó usted a la casa de Sturgess?
Me di cuenta de que era una ingeniosa trampa. La pregunta, hecha como al descuido, iba encaminada a sacar la verdad. Kendall no perdía de vista un solo gesto de Audrey, que le miró con sencillez al responder:
—A la misma que míster Martin. Íbamos juntos.
Me sentí infinitamente aliviado.
Kendall se mordió los labios.
—Sí, ya sé. Pero ¿se fijó en la hora que era?
—No, pero creo que míster Martin, al ver que no respondían a nuestra llamada, miró, a su reloj para comprobar si era la hoja fijada. Y me pareció que eran las cinco y unos minutos.
—¿Cómo es que acompañó usted a míster Martin?
—No le entiendo, teniente —confesó ingenuamente la joven.
—Quiero decir, ¿por qué fueron ustedes juntos a casa de Sturgess, si apenas se conocían?
Audrey me miró de reojo un solo instante y luego se enfrentó con Kendall.
—Eso, teniente… —vaciló unos segundos, y su sonrisa me pareció adorable al oírla proseguir—: Es algo que no querría decirle a usted. Hay cosas que una chica no debe confesar… ni a la policía.
Enrojeció marcadamente bajo la mirada inteligente de Kendall, que sonrió comprensivo.
—Ya. ¿Y no le extrañó que Sturgess citase a míster Martin a la misma hora que a usted, siendo de periódicos enemigos?
—Pensé en ello, pero me figuré que al citar a uno no se acordó que a la misma hora vendría el otro. Y, después de todo, si era error suyo, yo no tenía por qué preocuparme. No podría culparnos de una cosa de la que él era responsable.
—Sí, claro. Y dígame: ¿dónde se encontró con míster Martin?
—En la plaza Denham, frente a la redacción de mi diario.
—¿Recuerda la hora que era?
—Aproximadamente, las cuatro y media. Quizá unos minutos menos.
—¿Cómo quedó citada con míster Martin?
Experimentó una leve vacilación que Kendall no pareció advertir. Al fin, dijo con serenidad:
—Esta mañana, cuando míster Martin estuvo en la redacción del Daily Star, me preguntó si podría verme esta tarde —volvió a ruborizarse, esta vez inexplicablemente—. Yo… le dije que podría encontrarme en la plaza Denham a las cuatro y media, pero que no me entretendría mucho, porque tenía que estar a las cinco en casa de míster Sturgess; él pareció sorprendido y aseguró que también estaba citado para esa hora con el candidato. Aunque me extrañó, no dudé de su sinceridad. No tenía motivos para creer que mintiese. Ignoro si fue una jugarreta de él para poderme acompañar.
Kendall se volvió hacia mí.
—¿Qué dice a eso, Martin? —preguntó.
—Tendrán que confiar en mi palabra —respondí.
El teniente se volvió de nuevo a Audrey.
—¿Recuerda si míster Martin se separó de usted en algún momento a partir de las cuatro y media?
La muchacha sonrió, al responder:
—De eso me acuerdo perfectamente. No, él no se separó de mí en todo el tiempo, desde que nos encontramos en la plaza Denham hasta que ustedes llegaron a casa de míster Sturgess.
—¿Estaría dispuesta a repetir eso bajo juramento?
—Es la pura verdad, teniente —repuso Audrey, de un modo ambiguo que no contestaba directamente a la pregunta formulada.
Sin embargo, Kendall se dio por satisfecho y no insistió más.
—Bien señores —dijo, dirigiéndose a nosotros—. Pueden marcharse ya. No tengo nada más que preguntar. Gracias por su amabilidad.
La joven se levantó, evidentemente aliviada. Yo también me puse en pie con una sonrisa.
—Siempre que me necesite, puede recurrir a mí —dije a Kendall—. Si hay que aclarar algún punto me tiene a su disposición.
—Lo tendré en cuenta, Martin —sonrió Kendall, estrechándome la mano.