CAPÍTULO IX
Cuatro días después, el autobús de Los Ángeles nos dejaba nuevamente en Longville. Recorrimos a pie la distancia entre la estación de autobuses y el hotel.
—¿Hay algo para mí? —pregunté al conserje.
—¿Ha vuelto usted ya? —exclamó, sorprendido.
—Creo que sí.
Dirigió una mirada rápida a Audrey, con quien iba del brazo, y luego habló brevemente:
—Le buscaban a usted infinidad de personas.
—No sabía que fuese yo una persona importante.
—Pues al menos lo parece, míster Martin. Han preguntado por usted los chicos del «City Post» e incluso el mismo director; míster Cronyn, el futuro fiscal, y hasta el teniente Kendall, que fue el más irritado de todos al saber que no había usted vuelto.
—¿Recibieron el giro que les envié?
—Sí, señor —el conserje sonrió—. Y vimos que procedía de Yuma.
—¿Se lo dijeron a alguien?
—Acostumbramos a guardar absoluta discreción sobre los asuntos de nuestros huéspedes.
Eché un billete de dólar sobre el mostrador.
—Guárdelo —dije con indiferencia.
Subí a mi habitación. Había tenido la buena idea de llevarme la llave conmigo. La extraje del bolsillo y abrí la puerta. Me volví a Audrey.
—Aunque no es nuestro hogar, puedo entrarte en brazos. Es la tradición.
—No digas tonterías —censuró—. La situación no está para bromas.
—Yo no la veo tan mal —dije risueño.
Ella volvió la cara y me escrutó, inquisitiva.
—¿Has averiguado algo en Yuma? —interrogó.
—Lo suficiente para mirar confiadamente al futuro.
—No estoy yo tan segura de eso.
Alguien golpeó en la puerta.
—¿Quién llama? —pregunté elevando la voz.
—Abran a la Ley —dijo una voz imperiosa.
Cruzamos una mirada significativa. Después abrí con decisión. Un agente uniformado saludó, sonriendo, y me tendió una papeleta amarilla.
—Es una citación para comparecer ante el Juzgado del distrito —aclaró el agente—. Usted es Douglas Martin, ¿verdad?
—Parece saberlo ya muy bien —gruñí tomando la citación judicial.
Como por casualidad, los ojos del policía se posaron sobre Audrey.
—¿Cómo? ¿Miss Audrey Scott? —Imitó muy mal la sorpresa—. Traigo otra orden para usted.
Sacó del bolsillo otra papeleta amarilla y se la entregó a Audrey, que la tomó tras corta vacilación.
Con un saludo final el agente se alejó pasillo abajo. Cerré la puerta y miré a Audrey mientras jugueteaba con la orden de la Ley.
—Estaban vigilando el hotel; esperaban nuestra llegada y no han perdido un momento en darnos la citación. Ahora no podemos salir ya de este distrito.
Eché una mirada al papel y lancé un silbido.
—¡Uh, uh! Esta tarde a las cinco y cuarto tendrá lugar la vista previa.
—¿Es un juicio? —me preguntó Audrey, alarmada.
—No; es un examen previo de las circunstancias que hace el fiscal del distrito. ¿Quién es ahora el fiscal?
—Hay uno interino, un tal Harry Wilson; preside la Fiscalía hasta la próxima semana.
Consulté mi reloj.
—Son las doce y diez. Tenemos casi cinco horas por delante. Espérame aquí, querida, y no te muevas.
—¿A dónde vas?
—No te preocupes por mí. Voy a recoger unos informes.
* * *
Cuando Mac Donald me vio entrar en su despacho se puso en pie de un brinco. No me había hecho anunciar y mi entrada le llenó de sorpresa. Habló casi a gritos:
—¡Vaya una jugada! De la noche a la mañana se le ocurre a usted desaparecer y nos deja plantado aquí, sin decirnos siquiera a dónde va. ¿Se volvió loco de pronto?
—Algo así —admití, riendo—. Hice un viajecito hasta Yuma.
—¿Yuma? —exclamó—. ¿Y qué diablos fue a hacer allí?
—¿Ha vuelto Carter? —inquirí, sin responder.
Renovó su irritación.
—¡Otra de sus hazañas, Martin! Se larga usted y además nos envía fuera a Carter. ¿Se cree que estamos en época de vacaciones?
—Déjese de rapapolvos y contésteme. ¿Volvió ya Carter?
—Sí. Regresó anoche.
—¿Y está ahora en la redacción?
Por toda respuesta, Mac Donald abrió el dictógrafo.
—Que venga Carter —ordenó, cerrando otra vez.
No tardó ni un minuto en aparecer en el despacho el trepidante reporter.
Me contempló risueño y estrechó mi mano.
—Hola, Martin. ¿También usted sintió en su pobre corazón ansias de libertad?
Mac Donald dio un bufido. Conteniendo la risa pregunté a Carter:
—¿Qué averiguó en Chicago?
—Muchas cosas.
—Desembuche, pronto.
—No le dejan respirar a uno. Bien, ahí va: en el «Golden Sky», cabaret propiedad de José Bafoulos, un griego traficante en cocaína y morfina, trabajaba en abril de 1938, una corista llamada Googie Davis, que gastaba mucho más de lo que una corista suele ganar… en su profesión.
—Ya. Continúe.
—Googie tuvo relaciones con un comerciante de Chicago, llamado Steve Guillespie. Éste era casado y su esposa parece ser que se enteró de la infidelidad de su marido. Le armó la gorda y de las palabras pasaron a los hechos. El caso es que, desgraciadamente, la disputa tuvo lugar en la cocina. Ella le golpeó con un rodillo y le hirió en la sien. Furioso, Guillespie cogió lo primero que le vino a mano y descargó un golpe sobre el cráneo de su esposa. Lo que él había cogido era un hacha de cortar carne.
La mató. Fue procesado y Thomas Sturgess se encargó de su defensa.
»El pobre diablo —siguió diciendo el joven reportero— sostenía que no la había asesinado y que fue un golpe accidental. Luego dijo que fue en defensa propia. Más tarde, llevado de una momentánea irritación, aseguró que lo haría gustoso otra vez si se presentase ocasión. Sturgess pudo haber defendido el caso basándose en el hecho de que era un acto irreflexivo de propia defensa.
»Pero defendió el caso con una desgana increíble. Los tres primeros días de la vista de la causa llevó la cosa muy bien. Después decayó inexplicablemente y su actuación estuvo llena de fallos. Esto, unido a las contradicciones, del acusado dieron al traste con toda posible circunstancia atenuante. El veredicto fue el peor. El Colegio de Abogados amonestó a Sturgess por su falta de entusiasmo y de ética profesional dejándose ganar un juicio que no podía perder de ningún modo.
»Algún tiempo después —continuó Carter—, en agosto del mismo año, Sturgess empezó a frecuentar el “Golden Sky” y la compañía de Googie Davis, la amante de Guillespie. A mediados de setiembre ambos desaparecieron. Alguien les vio en Yuma, y en enero de 1939, Googie reapareció en el cabaret, pero Bafoulos no quiso admitirla por su jugada de abandonarle sin decir palabra.
»Se sabe que Googie recorrió algunos cafetines de Chicago y después se perdió su pista. Ignoro a dónde fue y en qué lugar puede estar ahora. Hay quien dice que salió del país con documentación falsa.
—¿Eso es todo lo que averiguaste?
—No, hay algo más. Me puse en comunicación con un amigo mío de Yuma y le dije que revisase todos los registros matrimoniales. Parece ser que alguien se le había adelantado y…
—Fui yo —le interrumpí.
—¿Tú? ¿Luego estuviste en Yuma?
—Sí. Recorrí todos los juzgados.
—Y averiguaste…
—Que el juez de paz, Simmons celebró el 26 de setiembre de 1939 un matrimonio entre Googie Davis y Thomas Sturgess.
—Exacto —confirmó Carter—. Y fueron testigos de la boda Christopher Jagger y una tal Kathryn Damberston en cuya casa vivían.
—Sí. Visité a esa señora y no saqué nada en limpio. Sturgess y Googie vivían ya en su casa antes del matrimonio. Estuvieron allí hasta el 12 de diciembre del mismo año, en que se largaron sin decir a nadie una palabra. La señora Damberston encontró el dinero que se le debía encima de la mesilla del cuarto de ellos. Había también una nota que venía a decir, sobre poco más o menos, que teniendo que salir urgentemente de Yuma le agradecían cuanto había hecho y dejaban el importe de la última semana. Jagger, que ocupaba otra habitación en la casa, permaneció allí hasta la víspera de Nochebuena, en que se despidió de la señora Damberston y abandonó Yuma. No había parecido mostrarse muy sorprendido por la súbita marcha de sus amigos e incluso se le notó más alegre al saberlo.
—Eso no pude averiguarlo yo.
—Pero yo sí. Y dime, Carter: ¿trataste de encontrar la actual residencia de Googie Davis?
—Sí, pero no conseguí nada. Como te he dicho, su pista se pierde a raíz de 1939, en que recorrió algunos locales poco recomendables de Chicago. Sin embargo, una mujer que respondía a sus mismas señas vivió en el «Continental» de Los Ángeles hace menos de un año. Conseguí una fotografía de su firma en el registro del hotel. Hube de sobornar al conserje para…
—Ahórrate detalles. Ya nos los explicarás luego en la nota de gastos.
—Bien, pues confronté la firma de esa mujer. Se inscribió con el nombre de Betty Smith. No le faltaba originalidad, ¿no crees? —comentó burlón— puedes creer que la letra era igual a la de Googie Davis, que conseguí gracias a un contrato de Bafoulos. Incluso sigue conservando la rúbrica, quizá inconscientemente.
—¿Se sabe a dónde fue desde allí?
—El día que se fue del «Continental» cogió un taxi hasta la parada más cercana del autobús. Los Ángeles-Longville. Un botones del hotel recordó ese detalle porque ella le dio una considerable propina.
—¿Pudo describírtela?
—El muchacho no está muy seguro de que su memoria le sea enteramente fiel, pero cree recordar que era una joven muy guapa, de menos de treinta años, vestida con mucha sencillez y sin maquillaje en el rostro. Recordé la fotografía de Googie y sonreí.
—¡Vaya! Nuestra miss Davis ha cambiado de costumbres por lo visto.
—¿Qué dices?
—No, nada. Sigue.
—Es cuanto he podido saber. Parece deducirse que vino a Longville para algo. Desde luego, puedo anticiparte que no tenía la más remota idea de que pudiese haber venido Googie Davis a esta ciudad. Si realmente ha sido así nos costará algún trabajo dar con ella. Tal como nos la han descrito puede pasar inadvertida allí donde vaya. Resulta una mujer corriente.
—Demasiado corriente —gruñí.
—¿Sospechas que es una vulgaridad premeditada?
—No lo sospecho. Lo sé positivamente. Bueno, Carter, gracias por tu buena labor. He de irme.
Hice acción de dirigirme a la puerta. Un grito de Mac Donald me detuvo:
—¡Espere, Martin! ¿Piensa largarse otra vez?
Me acerqué a él y le enseñé, sonriendo, la citación judicial.
—¿Cree que puedo alejarme mucho con esto en el bolsillo?
—¿Le han citado para la vista previa de esta tarde? —inquirió innecesariamente Mac Donald.
—Sí. ¿A usted no?
—No, claro. ¿Para qué iban a citarme a mí?
—Hum, no sé. Quizá el amigo Kendall ignora que usted estuvo a las cuatro y media en casa de Sturgess…
Y ampliando mi sonrisa salí del despacho casi sin mirar el rostro pálido de mi jefe.
Avancé por la antesala hasta que a mis espaldas batió la puerta del despacho y un Mac Donald descompuesto se interpuso ante mí.
—¡Espere, Martin! —exclamó imperativo—. ¡Ha debido volverse loco!
Le contemplé con burlona tranquilidad.
—¿Cree que me he vuelto loco? —pregunté.
Mac Donald me cogió por el brazo y, después de mirar de reojo a la mecanógrafa que nos contemplaba curiosamente mientras mascaba goma, me empujó con suavidad hacia el despacho. Una vez dentro cerró con violencia la puerta y me miró irritado.
—¿De dónde diablos ha sacado que yo estaba en casa del fiscal asesinado a la hora en que lo mataban? —bramó.
—Yo no dije eso —repuse con suavidad—. Dije que usted fue allí a las cuatro y media pero no necesariamente que ésta fuese la hora del crimen.
—Así, ¿a qué hora cree usted que lo mataron?
—No sé; quizá a las cinco menos cuarto. Cuando usted estuvo él aún vivía…
—¿Cómo lo sabe?
Inmediatamente se detuvo, comprendiendo que se había delatado. Carter, recostado en un sillón, soltó una risita. Nerviosamente, Mac Donald se metió las manos en el bolsillo.
—Bien, ya lo sabe, entonces. Estuve allí a las cuatro y media.
—No melodramatice la situación, jefe. No le he querido acusar de nada. Usted fue a ver a Sturgess, ¿verdad? ¿Quiere explicarme lo qué sucedió?
—Le aseguro, Martin, que yo no…
—Repito que no lo creería nadie a usted un asesino. Cierto que es algo cascarrabias —sonreía—, pero no sería capaz de matar a nadie. Ahora, ¿puede decirnos todo lo que se relacione con Sturgess?
Mac Donald habló reposadamente:
—Aunque Sturgess era el contrario de aquél cuya candidatura apoyamos, era a fin de cuentas, el fiscal de este distrito y como tal, el único encargado de los asuntos delictivos aquí. En esta ciudad se persigue el juego, por considerarlo fuente de muchos males. Sin embargo, en algunos locales se juega secretamente. Uno de ellos es cierto establecimiento contiguo a donde yo vivo.
»Aun no hace muchas, noches, parece que desplumaron a un incauto cuyo raciocinio enturbiaban los vapores del alcohol. Lo malo fue que, por lo visto, el hombre aún no estaba tan borracho como sus compañeros de juego creían: acabó percatándose de que le estaban despojando con trampas y armó un jaleo fenomenal. A su contrincante más cercano le abrió la cabeza de un botellazo y los demás le atacaron a él, armándose un cisco de mil demonios. Yo que estaba fumando un cigarrillo, asomado a una ventana de mi casa y gozando de la magnífica noche, no pude por menos de oír golpes, gritos y estrépito de vidrios rotos. Ya sabe usted lo bien que se percibe todo en el silencio nocturno, y más si es en pleno verano.
»Pues como le decía —prosiguió—, al oír todo aquel escándalo me apresuré a bajar y entré en el establecimiento, en cuya trastienda tenía lugar la refriega. Intenté apaciguar los ánimos y casi lo había logrado cuando llegó la policía, que nos detuvo a todos creyendo que yo también formaba parte de los jugadores. Cuando Sturgess me vio comprendió que había en todo aquello una confusión.
»Me llamó a su despacho y allí le aclaré los hechos. Se rió de muy buena gana, pero he de confesar que se portó como un hombre justo e inteligente. Me puso en libertad inmediatamente y tachó mi nombre del expediente. Pero tenía que cumplir un requisito: entregarle una declaración firmada como testigo de lo sucedido aquella noche en la trastienda.
»En cuanto me fue posible redacté la declaración solicitada y creí conveniente llevársela cuanto antes para que pudiese ser incluida en el expediente.
»El día de autos, a las cuatro y cuarto, salí de mi casa y me encaminé a la de Sturgess. Fui paseando, pues no tenía prisa. Llegué a las cuatro y veintitantos minutos. Subí y llamé: me abrió el propio Thomas. Estaba solo en casa. Me condujo a su despacho y guardó mi declaración en un cajón de su mesa. Creo que aún no eran las cinco menos veinte cuando me despedí de él. Tenía prisa por llegar a la redacción —y añadió—: Eso es todo.
—No puede ser todo —objeté suavemente—. ¿A quién encontró usted cuando salía de allí?
Se mostró realmente sorprendido.
—¿Cómo sabe que encontré a alguien?
—Tuvo que encontrarse con el asesino —pronuncié sin excitarme—. Es materialmente imposible que él tardase en llegar. La persona que mató a Thomas Sturgess tuvo que llegar necesariamente antes de las cinco menos cuarto.
Mac Donald movió la cabeza con pesimismo.
—No puedo hacer nada, Martin —se lamentó—. Usted ya sabe lo oscura que está durante el día la escalera de la casa de Sturgess. Recuerdo que cuando yo bajaba alguien subía apresuradamente. Me aparté a un lado para dejar paso y saludé por cortesía. Pero no recibí respuesta y aquella persona continuó subiendo. Con un gruñido por lo que juzgué falta de educación, proseguí el descenso.
Excitadamente, me acerqué a mi jefe. Aquello destruía todas mis esperanzas.
—¡Pero tuvo que ver si era hombre o mujer!
Su mirada se animó al responder con ímpetu:
—¡Eso sí! Era una mujer.
—¿Seguro? —inquirí.
—Claro. Vi su cabello largo, creo que era oscuro, y oí crujir su falda cuando subía. Era una mujer, sin duda alguna.
—O. K., jefe. Es suficiente. Adiós.
Y sin darles tiempo a replicar siquiera salí del despacho y cerré con un violento portazo.