CAPÍTULO III
La residencia era de estilo típicamente californiano y se hallaba al pie de una colina, a no más de dos millas de la ciudad. Una verja rodeaba el jardín, en cuyo centro se erguía la edificación colonial donde habitaba Forrest Cronyn. Despaché el taxi que me había conducido hasta allí y me acerqué a la puerta de la verja.
A la derecha colgaba la cadenita de una campanilla. Sin vacilar, di dos tirones suaves. Un tintineo metálico resonó allá, en el interior de la casa.
No tardó mucho en salir una figura inconfundiblemente femenina que cruzando el enarenado sendero, se aproximó a la verja y me miró inquisitiva. Era una doncella y bastante joven.
—¿Qué desea? —preguntó.
—Ver a míster Cronyn —respondí brevemente.
—Lo siento, pero…
—Sí, ya sé. Está muy ocupado. Conozco la excusa. Y no me hace ningún efecto.
Saqué del bolsillo una tarjeta y tracé unas líneas a lápiz. Luego se la tendí a través de los hierros de la puerta.
—Dele esto. Me recibirá enseguida.
Con gran descaro leyó la tarjeta y movió dubitativamente la cabeza.
—No sé si podrá recibirle —insistió—. Está preparando el discurso electoral y… Compréndalo.
—Comprendo muchas cosas. Una de ellas, que su obligación es llevarle esa tarjeta sin hacer comentarios.
Me miró airada, dispuesta a replicar, pero debió advertir mi gesto decidido y acabó encogiéndose de hombros.
—Está bien, pero sigo creyendo que no logrará nada…
Se alejó hacia la casa sin dejar de murmurar palabras de duda a las que no hice el menor caso. Estaba acostumbrado a tropezar con sirvientes tercos y sabía bien cómo tratarlos. Para un periodista todos los obstáculos resultan débiles, y yo era, aunque despedido, un periodista.
Cuando la doncella volvió, sabía ya de antemano que Cronyn iba a recibirme. Sin decir palabra abrió la puerta.
—Entre. Míster Cronyn le recibirá enseguida.
Me fijé que aquella muchacha tenía un rostro demasiado severo para su edad. Tal vez no pasase de los veinticinco, pero aparentaba más de treinta. No llevaba pintura o maquillaje alguno. Pensé lo atractiva que estaría sin aquel peinado liso, tan poco juvenil, y con algo más de color en el semblante.
No le sentó bien mi examen. Me miró enfadada y señaló la casa.
—¿No tenía tanto interés en ver a míster Cronyn? Le está esperando.
—Puede esperar —respondí—. Estaba pensando que es usted una chica guapa.
Sentí frío al notar lo glacial de su mirada.
—Ahórrese piropos —dijo secamente.
—A todas las chicas de veinticinco les gusta —comenté, echando a andar por el sendero.
La doncella, que me precedía, se detuvo y volvió la cara.
—¿Por qué cree que tengo esa edad? —inquirió.
—No sé. Supongo que porque lo aparenta.
—Está mintiendo y no se lo agradezco. Represento muchos más.
—Si usted lo dice … —Y continué andando.
Ninguna otra palabra cruzamos hasta llegar a la casa. Entré en un vestíbulo amplio, decorado con gusto exquisito. Una escalera de mármol, arrancando a la izquierda del salón, conducía al único piso del edificio. A la derecha vi una puerta abierta en cuyo umbral un hombre de elevada estatura, en batín de casa, me esperaba con cortés sonrisa. No me costó trabajo identificarle como Forrest Cronyn, aunque su rostro estaba más envejecido que en la foto del «City Post».
Me aproximé a él con paso lento. Realmente, su porte era de una distinción aristocrática y todo él transpiraba nobleza, cordialidad. Sentí indignación al recordar la proposición de Jagger.
—¿Míster Martin? —preguntó.
—Él mismo. ¿Míster Cronyn? —pregunté yo.
—Sí. Pase; por favor —invitó.
Entré en un saloncito-biblioteca donde predominaba igual buen gusto que en el vestíbulo, tanto en decoración como en mobiliario. Algunos óleos de firmas prestigiosas colgaban de las paredes. Ante una chimenea, apagada entonces, había dos sillones y una mesita redonda con una bandeja sobre la que vi dos copas y una botella de whisky. Al lado, un sifón. Me di cuenta de que tenía sed.
—Siéntese, míster Martin —invitó, señalando uno de los sillones.
—Gracias —dije, tomando asiento.
Cronyn se acercó a la mesa y echó whisky en ambos vasos.
—¿Solo o con soda? —preguntó.
—Con soda.
Cumplió mi indicación y me tendió un vaso. Él se lo sirvió con soda.
—¿Y bien? —dijo Forrest Cronyn, dejando también la copa vacía en la mesa—. ¿Cuál es el motivo de su visita? En la tarjeta me decía que era algo importantísimo relacionado con las elecciones.
—En efecto.
—¿Qué es?
—Verá. Soy periodista. Me encargaba de una sección en el «Journal» de Nueva York. Hice una estupidez y me pusieron en la calle. Entonces recibí un telegrama de Longville solicitando mi presencia aquí. Llego y me dirijo en derechura a la persona que me ha llamado. No es mi labor profesional la que interesa, se trata de que aporte el cebo para una pesca importante. Alguien que estorba ha de ser eliminado mediante mi ayuda. Yo puedo cobrar, de momento, hasta cinco mil dólares por mi tarea. ¿Me va comprendiendo?
—No.
—Es igual. Ya verá claro más tarde. Como decía, creen que con esos cinco mil pueden deslumbrarme y tenerme bajo sus órdenes para llevar a buen término su proyecto. Éste es claro y sencillo: difamación.
—Espero que entenderé al fin algo de lo que dice —sonrió Cronyn. Cogiendo la botella de whisky me miró interrogativo—. ¿Más licor?
—No. A veces resulta peligroso conducir un coche en estado de embriaguez…
La botella se estrelló contra el suelo derramando su contenido. Cronyn, mortalmente pálido, me miraba con auténtico miedo.
—¿Qué… ha… dicho? —Silabeó dificultosamente.
Creí innecesario repetir mis palabras. Observé las manos temblorosas del candidato. La sonrisa se había borrado de su rostro.
—Ahora ya comprende. Vine para eso.
El temor fue substituido por la cólera. Se puso en pie, y acercándose a mí, me cogió por las solapas, levantándome como una pluma.
—¿Chantaje? —dijo, iracundo—. ¿Es lo que pretende?
Me desasí suavemente de su presión y sonreí.
—No diga tonterías. Siéntese y recobre la calma. No soy un chantajista.
—Si no es un chantajista, ¿a qué ha venido?
—He venido a ayudarle.
—Hable.
—Thomas Sturgess no está seguro de poder triunfar limpiamente. Entre él y Jagger, del «Daily», planearon esta conspiración que tenía como finalidad eliminarle a usted como candidato. Ignoro por qué medio se enteraron de que usted, hace algún tiempo, fue víctima de un desgraciado accidente. Se embriagó en una fiesta familiar, y al regresar en automóvil a su casa chocó con otro coche. Mató a los ocupantes de éste y usted resultó herido de consideración. De haberse hecho público aquel desdichado asunto su carrera política habría sufrido grave quebranto. La Policía silenció el accidente, y la Prensa nada dijo. Pero yo, como reportero de la sección dedicada a éstos y parecidos casos, me enteré de cuanto ocurrió e incluso obtuve a buen precio una placa que un fotógrafo inteligente pudo tirar en el lugar del suceso sin que lo advirtiese nadie. Siempre he tenido gran afición a los archivos y poseo uno completísimo donde guardo asuntos conocidos y otros que jamás han visto la luz. Allí estaba el suyo, con una fotografía donde se le veía a usted, herido, en el interior del coche y con traje de etiqueta, junto al otro automóvil. Imagínese los resultados si ahora, en plena campaña electoral, se lanza contra usted la acusación de que es indigno de la Fiscalía del Distrito. ¿Qué puede esperar la ciudad de un fiscal que se embriaga y conduce en este estado? Todos pierden su confianza en usted y votan a Thomas Sturgess. El «Daily Star» publica una fotografía vergonzosa en primera plana, así como abundantes pruebas que fundamentan la acusación. Yo cobro mis cinco mil dólares, regreso a Nueva York y no me vuelvo a preocupar de Longville ni de su fiscal. Pero soy tan tonto que me niego en redondo.
—¿Por qué se niega? Es un buen negocio.
—No me gustan los buenos negocios —sonreí.
Extendió su mano a través de la mesita que nos separaba y volvió la cordialidad a su rostro.
—Perdone mi actitud de antes —pidió sinceramente—. Ignoraba sus propósitos… y temí lo peor.
—Es natural.
—Es usted un buen chico, Martin.
Reí alegremente.
—¿De qué se ríe? —quiso saber Cronyn.
—No, nada. Es usted la segunda persona que me dice hoy eso —confesé, recordando a la rubia del hotel.
—Y soy sincero. Usted no me conocía. Pudo haber ganado una bonita suma sin trabajo alguno. Ahora, tal vez ni siquiera perciba los gastos de viaje.
—Acertó. Eso es exactamente lo que me ocurre.
—Por idealista —rió Forrest Cronyn—. Sin embargo, aún existe la posibilidad de que su viaje a Longville no haya sido lo improductivo que usted piensa.
—No veo cómo.
—Yo sí. Por algo soy el alma financiera del «City Post».
—¿Quiere decir qué…?
—Qué entrará usted a formar parte de nuestro cuerpo de redactores. ¿Le complace la idea?
—No —repuse con firmeza, poniéndome en pie—. No he venido aquí a prestar un favor a cambio de otro. Me las arreglaré sin ayuda para volver a Nueva York y buscar trabajo.
Cronyn también se levantó.
—Hace un momento le creí inteligente, Martin.
—A veces hasta yo mismo dudo de que lo sea.
—No se porte como un chiquillo y escúcheme. No se trata de un magnánimo rasgo de agradecimiento. Necesitamos en el «Post» un reportero joven, activo y sagaz, con experiencia de estas cosas. Usted viene de Nueva York y, además, es listo. Se nos presenta una ocasión única. Imagínese la categoría que adquiere el periódico al contar con una firma neoyorquina.
Sonreí al notar los esfuerzos de Forrest Cronyn para emplearme en su diario. Verdaderamente, sería ridículo poner reparos a una proposición honrada y sincera. Al menos ganaría el dinero sin chantajes ni complots en mi propia profesión. Recordé con rabia la oferta innoble de Christopher Jagger y tomé mi decisión.
—Acepto —dije sencillamente.
—Me alegro, Martin. Seremos buenos amigos. Y conste que no pienso exigir a su pluma una defensa de mi candidatura. Si así lo desea, puede prescindir de hablar de las elecciones.
—Al contrario. Me gustará dar una buena paliza a Sturgess… aunque sea desde el periódico.
Cronyn pulsó un timbre situado en la mesita. A la llamada acudió la doncella, que aguardó instrucciones.
—Coloca un cubierto más en la mesa, Nelly —ordenó Cronyn—. Míster Martin se queda a comer con nosotros.
—No se molesten —intervine—. Comeré en el hotel. Me desagrada pagar la cuenta sin haber comido allí. Le agradezco la invitación, pero además prefiero volver a la ciudad porque he de hacer varias cosas. Otro día será.
—Bien, Martin, como usted quiera. Le hubiese presentado a mi esposa e hija.
—Déjelo para otra vez. Le prometo venir esta misma semana.
La doncella se retiró. Tendí la mano a Cronyn.
—Buenos días, míster Cronyn. Y gracias por el empleo.
—Le debo mucho más de lo que le doy, Martin. Hasta otro día. No se olvide pasar esta tarde por el «City Post». Podrá hacerse cargo de su puesto.
—Así lo haré. No se moleste en acompañarme, conozco el camino.
Cronyn me acompañó hasta la puerta de la casa. Crucé el jardín, abrí la puerta de la verja y salí a la carretera en el mismo momento en que un lujoso «Packard» negro, abierto, se detenía ante la residencia. Conducía una joven de notable semejanza con Forrest Cronyn. En el departamento posterior iban una señora de edad mediana y un joven de cutis tostado por el sol californiano. Imaginé que las dos mujeres eran la hija y la esposa del candidato a fiscal. Más tarde supe que el joven moreno era Melvyn Adams, prometido de la joven.
Tardé bastante tiempo en encontrar un taxi libre que me llevase a Longville, pero al fin pude llegar al hotel, muy cerca de las dos.
Quedaban pocas personas en el comedor. Tenía escaso apetito y me di por satisfecho con un poco de sopa y pescado. Sin esperar a los postres me levanté y salí al vestíbulo, con dirección a la sala de lectura.
El conserje me hizo una seña, lo cual me sorprendió bastante. No esperaba novedad alguna.
—Tiene una carta —dijo cuándo me acerqué al mostrador. Buscó en el casillero y me entregó un sobre—. Lo trajo un muchacho del «Daily».
Llevaba el membrete del «Daily Star». Rasgué el sobre y saqué una hoja de papel, escrita apresuradamente a mano. Su contenido era tan breve como singular.
«Apreciado míster Martin:
»No pretendo disculparme por mi oferta de antes, que sigue todavía en pie por si usted lo piensa mejor. Pero ahora se trata de otro asunto importantísimo que no admite demora. Le espero en mi casa esta misma tarde a las cinco. Le prometo formalmente que ahora es algo muy distinto. Necesito su ayuda. Confío en que acudirá a mi llamada y no tendrá que arrepentirse.
»Su amigo,
«Thomas Sturgess».
«P. D. —Que nadie se entere de esto. Ni siquiera Christopher Jagger».
Ni siquiera Christopher Jagger. ¿Qué podía desear de mi candidato y que ni aun su amigo Jagger debía saber? Tal vez hubiese acogido con escepticismo todo el contenido de la carta, pero su último párrafo me intrigaba, y quería conocer los motivos de tanta reserva.
Me prometí a mí mismo acudir a las cinco a la extraña cita.
En la sala de lectura del hotel no había más que un viejo con aspecto de notario o algo semejante, que leía una revista científica.
Un montón de diarios atrasados reposaban en una mesita arrinconada. Me senté allí y los fui repasando uno por uno. Había números del «City Post» y el «Daily Star», lo cual facilitaba mi tarea.
Treinta minutos más tarde me había hecho una composición de lugar bastante exacta sobre la lucha electoral.
Deducíase a las claras, después de leer unas y otras reseñas, que Sturgess era el predilecto de la campaña, no por simpatías entre la ciudad, sino más bien debido a su brillante carrera política y su superioridad como abogado.
Cronyn siempre fue más oscuro, aunque en los pocos años que llevaba residiendo en Longville habíase ganado el afecto de muchos ciudadanos que no por eso adquirieron mayor confianza en sus cualidades como abogado.
A la semana siguiente empezaba la votación pública, y si nada acontecía, Thomas Sturgess estaba llamado a seguir siendo fiscal del Distrito de Longville. Tal vez las simpatías personales pudiesen influir en la decisión de los votantes y entonces el resultado sería problemático. Sturgess debió prever esta posibilidad —demasiado remota, a mi juicio— y quiso evitar una posible derrota apelando a mi ayuda.
Sin embargo, ¿era lógico dar semejante paso, que encerraba a todas luces un riesgo muy grande, con el solo fin de contrarrestar un factor de muy problemática realidad?
Decididamente, no. Debía haber otro motivo más importante que impulsase a un hombre de prestigio como Sturgess a llamar a un periodista con el propósito de tirar al lodo el nombre y la reputación de Forrest Cronyn.
Si lo había, únicamente podía ser uno: la existencia de algo que, si se hacía público, podía perjudicar su situación.
En un caso así resultaba ya completamente lógico que él recurriese a un medio igual para oponerse al posible peligro.
Pero también todo esto podían ser hipotéticas apreciaciones mías, con el exclusivo fin de retorcer las cosas más de lo que estaban para hallar un resultado satisfactorio que por cierto no veía por parte alguna.
Dando un suspiro de cansancio me levanté y salí del salón de lectura.