CAPÍTULO 2

INTENCIONALIDAD: EL ENFOQUE DE LOS SISTEMAS INTENCIONALES

Me doy cuenta de algo y para ello busco una razón; lo cual quiere decir inicialmente que busco en ello una intención y por encima de todo a un alguien que tiene intenciones, un sujeto, un hacedor; cada suceso un acto… antiguamente se veía intención en todos los sucesos, es nuestra costumbre más antigua. ¿La poseen también los animales?

Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder.

Comienzos sencillos: el nacimiento del agente[1]

No hay grano de arena que tenga mente: un grano de arena es demasiado simple. Todavía más simples, ningún átomo de carbono ni molécula de agua tienen mente. Respecto a esto no espero encontrar discrepancias serias. Pero ¿qué decir de las moléculas mayores? Un virus es una única inmensa molécula, una macromolécula compuesta de cientos de miles o incluso millones de partes, dependiendo de lo pequeñas que sean las partes que consideremos. Estas partes de tipo atómico interactúan, a su manera inconsciente, dando como resultado algunos efectos bastante sorprendentes. El principal de ellos, desde el punto de vista de nuestra investigación, es la autoduplicación, la producción de una réplica de sí mismo. Algunas macromoléculas, colocadas en un medio adecuadamente provisto, tienen la asombrosa capacidad de construir y ofrecer de modo inconsciente una copia exacta (o casi exacta) de sí mismas. El ADN [ácido desoxirribonucleico] y su antecesor el ARN [ácido ribonucleico] son macromoléculas de ese tipo; son la base de toda la vida de este planeta y por ello son una condición histórica previa de toda mente… por lo menos de toda mente de este planeta. Más o menos durante mil millones de años previamente a la aparición en la tierra de los organismos simples de una sola célula, hubo macromoléculas con capacidad de autoduplicación, mutando, creciendo e incluso recomponiéndose incesantemente… haciéndose cada vez más expertas en esas tareas, sin dejar de producir réplicas de sí mismas.

Es una hazaña fantástica que sigue quedando muy lejos de la capacidad de cualquier robot existente. ¿Quiere ello decir que tales macromoléculas tienen mente como las nuestras? Ciertamente, no. Ni siquiera están vivas: para la química no son más que inmensos cristales. Estas moléculas gigantes son máquinas diminutas: nanotecnología macromolecular. Son, en efecto, robots naturales. La posibilidad, en principio, de un robot capaz de duplicarse fue matemáticamente demostrada por John von Neumann, uno de los inventores del ordenador y cuyo brillante diseño de un aparato que se duplicara por sí solo sin estar vivo anticipaba muchos de los detalles de diseño y construcción del ARN y del ADN.

Por medio del microscopio de la biología molecular, hemos llegado a ser testigos del nacimiento del agente en las primeras macromoléculas que tienen complejidad suficiente como para realizar acciones y no sencillamente para sufrir efectos. Ese agente no es un agente con todas las de la ley como el nuestro: no sabe lo que hace. Por contra, nosotros solemos saber bien lo que hacemos. Para lo mejor, y para lo peor, nosotros, agentes humanos, podemos llevar a cabo acciones con intención, intencionales, después de haber deliberado conscientemente los pros y los contras. El agente macromolecular es distinto: hay motivos para que las macromoléculas hagan lo que hagan, pero las macromoléculas no son conscientes de ellos. Su modo de ser agentes es, sin embargo, la única base posible a partir de la cual habrían podido germinar las semillas de nuestro propio modo de ser agentes.

Hay algo ajeno y vagamente repelente en el cuasi agente que descubrimos aquí: todo ese útil ajetreo y, sin embargo, «no hay nadie ahí dentro». Las máquinas moleculares llevan a cabo sus asombrosas proezas, diseñadas evidentemente con un cuidado exquisito y evidentemente también sin tener ni idea de lo que están haciendo. Considérese esta descripción de la actividad de un fago de ARN: un virus capaz de duplicarse, y moderno heredero de las primeras macromoléculas con capacidad de duplicación:

En primer lugar, el virus necesita un material en el que guardar y proteger su propia información genética. En segundo lugar, precisa de un medio para introducir su información en la célula que lo albergue. En tercer lugar, requiere un mecanismo para copiar específicamente su información en presencia de una enorme abundancia de ARN de la célula huésped… Finalmente, debe organizar la proliferación de su información, proceso que generalmente conduce a la destrucción de la célula huésped. El virus consigue incluso que la célula le haga la duplicación: su única aportación es un factor proteínico, especialmente adaptado al ARN vírico. Esta enzima no se activa hasta que no aparece una «contraseña» del ARN vírico. Cuando la ve, reproduce el ARN vírico con suma eficacia, pasando por alto las moléculas de ARN de la célula huésped, en número muchísimo mayor. La consecuencia es que la célula se ve en seguida desbordada por el ARN vírico. Éste se guarda en la proteína de protección del virus, también sintetizada en grandes cantidades, hasta que finalmente la célula revienta y libera una enorme cantidad de nuevas partículas víricas. Este es un programa que se realiza de modo automático y que se lleva a cabo hasta el más mínimo detalle (Eigen, 1992, pág. 40).

El autor, el biólogo molecular Manfred Eigen, se ha ayudado de un rico vocabulario de palabras «agentes»: para poder reproducirse, el virus debe «organizar» la proliferación de su información y en la persecución de su objetivo crea una enzima que «ve» su contraseña y «pasa por alto» otras moléculas. Se trata de una licencia poética, con toda seguridad: estas palabras amplían su significado para esta ocasión concreta. ¡Pero qué ampliación tan irresistible! Las palabras agentes llaman la atención sobre los rasgos más llamativos del fenómeno: que estas macromoléculas son sistemáticas. Sus sistemas de control no son simplemente eficientes en lo que hacen: son adecuadamente sensibles a las variaciones, son oportunistas, ingeniosas, tortuosas. Se las puede «engañar» pero sólo mediante novedades con que sus antecesores no se hayan encontrado con regularidad.

Estas pizquillas de maquinaria molecular, impersonales, irreflexivas, robóticas y sin mente, son base última de todo agente, y por lo mismo del significado, y por lo mismo de la conciencia, en el mundo. Es extraño que un hecho científico tan sólido e incontrovertible tenga tan poderosas consecuencias en la estructuración del debate subsiguiente sobre algo tan controvertido y misterioso como la mente, de modo que hagamos una pausa para recordar cuáles son esas consecuencias.

Respecto a lo que sigue ya no hay duda seria que pueda plantearse: somos descendientes directos de estos robots capaces de duplicarse a sí mismos. Somos mamíferos y todos los mamíferos descienden de antecesores reptiles cuyos ancestros fueron peces cuyos ancestros fueron criaturas marinas del estilo de los gusanos, y que a su vez evolucionaron de criaturas multicelulares más sencillas millones de años antes, las cuales descendían de criaturas unicelulares que evolucionaron de macromoléculas con capacidad de duplicarse hace unos tres mil millones de años. Sólo hay un árbol genealógico en el cual pueden situarse todos los seres vivos que han vivido en este planeta alguna vez: y no sólo los animales, sino también las plantas, las algas y las bacterias. Con cualquier chimpancé, cualquier gusano, cualquier brizna de hierba, cualquier secuoya, compartimos un ancestro común. Entre nuestros progenitores, por tanto, estuvieron las macromoléculas.

Por decirlo gráficamente: ¡nuestra tatara… tatara… tatarabuela fue un robot! Y no sólo descendemos de esas macromoléculas robot sino que estamos compuestos de ellas: nuestras moléculas de hemoglobina, nuestros anticuerpos, nuestras neuronas, nuestra maquinaria de reflejo ocular-vestibular… en cualquier escalón de análisis de moléculas para arriba, nuestro cuerpo (incluyendo nuestro cerebro, por supuesto) se compone de una maquinaria que lleva a cabo estúpidamente una tarea maravillosa y elegantemente concebida.

Quizá hayamos dejado de estremecernos ante la visión científica de los virus y las bacterias ejecutando afanosa, irreflexivamente, sus subversivos proyectos: espantosos pequeños autómatas que llevan a cabo sus perversas acciones. Pero no deberíamos creer que podemos acomodarnos en la idea de que son invasores ajenos, absolutamente dispares de los tejidos más familiares que nos conforman. Estamos hechos de los mismos tipos de autómatas que nos invaden: nuestros anticuerpos no se distinguen por un halo especial de humanidad de aquellos antígenos a los que combaten; lo único que ocurre es que los anticuerpos pertenecen al club que forma cada uno de nosotros y por ello pelean de nuestro lado. Los miles de millones de neuronas que se unen para formar nuestro cerebro son células, ese mismo tipo de entidad biológica que los gérmenes que nos causan las infecciones o que las células de levadura que se multiplican en la barrica en la que fermenta la cerveza o en la masa de harina cuando sube el pan.

Toda célula (agente diminuto que puede llevar a cabo un limitado número de tareas) carece de mente, más o menos igual que un virus. ¿Es posible que si se colocan juntos suficientes de estos estúpidos homunculi, hombrecillos, el resultado sea una persona auténtica y consciente, con una mente de verdad? Según la ciencia moderna, no hay otro modo de formar una auténtica persona. Ahora bien: desde luego del hecho de que descendamos de robots no se sigue el hecho de que nosotros lo seamos. Después de todo, también somos descendientes directos de los peces y no somos peces; somos descendientes directos de las bacterias pero no somos bacterias. Pero a menos que haya algún ingrediente secreto en nosotros (que es lo que solían creer los dualistas y los vitalistas), estamos hechos de robots o, lo que viene a ser lo mismo, cada uno de nosotros es una colección de billones de máquinas macromoleculares. Y todas ellas descienden, en último extremo, de las macromoléculas con capacidad de duplicarse que hubo en un principio. De manera que hay cosas hechas con robots que pueden mostrar genuina conciencia, habida cuenta de que nosotros somos el mejor ejemplo.

Me doy cuenta de que para ciertas personas esto suena chocante e improbable, pero sospecho que no se han dado cuenta de lo desesperantes que son las alternativas posibles. El dualismo (punto de vista según el cual las mentes están compuestas de un sustrato no físico y completamente misterioso) y el vitalismo (punto de vista según el cual los seres vivos albergan cierta sustancia física especial pero igualmente misteriosa: el élan vital) se han visto relegados al basurero de la historia, juntamente con la alquimia y la astrología. Como no esté usted dispuesto a declarar que la tierra es plana y que el sol es un carro ardiente tirado por caballos alados (en otras palabras, como no desafíe prácticamente a toda la ciencia moderna) no tendrá lugar desde el que discutir y luchar por semejantes ideas obsoletas. De modo que veamos qué se puede relatar con los conservadores recursos de la ciencia. Puede que la idea de que nuestras mentes hayan evolucionado a partir de otras más sencillas no sea tan mala, después de todo.

Nuestros antepasados macromoleculares (y eso es exacta y no metafóricamente lo que son: nuestros antepasados) eran parecidos a agentes en determinados aspectos, como deja clara la cita que he reproducido de Eigen, mientras que en otros aspectos eran innegablemente pasivos, flotando por ahí al azar, viéndose empujados hacia uno u otro sitio… esperando a entrar en acción con las armas cargadas, podríamos decir, pero esperando sin esperarlo, sin resolución o sin intención alguna. Puede que tuvieran los «dientes» preparados, pero carecían de mente tanto como una trampa para cazar.

¿Qué fue lo qué cambió? Bruscamente no cambió nada. Antes de que nuestros ancestros tuvieran mente, tuvieron cuerpo. Primero se hicieron células simples, o procariotas, y más adelante las procariotas aceptaron ciertos invasores o inquilinos convirtiéndose así en células complejas, las eucariotas. Ya en esa época, apenas mil millones de años tras la primera aparición de las células simples, nuestros antepasados ya eran máquinas extraordinariamente complejas (hechas de máquinas hechas de máquinas), pero seguían sin tener mente. Seguían siendo en sus desplazamientos tan pasivas y sin dirección como siempre, pero ya estaban equipadas con muchos subsistemas especializados con el fin de extraer energía y materiales del entorno y de protegerse y de repararse por sí mismas cuando fuera necesario.

La complicada organización de todas estas partes coordinadas no se parecía mucho a una mente. Aristóteles les puso un nombre, a ellas o a sus descendientes: las llamó alma nutritiva. Un alma nutritiva no es una cosa; no es, por ejemplo, uno de los subsistemas microscópicos que flotan por el citoplasma de una célula. Es un principio de organización; es forma, no sustancia, como dijo Aristóteles. Todas las cosas vivas (no sólo las plantas y los animales sino también los organismos unicelulares) tienen cuerpos que requieren una organización que se regule y se proteja a sí misma y que pueda ser activada diferencialmente por distintas condiciones. Estas organizaciones las ha concebido brillantemente la selección natural y, en último extremo, se componen de montones de diminutos interruptores pasivos que pueden conectarse o desconectarse debido a circunstancias igualmente pasivas y que los organismos se encuentran en sus desplazamientos.

También usted, a semejanza de otros animales, tiene un alma nutritiva (una organización que se regula y se protege a sí misma) bastante diferente, y más antigua, que su propio sistema nervioso, consistente en su sistema metabólico, sus sistemas inmunitario y en otros sistemas asombrosamente complejos de autorreparación y de mantenimiento de la salud de su cuerpo. Las vías de comunicación utilizadas por esos sistemas iniciales no fueron nervios sino vasos sanguíneos. Antes de que existieran teléfonos y radios, existió un servicio postal, fiable aunque lento transporte de paquetes tangibles de información valiosa para todo el mundo. Y mucho antes de que hubiera sistemas nerviosos en los organismos, los cuerpos se confiaban a una especie de sistema postal, escasamente técnico: la circulación de fluidos por el cuerpo, transporte fiable aunque lento, de valiosos paquetes de información allí donde se necesitaran para el control o el mantenimiento. Podemos ver los herederos de este sistema postal primordial tanto en las plantas como en los animales. En los animales, el torrente sanguíneo transporta nutrientes y desperdicios, pero desde sus primeros momentos ha sido también una autopista de la información. El movimiento de los fluidos en el interior de las plantas proporciona asimismo un medio relativamente rudimentario de enviar señales de una parte a otra de la planta. Pero en los animales podemos descubrir una innovación importante en el diseño: la evolución de sistemas nerviosos sencillos (antecesores del sistema nervioso autónomo) capaces de una transmisión de información más veloz y más eficiente, pero todavía dedicados, en su mayor parte, a los asuntos internos. Un sistema nervioso autónomo no es en absoluto una mente sino más bien un sistema de control, más en la línea del alma nutritiva de una planta, que preserva la integridad básica del sistema viviente.

Distinguimos radicalmente estos antiguos sistemas de nuestras propias mentes y, curiosamente, sin embargo, cuanto más nos fijamos en los detalles de su funcionamiento ¡más parecidos los encontramos a mentes! Esos pequeños interruptores son como órganos sensores primitivos y los efectos que se producen cuando esos interruptores se conectan o se desconectan se parecen a acciones intencionadas. ¿Y en qué? En ser efectos producidos por sistemas que adaptan la información y que tienen unos objetivos. Es como si estas células y estos conjuntos de células fueran agentes diminutos y sencillos, sirvientes especializados que fomentan sus propias causas obsesivas actuando según les dicta su percepción de las circunstancias. El mundo rebosa de entidades como estas que van desde el tamaño molecular hasta el continental y que no sólo comprenden objetos «naturales», como plantas, animales y sus respectivas partes (y las partes de sus partes) sino también muchos artefactos humanos. Los termostatos son un ejemplo bien conocido de esos seudoagentes simples.

A todas estas entidades, de la más sencilla a la más compleja, las llamo sistemas intencionales y la perspectiva desde la que se hace visible la tarea del agente (falso o genuino) la llamo enfoque intencional.

Adopción del enfoque intencional

El enfoque intencional es la estrategia que consiste en interpretar el comportamiento de un ente (persona, animal, artefacto, lo que sea) tratándolo como si fuera un agente racional que rigiera la «elección» de sus «actos» «teniendo en cuenta» sus «creencias» y sus «deseos». Estos términos entrecomillados reciben un uso ampliado además de su uso corriente en lo que suele llamarse «psicología popular», el discurso psicológico cotidiano que utilizamos para discurrir acerca de la vida mental de nuestros seres colegas, los seres humanos. El enfoque intencional es la actitud o la perspectiva que adoptamos ordinariamente unos con otros, de modo que adoptar el enfoque intencional en relación a otras cosas parece un modo deliberado de antropizar la cuestión. ¿Cómo es posible que esta sea una buena idea?

Intentaré mostrar que si se aplica con cuidado, la adopción del enfoque intencional no sólo es una buena idea sino que es la clave para desentrañar los misterios de la mente, de todos los tipos de mentes. Es un método que explota las similitudes para poder descubrir las diferencias, la enorme colección de diferencias que se han acumulado entre las mentes de nuestros ancestros y las nuestras, y también entre nuestras mentes y las de nuestros iguales que habitan en este planeta. Hay que usar este método con cuidado: hay que andar en una cuerda floja entre las metáforas vacías, por un lado, y la falsedad literal, por otro. El uso inapropiado del enfoque intencional puede equivocar gravemente al investigador inadvertido, aunque adecuadamente comprendido puede proporcionar una perspectiva válida y fructífera en diferentes campos, mostrando una unidad subyacente en los fenómenos y dirigiendo nuestra atención a los experimentos cruciales que hay que llevar a cabo.

La estrategia básica del enfoque intencional es tratar al ente como un agente para poder predecir (y por ende, explicar, en cierto sentido) sus actos o sus movimientos. Los rasgos distintivos del enfoque intencional pueden verse mejor contrastándolo con otros dos enfoques o estrategias más básicas de predicción: el enfoque físico y el enfoque del diseño. El enfoque físico no es más que el laborioso método estándar de las ciencias físicas, en las que utilizamos todo lo que sabemos de las leyes físicas y de la constitución física de las cosas en cuestión para concebir nuestra predicción. Cuando predigo que una piedra que tengo en la mano caerá al suelo al soltarla, me estoy valiendo del enfoque físico. No atribuyo a la piedra ni creencias ni deseos: le atribuyo una masa, o peso, y me apoyo en la ley de la gravedad para hacer mi predicción. Para cosas que no sean ni seres vivos ni artefactos, el enfoque físico es la única estrategia posible, aunque puede llevarse a distintos grados de detalle, desde el nivel subatómico hasta el nivel astronómico. Las explicaciones de por qué el agua burbujea cuando hierve, de por qué se han formado las cordilleras o de dónde sale la energía del sol son explicaciones que proceden del enfoque físico. Todo objeto físico, vivo o no, está sujeto a las leyes de la física y por ello mismo se comporta de diversas maneras que pueden explicarse y predecirse a partir del enfoque físico. Si lo que suelto de mi mano es un despertador o un pez de colores, mi predicción es la misma acerca de su trayectoria descendente, de acuerdo con los mismos presupuestos. Hasta un aeromodelo o un pájaro, que bien pueden seguir una trayectoria diferente al soltarlos, se comportan de modo que obedecen las leyes de la física a cualquier escala y en todo momento.

Los despertadores, por ser objetos fabricados (a diferencia de la piedra), son también susceptibles de un estilo más refinado de predicción, la realizada a partir del enfoque del diseño. Este es un atajo maravilloso que utilizamos continuamente. Imaginemos que alguien me regala un nuevo despertador digital. Es de una marca y de un modelo nuevos para mí, pero un breve examen de sus botones y pantallas externos me convence de que si aprieto unos pocos botones sin más entonces el despertador producirá unas horas después un ruido fuerte. No sé qué clase de ruido será, pero será el suficiente para despertarme. No necesito conocer las leyes físicas concretas que explican esa maravillosa regularidad; no necesito desmontar el aparato, pesar sus partes y medir sus voltajes. Sencillamente, me limito a dar por hecho que tiene un diseño concreto (el diseño que llamamos reloj despertador) y que funcionará adecuadamente, conforme a su diseño. Respecto a esta predicción estoy dispuesto a arriesgar bastante: puede que no la vida, pero sí la hora de despertarme para llegar a tiempo a mi clase o a coger el tren. Las predicciones sobre el enfoque del diseño son más arriesgadas que las del enfoque físico debido al número suplementario de cosas que tengo que dar por supuestas: que un determinado ente está diseñado conforme a lo que parece, y que además funcionará de acuerdo con ese diseño, es decir, que no estará estropeado o no funcionará mal. Los objetos diseñados están en ocasiones mal diseñados y otras veces se estropean. Pero ese moderado precio que pago arriesgándome se ve más que compensado por la tremenda facilidad de comprensión. Cuando se puede aplicar, el enfoque del diseño es un atajo de bajo coste y de escaso riesgo que me permite refinar la tediosa aplicación de mi limitado conocimiento de la física. Lo cierto es que todos nos jugamos la vida basándonos en predicciones hechas sobre el enfoque del diseño: enchufamos y conectamos sin dudar nuestros aparatos eléctricos, que podrían matarnos si estuvieran mal cableados; nos metemos voluntariamente en autobuses que en seguida aceleran hasta alcanzar velocidades letales; apretamos los botones de un ascensor al que nunca antes nos hemos subido.

La predicción a partir del enfoque del diseño funciona maravillosamente bien para los artefactos bien diseñados, pero también funciona maravillosamente bien con los artefactos de la madre Naturaleza: los seres vivos y sus órganos. Mucho antes de que se entendieran la física y la química del crecimiento y de la reproducción vegetales, nuestros antepasados apostaron literalmente su vida sobre la fiabilidad de su conocimiento del enfoque del diseño acerca de lo que se suponía que harían las semillas una vez plantadas. Si entierro unas pocas semillas en el suelo, entonces, a los pocos meses, y mediante un mínimo cuidado por mi parte, tendré algo que comer.

Acabamos de ver que las predicciones a partir del enfoque del diseño son arriesgadas, comparadas con las predicciones basadas en el enfoque físico (que son seguras pero muy tediosas de elaborar); un enfoque más arriesgado y más rápido es el enfoque intencional. Puede verse, por así decir, como una subespecie del enfoque del diseño en la cual el objeto diseñado es una especie de agente. Supongamos que lo aplicamos al despertador. El despertador es mi criado: si le ordeno que me despierte, dándole a entender una hora concreta para despertarme, puedo confiar en su capacidad interna de darse cuenta de cuándo llega ese momento y de ejecutar sumisamente la acción prometida. En cuanto llegue a creer que el momento de producir el sonido YA ha llegado, se verá «motivado» a actuar en consecuencia, gracias a mis instrucciones previas. No cabe duda de que el despertador es tan sencillo que este antropomorfismo imaginario es, estrictamente hablando, innecesario para que nosotros comprendamos por qué hace lo que hace: pero démonos cuenta de que de este modo podríamos explicar a un niño cómo utilizar el despertador: «Le dices cuándo quieres que te despierte, y él se acuerda de hacerlo y produce un ruido fuerte».

La adopción del enfoque intencional es más útil (y, desde luego, casi obligatoria) cuando el artefacto en cuestión es mucho más complicado que un despertador. Mi ejemplo preferido es el del ordenador para jugar al ajedrez. Hay cientos de programas de ordenador que pueden convertir un ordenador, sea un portátil o una supercomputadora, en un jugador de ajedrez. Por muchas diferencias físicas y de diseño que puedan tener, todos estos ordenadores sucumben limpiamente ante la misma y sencilla estrategia de interpretación: piénsese en ellos como en agentes racionales que quieren ganar y que saben las reglas y los principios del ajedrez y las posiciones de las piezas en el tablero. Instantáneamente, el problema de predecir y de interpretar su comportamiento se hace muchísimo más fácil de lo que sería si utilizáramos los enfoques físico o del diseño. En cualquier momento del juego, basta mirar el tablero y elaborar una lista de todos los movimientos permitidos posibles para el ordenador cuando sea su turno (normalmente habrá docenas de esas posibilidades). ¿Por qué restringimos a los movimientos permitidos? Porque, razonamos, el ordenador quiere jugar al ajedrez para ganar y para ello sabe que sólo puede hacer movimientos permitidos de modo que, siendo racional, se limita a esos movimientos. Ordenemos ahora los movimientos permitidos de mejor (los más hábiles, los más razonables) a peor (los más estúpidos, aquellos que le llevan a la derrota) y hagamos nuestra predicción: el ordenador hará el mejor movimiento. Puede que no estemos seguros de cuál sea ese mejor movimiento (¡el ordenador puede «calibrar» la situación mejor que nosotros!) pero podemos eliminar todos los movimientos menos cuatro o cinco, lo que nos da todavía una considerable ventaja predictiva.

A veces, cuando el ordenador se encuentra en una situación apurada con tan sólo un movimiento posible que no sea suicida (un movimiento «forzado») podemos predecir su movimiento con absoluta confianza. No hay nada en las leyes de la física que fuerce a realizar semejante movimiento, como tampoco lo fuerza nada en el diseño concreto del ordenador. El movimiento se ve forzado por las razones abrumadoramente a favor de hacerlo y de no hacer ningún otro. Cualquier jugador de ajedrez, hecho del material físico que se quiera, haría ese movimiento. ¡Hasta un fantasma o un ángel lo harían! Alcanzamos la predicción sobre el enfoque intencional basándonos en la atrevida suposición de que sin importar cómo se haya diseñado el programa de ordenador, estará suficientemente bien diseñado como para atender a tan buenas razones. Predecimos su conducta como si fuera un agente racional.

El enfoque intencional es, innegablemente, un atajo útil en tales casos pero ¿qué fiabilidad podemos otorgarle? En realidad ¿qué le importa a un ordenador si gana o si pierde? ¿A qué viene decir que el despertador desea obedecer a su amo? Podemos utilizar este contraste entre objetivos naturales o artificiales para realzar nuestra percepción del hecho de que todos los objetivos reales surgen en último término de la situación apurada de un objeto vivo que se protege a sí mismo. Pero también debemos reconocer que el enfoque intencional funciona (cuando funciona) sean o no genuinos, o naturales, o «auténticamente queridos» los objetivos por el llamado agente, y este margen es crucial para comprender cómo podría establecerse en primer lugar una discriminación genuina de objetivos. La macromolécula ¿desea verdaderamente duplicarse? El enfoque intencional explica lo que ocurre, con independencia de cómo contestemos a esa pregunta. Consideremos un organismo sencillo (pongamos una planaria o una ameba) moviéndose pero no al azar por el fondo de una placa de laboratorio, dirigiéndose siempre al extremo de la placa que tiene los nutrientes, o alejándose del extremo tóxico. Este organismo está buscando el bien, o evitando el mal: sus propios bien y mal, no los de un usuario humano de artefactos. Buscar el bien propio es un rasgo fundamental de cualquier agente racional, pero estos organismos simples ¿buscan o se limitan a «buscar»? No hace falta que contestemos a esta pregunta. En cualquier caso el organismo es un sistema intencional predecible.

Se trata de otra forma de señalar lo mismo que Sócrates pretendía en el Menón al preguntar si hay alguien que intencionadamente desee el mal. Nosotros, sistemas intencionales, deseamos a veces el mal debido a una mala comprensión, a la desinformación o por pura demencia, pero es parte esencial de la racionalidad desear lo que se juzga bueno. Lo que se nos ha legado (o más bien, lo que se nos ha reforzado) mediante la selección natural de nuestros ancestros es esta relación constitutiva entre el bien y la búsqueda del bien: los que tuvieron la desgracia de estar diseñados genéticamente para buscar lo que era malo para ellos, a largo plazo terminaron por no dejar descendencia. No es accidental que los productos de la evolución busquen (o «busquen») lo que juzgan (o «juzgan») que es bueno.

Si tiene que primar lo que es bueno para ellos, hasta los organismos más sencillos necesitan algunos órganos sensores o poderes discriminatorios (algunos interruptores que se activen en presencia de lo bueno y que se desactiven en su ausencia) y estos interruptores o transductores pueden unirse para producir respuestas corporales correctas. Esta exigencia da origen a la función. Una roca no puede funcionar mal porque no está ni bien ni mal equipada para fomentar bien alguno. Cuando decidimos interpretar un ente a partir del enfoque intencional, es como si nos pusiéramos en la situación de guardianes suyos, preguntándonos en efecto: «Si yo estuviera en esta situación de este organismo ¿qué haría?». Y es ahí donde sale a relucir el antropomorfismo subyacente del enfoque intencional: tratamos a todos los sistemas intencionales como si fueran igual que nosotros… cosa que no son, naturalmente.

¿Es que se trata de una aplicación incorrecta de nuestra propia perspectiva, la perspectiva que compartimos los portadores de mente? No necesariamente. Desde el punto de vista de nuestra historia evolutiva, lo que ha ocurrido ha sido lo siguiente: a lo largo de miles de millones de años, los organismos han evolucionado gradualmente, acumulando cada vez más maquinaria versátil diseñada para favorecer sus bienes cada vez más complejos y elaborados. Finalmente, en nuestra especie, con la evolución del lenguaje y de la variedad de reflexión que el lenguaje permite (y que trataremos en los próximos capítulos) surgimos con la capacidad de preguntarnos por aquello mismo que dio inicio a este libro: nos preguntamos sobre las mentes de otros entes. Estas preguntas, desarrolladas ingenuamente por nuestros antepasados, llevaron al animismo, la idea de que todo objeto animado tenía una mente o un alma (ánima, en latín). Comenzamos a preguntarnos no solamente si el tigre pretendía comernos (cosa probable) sino por qué los ríos querían llegar al mar y qué querían de nosotros las nubes como contrapartida por la lluvia que nosotros les pedíamos. Conforme fuimos haciéndonos más complejos (y este es un desarrollo histórico muy reciente y no algo que tiene que discernirse en las amplias extensiones de toda la evolución) fuimos abandonando gradualmente el enfoque intencional para lo que hoy llamamos naturaleza inanimada, reservándolo para cosas más parecidas a nosotros: animales, principalmente, pero también plantas bajo muchas condiciones. Seguimos «engañando» a las plantas con luz y calor primaverales obtenidos artificialmente para que florezcan antes de tiempo y «estimulamos» a las verduras a producir raíces mucho más largas suministrándoles menos agua que la que buscan tan desesperadamente. (Un leñador me explicó en una ocasión cómo sabía que no iba a encontrar pinos albares entre los árboles de ciertas tierras altas de mi bosque: «A esos pinos les gusta tener los pies húmedos»). Este modo de razonar acerca de las plantas no sólo es natural e inofensivo sino que resulta ser una ayuda efectiva para la comprensión y una importante palanca para los descubrimientos. Cuando los biólogos descubren que una planta tiene un órgano discriminatorio rudimentario, inmediatamente se preguntan para qué sirve ese órgano: qué tortuoso proyecto tendrá la planta que exija obtener información del entorno de esa manera. Con mucha frecuencia, la respuesta es un importante descubrimiento científico.

Los sistemas intencionales son, por definición, todos y cada uno de esos entes cuya conducta es predecible/explicable a partir del enfoque intencional. Las macromoléculas que se duplican a sí mismas, los termostatos, las amebas, las plantas, las ratas, los murciélagos, las personas y los ordenadores que juegan al ajedrez son sistemas intencionales, algunos más interesantes que otros. Como el objetivo del enfoque intencional es tratar a un ente como agente para poder predecir sus acciones, tenemos que suponer que se trata de un agente inteligente, porque un agente idiota podría hacer cualquier tontería. Este atrevido salto de suponer que el agente sólo hará los movimientos inteligentes (dentro de su limitada perspectiva) es lo que nos proporciona la ventaja de hacer predicciones. Describimos esa perspectiva limitada atribuyendo unas creencias y deseos particulares al agente sobre la base de su percepción de la situación y de sus objetivos y necesidades. Como nuestra ventaja predictiva en este ejercicio depende fundamentalmente de esta peculiaridad (ya que es sensible al modo concreto en que nosotros, los teóricos, expresemos las creencias y los deseos, o representemos el sistema intencional en cuestión) yo llamo a estos sistemas, sistemas intencionales. Presentan lo que los filósofos llaman intención o intencionalidad.

«Intencionalidad» en este sentido filosófico especial es un concepto tan controvertido, y los que no son filósofos lo usan tan rutinaria y equívocamente, que tengo que hacer un alto para extenderme en su definición. Desgraciadamente para la comunicación interdisciplinaria, el término filosófico «intencionalidad» tiene dos falsos compañeros de viaje, palabras perfectamente válidas que se han confundido con ella y que, desde luego, tienen mucha relación con ella. Una es un término corriente, la otra un término técnico (del que pospondré brevemente su introducción). En el habla corriente, solemos discutir si el acto de determinada persona fue intencionado o no. Cuando el conductor se estrella contra el contrafuerte de puente ¿tenía la intención de suicidarse o es que se había quedado dormido? Cuando se llama al policía «papá» en ese momento, ¿es intencionado o es un acto fallido? ¿No estamos preguntando sobre la intención de ambos hechos? Sí, en sentido corriente, pero no en sentido filosófico.

La intencionalidad en el sentido filosófico es sencillamente tener que ver con. Una cosa muestra su intencionalidad si su aptitud tiene que ver con alguna otra cosa. Otra forma de decirlo sería que una cosa que muestra intencionalidad alberga una representación de alguna otra cosa… aunque esta segunda fórmula la encuentro menos reveladora y más problemática. La cerradura ¿alberga una representación de la llave que la abre? Una cerradura y una llave muestran la forma más basta de intencionalidad; lo mismo que los receptores de opiáceos de las células cerebrales, receptores que están diseñados para aceptar las moléculas de endorfina que la naturaleza ha proporcionado a los cerebros a lo largo de millones de años. Y en ambos casos se les puede confundir, es decir, abrirlos mediante una llave impostora. Las moléculas de morfina son llaves esqueléticas artefácticas que se han obtenido recientemente para abrir también las puertas de los receptores de opiáceos. (Incluso fue el descubrimiento de estos receptores sumamente específicos el que inspiró la investigación que condujo al descubrimiento de las endorfinas, los analgésicos del cerebro. Los investigadores razonaron que algo tenía que haber en el cerebro para que estos receptores especializados estuvieran ahí desde un principio). Este tener que ver tan simple, al estilo de la llave y la cerradura, es el elemento fundamental del diseño a partir del cual la naturaleza ha fabricado los más caprichosos tipos de subsistemas que pueden recibir con más merecimiento el nombre de sistemas de representación, de manera que tendremos que analizar ese tener que ver con de estos sistemas basándonos en ese (¿casi?) tener que ver con de las cerraduras y las llaves en cualquier caso. Exagerando la cosa podemos decir que la forma actual de un resorte bimetálico en un termostato es una representación de la temperatura actual de la habitación, y que la posición del nivel ajustable del termostato es una representación de la temperatura deseada de la habitación, pero de igual modo podemos negar que sean representaciones propiamente hablando. Con todo, sí que encarnan una información que tiene que ver con la temperatura de la habitación y precisamente por encarnarla contribuyen a la capacidad de un sistema intencional sencillo.

¿Por qué nosotros, los filósofos, llamamos a ese tener que ver con «intencionalidad»? Todo se remonta a los filósofos medievales que acuñaron el término, dándose cuenta de la similitud entre esos fenómenos y el acto de apuntar a algo con el arco (intendere arcum in). Los fenómenos intencionales están provistos de flechas metafóricas, podríamos decir, que apuntan a una cosa o a otra, a aquello a lo que se refieran, a lo que aludan o con lo que tengan que ver los fenómenos. Pero naturalmente, muchos de los fenómenos que presentan esta mínima suerte de intencionalidad no hacen nada intencionadamente en el sentido cotidiano del término. Los estados perceptivos, emocionales y memorísticos, por ejemplo, exhiben todos ellos un tener que ver con sin ser necesariamente intencionados en el sentido comente del término; pueden ser completamente involuntarios o respuestas automáticas a unas cosas u otras. Nada hay de intencionado en reconocer a un caballo cuando surge en lontananza aunque nuestro estado de reconocimiento presenta un tener que ver con muy concreto: lo reconocemos como caballo. Si lo hubiéramos percibido erróneamente como un alce o como un hombre sobre una motocicleta, nuestro estado perceptivo habría tenido que ver con algo distinto. Hubiera apuntado su flecha de un modo bastante distinto, incluso en este caso a algo inexistente pero sin embargo bien definido: o al alce inexistente o al ilusorio motorista. Hay una gran diferencia psicológica entre creer erróneamente que se está en presencia de un alce y creer erróneamente que se está en presencia de un hombre sobre una motocicleta, diferencia de consecuencias predecibles. Los teóricos medievales se dieron cuenta de que la flecha de la intencionalidad podía apuntar a nada de igual forma que podía apuntar de un modo muy concreto. Al objeto de nuestro pensamiento, fuera real o no, lo llamaron objeto intencional.

Para poder pensar en algo, debemos disponer de un modo de pensarlo, uno entre otros muchos posibles. Cualquier sistema intencional depende de estos modos concretos de pensar (percibir, buscar, identificar, temer, recordar) se piense lo que se «piense». Esta dependencia es la que crea todas las posibilidades de confusión tanto teóricas como prácticas. En la práctica, la mejor manera de enredar y confundir a un sistema intencional concreto es explotar algún fallo de su modo, o modos, de percibir o de pensar aquello sobre lo que tenga que percibir o pensar, sea lo que fuere. La naturaleza ha explorado innumerables variaciones sobre este tema, porque confundir a otros sistemas intencionales es uno de los principales objetivos de la vida de la mayor parte de los sistemas intencionales. Después de todo, uno de los deseos básicos de cualquier sistema intencional vivo es el deseo de alimento, necesario para abastecer el crecimiento, para la reparación de los daños sufridos y para la reproducción, de tal manera que todo ser vivo necesita distinguir el alimento (el material bueno) de todo lo demás. Se sigue que otro deseo básico es evitar convertirse en alimento de cualquier otro sistema intencional. De ese modo, el camuflaje, el mimetismo, el sigilo y montones de otras estratagemas han puesto a prueba a los cerrajeros de la naturaleza, provocando la evolución de maneras cada vez más efectivas de distinguir las cosas y seguirles la pista. Pero no hay sistema perfecto. No se puede coger eliminando toda posibilidad de equivocarse. Por eso es tan importante para nosotros como teóricos ser capaces de identificar y de distinguir las distintas variantes de «coger» (y de «equivocarse») que pueden darse en los sistemas intencionales. Para poder explicar el «coger» de un sistema intencional en sus circunstancias, tenemos que tener una imagen precisa de la dependencia que presenta de sus capacidades concretas para distinguir las cosas: su modo de «pensar sobre» las cosas.

Desgraciadamente, sin embargo, como teóricos hemos sido propensos a exagerarlo, considerando nuestra propia casi ilimitada capacidad de distinguir una cosa de otra en nuestros pensamientos (gracias a nuestra capacidad de usar el lenguaje) como si fuera el contraste de toda intencionalidad genuina, de todo «tener que ver con» merecedor de tal nombre. Por ejemplo, cuando la lengua de una rana se dispara y atrapa lo que vuele por allí cerca, la rana puede equivocarse: puede tragarse una bola de cojinete lanzada por algún niño perverso, o un cebo de pescador atado a un sedal, o cualquier otra anomalía no comestible. La rana ha cometido una equivocación, pero ¿qué equivocación o equivocaciones, exactamente? ¿Qué «creía» la rana que estaba atrapando? ¿Una mosca? ¿Comida que le llegaba por el aire? ¿Una convexidad oscura que se movía? Nosotros, como usuarios del lenguaje podemos hacer distinciones cada vez más sutiles acerca del contenido de lo que pudiera ser el pensamiento de la rana, y se ha dado una suposición acrítica de que antes de que podamos atribuir a la rana cualquier auténtica intencionalidad tenemos que reducir el contenido de los estados y actos de la rana con la misma precisión que, en principio, podemos usar nosotros cuando consideramos los pensamientos humanos y su contenido proposicional.

Ello ha sido una enorme fuente de confusiones teóricas, y para empeorar las cosas, existe un término técnico muy práctico, extraído de la lógica, que se refiere precisamente a esa capacidad del lenguaje para discriminar cada vez con mayores matices: intensión. Con s. Esta intensión es un rasgo de los lenguajes: no tiene una aplicación directa a ningún otro tipo de sistema representativo (fotografías, mapas, gráficos, «imágenes virtuales»… mentes). Según el uso normalizado entre los lógicos, las palabras o símbolos en un lenguaje pueden dividirse en aquellas palabras lógicas o de función (functores) tales como «si», «y», «o», «no», «todos», «algunos», y los términos o predicados, que pueden ser tan diversos como los asuntos que se discutan, tales como «rojo», «alta», «abuelo», «oxígeno», «autor de sonetos de segunda categoría»… Todo término o predicado con significado de un lenguaje tiene una extensión (el objeto o conjunto de objetos al que se refiere el término) y una intensión (el modo concreto en que se escoge o se determina ese objeto o ese conjunto de objetos). «El padre de Chelsea Clinton» y «el presidente de Estados Unidos en 1995» nombran el mismo objeto (William Clinton) y por ello tienen la misma extensión, pero apuntan a este ente corriente de maneras diferentes y por ello tienen diferente intensión. El término «triángulo equilátero» señala exactamente el mismo conjunto de objetos que el término «triángulo equiángulo», de manera que los dos términos tienen la misma extensión aunque claramente no significan la misma cosa: un término tiene que ver con que los lados del triángulo sean iguales y el otro tiene que ver con que los ángulos sean iguales. De modo que la intensión (con s) contrasta con la extensión y significa, en fin… significado. ¿Y no es eso lo que también significa la intención con c, la intencionalidad?

Los lógicos señalan que, a numerosos efectos, podemos pasar por alto las diferencias entre intensiones de los términos y atenemos sencillamente a sus extensiones. Después de todo, si una rosa recibiera cualquier otro nombre seguiría oliendo con igual perfume, de modo que cuando se tratara de rosas las muchas e indefinidas maneras de debatir sobre una determinada clase de rosas serían equivalentes desde un punto de vista lógico. Como el agua es H2O, cualquier cosa cierta que se dijera del agua utilizando el término «agua» sería igualmente cierta si lo sustituyéramos por «H2O», y ello incluso aunque estos dos términos difieran sutilmente en significado, o intensión. Esta libertad es particularmente evidente y útil en ciertas áreas de conocimiento como las matemáticas donde siempre nos podemos permitir la práctica de «sustituir iguales por iguales» reemplazando «4»[2] por «16», y viceversa, habida cuenta de que estos dos términos se refieren a un número que es el mismo en ambos casos. A esa libertad de sustitución en un contexto lingüístico se le llama apropiadamente transparencia referencial: porque efectivamente, los términos permiten ver las cosas a las que se refieren. Pero cuando no se trata de rosas sino del pensar sobre las rosas o del hablar sobre (el pensar sobre) rosas, ahí sí pueden importar las diferencias en intensión. De modo que cuando el asunto trata de sistemas intencionales, sus creencias y sus deseos, el lenguaje que utiliza el teórico es sensible a la intensión. El lógico diría que ese discurso presenta opacidad referencial: porque no es transparente, porque los términos en sí se interponen e interfieren con el asunto de maneras sutiles y productoras de confusión.

Para comprobar cómo importa verdaderamente la opacidad referencial cuando adoptamos el enfoque intencional, consideremos un caso básico de enfoque intencional en pleno funcionamiento aplicado a un ser humano. Es cosa que hacemos sin esfuerzo alguno todos los días y rara vez manifestamos todo lo que supone, pero he aquí un ejemplo extraído de un artículo filosófico reciente, ejemplo que misteriosa pero útilmente entra en más detalles de los habituales:

Bruto quería matar a César. Creía que César era un mor tal corriente y que, en ese caso, apuñalarle (lo cual quería decir hundirle el cuchillo en el corazón) sería un modo de matarle. Pensó que podría apuñalar a César, porque recordó que tenía un cuchillo y que César se colocaba a su izquierda en el Foro. De manera que Bruto se vio motivado para apuñalar al hombre que tenía a su izquierda. Y así lo hizo, matando por ello a César (Israel, Perry y Tutiya, 1993, pág. 515).

Nótese que el término César representa subrepticiamente un doble papel fundamental en esta explicación: no sólo en la forma normal y transparente de distinguir a un hombre, César, como el tipo que está en el Foro vestido con una toga, sino en designar al hombre tal como Bruto lo designa. Para Bruto no basta que César se coloque a su lado; tiene que ver que es César, el hombre al que quiere matar. Si Bruto se equivocara y confundiera a César, que está a su izquierda, con Casio, no habría intentado matarlo; como dicen los autores, no se habría visto motivado para apuñalar al hombre que estaba a su izquierda ya que no hubiera establecido en su mente la conexión fundamental: el vínculo que identificaba al hombre que estaba a su izquierda con su objetivo.

El equívoco objetivo de la precisión proposicional

Siempre que actúa un agente, lo hace sobre la base de una comprensión o equívoco concretos de las circunstancias, y las explicaciones y predicciones intencionales se apoyan en comprender esa comprensión o ese equívoco. Para predecir la acción de un sistema intencional debemos saber en torno a qué giran las creencias y los deseos del agente y tenemos que saber, por lo menos de manera aproximada, cómo son esas creencias y esos deseos de tal manera que podamos decir si se han establecido o se establecerán las relaciones cruciales.

Pero démonos cuenta de que cuando digo que adoptamos el enfoque intencional tenemos que saber por lo menos de manera aproximada cómo elige el agente los objetos que le interesan. Si no nos damos cuenta de ello estamos ante una fuente enorme de confusiones. Es característico que no necesitemos saber exactamente cuál es el concepto que el agente tiene de su tarea. El enfoque intencional es capaz de soportar bastante descuido, cosa que es un bendición ya que la tarea de expresar exactamente cuál es el concepto que el agente tiene de su tarea es un error y un ejercicio tan inútil como leer los poemas de un libro con un microscopio. Si el agente que estamos estudiando no concibe sus circunstancias con ayuda de un lenguaje capaz de realizar determinadas distinciones, el poder resolutorio de nuestro lenguaje no puede aprovecharse directamente para la tarea de expresar los pensamientos concretos, o los modos de pensar concretos, o las variantes concretas de sensibilidad, del susodicho agente. (Con todo, el lenguaje puede usarse indirectamente para describir esas particularidades con el detalle que exija el contexto teórico).

Este aspecto suele perderse en la maraña de un persuasivo argumento espurio tal como sigue. ¿Piensan los perros (por ejemplo)? Si así fuera, entonces deben tener pensamientos concretos. Un pensamiento no puede existir sin ser este o aquel pensamiento ¿no? Pero un pensamiento concreto tiene que estar compuesto de conceptos concretos. No se puede pensar el pensamiento

tengo un filete en el plato

a menos que tengamos las ideas de plato y de filete y para tener estos conceptos necesitamos otro montón de conceptos (cuenco, fuente, vaca, carne…) ya que este pensamiento concreto (nos) es fácilmente distinguible del pensamiento

el cuenco está lleno de carne de vaca

lo mismo que del pensamiento

tengo la fuente llena de hígado de ternera

por no hablar del pensamiento

eso rojo y sabroso que me dan normalmente en ese objeto en el cual como no es eso seco que suelen darme para comer

y así sucesivamente. ¿Qué pensamiento o pensamientos piensa el perro? ¿Cómo podremos expresar con exactitud, y en castellano, por ejemplo, el pensamiento que está pensando el perro? Si no se puede (y es que no se puede) entonces o los perros no pueden pensar pensamientos en absoluto o los pensamientos de los perros deben ser sistemáticamente inexpresables… y por ende fuera de nuestro alcance.

Ninguna de las dos alternativas es lógica. Suele pasarse por alto la idea de que el «pensamiento» de un perro pudiera ser inexpresable (en lenguaje humano) por la sencilla razón de que la expresión en lenguaje humano hila demasiado fino, lo mismo que suele pasarse por alto su corolario: la idea de que sin embargo podemos describir exhaustivamente lo que no podemos expresar, sin dejar residuo misterioso alguno. El perro ha de tener sus maneras concretas de discriminar cosas y esas maneras de discriminar se formulan en «conceptos» idiosincráticos bastante concretos. Si somos capaces de averiguar cómo operan esas maneras y de describir cómo funcionan conjuntamente, entonces sabremos tanto del contenido de los pensamientos del perro como podamos saber por medio de una conversación acerca del contenido de los pensamientos de otro ser humano, incluso aunque no podamos encontrar la frase (en castellano o en cualquier otro idioma humano) que exprese tal contenido.

Cuando nosotros, portadores humanos de mentes, desde nuestra singularmente elevada perspectiva utilizamos nuestro especial truco de aplicar el enfoque intencional a otros entes, les estamos imponiendo nuestras propias maneras y nos arriesgamos a introducir excesiva claridad, a introducir una excesiva discriminación y una excesiva articulación de los contenidos, y por ende una organización excesiva, en los sistemas que intentamos comprender. También nos arriesgamos a introducir una excesiva cantidad de nuestro tipo de organización procedente de nuestra mente en los modelos que formulemos de estos sistemas más sencillos que el nuestro. Estos candidatos a la posesión de mente que son más simples que nosotros no comparten todas nuestras necesidades, ni por tanto todos nuestros deseos, ni por tanto todas nuestras prácticas mentales, ni por tanto todos nuestros recursos mentales.

Muchos organismos «experimentan» el sol y hasta guían sus vidas ajustándolas a su ritmo. Un girasol puede seguir al sol de manera mínima, girando para volver la flor conforme atraviesa el cielo, maximizando su exposición diaria a la luz solar, pero no podría afrontar la aparición de un parasol que se interpusiera. No puede calcular la reaparición del sol en un momento posterior calculable y ajustar consecuentemente su «conducta» lenta y sencilla. Un animal bien podría ser capaz de semejante complejidad, modulando su locomoción para mantenerse en la sombra oculto a los ojos de sus presas, o incluso calcular de antemano dónde tumbarse a echar una larga siesta dándose cuenta (vagamente y sin pensar) de que la sombra del árbol pronto será más larga. Los animales siguen y vuelven a identificar otras cosas (compañeros, presas, retoños, lugares preferidos para alimentarse) y podrían seguir al sol de manera similar. Pero es que nosotros, los seres humanos, no nos limitamos a seguir al sol, sino que hacemos un descubrimiento ontológico acerca del sol: ¡es el sol! El mismo sol, día tras día.

El lógico alemán Gottlob Frege presentó un ejemplo acerca del cual lógicos y filósofos llevan escribiendo más de un siglo: la Estrella Matutina, que los antiguos conocían como Phosphorus, y la Estrella Vespertina, conocida por los antiguos como Hesperus, son uno y el mismo cuerpo celeste: Venus. Hoy día este es un hecho bien conocido, pero el descubrimiento de esta identidad fue un primitivo avance sustancial para la astronomía. ¿Cuántos de nosotros podrían hoy día formular la argumentación y aportar la prueba crucial sin la ayuda de un libro? Sin embargo, y hasta de pequeños, comprendemos (y aceptamos dócilmente) en seguida esa hipótesis. Resulta difícil de imaginar que cualesquiera otras criaturas llegaran a formular, y muchos menos a confirmar, la hipótesis de que esos dos puntitos brillantes son uno y el mismo cuerpo celeste.

¿Es que no podría ser ese disco enorme y caliente que atraviesa los cielos diariamente uno nuevo cada día? Somos la única especie que puede llegar incluso a formular tal cuestión. Comparemos el sol y la luna a las estaciones. La primavera vuelve todos los años pero (ya) no nos preguntamos si se trata de la misma primavera que ha regresado. Puede que a la primavera, personificada en una diosa en la época antigua, la vieran nuestros antepasados como algo concreto que retornaba y no como un universal recurrente. Pero es que para otras especies este asunto ni siquiera es tal. Algunas especies tienen una sensibilidad exquisita para las variaciones: en algunos terrenos pueden discriminar más detalles de los que nosotros podamos apreciar con nuestros sentidos sin más (aunque sí podamos realizar discriminaciones más detalladas en cualquier modalidad que cualquiera otra criatura del planeta con la ayuda de nuestras prótesis: microscopios, espectroscopios, cromatógrafos de gas, y demás). Pero esas otras especies tienen una limitadísima capacidad de reflexión y sus sensibilidades están canalizadas hacia conjuntos más bien estrechos de posibilidades, como ya veremos.

Por contra, nosotros somos crédulos totales. Aparentemente, no hay límites para lo que somos capaces de creer y para lo que somos capaces de distinguir en nuestras creencias. Podemos hacer una distinción entre creer

que el sol es y siempre ha sido la misma estrella, día tras día

y creer

que el sol ha sido siempre la misma estrella, día tras día, desde el 1 de enero de 1900, fecha en la que tomó el puesto de su predecesor el sol actual.

Doy por sentado que nadie cree esto último pero resulta sencillo ver cuál es la creencia y distinguirla tanto de la creencia estándar como de la siguiente, igualmente tonta pero distinta,

que el cambio de soles más reciente tuvo lugar el 12 de junio de 1986.

La forma fundamental de todas estas atribuciones de estados mentales a los sistemas intencionales son frases que expresan lo que llamamos actitudes proposicionales:

x cree p

y desea q

z se pregunta si acaso r.

Tales frases constan de tres partes: un término que se refiere al sistema intencional en cuestión (x, y, z), un término que se refiere a la actitud que se le atribuye (creer, desear, preguntarse…) y un término para el contenido concreto o para el significado de tal actitud: la proposición que denotan en estos casos ficticios las letras p, q y r. Naturalmente, cuando se trata de frases con atributos reales, estas proposiciones se expresan como frases (del idioma castellano o cualquier otro que utilice el hablante) y estas frases contienen términos que pueden no ser sustituibles ad lib por términos coextensivos, rasgo que es el característico de la opacidad referencial.

Por tanto, las proposiciones son los entes teóricos mediante los cuales identificamos, o medimos, creencias. Por definición, para dos creyentes, compartir una creencia es creer en la misma proposición. Entonces ¿qué son las proposiciones? Por convención filosófica generalmente aceptada, las proposiciones son los significados abstractos que comparten todas las frases que… significan lo mismo. Del humo de la batalla surge un círculo ominoso. Presumiblemente, la misma proposición se expresa en las frases:

1. Snow is white.

2. La neige est blanche.

3. Der Schnee ist weiss.

Después de todo, cuando le atribuimos a Tom, el inglés, la creencia de que la nieve es blanca, queremos que Pierre, el francés, y Wilhelm, el alemán, sean capaces de atribuir a Tom esa misma creencia en sus propios idiomas. Que Tom no tenga necesidad de entender esos atributos no tiene nada que ver. Si vamos a eso, Tom tampoco necesita comprender lo que yo le atribuyo, naturalmente, porque Tom puede resultar ser un gato o un turco que no habla inglés.

Pero ¿las frases que siguen comparten la misma proposición?

4. Bill golpeó a Sam.

5. Sam fue golpeado por Bill.

6. Bill fue el agente del acto de golpear del que fue víctima Sam.

Las tres «dicen lo mismo» y, sin embargo, todas «lo» dicen de forma diferente. Las proposiciones ¿deben entenderse como formas de decir las cosas o como cosas dichas? Un modo teórico sencillo y llamativo de organizar la cuestión sería preguntar si un creyente puede creer alguna de ellas sin creer las otras. Si así fuera, se trataría de diferentes proposiciones. Después de todo, si las proposiciones van a ser los entes teóricos que midan las creencias, querremos que superen esta prueba. Pero ¿cómo podemos comprobarlo si Tom no habla inglés o si ni tan siquiera habla? Nosotros, al adjudicar nuestros atributos (o, por lo menos, cuando expresamos nuestros atributos en el lenguaje) estamos sujetos a un sistema de expresión, a un idioma, y los idiomas difieren tanto en sus estructuras como en sus términos. Al vernos forzados a esta o aquella estructura del lenguaje, queramos o no asumimos más distinciones que aquellas que puedan garantizamos las circunstancias. Este es el núcleo de la advertencia que hice anteriormente acerca de la atribución gruesa de contenidos que basta para el éxito del enfoque intencional.

El filósofo Paul Churchland (1979) ha asemejado las proposiciones a números, objetos igualmente abstractos utilizados para medir muchas propiedades físicas

x tiene un peso en gramos de 144

y lleva una velocidad en metros por segundo de 12.

Evidentemente, los números representan su papel como chicos bien educados. Podemos sustituir «iguales por iguales». No tenemos dificultad en admitir que x tiene un peso en gramos de 2 x 72 o que y lleva una velocidad en metros por segundo de 9 + 3. Como acabamos de ver, hay una dificultad al tratar de aplicar las mismas reglas de transformación y equivalencia a diferentes expresiones de lo que son supuestamente la misma proposición. ¡Vaya!, las proposiciones no se portan igual de bien que los números como entes teóricos. ¡Se parecen más a dólares que a números!

Esta cabra vale 50 dólares.

¿Y cuánto vale en dracmas griegos o en rublos rusos (¡y en qué día de la semana!)? ¿Y vale más o menos hoy que en la antigua Grecia o como parte de las provisiones que llevó Marco Polo en sus expediciones? No hay duda de que una cabra siempre tiene un valor para su dueño y no hay duda de que podemos fijar una medida operativa y aproximada de su valor llevando a cabo (o imaginando que llevamos a cabo) un intercambio de dinero, o de polvo de oro, o de panes, o de lo que sea. Pero no existe un sistema de medida del valor económico que sea fijo, neutro y eterno, del mismo modo que no existe un sistema de medida fijo, neutro y eterno que mida el significado de lo proposicional. ¿Y qué? Supongo que estaría bien disponer de tales sistemas: el mundo sería más claro y el trabajo del teórico más sencillo. Pero un sistema semejante de medida, universal y con un baremo único, es innecesario para la teoría tanto en la teoría de la economía como en la teoría del sistema intencional. La teoría económica válida no se ve amenazada por esa imprecisión ineliminable que se da en su medida del valor económico generalizado a todas las circunstancias y a todas las épocas. La teoría del sistema intencional válido no se ve amenazado por esa imprecisión ineliminable que se da en su medida del significado a través del mismo espectro universal. Mientras estemos atentos a la dificultad, podremos abordar de manera satisfactoria todos los problemas concretos utilizando el sistema aproximado y rápido que escojamos.

En capítulos posteriores, descubriremos que cuando tomamos nuestra habilidad de «credulidad total» y la aplicamos a criaturas «inferiores», nos organiza los datos muy convenientemente: nos dice dónde tenemos que mirar a continuación, nos pone condiciones limitantes y resalta pautas de similitud y diferencia. Pero como ya hemos visto, si no tenemos cuidado puede distorsionarnos lamentablemente la visión. Una cosa es tratar un organismo o cualquiera de sus muchos subsistemas como sistema intencional rudimentario que persigue aproximadamente y sin pensar sus objetivos innegablemente complejos, y otra bastante diferente es imputarle una apreciación reflexiva de lo que está haciendo. El tipo de pensamiento reflexivo de que disponemos nosotros es una innovación evolutiva muy reciente.

Las macromoléculas iniciales que se duplicaban tenían razones para hacerlo, pero no tenían ni idea de tales razones. Por contra, nosotros no sólo sabemos (o creemos saber) nuestras razones, sino que las articulamos, las debatimos, las criticamos, las compartimos. No son sencillamente las razones de nuestros actos: son las razones de nosotros mismos. Entre las macromoléculas y nosotros hay toda una historia que contar. Considérese, por ejemplo, el caso del cuco incubado en un nido ajeno por sus involuntarios padres adoptivos. Su primer acto al salir del huevo es empujar los demás huevos fuera del nido. No es una tarea fácil y resulta bastante sorprendente observar la feroz perseverancia y la inventiva con que la cría supera los obstáculos que se interponen en su camino para deshacerse de los demás huevos. ¿Por qué lo hace? Porque esos huevos albergan a otros que rivalizarían por las atenciones de sus alimentadores suplentes. Al eliminar esos rivales, maximiza el alimento y el cuidado protector que va a recibir. Por supuesto que el cuco recién nacido es inconsciente: no tiene ni idea del fundamento de ese acto despiadado, pero el fundamento existe y ha dado forma a esa conducta innata a lo largo de los eones. Nosotros sabemos verlo aunque el cuco no sepa. A un fundamento semejante lo denomino «latente» porque no está representado ni en la cría ni en ninguna parte, aun sirviendo (a lo largo del tiempo evolutivo) para modelar y refinar esa conducta concreta (por ejemplo, proporcionándole el modo de satisfacer sus necesidades de información). Los principios estratégicos que se ponen en marcha no están codificados explícita sino implícitamente en la organización más amplia de los rasgos diseñados. ¿Cómo se han captado y se han articulado esas razones en algunas de las mentes que han evolucionado? Buena pregunta. Nos mantendrá ocupados durante varios capítulos pero antes de entrar a considerarla, debo abordar una sospecha residual que han aireado varios filósofos, a saber: que lo he hecho al revés. ¡Propongo explicar la intencionalidad real basándome en la seudointencionalidad! Y lo que es más: da la impresión de que fracaso al reconocer la importante distinción entre intencionalidad originaria o intrínseca e intencionalidad derivada. ¿Cuál es esa distinción?

Intencionalidad originaria y derivada

Según algunos filósofos que siguen a John Searle (1980), la intencionalidad se presenta en dos variantes: la intrínseca (u originaria) y la derivada. La intencionalidad intrínseca es aquello a lo que se refieren nuestros pensamientos, nuestras creencias, nuestros deseos, nuestras intenciones (intenciones en el sentido corriente del término). Es el origen obvio de aquello otro a lo que se refieren de manera limitada y derivada algunos de nuestros artefactos: nuestras palabras y frases, nuestros libros y mapas, nuestros cuadros, nuestros programas de ordenador. Todos éstos tienen intencionalidad sólo por la cortesía de la especie de préstamo generoso que les hace nuestra propia mente. La intencionalidad derivada de nuestras representaciones artefácticas es parásita de la intencionalidad genuina, intrínseca y originaria que se esconde tras su creación.

Mucho se puede decir de esta pretensión. Si cerramos los ojos y pensamos en París, o en nuestra madre, ese pensamiento nuestro se refiere a su objeto del modo más primario y directo que pueda relacionar una cosa con otra. Si a continuación escribimos una descripción de París, o hacemos un dibujo de nuestra madre, la representación que se encuentra en el papel tiene que ver con París, o con nuestra madre, sólo gracias a que esa es nuestra intención (en el sentido corriente del término) como autores. Nos hacemos cargo de nuestras representaciones y somos nosotros los que declaramos o decidimos a qué se refieren nuestras representaciones. Existen unas convenciones del lenguaje en las que nos apoyamos para ayudarnos en ese imprimir significado a unos signos realizados burdamente en el papel. A menos que hayamos declarado previamente que cuando escribimos o decimos la palabra «París» nos referimos a Boston, o que elegimos llamar «madre» a Michelle Pfeiffer, se da por hecho que están vigentes las referencias normales convenidas por nuestra comunidad lingüística. A su vez, estas convenciones dependen de las intenciones comunales de esa comunidad. De modo que las representaciones externas obtienen sus significados (intensiones y extensiones) a partir de los significados de los estados mentales, internos, y de los actos de las personas que las inventan y las utilizan. Esos estados mentales y esos actos tienen intencionalidad originaria.

Es innegable la cuestión acerca del estatus dependiente de las representaciones artefácticas. Es manifiesto que las marcas de un lápiz sobre el papel, en sí mismas, no quieren decir nada. Cosa que queda especialmente clara en los casos de frases ambiguas. El filósofo W. V. O. Quine nos proporciona un bonito ejemplo:

Nuestras madres nos dan a luz

¿A qué se refiere esta frase? ¿Es una queja en presente de indicativo sobre el aburrimiento o es una verdad en pretérito sobre nuestros orígenes? Hay que preguntar a la persona que ha creado la frase. Por los signos en sí mismos no hay manera posible de decidir la respuesta. Esas marcas no tienen intencionalidad intrínseca sean las que sean. Si poseen algún significado se debe al papel que tienen en un sistema de representación anclado en las mentes de los que hacen la representación.

¿Pero qué puede decirse de los estados y de los actos de esas mentes? ¿Qué es lo que les otorga intencionalidad? Una respuesta corriente es decir que esos estados mentales y esos actos tienen significado porque ellos mismos, oh maravilla, se componen de una especie de lenguaje, el lenguaje del pensamiento. El mentalés. Es una respuesta inútil. Lo es no porque no pueda encontrarse con que hay tal sistema en el funcionamiento interno del cerebro de las personas. Y ciertamente podría haberlo, aunque un sistema semejante no sería como un idioma natural del tipo del castellano o del francés. Es una respuesta inútil a la pregunta planteada porque se limita a posponer la cuestión. Sea, que exista un lenguaje del pensamiento. Y entonces ¿de dónde procede el significado de sus términos? ¿Cómo sabemos lo que significan las frases en nuestro lenguaje del pensamiento? Este problema se ve con mayor claridad si contrastamos la hipótesis del lenguaje del pensamiento con la hipótesis rival y antecesora de ésta, la teoría pictórica de las ideas. Nuestros pensamientos son como cuadros, expone este punto de vista; tratan de lo que tratan porque, como cuadros que son, se parecen a los objetos representados. ¿Cómo distingo mi idea de un pato de mi idea de una vaca? ¡Dándome cuenta de que mi idea de un pato se parece a un pato mientras que mi idea de una vaca no! Cosa que también es inútil porque inmediatamente surge la cuestión de ¿cómo sabemos qué aspecto tiene un pato? Y nuevamente no es que sea inútil porque no pudiera existir un sistema de imaginería en nuestro cerebro que explotara las semejanzas gráficas entre las imágenes internas del cerebro y las cosas representadas; es más, podría existir tal sistema. De hecho, existe y estamos empezando a comprender cómo funciona. Se trata de una respuesta inútil para nuestra pregunta fundamental, sin embargo, porque se apoya en la mismísima comprensión que se supone debe explicar, y por tanto es una respuesta circular.

La solución a este problema de nuestra intencionalidad es directa. Acabamos de acordar que los artefactos de representación (como las descripciones escritas y los dibujos) poseen una intencionalidad derivada en virtud del papel que desempeñan en las actividades de sus creadores. Una lista de la compra escrita en un trozo de papel posee únicamente la intencionalidad derivada que obtiene de las intenciones del agente que la escribió. Pues bien ¡lo mismo ocurre con una lista de la compra memorizada por el mismo agente! Su intencionalidad es igual de derivada que la de la lista externa, y por las mismas razones. De manera similar, una imagen meramente mental de nuestra madre (o de Michelle Pfeiffer) tiene que ver con su objeto del mismo modo derivado que el dibujo que hagamos. Es interna, no externa, pero sigue siendo un artefacto creado por nuestro cerebro y significa lo que significa debido a su posición concreta en la economía vigente de las actividades internas de nuestro cerebro y en su papel de regir nuestras complejas actividades corporales en el mundo real que nos rodea.

¿Y cómo ha llegado nuestro cerebro a tener una organización de estados tan asombrosos con poderes tan asombrosos? Juguemos la misma baza otra vez: el cerebro es un artefacto y obtiene la intencionalidad que tengan sus partes, sea la que fuere, de su papel en la economía vigente de un sistema aún mayor del que forma parte: o, dicho con otras palabras, de las intenciones de su creadora, la madre Naturaleza (conocida también como proceso evolutivo por selección natural).

Esta idea de que la intencionalidad de los estados cerebrales se deriva de la intencionalidad del sistema o proceso que los ha diseñado es una idea ciertamente extraña e inquietante en un primer momento. Podemos darnos cuenta de sus consecuencias considerando un contexto en el cual es correcta con seguridad: a saber, cuando nos preguntamos sobre la intencionalidad (derivada) de los estados «cerebrales» de un robot manufacturado. Supongamos que nos encontramos con un robot empujando un carrito de la compra en un supermercado y que va consultando cada cierto tiempo una tira de papel con símbolos escritos.

LECHE@ ENVDE2 si P<2xENVDE2\P, si no 2xLECHE@ENVDE1

¿De qué trata este galimatías, si es que tiene algún sentido? Le preguntamos al robot. Y nos responde: «Es para acordarme de que tengo que comprar un envase de leche de 2 litros, pero sólo si el precio del envase de 2 litros es menor que el doble del precio de un envase de 1 litro. Transporto con más facilidad los envases de 1 litro que los de 2.» Este artefacto sonoro emitido por el robot es fundamentalmente la traducción al castellano del artefacto escrito, pero lleva su significado derivado en la manga, para que nos enteremos. ¿Y de dónde sacan cada uno de estos dos artefactos su intencionalidad derivada? Sin duda del inteligente trabajo ingenieril de los diseñadores del robot, pero puede que muy indirectamente. Puede que los ingenieros hayan formulado e instalado el principio consciente del precio que ha engendrado este recordatorio concreto: una posibilidad bastante aburrida, pero posibilidad en que la intencionalidad derivada de estos estados decididamente nos retrotraería a la propia intencionalidad de los diseñadores humanos como creadores de esos estados. Habría sido mucho más interesante que los diseñadores hubieran hecho algo más profundo. Es posible (esta posibilidad se encuentra en el límite de la capacidad técnica actual) que hubieran diseñado el robot para que fuera sensible al precio de muchas maneras distintas y le hubieran dejado «deducir» a partir de su propia «experiencia» que debiera adoptar semejante principio. En este caso, el principio no sería rígido sino flexible y en un futuro próximo el robot podría decidir partiendo de su mayor «experiencia» que este «programa» no tenía tanta trascendencia y que a partir de ese momento compraría la leche en envases de 1 litro por su propia comodidad, independientemente de lo que costaran. ¿Qué parte del trabajo de diseño han hecho los diseñadores del robot y qué parte han delegado en el propio robot? Cuanto más complejo sea el sistema de control, con sus consiguientes subsistemas de captación de información y de valoración de la información, mayor será la aportación del propio robot y por ello será mayor su pretensión de ser el «autor» de sus propios significados… significados que, con el tiempo, pueden llegar a ser bastante inescrutables para los diseñadores del robot.

El robot que hemos imaginado no existe aún, pero podría existir algún día. Lo presento aquí para poder mostrar que dentro de su mundo de intencionalidad meramente derivada podemos trazar la misma distinción que inspiró en un primer momento el contraste entre intencionalidades originaria y derivada. (Teníamos que «consultar al autor» para descubrir el significado del artefacto). Cosa instructiva porque muestra que la intencionalidad derivada puede derivarse de otra intencionalidad derivada. Muestra asimismo cómo podría surgir la ilusión de la intencionalidad intrínseca (la intencionalidad metafísicamente originaria). Podría parecer que el autor de un artefacto desconcertante tendría que tener intencionalidad intrínseca para poder ser la fuente de la intencionalidad derivada que tiene el artefacto, pero no es así. Podemos ver que, por lo menos en este caso, no se le deja tarea a la intencionalidad intrínseca. El robot imaginado sería igual de capaz que nosotros de delegar intencionalidad derivada a otros artefactos. Y se mueve por el mundo, haciendo progresar sus proyectos y evitando el daño, apoyado en la fuerza de su intencionalidad «meramente» derivada, esa intencionalidad que se ha introducido en su diseño: primero por sus diseñadores y luego, conforme va adquiriendo más información de su mundo, por sus propios procesos de rediseño. Puede que nosotros nos encontremos en la misma tesitura, viviendo nuestra vida a la luz de nuestra intencionalidad «meramente» derivada. ¿Qué sacaríamos de disponer de una intencionalidad intrínseca (fuera lo que fuese ésta) que no se nos hubiera legado como artefactos diseñados por la evolución? Puede que estemos persiguiendo el sexo de los ángeles.

Es bueno que se nos haya abierto semejante perspectiva porque la intencionalidad que nos permite hablar, escribir y preguntarnos toda clase de cosas es indudablemente un producto complejo y tardío de un proceso evolutivo que posee los tipos más bastos de intencionalidad (denigrados por Searle y otros «como si fueran intencionalidad») al igual que sus antepasados y sus componentes contemporáneos. Descendemos de robots y estamos compuestos de robots y la intencionalidad de la que disfrutamos se deriva de la intencionalidad más básica de esos miles de millones de sistemas intencionales más bastos. No: no lo he captado al revés, sino al derecho. Es la única dirección promisoria en la que se puede viajar. Pero nos queda todo el camino por hacer.