8: Incursores en camino

8

Incursores en camino

El aire olía a hierro recalentado y a chamuscada carne de esclavos. La cáustica niebla nocturna de Hag Graef giraba y se arremolinaba en calles y callejones; era como un espeso sudario amarillo verdoso que descendía al interior del valle desde las chimeneas de las forjas que había en las laderas de las montañas. El acero plateado, el precioso metal semimágico apreciado por los druchii, era difícil y costoso de fabricar, y millares de esclavos morían cada año alrededor de los enormes crisoles con la garganta y los pulmones destrozados por las emanaciones venenosas.

Malus llevaba una máscara nocturna de hierro negro en forma de nauglir gruñente, con la capa bien cerrada alrededor de la cabeza para evitar que la niebla le tocara el cuello y el cuero cabelludo. Su gélido, Rencor, saltaba por el Camino de la Lanza a un paso constante y rápido. De vez en cuando, alzaba la cabeza y les lanzaba dentelladas a las cáusticas nubes de niebla que le atacaban las fosas nasales y los ojos.

Se habían escabullido sin incidentes de la fortaleza del drachau; en cuanto habían llegado a los establos, habían saltado sobre la silla de montar y habían partido. Malus sabía que el drachau no se tomaría ningún interés personal en una enemistad de familia, ya que a los nobles se los alentaba a luchar entre sí para asegurar que el más fuerte e inteligente sobreviviera para luchar por el Rey Brujo. No obstante, cabía la posibilidad de que Urial tuviese la suficiente influencia dentro de la corte para ordenar que cerraran las puertas de la ciudad con el fin de no permitirle escapar. Si lo dejaba atrapado dentro de Hag Graef, le sería mucho más fácil localizarlo y contraatacar. Resultaba concebible que Urial lo entregara al templo de Khaine, donde su medio hermano tendría asegurada una muerte muy dolorosa y, por añadidura, él se ganaría aún más el favor de las sacerdotisas.

La velocidad era de una importancia vital. En ese preciso momento, Malus imaginaba a Urial restableciendo el orden y haciendo registrar toda la torre mientras corría hacia el sanctasanctórum para asegurarse de que sus más preciosas reliquias estaban a salvo. Cuando se diera cuenta de que faltaba la calavera, Urial no ahorraría esfuerzo alguno para impedir que los ladrones escaparan.

«¿Cuánto tiempo pasará?», se preguntó Malus. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que su hermano se diera cuenta de lo que había sucedido? ¿Con qué rapidez reaccionaría?

La puerta norte de la ciudad, también conocida como Puerta de la Lanza, estaba justo delante. Normalmente se reservaba para el tráfico militar que se encaminaba al norte, hacia las atalayas cercanas a los Desiertos del Caos, pero era la vía de salida de la ciudad que tenían más cerca. Malus se volvió para mirar a lo largo de la pequeña columna de jinetes. El druchii que había sido picado por una de las bestias guardianas de Urial, un hombre llamado Atalvyr, empeoraba de modo progresivo a medida que el veneno de la criatura invadía su cuerpo. Habían metido un paño dentro de la herida y habían atado a Atalvyr a la silla de montar. Esperaba que el capitán de la guardia de la puerta no inspeccionara con demasiada atención a los guerreros y se preguntara por qué se dirigían a la frontera con un herido en la columna.

Del cielo plomizo aún caía nieve, que se convertía en bruma al descender a través de las cálidas corrientes de la niebla nocturna. La muralla de la ciudad se hacía más nítida a medida que se aproximaban a ella; había pasado de ser una franja gris oscuro a definirse como una lisa barrera negra, de unos nueve metros ele alto, atestada de puntiagudas almenas a todo lo largo. El cuerpo de guardia estaba bien iluminado con globos de fuego brujo, que relumbraban como los ojos de un enorme depredador paciente. La abertura de la gran puerta, parecida a unas fauces, se hallaba cerrada como protección ante la oscuridad exterior.

Malus ya estaba casi bajo el enorme saledizo del cuerpo de guardia cuando una voz apagada, procedente de lo alto, le gritó:

—¡Alto! ¿Quién va?

El noble tiró de las riendas de Rencor y alzó una mano para detener a la columna.

—¡Soy Malus, hijo de Lurhan, el vaulkhar! —gritó hacia arriba para que lo oyera el invisible centinela.

Por un momento, no hubo respuesta.

—La puerta permanece cerrada por esta noche, temido señor —replicó luego la voz—. ¿Qué asunto os trae?

Malus apretó los dientes con irritación.

—Mi padre me ha ordenado que conduzca una partida de hombres al norte, hasta la Torre de Ghrond, y que lo haga a toda prisa.

Esa vez, el silencio se hizo incómodamente largo. «Están intentando decidir la situación a cara o cruz», pensó Malus. Por un lado, eso significaba que no tenían ninguna orden específica que le concerniera a él. Por otro, cuanto más dudaran, más oportunidades habría de que tales órdenes llegaran. Se irguió en la silla de montar.

—¿Me haréis esperar aquí hasta el amanecer? —gritó—. ¡Abrid la puerta, malditos!

Los ecos de sus gritos aún reverberaban en las murallas cuando se oyó un raspar metálico en una de las puertas del cuerpo de guardia, y apareció a la vista un capitán ataviado con armadura completa. Rencor siseó amenazadoramente y dio medio paso hacia el hombre antes de que Malus apartara a un lado la cabeza del nauglir con un tirón de las riendas.

—¡Quieto! —ordenó Malus, y el gélido descansó el cuerpo sobre las ancas.

El noble se deslizó grácilmente de la silla al mismo tiempo que le lanzaba una mirada por encima del hombro a Lhunara, que iba segunda en la columna. La expresión de ella quedaba oculta tras la máscara nocturna, pero sus manos estaban suspendidas cerca del gancho de la silla del que colgaba la ballesta.

Malus avanzó hasta el capitán de la guardia mientras se apartaba la máscara de hierro a un lado para que su impaciencia quedara claramente visible.

—He hecho desollar vivos a otros hombres por hacerme esperar tanto rato —dijo con aire de malevolente indiferencia.

No obstante, el capitán de la guardia no era ningún joven recluta inexperto; el pálido semblante que lucía cicatrices contempló a Malus con expresión impasible.

—No abrimos la puerta después de la caída de la noche, temido señor —dijo con calma—. Órdenes de vuestro padre el vaulkhar. Se ha hecho así desde el comienzo de las hostilidades con Naggor.

Los ojos del noble se entrecerraron con expresión calculadora. «Eso podrías habérmelo dicho desde detrás de la tronera —pensó—. ¿Qué buscas realmente, capitán?»

—Estoy seguro de que Lurhan es plenamente consciente de las órdenes en vigor, capitán. También diría que si alguien puede hacer excepciones con esas órdenes es él. —Bajó la voz—. ¿Puedo ofrecerte algo como prueba de que así es?

El capitán inclinó pensativamente la cabeza para estudiar el colgadizo del cuerpo de guardia. Ambos estaban fuera de la vista de los centinelas.

—Bueno —dijo mientras se pasaba la lengua por los dientes delanteros cuidadosamente limados—, si pudieras mostrarme alguna orden escrita, temido señor…, o alguna otra prueba de autoridad…

Malus sonrió sin alegría.

—Por supuesto.

«Debería clavarte la daga en un ojo —pensó brutalmente—, pero eso no me abriría la puerta».

Justo en ese momento, un agudo silbido quejumbroso flotó por el aire, en lo alto. Malus alzó la mirada a tiempo de ver una larga silueta parecida a una serpiente que plegaba anchas alas correosas y entraba como una flecha a través de una de las estrechas ventanas del cuerpo de guardia. Captó un atisbo de largas pihuelas color añil que pendían de una de las zarpas del reptil. El capitán de la guardia frunció el entrecejo.

—Eso es un mensaje del Hag —dijo—. Tal vez sea de tu padre, temido señor.

«¿De mi padre? No», pensó el noble. Malus metió los dedos en la bolsa que llevaba al cinturón.

—Aquí tienes una prueba de mi autoridad, capitán.

Puso en la palma de la mano del hombre un rubí del tamaño de un huevo de pájaro. Era uno de los últimos tesoros que le quedaban de la incursión del verano.

El guardia se acercó la gema a un ojo y su rostro quedó pasmado de asombro.

—Con eso bastará —jadeó al mismo tiempo que lo guardaba en la bolsa del dinero—. Por supuesto, cuando regreséis también necesitaréis probar vuestra autoridad para entrar en la ciudad.

El noble rió ante la descarada audacia del hombre. Por un lado, tenía que admirar una avaricia tan implacable como aquélla; por el otro, el hecho de sacarle por la fuerza dinero a alguien de condición superior exigía una represalia brutal.

—No te preocupes, capitán —dijo—. Tengo una memoria excelente. Cuando regrese al Hag, me aseguraré de que se te atienda con generosidad. Tienes mi juramento.

El capitán de la guardia asintió.

—Excelente. Siempre a tu servicio, temido señor. Si tienes la amabilidad de montar, haré abrir la puerta en un momento.

El druchii giró elegantemente sobre los talones, volvió al interior del cuerpo de guardia y cerró a su espalda la puerta reforzada con bandas de hierro.

Malus reprimió el impulso de correr hacia Rencor. «Un hombre está ordenando que abran la puerta —pensó—. Otro está leyendo la carta de Urial y decidiendo qué hacer. ¿Cuál de los dos se impondrá?»

—¡Preparaos! —le susurró Malus a la columna cuando subía a la silla de montar.

De dentro del cuerpo de guardia les llegó el estruendo de unas enormes cadenas en movimiento. Lenta, muy lentamente, las grandiosas puertas de hierro empezaron a retroceder y dejar a la vista el túnel que conducía al portal exterior. De inmediato, Malus taconeó a Rencor para que se pusiera en marcha al mismo tiempo que le hacía un gesto a la columna para que lo siguiera. «Podríamos quedarnos atrapados dentro —pensó con los dientes apretados—. Si quisieran, podrían cerrar la puerta interior para dejarnos atrapados entre los dos portales y lanzar sobre nosotros una lluvia de disparos».

Tomó una decisión repentina: si no veía que las puertas exteriores comenzaban a moverse, haría que la columna diera media vuelta y correría hacia el interior de la ciudad. «Ya escalaremos la muralla en algún otro sitio, en caso necesario —se dijo con furia—. ¡No me dejaré encerrar aquí como un conejo!»

Las patas de Rencor pisaban con fuerza el empedrado; tal vez estaba ansioso por salir a campo abierto y librarse del escozor de la niebla. La puerta giraba pesadamente sobre los goznes antiguos; la abertura era justo lo bastante ancha como para permitir el paso de un nauglir. Malus espoleó a la montura y forzó la vista para penetrar la oscuridad del otro lado. ¿Era eso una franja de luz gris? ¡Sí!

—¡Ah! —gritó Malus, y clavó con fuerza las espuelas.

Rencor se lanzó a la carrera. El sonido de pesados pasos reverberaba dentro del estrecho túnel situado bajo el cuerpo de guardia, un sonido resonante como el de un trueno malhumorado. Malus vio una franja de pálida luz lunar justo delante, y enseñó los dientes con aire triunfal.

«Demasiado tarde, hermano», pensó el noble. Rencor saltó a través de las puertas abiertas con un rugido atronador y sus garras resbalaron sobre el camino cubierto de nieve.

Se oyó un grito procedente de lo alto y el golpe fuerte y sordo de un proyectil tan largo como la cola de Rencor, que se clavó en el suelo helado a un palmo, a la izquierda. Sonó un tañido, y otro proyectil pasó como un borrón ante el escamoso hocico del gélido, que chasqueó las mandíbulas y se apartó a un lado.

Era evidente que los druchii de la torre habían llegado a un acuerdo: dejarían que los jinetes salieran al campo de matanza situado ante las puertas, y cuando Urial llegara, le ofrecerían una pila de cadáveres; cadáveres a los que limpiarían minuciosamente de todo objeto de valor, por supuesto.

—¡Más deprisa! —gritó Malus al mismo tiempo que espoleaba a la montura.

Otro proyectil erró el blanco, rebotó en la dura superficie del camino y se deslizó por el hielo como una víbora con cabeza de acero. El noble echó una mirada rápida por encima del hombro; la mayor parte de la partida de guerra ya estaba fuera del alcance de los proyectiles. Dos de los jinetes también miraban por encima del hombro, apuntaban con las ballestas sujetas en una sola mano y disparaban hacia las estrechas troneras, sobre todo para proteger a Rencor.

Las murallas de la ciudad ya comenzaban a desdibujarse y sus contornos se volvían grises tras las ráfagas de nieve, mientras el noble continuaba corriendo por el Camino de la Lanza. Se oyó otro tañido sordo procedente del cuerpo de guardia, y Malus observó cómo la forma de diamante negro de un pesado proyectil aumentaba de tamaño ante sus ojos. Pero el artillero de la torre había calculado mal la distancia, y el proyectil impactó antes de alcanzar el objetivo e hirió a un jinete que iba a un metro por detrás del noble.

La punta capaz de perforar armaduras atravesó el peto del druchii con un fuerte crujido y continuó hasta clavarse en el grueso cráneo del nauglir que montaba. Jinete y montura cayeron girando hacia adelante y levantando un torrente de nieve manchada de sangre, para acabar deteniéndose como una masa confusa en medio del camino. Malus se preparó para otro disparo, pero cuando miró precavidamente hacia atrás vio que Hag Graef era apenas una mancha fantasmagórica y gris en la noche invernal.

El noble lanzó una malévola y salvaje carcajada con la esperanza de que los guardias de la puerta pudieran oírla. «Era la mejor oportunidad que tenías de atraparme, hermano —pensó—. Ahora, cada legua me alejará más de tus garras. Dentro de poco, no podrás hacer otra cosa que esperar dentro de tu retorcida torre y temer mi regreso».

—¡Corre, Rencor! —le gritó el noble a la montura—. ¡Incansable bestia de la tierra profunda! ¡Llévame al norte, donde aguardan los instrumentos de la venganza!

Recorrieron una docena de leguas de oscuridad y nieve antes de que Atalvyr cayera de la silla de montar.

El primer indicio de problemas que percibió Malus fue el cambio en el sonido de los saltos de los nauglirs. La carrera constante de una docena de gélidos no era silenciosa; incluso sobre el camino nevado, avanzaban con el grave retumbar de un trueno. De repente, el estruendo cesó. Al principio, cuando miró atrás, Malus no pudo discernir por qué se había detenido la columna.

Hizo girar a Rencor y regresó por el camino hasta encontrar a Dalvar y el resto de los hombres de Nagaira reunidos en torno al compañero caído. El gélido de Atalvyr se había alejado del camino y descansaba sobre las ancas en un nevado campo cercano. Lhunara había impedido que desmontara el resto de la partida de guerra, y observaba el camino y los campos circundantes. Malus bajó del nauglir, hirviendo de impaciencia. La nevada había disminuido a medida que avanzaban hacia el norte, y él contaba con que cubriera su rastro todo lo posible.

—¿Qué ocurre? —le preguntó a Dalvar.

El bribón alzó los ojos del cuerpo de Atalvyr, que se retorcía.

—¡El maldito veneno! Tuvo un espasmo y rompió las ataduras, y luego cayó de la silla. Pensaba que el veneno ya habría hecho su máximo efecto a estas alturas, pero está empeorando.

El viento cambió, y el noble arrugó la nariz.

—Se está pudriendo —le espetó—. El veneno está carcomiéndolo por dentro. Cortadle el cuello y acabad… Nos quedan muchos kilómetros por recorrer antes de que amanezca.

Los hombres de Nagaira estudiaron a Malus con frialdad. Dalvar negó lentamente con la cabeza.

—Tengo algunas pociones en las alforjas. Déjame ver si puedo retardar el efecto del veneno y subirlo otra vez a la silla de montar…

—Y luego, ¿qué?, ¿cabalgar unas cuantas leguas más antes de que vuelva a caerse? La velocidad es ahora nuestra única aliada… Tenemos que pasar más allá de las atalayas antes de que Urial pueda organizar una persecución.

Dalvar se incorporó y cruzó los brazos.

—¿Dejarás perder a un hombre que puede luchar, por unos pocos minutos de cabalgada? En los Desiertos del Caos necesitaremos todas las espadas con que podamos contar. Estoy seguro de que ya lo sabes.

Malus apretó los dientes y reprimió el impulso de separarle al guardia la cabeza de los hombros. Un movimiento contra Dalvar haría que salieran de las vainas todos los cuchillos. Cuando el polvo se posara, su partida de guerra estaría reducida a la mitad, con independencia del resultado.

—Diez minutos —dijo, y regresó junto a Rencor.

Oyó las pisadas de un nauglir que avanzaba detrás de él. Al volverse, vio que Lhunara y Vanhir lo acompañaban por el camino.

—Ése va a ser un problema —murmuró Lhunara mientras el viento agitaba largos mechones de pelo oscuro alrededor de su rostro.

—Todos ellos son un problema —replicó Malus con acritud—. Confiaba en Nagaira para que mantuviera a raya a sus matones una vez que saliéramos del Hag; la codicia que despierta en ella el poder oculto que hay dentro del templo garantiza su cooperación, al menos hasta cierto punto. Dalvar es otra cosa. Si hacemos un movimiento contra él, por sutil que sea, el resto se volverá contra nosotros. Y opino que tiene razón; allí donde vamos, necesitaremos todas las espadas que podamos reunir.

—¿Mi señor nunca ha cazado en los Desiertos del Caos? —El tono de Vanhir era completamente frío; su voz, antes melodiosa, era entonces seca y de tan mal agüero como una endecha.

Malus le lanzó una mirada feroz, por encima del hombro, al noble caballero, pero el guerrero estaba observando el bosque del otro lado del camino. Vanhir había sufrido cada noche de la semana que había durado el viaje desde Ciar Karond hasta Hag Graef; en total, había perdido la suficiente piel para que Malus se hiciera unas botas. Desde entonces, el odio del caballero había cristalizado en una fría dureza que Malus no podía sondear del todo. Era como si Vanhir hubiese tomado una decisión sobre algo, y sólo aguardara el momento oportuno. ¿Estaría el caballero dispuesto a dejar a un lado su famoso honor a cambio del dulce vino de la traición?

—No —respondió Malus con serenidad—. Estuve un tiempo con la guarnición de Ghrond, cuando mi mal aconsejado padre intentó que me mataran en alguna incursión fronteriza; pero no, nunca he penetrado en los Desiertos del Caos. ¿Y tú?

Vanhir se volvió a mirar a quien de momento era su señor; tenía los ojos oscuros como el basalto pulido.

—Pues, sí, temido señor. Las mejores piezas de caza pueden encontrarse allí, más o menos a una semana de cabalgada desde la frontera. Mi familia hizo su fortuna tendiendo emboscadas a los bárbaros nómadas en las estepas. —Se irguió sobre la silla de montar y le lanzó a Malus una mirada desafiante—. No es lugar para los temerarios y los tontos, ni para guerreros de escaso temple.

Antes de que Malus se diera cuenta de lo que hacía, tenía la espada desnuda en la mano y había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba de Vanhir. Lhunara dejó escapar un siseo agudo.

—¡Cascos de caballo! ¡Alguien cabalga con rapidez por el camino de Hag Graef!

Malus se contuvo mediante un esfuerzo de voluntad y ladeó la cabeza para oír por encima del viento, pero no percibió nada. No obstante, el noble sabía que era mejor no dudar de los agudos sentidos de Lhunara. Saltó sobre la silla de montar, con la espada aún en la mano.

—¡Fuera del camino! ¡Deprisa!

Los tres druchii espolearon a las monturas para volver junto al resto de la partida de guerra. Malus evaluó rápidamente el terreno. Se encontraban al noroeste de las estribaciones de las Montañas del Espinazo del Dragón, un lugar de densos bosques y traicioneros pantanos. A la izquierda del camino había agua estancada y hierba alta y espinosa que llegaban hasta un denso bosque lleno de abundante maleza situado al otro lado de un estanque somero.

—¡Hacia allí! —señaló con la espada—. ¡Entrad en la línea de árboles del otro lado del estanque!

Dalvar se encontraba arrodillado junto al guerrero caído, cuyas convulsiones habían disminuido, pero aún parecía incapaz de moverse.

—¿Qué hacemos con él?

—¡Ponle la espada en la mano y déjalo, o quédate con él y muere a su lado!

Por un momento, pareció que Dalvar iba a protestar, pero el sonido lejano de los caballos lo impulsó a la acción. Desenvainó la espada de Atalvyr, se la puso en la mano, y luego se subió a la silla de montar y se unió a la partida de guerra que atravesaba el marjal a la carrera.

Los gélidos no tenían ningún problema sobre aquel terreno; en cambio, un caballo habría tenido grandes dificultades para moverse. Se adentraron en el espeso sotobosque haciendo huir a animales pequeños en estado de pánico y apartando las matas de zarzas sin aminorar el paso. Una vez fuera de la vista, los druchii desmontaron, y Malus los condujo de vuelta a la linde del bosque.

—Ballestas preparadas —ordenó mientras se apostaban detrás de troncos caídos y espesas matas—. Que nadie dispare a menos que yo dé la orden.

Malus se puso a cubierto detrás de un ancho roble, y Dalvar se acuclilló junto a él.

—Un minuto más, y habría estado preparado para moverse —gruñó el guardia.

—En ese caso, es una suerte para nosotros que los perseguidores lleguen pronto y Atalvyr aún pueda servirnos de cebo.

Antes de que Dalvar pudiera responder, apareció a la vista un grupo de jinetes que cabalgaba sobre grandes caballos de guerra negros. Llevaban pesadas capas negras con grandes capuchas, y en la mano sujetaban largas lanzas de asta de ébano. Uno de los jinetes observó el área que rodeaba al druchii caído, y Malus vio brillar la luz lunar sobre una máscara nocturna de acero plateado. «Hombres de Urial, sin duda —observó para sí—. Tienen que haber salido justo después que nosotros para darnos alcance con tanta rapidez». Con sorpresa, no obstante, contó sólo cinco jinetes. Posiblemente una avanzadilla que habían enviado por delante de una partida de caza más numerosa. Él y sus hombres acabarían pronto con esos jinetes y ocultarían los cuerpos en el marjal.

Entonces reparó en que había algo fuera de lugar en los hombres y sus monturas. De los musculosos flancos de los caballos ascendía vapor, y los animales corcoveaban y pataleaban como si acabaran de salir de los establos, no como si hubieran hecho una dura carrera de varias leguas. Y también había algo extraño en los jinetes: el modo en que los enmascarados rostros se volvían primero a un lado y luego a otro, como sabuesos en busca de un olor.

De repente, el aire se estremeció con un rugido gutural cuando el gélido de Atalvyr se incorporó y avanzó hasta el camino. La atontada bestia había captado, por fin, el olor de los caballos, y a los nauglirs les encantaba el sabor de la carne equina.

La preocupación de Malus aumentó cuando los caballos no dieron muestras de pánico al oír el rugido de caza del nauglir. Los jinetes, como dirigidos por una mente única, hicieron girar las monturas para encararse con el gélido que se les acercaba. Malus sintió que el frío toque del terror le pasaba una garra por la espalda.

El gélido saltó, y los jinetes espolearon las monturas para que fueran a su encuentro. En el último instante se dividieron para situarse a ambos lados de la bestia, pero uno de los caballos no fue tan rápido como sus compañeros y el nauglir lo derribó al suelo con un poderoso golpe, para luego cerrar las fauces en torno al cuello del animal. El caballo relinchó, pero no fue un relincho de miedo o dolor, sino uno de cólera. El jinete se apartó de la silla de montar rodando con agilidad y se puso en pie de un salto al mismo tiempo que preparaba la lanza.

Los demás jinetes atacaron al gélido por ambos flancos y clavaron profundamente las lanzas en los costados del animal. El nauglir rugió y agitó la cola, que golpeó de lleno en el pecho a uno de los jinetes. Se oyó el sonido de algo que se partía, y el jinete salió volando de espaldas para caer como un amasijo informe a casi cinco metros de distancia.

—¡Uno menos! —gritó Dalvar con tono triunfante.

—No —lo contradijo Malus—. Mira.

La forma fracturada y retorcida aún se movía. Mientras observaban, el hombre se arrodilló, y luego se puso de pie trabajosamente. Uno de los brazos le colgaba con laxitud y era obvio que el hombre tenía la caja torácica aplastada; sin embargo, se levantó, desenvainó la espada y regresó a la lucha.

Incluso el caballo mordido por el gélido había vuelto a levantarse y saltaba fuera del alcance de la criatura, con el cuello sangrando.

El gélido se debatía y giraba en un amplio círculo, intentando atacar a todos sus torturadores a la vez. Tenía los flancos erizados de largas lanzas y un enorme charco rojo fundía la nieve bajo su escamoso cuerpo. El primer jinete que había desmontado se le acercaba poco a poco y apuntaba la lanza al ojo derecho del nauglir, en espera del momento oportuno para clavarla. Cuando creyó que había llegado la ocasión, saltó hacia adelante…, directamente al interior de la boca abierta de la criatura.

La bestia no había estado tan poco pendiente del acercamiento del hombre como parecía. Se movió a la velocidad de una serpiente y cerró la colmilluda boca en torno a la cintura del hombre, con lanza y todo. Mordió con un crujido demoledor, que hizo saltar un amplio abanico de sangre, y sacudió al jinete que tenía entre los dientes como lo habría hecho un terrier con una rata.

Los demás jinetes se detuvieron, aparentemente para considerar el siguiente movimiento…, y entonces, de modo repentino, el gélido lanzó un grito estrangulado. Sacudió ferozmente la cabeza una vez más y se tambaleó. De pronto, Malus vio que la piel de la criatura comenzaba a hincharse un poco detrás de los ojos y, a continuación, con un crujido sonoro, la punta de acero plateado de la lanza atravesó el cráneo del nauglir de dentro afuera y salió sucia de sangre y sesos. La bestia se estremeció y se desplomó.

—¡Bendita Madre de la Noche! —dijo Dalvar con voz tensa—. ¿Qué son esas cosas?

—Son… el asesinato encarnado —replicó Malus, que se esforzaba por creer lo que acababa de ver con sus propios ojos—. Urial tiene que estar muy, muy enfadado.

«O posiblemente asustado —pensó con sobresalto—. En ese caso, el tesoro que nos aguarda tiene que ser realmente grandioso».

Mientras observaban, los tres jinetes restantes desmontaron y desenvainaron las espadas. Uno comenzó a cortar un costado del nauglir mientras los otros abrían tajos en el cráneo de la bestia para poner en libertad a su compañero. Al cabo de pocos minutos, el lancero salió tambaleándose; las entrañas le colgaban del destrozado vientre y se habían enredado en los puntiagudos dientes de la bestia.

El tercer espadachín sacó el humeante corazón del nauglir y lo alzó hacia el cielo. Los otros cuatro corrieron hasta él y, uno a uno, apretaron contra su cuerpo el enorme órgano, que les dejó goterones frescos de sangre pegajosa en el pecho. Los dos jinetes heridos parecieron aumentar sus fuerzas con la sangre del enemigo; las heridas no se cerraron, pero ya no se encontraban impedidos por ellas. De repente, la luz lunar adquirió una textura borrosa y metalizada, y una daga se clavó en la garganta de uno de los jinetes. Atalvyr lanzó un febril bramido de desafío y sujetó la espada hacia adelante mientras se incorporaba sobre pies inseguros.

Los jinetes se volvieron para encararse con el guerrero como si lo vieran por primera vez. El que había sido herido se llevó una mano al cuello y se quitó lentamente de la garganta el cuchillo de hoja fina como una aguja.

Como uno solo, avanzaron.

Malus consideró las probabilidades y reprimió una maldición.

—Ya está. He visto lo suficiente. Nos largamos de aquí tan rápidamente como podamos.

—Pero nuestras ballestas… —comenzó Dalvar.

—No seas estúpido, Dalvar. No servirían para nada. —La mano del noble se posó sobre el pequeño amuleto de metal y piedra que llevaba bajo el peto—. La única razón por la que aún estamos vivos es porque llevamos los talismanes de tu señora, pero apuesto a que si esos sabuesos se nos acercan mucho más podrán percibir la presencia del cráneo con independencia de lo que hagamos, y entonces estaremos acabados.

Se oyó un entrechocar de acero en el camino. Malus le volvió la espalda. Dalvar observó mientras sus ojos se abrían cada vez más.

—¿Adónde vamos a ir?

—Primero retrocederemos a través del bosque, y luego nos adentraremos en las montañas. Estos… asesinos… vienen tras nosotros y van a recorrer el Camino de la Lanza hasta la mismísima Torre de Ghrond y posiblemente más allá. Tenemos que encontrar otra vía para cruzar la frontera y entrar en los Desiertos del Caos.

Los ojos de Dalvar se abrieron aún más.

—¿Adentrarnos en las montañas? ¡Pero están pobladas de espectros!

—Con eso cuento. Si alguien puede hacernos atravesar las montañas sin que nos vean, son ellos.

El rostro del guardia se contorsionó de miedo.

—¡Estás loco! Las cosas que les hacen a los intrusos…

—¡Prefiero probar suerte con un enemigo que muere cuando le atravieso el corazón! —gruñó Malus—. Si nos quedamos aquí, moriremos.

El noble se adentró más en el bosque y, uno a uno, el resto de los miembros de la partida de guerra lo siguieron. Los alaridos del hombre que habían dejado atrás resonaron entre los árboles nevados mucho tiempo después de haberlo perdido de vista.