17: Espadas al amanecer

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Espadas al amanecer

El centinela hacía un recorrido predecible; casi invisible, arrastraba los pies entre la maleza de este a oeste y regresaba de nuevo. «Chapucero —pensó Malus—. Debería estar sentado en algún sitio que le proporcionara una buena perspectiva, y usar esas largas orejas que tiene en lugar de moverse». Estaba claro que la manada pensaba que tenía poco que temer de Kul Hadar o de cualquier otro que estuviera en la ladera de la montaña.

Los druchii se agacharon todo lo posible al aproximarse el centinela. El alba estaba cerca y los atacantes habían estado abriéndose paso a través del bosque durante horas para rodear el campamento permanente de la manada. Ya habían interceptado y habían matado a un puñado de los antiguos seguidores de Kul Hadar, cazadores que regresaban con la comida para la noche siguiente, y pequeños grupos de exploradores que buscaban a Hadar y los demás exiliados. Entonces, le tocaba el turno al centinela y, después de eso, comenzaría la lucha de verdad.

La fuerza atacante estaba dividida en tres grupos mixtos más pequeños, que incluían druchii y hombres bestia. Esto permitía que la totalidad del destacamento se moviera más sigilosamente y cubriera mejor el perímetro del campamento, además de dotar a cada columna con dos o tres ballesteros druchii para silenciar amenazas inesperadas. Malus, Vanhir y uno de los hombres de Dalvar marchaban con quince de los campeones de Hadar, comandados por un hombre bestia corpulento llamado Yaghan. A diferencia de los otros que había visto Malus, Yaghan y sus guerreros iban todos acorazados, con grebas y pesados quijotes de bronce, largos hasta la rodilla, y blandían una enorme hacha de doble filo. De modo sorprendente, a pesar de su tamaño y corpulencia, los campeones se movían silenciosa y ágilmente por el bosque.

Poco antes de abandonar el campamento de exiliados, Hadar se había llevado a Yaghan aparte y le había gruñido una serie de órdenes. El campeón obedecía las señales que Malus hacía con la mano y transmitía las órdenes a los demás campeones sin vacilar, pero nunca sin un ardiente resplandor de resentimiento en los pequeños ojos.

Los movimientos del centinela provocaban poco más que un débil susurro entre los helechos y la maleza que había bajo los altos árboles; alguien que no estuviese tan alerta como ellos podría haber confundido el sonido con el que harían los movimientos furtivos de un zorro. Malus permanecía inmóvil y observaba con atención los espacios que mediaban entre los árboles. Al cabo de un momento, atisbó la silueta del hombre bestia que cruzaba entre la sombra de un árbol y la del siguiente. Estaba exactamente donde el noble pensaba que estaría. Malus se llevó la ballesta al hombro y esperó.

Escuchó el arrastrar de las pezuñas por el suelo del bosque y siguió con los ojos la invisible presencia del centinela. El hombre bestia atravesó el campo visual de Malus y casi llegó hasta una gran mata de zarzas situada a cinco metros de distancia. Avanzó unos pocos pasos más y se detuvo. Por un momento, reinó el silencio. Luego, Malus oyó que el hombre bestia olfateaba el aire con suspicacia.

De repente, la mata de zarzas crujió y se estremeció, y Rencor se lanzó hacia el hombre bestia. En menos tiempo del que se tarda en inspirar, el nauglir alzó al centinela del suelo con las fauces y le partió el torso de un mordisco; se oyó un crujido sordo de huesos. Un brazo y una cabeza golpearon el suelo, y el gélido se sentó.

Malus sonrió.

—Muy bien. Ese es el último —les susurró a sus hombres—. A vuestras monturas. Nos ponemos en marcha.

Los dos druchii asintieron con la cabeza y se escabulleron en silencio hasta donde aguardaban los nauglirs. Malus se volvió a mirar a Yaghan e hizo un gesto con la cabeza. El hombre bestia le lanzó una mirada feroz y asintió con la cornuda cabeza para indicarles a los campeones que avanzaran. «Sólo podemos esperar que llegues a un glorioso y sangriento final aquí, en los próximos minutos —pensó Malus, fríamente—. En caso contrario, podrías convertirte en un problema más adelante».

Los atacantes avanzaron con cautela a través del bosque, guiados por la luz de las hogueras que entonces ardían con poca llama en el centro del campamento. La costumbre de la manada era comer y beber en abundancia hacia la madrugada, y dormir la mona durante el día. Malus ya oía gemidos y gruñidos graves de cansados hombres bestia borrachos que se alejaban dando traspiés hacia las tiendas o una de las cuevas que abundaban en esa zona de la falda de la montaña.

Según Hadar, la tienda de Machuk estaba rodeada por las de sus campeones, en un punto situado más arriba de la ladera, cerca de la entrada de la gran grieta que para Hadar era el soto sagrado. Allí lo encontrarían los atacantes justo al amanecer, y la misión de los druchii era allanar el camino para que Yaghan y sus campeones llegaran a las tiendas y le cortaran la cabeza al usurpador en nombre de Hadar.

Malus llegó junto a Rencor y pasó una mano por el acorazado flanco del gélido. En primer lugar, se aseguró de que el nauglir hubiese acabado de comer; obligar a un gélido a renunciar a una comida equivalía a provocar un desastre.

—Arriba, Rencor —susurró Malus al mismo tiempo que tocaba al gélido por detrás de la pata delantera con el pomo de la daga.

El nauglir se levantó y avanzó en silencio.

La linde del bosque se encontraba a tan sólo quince metros de distancia. Malus ya veía la pálida luz de la aurora, que iluminaba el oscuro cielo por encima de la montaña. Débilmente, oía las pisadas de los otros gélidos, a la derecha; formaban un frente de aproximadamente cinco metros, pero el plan era cerrar filas de modo considerable cuando salieran al descubierto. El aspecto de los gélidos, por sí mismo, bastaría para mantener a distancia a la mayoría de los hombres bestia, al menos al principio, pero cualquier resistencia organizada debía ser desbaratada rápidamente y con la máxima fuerza antes de que el enemigo pudiese reagruparse.

Malus subió a la silla de montar y miró la grieta de la ladera de la montaña. Hadar había dicho que la primera luz del día proyectaría un haz por dentro de la grieta, cosa que serviría como señal para atacar. El noble se envolvió las riendas en la mano izquierda y, lenta, silenciosamente, desenvainó la espada. Mucho dependía del resultado de los escasos minutos siguientes. Si el plan salía bien, le sacaría ventaja a Hadar. Si no…

La oscuridad se desvaneció en claros matices de gris, y un fino haz de luz entró en el campamento. Malus alzó la espada y lanzó un largo grito ululante que fue repetido a lo largo de la línea de árboles. El noble golpeó con las espuelas los flancos de Rencor, y el ataque dio comienzo.

Los gélidos salieron de los matorrales del bosque provocando una explosión de hojas y ramas, y estiraron el cuerpo al subir corriendo por la empinada falda de la montaña. Por instinto, los caballeros determinaron la posición de los demás e hicieron que las monturas se aproximaran unas a otras hasta hallarse a menos de la distancia de una espada. Las afiladas hojas de las armas destellaban a la débil luz, y del campamento se elevó un aullido de consternación y espanto. Malus sonrió como un lobo ante la perspectiva de derramamiento de sangre y carnicería.

Fieles a las predicciones de Hadar, muchos hombres bestia solitarios se apartaron a toda prisa del camino de los caballeros, mirándolos con ojos desorbitados de sorpresa. En mitad del ascenso, sin embargo, Malus vio que un numeroso grupo de guerreros corría hasta situarse alrededor de una tienda grande, con las armas a punto. A pesar de que muchos parecían muy bebidos, estaban preparados para luchar. El noble señaló con la espada al grupo de hombres bestia, y los caballeros espolearon las monturas y se lanzaron a galope tendido hacia los enemigos.

Los hombres bestia conservaron la resolución casi hasta el último momento, cuando la atronadora amenaza de la carga hizo que varios de los guerreros de primera fila vacilaran. Se volvieron hacia sus compañeros e intentaron pasar entre ellos, lo que causó más confusión y miedo. El grupo se movía primero a un lado y luego al otro en un intento de reagruparse entre gritos y coléricos ladridos, pero ya era demasiado tarde. Los siete jinetes cayeron sobre la desordenada masa como un martillo sobre cristal.

Lhunara espoleó a Desgarrador para que saltara directamente en medio del grupo, mientras levantaba las dos espadas curvas con la cara transformada en una máscara de muerte. Las hojas de las armas destellaban y zumbaban al atravesar músculo y hueso, y los hombres bestia retrocedían tambaleándose ante la guerrera, muertos o agonizando a causa de sangrantes heridas en la cabeza, la garganta y el pecho. Junto a ella, Vanhir mataba a los aterrorizados hombres bestia con veloces y mesurados tajos, apartaba armas a los lados y hendía cráneos con rítmica precisión. Los caballeros se mecían sobre las sillas de montar al luchar contra los enemigos como si se hallaran sobre la cubierta de un barco sacudido por una tormenta, mientras que los gélidos que montaban se debatían y atacaban a la tentadora carne que los rodeaba. Los huesos se hacían añicos bajo las enormes patas de los nauglirs, y los cuerpos volaban por el aire a cada sacudida de sus cabezas acorazadas.

Malus trazó un mortífero arco con la espada y abrió la cabeza de un hombre bestia, cuyos sesos y sangre regaron a los compañeros que lo rodeaban. Otros dos guerreros salieron volando por el aire debido al impacto de la acometida de Rencor, y un tercero perdió un brazo y buena parte del hombro entre las poderosas fauces del nauglir. Un hombre bestia le asestó al gélido un tremendo golpe en la paletilla izquierda con un pesado garrote nudoso.

Cuando el guerrero echaba atrás el arma para golpear de nuevo, Malus se lanzó adelante y clavó la punta de la espada en un ojo del hombre bestia. El enorme guerrero cayó de espaldas y casi le arrancó el arma de la mano al noble, pero Malus tiró de ella con una brusca torsión que hizo que la punta de acero raspara sonoramente el hueso.

—¡Adelante! —les gritó Malus a los caballeros—. ¡Adelante! ¡Avanzad!

El noble clavó las espuelas en los flancos de Rencor, y el gélido saltó hacia adelante dispersando a derecha e izquierda hombres bestia heridos y en retirada.

Hadar quería usar la caballería druchii como la fuerza de choque que acabara con cualquier resistencia inicial y despejara el camino para que Yaghan y sus campeones pudieran llegar hasta Machuk. Malus no tenía ninguna intención de darles a Yaghan o cualquier otro hombre bestia la oportunidad de matar al usurpador. Eso no sólo significaba apartar del camino al enemigo con toda la rapidez posible, sino que también requería que los druchii derrotaran a los hombres bestia que cargaran contra ellos hasta llegar a la tienda de Machuk y vencieran a los mejores soldados de la manada en cuestión de pocos minutos.

Los hombres bestia se dispersaron, aullando de desesperación. Rencor le lanzó un mordisco a uno de los guerreros que huían y le cortó limpiamente la cornuda cabeza; el cuerpo continuó corriendo una docena de pasos más antes de desplomarse. Los caballeros se zafaron de la refriega y siguieron ladera arriba, con las ensangrentadas espadas dispuestas.

Otro pequeño grupo de hombres bestia que intentó cerrarles el paso a los druchii se lanzó contra ellos por un flanco desde la sombra de otra tienda voluminosa. Pero cargaron a destiempo y aparecieron demasiado pronto, de modo que Malus se limitó a desviar a Rencor hacia el grupo y dirigirlo contra el bruto más corpulento de todos. El nauglir estrelló la roma cabeza contra el pecho del hombre bestia y lo lanzó a través de un lateral de la tienda más cercana, mientras Malus se inclinaba desde la silla de montar y degollaba a otro guerrero con la espada. Tiró de las riendas para que Rencor girara a la izquierda y aplastara a otros dos guerreros con las patas antes de regresar a la formación con los demás caballeros.

Las tiendas del usurpador estaban justo ante ellos: una gran tienda circular rodeada por una constelación de otras más pequeñas, todas hechas de gruesas pieles de animales y armazones de madera. Machuk y sus campeones aguardaban allí. La acometida de la caballería druchii dejaba pocas dudas respecto al objetivo final, y el usurpador había dedicado el tiempo a reunir a los mejores guerreros y organizados en algo parecido a una formación.

Malus reparó en que los guerreros de vanguardia llevaban grandes espadas y hachas de guerra, al igual que Yaghan y los suyos, y los hombres bestia tenían aspecto de saber utilizarlas. «Esto va a ponerse feo —pensó—. Si al menos tuviese tiempo para disparar primero unas cuantas andanadas de ballesta…, pero eso le daría a Yaghan el tiempo que necesita para subir la cuesta y unirse a la lucha, cosa que no puedo permitir».

Malus alzó la espada y buscó al usurpador Machuk entre las filas de hombres bestia. El antiguo teniente de Hadar era, si acaso, aún más grande que el chamán y, a diferencia de éste, llevaba una pesada armadura como la de Yaghan y blandía una espada enorme. «Me cortará como si fuera un asado —pensó Malus—. Será mejor que sea rápido y preciso si quiero vencerlo».

Señaló al hombre bestia con la espada y bramó un desafío que el usurpador, furioso, aceptó. El noble sacó del cinturón una daga de punta fina como una aguja, y soltó las riendas en el preciso momento en que la carga de caballería chocaba con los enemigos.

La enorme espada de Machuk era temible pero lenta, una fuerza casi irresistible que requería tiempo para ponerse en movimiento. Era cuestión de segundos como mucho, pero las luchas se decidían en fracciones de tiempo así de pequeñas. Con la presión de las rodillas, Malus desvió a Rencor hacia la izquierda en el último instante, justo cuando el usurpador echaba atrás el arma, y saltó al suelo, con ambas armas desnudas, directamente hacia el pecho de Machuk.

El estruendo del impacto fue increíble. Los campeones se mantuvieron firmes, y se produjo un estrépito atronador de carne y acero cuando los gélidos chocaron contra la formación. La sangre de amigos y enemigos saltaba en pulverizados chorros. Malus chocó contra Machuk, le rodeó el cuello con el brazo de la espada y le acuchilló la garganta con la afilada daga. La punta fina como una aguja danzaba por las gruesas placas de bronce que cubrían el cuello y los hombros de Machuk, y el enorme hombre bestia bramaba de cólera con la colmilluda boca a pocos centímetros del cuello del druchii.

«Que la Madre Oscura me guarde —pensó Malus—. Eso no ha salido según lo planeado».

El noble aferró a Machuk en un abrazo mortal mientras los pies le colgaban a casi treinta centímetros del suelo, y retuvo el brazo izquierdo del hombre bestia inmovilizado contra su propio pecho. Machuk se debatía y forcejeaba con el brazo atrapado, y el cuerpo del noble se sacudía violentamente en el aire con los pies paralelos al suelo. Malus se aferraba con desesperación al cuello del hombre bestia mientras continuaba intentando hallar un punto débil con la daga. La punta impactó sobre un collar de cuero y bronce que protegía el cuello del usurpador, y se partió contra un remache metálico.

Machuk soltó el espadón que sujetaba con la mano derecha, cogió a Malus por el cuello y estrelló la gruesa cabeza cornuda contra la frente del noble.

Lo siguiente que supo Malus era que impactaba con fuerza contra el suelo. Cayó de espaldas en la apisonada tierra y resbaló más de un metro, medio ciego de dolor. Se sentía como si la cabeza se le hubiese partido como un huevo duro. Confusamente, oyó un rugido y supo que Machuk estaba casi encima de él, con la espada en alto. «Muévete. ¡Muévete!», le gritó la mente.

Por instinto, rodó hacia la derecha, y la enorme espada del hombre bestia le asestó un golpe de soslayo en una espaldera; la guarda del hombro se abolló bajo el impacto y una punzada de dolor terrible recorrió el pecho de Malus. Rugió de dolor y cólera, y recobró la vista cuando la roja ira de la sed de batalla lo consumió.

Malus volvió a rodar, esa vez hacia adelante, en dirección a la gigantesca figura del hombre bestia. Una vez más se situó por dentro del poderoso arco de la enorme espada del usurpador, y se encontró contemplando las acorazadas pantorrillas de Machuk y un espacio de muslo desnudo entre las grebas y los quijotes. Lanzó una estocada con la espada y la punta penetró profundamente a través de la piel y el músculo del muslo derecho, y derramó un río de oscura sangre espesa.

Un guerrero menos experimentado habría retrocedido ante un ataque semejante, pero Machuk era un veterano endurecido. Le rugió con furia al noble y descargó el pie izquierdo sobre el pecho de Malus para inmovilizarlo contra el suelo. Luego, el espadón se alzó hacia el cielo y descendió como un rayo.

Lo único que salvó a Malus fue el hecho de ser mucho más pequeño que el hombre bestia y constituir un blanco difícil en la posición en que estaba. Machuk apuntó a la cintura de Malus, pero en el último momento, el noble rodó hasta donde le fue posible sobre la cadera. Un tercio de la hoja del arma se enterró en el suelo, aunque impactó contra las placas articuladas que le cubrían la cadera y las atravesaron. El filo de la espada pareció de hielo al penetrar en la piel del noble; luego, la sensación de frío desapareció con el impacto del golpe, la hemorragia de sangre caliente y el dolor.

Malus gruñó como una bestia enloquecida, soltó la espada y buscó a tientas el mango del cuchillo que llevaba en la bota derecha. Con un impulso convulsivo, logró doblarse lo suficiente para coger el pequeño cuchillo y desenvainarlo. Cuando Machuk alzaba la espada para descargar otro tajo devastador, Malus clavó la daga en la corva izquierda del hombre bestia y movió la hoja a izquierda y derecha como si fuera una sierra para cercenar el tendón grueso como un cable.

Machuk bramó de furia y se desplomó encima de Malus, sobre cuya cara descargó la rodilla izquierda. Manó sangre de la nariz y los labios del druchii, y por un momento, no fue consciente de nada más que del estruendo que tenía dentro de la cabeza y de un mundo de tinieblas inyectadas de rojo. La rodilla del hombre bestia continuaba sobre su rostro, y al acuchillar a ciegas hacia arriba, clavó la hoja una y otra vez en la entrepierna de Machuk. El hombre bestia emitió un torturado lamento de dolor, y al caer hacia adelante, libró a Malus de su peso. El noble se alejó rodando mientras parpadeaba para recobrar la visión.

Cuando se le aclaró la vista un momento más tarde, junto a él había dos de los campeones de Machuk que intentaban llegar a su señor herido. Uno se inclinó y aferró a Malus por el pelo, y le echó la cabeza atrás para dejarle el cuello al descubierto mientras alzaba con una mano la pesada hacha de guerra. De repente, se vio un destello de luz y una daga se clavó en un ojo del hombre bestia. El campeón quedó petrificado, con expresión de ligera sorpresa, y luego se desplomó de lado.

El segundo campeón había pasado de largo e intentaba ayudar a Machuk a levantarse. Malus gruñó de ira y se puso en pie de un salto. Un dolor lacerante le estalló en la cadera izquierda y se le dobló la pierna, de modo que cayó pesadamente contra el hombre bestia. Antes de que el campeón pudiera reaccionar, Malus clavó el cuchillo en el cuello desnudo del hombre bestia y cortó la gruesa vena; salió un torrente de caliente sangre brillante. El campeón lanzó un estrangulado grito y cayó de costado, y Malus se lanzó sobre la espalda de Machuk.

Las heridas del usurpador eran mortales. La sangre arterial manaba con latidos regulares por la herida del muslo, y de las cuchilladas de la entrepierna salían sangre y fluidos que formaban un charco cada vez más grande bajo él. A pesar de todo, Machuk se esforzaba por levantarse y sus gruesos brazos temblaban a causa del esfuerzo. No parecía notar en absoluto el peso del noble.

Malus vio la espada de Machuk tirada a un lado, y con la punta de los dedos, rozó la empuñadura para atraerla hacia sí. Cuando la tuvo al alcance, levantó el tremendo peso del arma por encima de la cabeza.

—Has luchado bien, Machuk —graznó a través de los hinchados labios, y descargó la espada con todas las fuerzas que le quedaban.

La pesada hoja hendió el cuello por un lado y penetró en el espinazo. El usurpador, con los pulmones comprimidos por el peso, lanzó un grito ahogado y se desplomó de cara sobre el suelo empapado de sangre. Con un grito salvaje, Malus arrancó la espada del cadáver y asestó otro tajo que hizo rodar la cabeza de Machuk por la hierba.

Se oyó un rugido de furia, ladera abajo. Yaghan y sus guerreros acababan de llegar, y el campeón miraba a Malus con franca cólera. El noble le dedicó una ensangrentada sonrisa bestial. «Demasiado tarde, Yaghan —pensó—. Demasiado tarde». Enredó los dedos en la mata de pelaje de la cabeza de Machuk y alzó muy arriba el goteante trofeo.

—¡Gloria a la Madre Oscura y Hag Graef! —gritó Malus, y oyó que los caballeros recogían el grito desde la refriega circundante.

Entre los campeones supervivientes se alzó un alarido de desesperación cuando se dieron cuenta de que su jefe estaba muerto. Malus sintió más que vio que los guerreros vacilaban en torno a él, y entonces una voz tronante resonó por el campo de batalla. Había aparecido Kul Hadar, que ascendía a grandes zancadas por la colina, con el báculo en alto. El noble no entendía ni una palabra de lo que decía el brujo, pero la intención era clara: «El rey ha muerto. Larga vida al rey».

Los sonidos de lucha se apagaron bruscamente: sólo se oían los gritos secos de los druchii, que forcejeaban con sus monturas, enloquecidas por la batalla. Malus clavó la espada de Machuk en el suelo y la empleó para ponerse dolorosamente de pie. Sentía que la sangre le bajaba por la pierna izquierda y le encharcaba la bota, y el brazo izquierdo ya se le estaba hinchando y agarrotando. Escupió sangre y avanzó con lentos pasos metódicos hacia Kul Hadar.

El chamán giraba lentamente sobre sí mismo, clavando la feroz mirada en todos los miembros de la manada que podía ver. Continuaba hablándoles a los hombres bestia con palabras graves y sonoras; estaba claro que establecía la nueva ley de la manada tras la muerte de Machuk.

Malus se detuvo junto al chamán y alzó en alto la cabeza del usurpador para que todos la vieran, a pesar de que el brazo le temblaba a causa de la herida. La manada que iba reuniéndose observaba la escena con diversas expresiones, que iban desde el deleite a la consternación, pasando por una resignación cansada. Los ojos se movían desde Hadar a la cabeza de Machuk y al propio Malus. El noble mantuvo la mirada neutral, pero su cara ensangrentada no resultaba menos feroz por eso.

Al final, Hadar se volvió a mirar a Malus. Resultaba difícil discernir la expresión del bestial rostro del chamán, pero el noble supuso que Hadar intentaba mostrarse considerablemente grave ante la manada.

—Éste no era el plan, druchii —dijo el chamán—. ¡A Machuk debía matarlo mi campeón Yaghan! ¡Tú lo sabías!

Malus miró al chamán serenamente a los ojos.

—La resistencia fue más débil de lo esperado, gran Hadar. Yo y mis hombres llegamos primero hasta Machuk, y él no estaba de humor para esperar. —Le ofreció al chamán la cabeza del usurpador—. El resultado final es el mismo, ¿verdad? Él está muerto, y tú gobiernas la manada una vez más.

«Aunque gobiernas gracias a mis hombres y a mí, y la manada lo sabe —pensó—. Y eso me da poder para mantener a raya tus traicioneros cuchillos».

Hadar apretó los dientes con evidente frustración, pero al cabo de un momento se había dominado y cogió la cabeza cortada de manos de Malus. La alzó en alto ante la manada y aulló, y los hombres bestia reunidos cayeron de rodillas y posaron la frente en el suelo. A continuación, se la entregó a Yaghan y se puso a ladrarles órdenes a los campeones.

Al desvanecerse la sed de batalla, Malus comenzó a ver más claramente el entorno. La mitad de los campeones de Machuk yacían en el suelo empapado de sangre, con tajos y miembros amputados o aplastados por golpes tremendos. Dos nauglirs y sus jinetes también yacían entre los cadáveres enemigos; tanto los acorazados druchii como sus monturas habían sido descuartizados por las pesadas espadas y hachas de los campeones. El sol aún no había acabado de salir; en total, tal vez habían pasado cinco o seis minutos desde el inicio de la carga druchii.

Malus se dio la vuelta para buscar a Lhunara y Vanhir. Ambos se encontraban cerca, sucios de sangre y trozos de carne, pero por lo demás, ilesos. Al verlos, el noble experimentó una peculiar sensación de alivio.

—Lhunara, reúne a los hombres y llevad a los nauglirs ladera abajo —dijo casi farfullando debido a la hinchazón de los labios—. Sería poco apropiado que se pusieran a devorar a los guerreros caídos en medio del campamento. Llévate también a Rencor… No sé si puedo caminar demasiado bien, de momento.

Lhunara frunció el entrecejo con preocupación, pues comenzaba a darse cuenta de que la mayor parte de la sangre que cubría la armadura del noble era, de hecho, suya.

—Debemos atender tus heridas, mi señor…

—Haz lo que te digo, mujer —insistió él, aunque la orden fue dada con escaso ardor.

En ese momento, lo único que quería Malus era buscar un sitio donde sentarse y descansar, pero aún había muchas cosas que hacer. Mientras los guardias reunían a las monturas y se encaminaban ladera abajo, el noble se volvió y vio que Kul Hadar aguardaba cerca de él. En la cara del chamán había una expresión expectante.

Malus le dedicó una sonrisa conciliadora.

—Te felicito por la victoria, gran Hadar —dijo, y una mueca de dolor se le dibujó en el rostro al acercarse cojeando al hombre bestia—. Supongo que necesitarás un poco de tiempo para poner en orden las cosas en la manada antes de que podamos comenzar a sondear los secretos del cráneo.

Pero el noble se sorprendió cuando el chamán enseñó los dientes y lanzó una carcajada gutural.

—Todo lo que había que decir ya ha sido dicho, druchii —replicó Hadar—. La manada me pertenece otra vez, y ha llegado el momento que he esperado durante décadas. No perderemos ni un instante más, señor Malus. No, el momento es ahora. Iremos al soto sagrado y obtendremos la llave de la Puerta del Infinito.