15: Kul Hadar

15

Kul Hadar

El gran salón para banquetes estaba separado del vestíbulo de entrada de la ciudadela por un largo pasillo, que, en esencia, dividía una estancia enorme para aislar un tercio de su largo, que quedaba como habitación independiente, situada frente a las altas puertas dobles de la fortaleza. Cuando Malus y el grupo atravesaban el pasillo, el noble vio que grises rayos solares entraban oblicuamente por la puerta abierta y formaban un débil cuadrado de luz sobre el suelo cubierto de arena. La luz mortecina de los Desiertos del Caos jamás había parecido tan acogedora antes.

El y Dalvar acababan de penetrar en el vestíbulo de entrada cuando la oscuridad que los rodeaba estalló en aullidos y rugidos bestiales, y unos pies anchos y descalzos tamborilearon sobre las losas de pizarra. Malus captó un atisbo de una enorme forma cornuda y musculosa que se alzaba sobre dos patas a la luz del farol, y luego un pesado garrote le golpeó el avambrazo izquierdo y le hizo caer la luz de las manos. El noble retrocedió y alzó la espada mientras el farol se estrellaba sobre las losas y derramaba aceite ardiendo por el suelo.

El atacante de Malus lanzó otro rugido inhumano y corrió hacia el noble con el garrote en alto. La débil luz del aceite ardiendo brilló sobre un ancho pecho musculoso ribeteado de negro pelo grueso, y sobre unas poderosas piernas rematadas por grandes pezuñas. El monstruo medía cerca de dos metros y parecía mucho más fuerte que cualquier druchii, además de moverse con la rapidez de un león de las llanuras.

Sin embargo, por rápido que fuera el monstruo, el noble lo era aún más. Cuando el hombre bestia cargó, Malus también dio un salto hacia adelante, se agachó por debajo de los gruesos brazos del monstruo y le clavó la espada profundamente en el vientre. La hoja atravesó la gruesa pared de músculos abdominales del monstruo y la fuerza de la carga la empujó a través del cuerpo, de modo que raspó contra el espinazo cuando salió por la espalda de la criatura.

El hombre bestia bramó de sorpresa y cólera, y se dobló sobre la espada druchii, pero tendió la mano izquierda, aferró a Malus por el pelo y lo lanzó hacia atrás, contra la pared que tenía cerca; la cabeza del noble golpeó contra el muro de piedra y ante su visión estallaron chispas. Luego, el garrote de la criatura se estrelló contra el peto de Malus, que creyó haber sido pateado por un dios.

El noble rebotó contra la pared de piedra y cayó al suelo con la respiración cortada. La armadura fue lo único que lo salvó, y a pesar de eso, sintió que el resistente acero flexible estaba profundamente abollado justo a la izquierda del corazón. El garrote volvió a caer, y esa vez impactó contra el muro y parte de un hombro de Malus; el golpe le causó una aguda punzada en la articulación, y lo hizo gritar de dolor e ira mientras sacaba a tientas la daga de la vaina que tenía la bota. Cuando el hombre bestia volvió a alzar el garrote, Malus se levantó de un salto y se aferró a la enorme criatura, a la que apuñaló una y otra vez en el pecho y el cuello.

El monstruo rugió. Tenía la boca situada justo sobre el oído izquierdo del noble. Malus olía el fétido aliento del hombre bestia, que al sacudir la cabeza de dolor, lo golpeaba con las puntas de gruesos colmillos o cuernos. Sangre caliente y amarga corría por el pecho del monstruo, cuyos bramidos se transformaron en un estertor estrangulado.

Una vez más, la ancha y callosa mano del hombre bestia aferró a Malus por el pelo y el cuello e intentó quitárselo de encima, pero el noble gruñó de dolor y continuó cogido mientras clavaba el cuchillo una y otra vez en el cuerpo del enemigo. El pesado garrote cayó al suelo, pero el triunfo del noble fue de corta duración porque la bestia se puso a darle repetidos puñetazos en un lado de la cabeza, y uno de los golpes hizo que cayera al suelo.

Aturdido y desorientado, Malus se puso trabajosamente de pie. Se oían gritos y alaridos que resonaban por la estancia vacía, y las bestias parecían estar en todas partes. Una figura cubierta de pelo se estrelló contra él y lo derribó, y el noble le clavó los dientes en la garganta destrozada y sangrante antes de darse cuenta de que el ser sufría estertores agónicos. El hombre bestia murió un momento después, y cuando Malus hizo rodar a la criatura para quitársela de encima vio que el cadáver aún tenía su espada clavada en el abdomen hasta la empuñadura.

La emboscada fue tan breve como brutal. Al recobrar del todo el sentido, Malus vio que otro monstruo se desplomaba sobre el aceite que aún ardía, pero la daga que la criatura tenía clavada en un ojo le ahorró el sufrimiento de quemarse viva. Otros dos hombres bestia pasaron corriendo ante la oscilante luz, de modo que brazos y piernas pasaron como un rayo en la precipitada carrera hacia la puerta abierta.

—¡Alto! —rugió Malus al ver que se lanzaban de cabeza al patio, y luego se levantó con paso vacilante para seguirlos.

Un nauglir rugió de forma desafiante cuando Malus llegaba a la entrada. Los hombres bestia —pues no había mejor término para describirlos— se habían quedado inmóviles a poca distancia de las puertas al encontrarse con que siete gélidos avanzaban hacia ellos. Los nauglirs estaban desplegándose en semicírculo para rodear y acorralar a las presas contra la pared de la torre.

—¡Quietos! —ordenó Malus con voz cargada de autoridad.

Las siete bestias de guerra se detuvieron cuando el entrenamiento se impuso brevemente al instinto.

Al oírlo, los hombres bestia se volvieron, cayeron de rodillas y se pusieron a balar en un idioma que Malus nunca había oído antes. A la gris luz del día, el noble vio que las criaturas eran de constitución poderosa y estaban cubiertas de negro pelaje, salvo en los bíceps y el pecho. Las piernas estaban rematadas por lustrosas pezuñas negras, y los dedos, por gruesas uñas como garras. Tenían cabeza de carnero enorme, con ojos negros y pesados cuernos curvos, que les nacían de la frente y bajaban hasta el pecho. Uno llevaba un brazalete de oro toscamente batido en torno a la muñeca derecha, mientras que el otro lucía collares de hueso y plumas variadas alrededor del grueso cuello. Por lo que Malus podía ver, las deformes criaturas estaban suplicando por su vida.

Vanhir y uno de los hombres de Dalvar llegaron corriendo a toda velocidad desde el cuerpo de guardia, con la ballesta en la mano. A Malus le latía el costado de la cabeza, y sobre el cuello le caían gotas de sangre que manaban de profundos cortes que tenía en la mejilla y la oreja. El resto del grupo salió a la luz dando traspiés, muchos también cubiertos de sangre.

—¿Cuántos atacantes? —preguntó Malus.

Dalvar negó con la cabeza mientras se presionaba con una mano un tajo que tenía en una mejilla. Lhunara se apartó el pelo de los ojos.

—Cinco en total. Esos dos huyeron cuando se dieron cuenta de que eran los únicos que quedaban.

Malus se volvió a mirar a Vanhir.

—¿Qué son? —preguntó al mismo tiempo que señalaba a las dos criaturas.

El guardia se encogió de hombros.

—Hombres bestia. —Cuando el semblante del noble palideció de ira, Vanhir se apresuró a añadir—: Los autarii dicen que viven en tribus en los confines de los Desiertos del Caos, donde la energía mística muta sus cuerpos hasta darles formas blasfemas. A veces atacan nuestras atalayas a lo largo de la frontera, pero los espectros matan a cualquiera que invada las montañas.

—¿Hablas su idioma?

—Desde luego que no, mi señor —replicó Vanhir, ofendido por la mera idea—. No creo que ni siquiera un autarii pueda entenderlos.

—En ese caso, no me sirven de mucho más que diversión —gruñó Malus—. ¿Por qué supones que están aquí?

—Soy un caballero de Hag Graef, mi señor, no un maldito oráculo —replicó Vanhir con aire de superioridad—. Si tuviera que conjeturar, supondría que son algún tipo de fugitivos. Estas bestias suelen viajar en partidas de centenares de miembros… Por una u otra razón, éstos se encuentran lejos de sus compañeros de carnada.

Malus se frotó el mentón con aire pensativo e hizo una mueca cuando el movimiento de la piel reavivó el dolor de la oreja desgarrada.

—¿Dices que proceden del lejano norte?

Vanhir asintió con la cabeza.

—De algún lugar situado al norte de aquí, al menos.

El noble, pensativo, contempló a los hombres bestia, y luego avanzó rápidamente hasta Rencor. Rebuscó en la alforja y sacó el cráneo envuelto en alambre. Después, se volvió hacia las dos criaturas y les enseñó la reliquia.

—¿Kul Hadar? —preguntó Malus—. ¿Kul Hadar?

Uno de los hombres bestia lanzó un grito de sorpresa.

—¡Hadar! ¡Hadar! —gruñó mientras señalaba el cráneo, y a continuación, le soltó un largo galimatías.

Malus sonrió.

—Eso está mejor. —Se volvió a mirar a sus hombres—. Parece que tenemos un guía —dijo al mismo tiempo que señalaba a la criatura que no paraba de balbucear—. Ése vivirá. El otro nos servirá de diversión esta noche.

Los druchii sonrieron y sus ojos destellaron ante la perspectiva de una velada de flirteo con la oscuridad. Una noche de juerga sería buena para la moral; «mañana —pensó Malus— se encontrarán en la linde del bosque que rodea la montaña».

«Y luego, Kul Hadar», se dijo, sonriendo con expectación.

—¿Estás seguro? —preguntó Malus, que sentía que un puño le apretaba el corazón.

El druchii miró a Dalvar y luego a Malus, nervioso por ser objeto de la total atención del noble.

—S… sí, mi señor. Los nómadas llevaban pieles, pero estos jinetes se cubrían con capas negras y montaban caballos.

Malus avanzó hasta la ventana más cercana del cuerpo de guardia. El sol acababa de salir por el horizonte, y ya soplaban contra su rostro calientes ráfagas de viento cargado de polvo. Desde esa altura podía ver a gran distancia, más allá de las derrumbadas murallas y la desolada planicie.

—¿A qué distancia dirías que están?

El guardia se encogió de hombros con impotencia.

—¿Medio día, mi señor? Creo que a menos de ocho kilómetros. Sólo capté un atisbo cuando la luz del sol los silueteó sobre una de las lomas. Con las distancias tan deformadas de este lugar, ¿quién puede saberlo con certeza?

—Los jinetes de Urial tienen que habernos seguido a través del Santuario de los Caballeros Muertos —dijo Dalvar, cuyo rostro palideció—. ¿Supones que se abrieron paso luchando con los inquietos muertos?

—Quizá —gruñó Malus—. O tal vez ellos estén tan cerca de ser cadáveres que los caballeros muertos no notaron la diferencia. No tiene importancia. Nosotros estamos vivos; al menos, en este momento.

El noble se encaminó apresuradamente hacia la escalera.

En el patio, la partida de guerra estaba ensillando a los gélidos en preparación de la jornada de viaje. Por primera vez en varios días, los guerreros hablaban tranquilamente entre sí; el humor había mejorado debido a la diversión de la noche anterior.

El hombre bestia pendía de un potro improvisado que habían construido con barras de acero sacadas de la vieja forja. La prodigiosa resistencia de la criatura había prolongado la celebración hasta bien entradas las primeras horas de la mañana, momento en que, ebrios de tortura y con el tiempo agotado, los miembros de la partida de guerra habían adoptado tácticas más toscas para poner fin a la fiesta. Entonces, el hombre bestia no se parecía tanto a nada como a un filete mal cortado, cuya sangre manchaba la arena que rodeaba el potro. El hombre bestia superviviente no daba la impresión de sentirse muy afectado por la muerte de su compañero; había observado la celebración con cierta curiosidad, una vez convencido de que no sería la siguiente víctima.

En ese momento, se encontraba de pie entre los druchii que cargaban los animales, y se pasaba las manos por los brazos y el pecho con expresión turbada en el rostro. Se había necesitado una gran cantidad de baba de nauglir para enmascarar su olor y lograr que los gélidos lo aceptaran. Malus esperaba que no hubiesen envenenado accidentalmente al guía. Tanto Lhunara como Dalvar habían intentado atarle las manos al hombre bestia, pero Malus lo había impedido a pesar de las acaloradas objeciones de ambos. Quería que la criatura pensara que eran aliados potenciales, no sus captores.

Si el hombre bestia pensaba que tenía una posibilidad de recobrar la libertad cuando llegaran a Kul Hadar, se sentiría más inclinado a cooperar y acabar con el asunto. Además, el noble esperaba que eso le transmitiera un claro mensaje a la criatura: «No nos importa que trates de huir. No puedes escapar de nosotros por mucho que lo intentes».

Ya estaban casi listos. Malus observó al hombre bestia muerto. Sería bastante fácil bajar el cadáver y ocultarlo en uno de los edificios. Tras pensarlo un momento, se encogió de hombros con resignación. Que los jinetes encontraran el cuerpo y los rastros que indicaban que habían estado allí. Con un poco de suerte, registrarían el resto de la ciudad en busca de ellos y malgastarían un tiempo precioso mientras los druchii escapaban.

—¡Sa’an’ishar! —gritó—. ¡Montad! ¡Nos marchamos en cinco minutos!

Los miembros de la partida de guerra se pusieron de inmediato a concluir las tareas de última hora. Malus recogió la silla de montar de Rencor y se encaminó hacia el gélido. Lhunara lo estaba esperando con expresión preocupada.

—¿Qué ha sucedido, mi señor?

—Los jinetes de Urial —respondió él con un gruñido mientras echaba la pesada silla sobre el lomo de Rencor—. El centinela piensa que los vio en la planicie, más o menos a medio día de aquí. Quiero poner tanta distancia como pueda entre ellos y nosotros.

La oficial masculló una maldición y contempló al hombre bestia con desconfianza.

—¿Crees que puedes fiarte de él?

—Creo que después de lo que vio anoche, sabe que él será el siguiente a menos que me dé exactamente lo que quiero.

—Fue una decisión sabia la de anoche, mi señor. Los hombres han mejorado mucho. —Lhunara lo miró de soslayo mientras Malus ajustaba la cincha de la silla—. ¿O tiene algo que ver con la conversación que mantuviste con Dalvar en el interior de la fortaleza?

Malus le dedicó una ancha sonrisa.

—Chica lista. Un poco de ambas cosas, creo. Dalvar y yo hemos llegado a una especie de entendimiento. Él y sus hombres me han jurado lealtad.

—¿A ti? ¿Y qué hay de Nagaira?

—Han visto lo suficiente para creer que mi querida hermana se ha lavado las manos con respecto a ellos. Por lo tanto, ya no se consideran a su servicio.

—Tu hermana no se sentirá complacida.

—A estas alturas, he dejado de preocuparme por lo que piense mi querida hermana. —Malus se incorporó y se inclinó hacia ella—. Cabe la posibilidad de que todo esto sea un elaborado plan destinado a castigarnos tanto a Urial como a mí. Me envió aquí con la preciosa reliquia de mi hermano, con la esperanza de que me perdiera para siempre.

Lhunara se puso ceñuda.

—Hasta ahora, yo diría que lo ha logrado. ¿Y por qué continuar con este estúpido encargo, entonces? ¿Por qué no regresamos a Hag Graef?

—Porque Urial está allí, y también mis antiguos aliados, además de sus contactos del templo —dijo Malus—. Nagaira ha pensado esto con cuidado. Si me quedo aquí, en los Desiertos del Caos, muero. Si regreso con las manos vacías, muero. La única salida que me queda pasa por el templo. Debo lograr el éxito, o estaré acabado.

—¡Estás suponiendo que existe un templo! ¡Todo lo que tienes para guiarte es lo que te dijo tu hermana!

—No —respondió Malus, y señaló al hombre bestia—. Ese ser sabe dónde está Kul Hadar. Y es allí adonde iremos.

Lhunara abrió la boca para protestar, pero conocía demasiado bien la implacable expresión que había en los ojos de Malus.

—Como desees, mi señor —dijo con un suspiro—. Sólo espero que el resto de nosotros pueda sobrevivir para celebrar tu triunfo.

La desolada expresión del rostro de Lhunara provocó una sonora carcajada de Malus.

—No temas —dijo, no sin amabilidad—. Si quisiera que murieses, te mataría yo mismo. Ahora, monta y marchémonos.

Al cabo de una hora llegaron a la periferia de la ciudad, tras pasar lentamente por encima de montones de piedras derrumbadas y móviles montones de arena. Resultó que no había puerta norte, y la partida de guerra se vio obligada a buscar una sección de muralla derrumbada que fuera lo bastante grande y trepar por encima de los escombros. La oscura montaña se encumbraba a lo lejos, amortajada con nubes de polvo arrastrado por el viento.

Malus se volvió a mirar al hombre bestia, que iba sobre el nauglir de Lhunara, detrás de la silla de montar de la oficial. El noble no sabía muy bien quién parecía más incómodo con la situación, si el gélido, Lhunara o el nuevo guía.

—¿Kul Hadar? —inquirió Malus.

El guía señaló hacia el noroeste con un dedo provisto de garra; aparentemente, indicaba un punto situado lejos del pico hendido.

—Hadar —gruñó la criatura, y añadió algo más en su gutural idioma.

Malus miró desde la montaña hacia la dirección indicada por el hombre bestia. No tenía sentido. «Pero estamos en los Desiertos del Caos —pensó—. Además, ¿de qué sirve tener un guía si no sigues sus instrucciones?»

—De acuerdo —le dijo el noble a la criatura—. Pero no olvides a tu compañero de manada, el que se quedó en la fortaleza. Eso es lo que les sucede a quienes dejan de serme útiles.

Puede que el hombre bestia no hubiese entendido las palabras pero, por la expresión de sus ojos, había captado el mensaje con total claridad.

—¡Hadar! —repitió la criatura, esa vez con mayor fuerza, señalando al noroeste.

Malus tiró de las riendas para desviar a Rencor de la dirección de la montaña.

—Supongo que esto tiene tanto sentido como cualquier otra cosa —murmuró, y espoleó al nauglir para que comenzara a trotar.

Llegaron al bosque cuando caía la noche.

Durante todo el día, la montaña se había alzado a la izquierda, sin alejarse ni acercarse más. La partida de guerra cabalgaba por desolados llanos de cambiante polvo y cascajo, y de vez en cuando pasaban ante algún árbol marchito o un lago seco.

Cuando el sol se hundió en el oeste, el terreno comenzó a ascender suavemente, y la vegetación se hizo más abundante. El caliente viento sulfuroso amainó, y antes de darse cuenta, los druchii cabalgaban por onduladas colinas cubiertas de sotobosque y débiles árboles de hojas negras. Animales invisibles siseaban y parloteaban a su paso, y en una ocasión, una criatura de anchas alas correosas salió volando de entre los matojos y se elevó hacia el norte, chillando de agitación ante la presencia de intrusos.

Malus comenzaba a buscar posibles lugares para acampar cuando Rencor coronó una alta loma y se encontró mirando la linde del esquivo bosque. Al otro lado, se alzaba la gran montaña, con la profunda herida destacada como una línea de negrura abisal contra el gris acero de las faldas. Por un momento, Malus no creyó lo que veían sus ojos. ¿Cuándo habían comenzado a desviar el rumbo para volver hacia el pico? Por mucho que lo intentaba, no podía recordarlo. «No importa —pensó—. Estamos aquí».

Lhunara situó a su gélido junto a Rencor.

—¿Acampamos aquí, mi señor?

La luz diurna casi había desaparecido del todo, pero las auroras del norte ya hervían en el cielo, en el más vivido despliegue que Malus hubiese visto jamás. Rayas y grandes bucles de azul, rojo y violeta trazaban arcos sobre las nubes y proyectaban sombras temblorosas entre los altos árboles.

—Avanzaremos un poco más —decidió el noble, al fin—. Sospecho que los jinetes de Urial no necesitan dormir. Quiero cubrir tanto terreno como sea posible mientras haya luz suficiente para ver.

En algún punto de las profundidades del bosque, una criatura lanzó un largo aullido malhumorado. Los gélidos se agitaron con intranquilidad, y Malus sintió que Rencor inspiraba para lanzar una respuesta, así que le clavó las espuelas para contenerlo. Miró al hombre bestia.

—¿Kul Hadar?

El hombre bestia permanecía sentado y con los hombros caídos, al parecer indiferente al extraño aullido. A regañadientes, señaló en línea recta, hacia el sombrío bosque.

—Muy bien, pues —dijo Malus al mismo tiempo que alzaba una mano para que la partida de guerra avanzara. Después, cogió la ballesta que llevaba colgada en la parte trasera de la silla.

Había varios senderos muy transitados que se adentraban en el bosque; eran lo bastante anchos para que incluso los jinetes de gélidos los transitaran cómodamente en fila india. Los altos robles y cedros bloqueaban buena parte de la luz de las auroras con sus largas ramas, pero colonias de hongos verdes y azules ascendían por los troncos de muchos de ellos y radiaban una débil luminiscencia que permitía ver el sendero lo suficiente para recorrerlo. La pequeña columna avanzaba lentamente por la quietud sobrenatural. Ningún animal nocturno alteraba el silencio con gritos, observación que a Malus le puso los nervios de punta.

Habían estado cabalgando durante una hora bajo los árboles cuando volvieron a oír el aullido. Una vez más, procedía del oeste, pero parecía algo más cercano que antes. «Lo que sea que lance el largo grito hambriento tiene que ser enorme —pensó el noble—, a juzgar por la fuerza y duración del sonido. Algo tan grande como un gélido, o posiblemente más».

Luego se oyó otro aullido; también procedía del oeste, pero esa vez había sido emitido por un ser diferente. Parecía estar un poco más lejos que su predecesor, pero aún demasiado cerca como para que se sintieran cómodos. Cuando sonó otro grito —un ladrido desde el este—, Malus se preocupó. «Una manada —pensó—. Y por los aullidos parece que están cazando.» Rencor se removió con intranquilidad debajo de él, y uno de los otros gélidos lanzó un gemido bajo. Malus espoleó a la montura para que trotara, mientras forzaba la vista para ver el sendero que se extendía ante él. «Tal vez si podemos escapar de su camino…»

Durante unos pocos minutos, nada rompió el silencio del bosque, salvo los pesados pasos de Rencor, pero luego otro aullido estalló en la quietud, y a menos de un kilómetro y medio al oeste se oyó un crujido tremendo, como un árbol partido por el paso de algo veloz y poderoso. Un nuevo aullido le respondió desde el este, y luego otro. «Son cuatro —pensó Malus—. ¡Y nos han olido!»

No podían avanzar más rápidamente en la oscuridad. Las ramas de los árboles eran muy bajas y había poca luz. Malus oyó que unos seres enormes atravesaban el bosque destrozándolo todo a ambos lados del sendero que quedaba detrás de ellos… Eran pesados pasos de dos, cuatro e incluso tres patas. Y luego…, silencio.

Malus hizo detener a la columna y forzó los sentidos para penetrar las densas sombras que los rodeaban por todas partes. No se oía nada más que la pesada respiración de los gélidos. El noble se volvió para mirar a Lhunara. La cara de la oficial estaba tensa, pero el hombre bestia que iba detrás de ella parecía casi enloquecido de miedo.

«No podemos dejarlos atrás —pensó Malus—. Tal vez podamos hacerles frente y rechazarlos». Hizo dar media vuelta a Rencor y comenzó a retroceder a lo largo de la columna.

—Ballestas preparadas —le dijo a cada druchii al pasar.

El guerrero que iba en la retaguardia de la columna era el mismo que había hecho guardia en el castillo la noche anterior. Malus se detuvo junto a él.

—¿Ves algo?

El druchii, con el semblante pálido, observó el sendero que habían dejado atrás.

—No —susurró—, pero los oigo. Se mueven de un lado a otro en la oscuridad, detrás de los árboles.

Entonces, Malus también los oyó: enormes moles se desplazaban lenta y cautelosamente entre las sombras, a unos cincuenta metros detrás de ellos. Forzó los ojos para penetrar la oscuridad, pero no lo logró. El resplandor que generaban los hongos sólo ahondaba las sombras situadas más allá de los árboles, y las criaturas, fueran lo que fueran, eran cautas y astutas.

—Están estudiándonos —dijo Malus a medias para sí mismo—. Intentan decidir si somos una presa.

Malus se irguió en la silla de montar y, tras pensar durante un momento, guardó la ballesta y desenvainó la espada.

—Es hora de que les gruñamos una respuesta —le dijo el noble al druchii que tenía junto a él—. Mantén la ballesta preparada. Voy a intentar darles un susto.

El druchii asintió, aunque tenía los ojos desorbitados. Malus inspiró profundamente y espoleó a la montura para que avanzara. Rencor, que percibía la presencia de las invisibles criaturas, gruñó con fuerza.

Se partieron ramas y en la oscuridad que tenían delante resonaron pesados pasos. Malus hacía avanzar a Rencor y sentía que el nauglir estaba cada vez más tenso. La cola de la criatura comenzó a agitarse coléricamente, y el noble atisbó algo grande que asomaba el hocico a través de los espesos matorrales situados ante él. Malus hizo que Rencor se acercara lentamente al ser. Como era previsible, el nauglir lanzó un largo y furioso bramido que fue rápidamente recogido por el resto de gélidos de la columna. «¿Lo veis? —pensó Malus—. No somos ningún tímido venado que podáis matar. Será mejor que busquéis presas menos mortíferas».

Justo en ese momento, Malus percibió un ligero movimiento a la derecha. Se volvió al instante, pero lo único que vio fue un atisbo de algo grande que se deslizaba velozmente a través de los matorrales y pasaba de largo en dirección al resto del grupo. «Son más sigilosos de lo que me indujeron a creer —pensó Malus con asombro—. ¡Eso significa que éste de aquí delante es sólo una distracción!»

En ese momento, la criatura que Malus tenía enfrente lanzó un alarido salvaje y cargó hacia él como un jabalí enloquecido. Atronadores gritos le respondieron desde un punto situado más adelante en el sendero.

Matorrales y arbolillos jóvenes se partían al pasar la bestia que cargaba hacia el noble, y Malus sintió cómo el aire se espesaba a medida que se aproximaba. Monstruosa como era, de la criatura se desprendía una aura de palpable disformidad que captaron incluso los sentidos de Rencor, el cual retrocedió con un aullido de sobresalto. Luego, el monstruo saltó al sendero, e incluso el noble gritó de miedo y asco ante la abominación que se alzó de manos ante él.

Se trataba de algo enorme, tanto como Rencor, con un cuerpo que era poco más que un montón de carne y músculos cancerosos soportados por cuatro patas gruesas como troncos. Largos brazos estrechos rematados por hoces de hueso desnudo que lanzaron tajos hacia Malus cercenaron tres ramas y abrieron grandes estrías en los troncos de los árboles que hallaron en el camino. No tenía ojos, ni siquiera un rostro que Malus pudiese reconocer como tal, sólo una redonda boca de lamprea situada en el extremo de un grueso tronco musculoso. Hileras de dientes aguzados palpitaron hasta la garganta del monstruo cuando el esófago, que era como un esfínter, se dilató y les lanzó un rugido enloquecido al noble y su montura.

—¡Que la Madre Oscura nos proteja! —exclamó Malus, horrorizado, al mismo tiempo que tiraba de las riendas de Rencor.

La deforme monstruosidad se lanzó hacia el noble en el momento en que el nauglir giraba sobre sí mismo y la golpeaba con la poderosa cola. El impacto hizo tambalear al monstruo y lo lanzó contra un roble enorme, que se partió bajo su peso. Las hoces de hueso atacaron al gélido, pero Malus clavó las espuelas en los flancos de Rencor y lo lanzó por el sendero a gran velocidad, aunque en el límite de lo prudente.

Más criaturas deformes habían salido al sendero desde el bosque. Malus oyó gritos histéricos del druchii con el que había hablado apenas momentos antes. Uno de los monstruos había saltado sobre el gélido del hombre, al que había inmovilizado contra el suelo con las cuatro zarpas y había reducido a un despojo sangrante con las hoces de los brazos. Malus vio las piernas del druchii, que aún pataleaban mientras el monstruo lo hacía bajar, con armadura y todo, por la garganta llena de colmillos.

Con un alarido furioso, Malus espoleó con más fuerza a la montura y se lanzó directamente contra el espantoso monstruo. «Yo también puedo jugar a esto», pensó, enloquecido. En el último instante, tiró de una de las riendas.

—¡Arriba! —gritó.

Rencor saltó sobre el monstruo, y las patas provistas de garras cortaron y arañaron mientras intentaban sujetarse. El monstruo pareció distenderse bajo el peso del gélido; se aplastó como si no tuviera esqueleto. El icor manó como una fuente por grotescas heridas, allí donde las zarpas del nauglir arrancaban trozos de carne pútrida; pero era como desgarrar un montón de estiércol.

Malus le asestaba tajos con la espada y sentía náuseas a causa del hedor a podrido que flotaba en el aire. La criatura aullaba y gorgoteaba de furia, y lanzaba salvajes tajos con los brazos. Finalmente, las garras de Rencor lograron aferrarse, y el gélido saltó por encima del monstruo en el preciso momento en que uno de sus compañeros de manada avanzaba pesadamente por detrás. Malus continuó corriendo sendero adelante y se arriesgó a echar una sola mirada atrás, momento en el que vio que el monstruo mortalmente herido era apartado a un lado por el compañero de manada con el fin de continuar la persecución.

La partida de guerra estaba en plena lucha, intentando escapar de la trampa. Malus veía agitarse las colas de los nauglirs que corrían más adelante y pasaban ante galopantes cuerpos gelatinosos, erizados de hoces de hueso y zarpas. El noble se agachó sobre el lomo de la montura, espada en alto, y dejó que Rencor apartara a los monstruos a golpes de hombro. El gélido chocaba contra los glutinosos cuerpos de los monstruos y a veces los atravesaba, de modo que rociaba a Malus con fluidos malolientes. Pero al cabo de pocos momentos dejaron atrás la manada y comenzaron a alejarse. Aullidos de cólera y hambre hicieron temblar los oscuros árboles y parecieron resonar por todas partes.

A pesar de lo sorprendentemente rápidos que eran los monstruos, estaban lejos de ser ágiles, mientras que los gélidos recorrían con facilidad los serpenteantes senderos. Escasos minutos después, el grupo se había alejado de los perseguidores, pero los monstruos parecían incansables y no aminoraban el paso. Malus avanzó con rapidez hasta la vanguardia de la columna, donde Lhunara cabalgaba con una espada manchada en cada mano; los ojos, desorbitados, evidenciaban una mezcla de terror y furor guerrero. El noble vio que el hombre bestia había desaparecido.

—¿Qué le ha sucedido al guía? —chilló Malus.

—Saltó hacia los árboles al principio de la emboscada. ¡No pude detenerlo!

Malus lanzó una maldición terrible.

—¡Mantén los ojos abiertos por si hay desvíos en el sendero! —gritó—. Esas cosas no pueden seguir nuestra velocidad; si podemos desviarnos, lo haremos, y si no, veremos si se cansan y abandonan.

Pero pasaban los minutos, y los monstruos se negaban a renunciar a la persecución. Los nauglirs corrían incansablemente, pero Malus sabía que los vigorosos gélidos tenían sus límites. «¿Por qué continúan persiguiéndonos? —se preguntó el noble—. No pueden darnos alcance; eso debería resultarles obvio a estas alturas».

Justo entonces, Malus se vio sorprendido por una inundación de luz caótica procedente de lo alto. El sendero descendía bruscamente hacia un valle de montaña, y los árboles se separaban a ambos lados de un estrecho y oscuro arroyo. «Más espacio para maniobrar, al fin —pensó Malus—. Si puedo dirigir a la partida de guerra como una sola unidad, podríamos tener alguna posibilidad contra esas cosas».

La mente de Malus trabajaba a toda velocidad para trazar tácticas mientras le hacía un gesto a la columna para que formara una línea y continuara corriendo por el valle. Habían cubierto casi cien metros cuando entre los árboles de ambos lados estallaron aullidos y gritos de guerra, y una horda de hombres bestia cargó desde las sombras de los árboles, agitando hachas y garrotes en el aire.

«Sabuesos de cazadores —se dijo Malus, mientras se le helaba el corazón—. Esas criaturas estaban conduciéndonos por el sendero hacia sus amos».

En la oscuridad y confusión no había modo de determinar cuántos hombres bestia había, pero estaba claro que los druchii se encontraban ampliamente superados en número y rodeados por todas partes. Con la batalla encima, Malus tomó la única decisión posible. Alzó la espada.

—¡Adelante! —gritó.

Los gélidos bajaron la cabeza y cargaron para adentrarse más en el valle. Una parte de los hombres bestia cerraron filas detrás de ellos y comenzaron la persecución, y la muralla de enemigos que tenían delante se lanzó contra los druchii en desordenada formación. Los caballeros que cargaban chocaron con los hombres bestia, y empezaron a oírse los crujidos de los huesos al partirse y el sonido característico del acero contra la carne.

Un hombre bestia desapareció bajo las zarpas de Rencor con un alarido ronco. Malus le lanzó un tajo a otro que tenía cabeza de cabra y era casi tan alto como él; la cornuda testa aullante quedó separada del grueso cuello musculoso. La sangre le salpicó la armadura, pero Malus agradeció el acre olor de ésta tras el horrendo icor de los monstruosos engendros del Caos que habían encontrado en el bosque. Un pesado golpe resonó contra el lado izquierdo de su peto, y Malus lanzó un tajo contra la cabeza de otro hombre bestia y cercenó parte de un cuerno curvado. Otro enemigo saltó hacia él por la derecha; blandía una hacha que erró en el muslo y abrió un tajo en el borrén de la silla de montar. El noble respondió con un golpe de revés en un ojo del atacante. El enemigo dejó caer el hacha y retrocedió con paso tambaleante al mismo tiempo que se llevaba las manos a la cara herida.

Malus espoleó a Rencor para que avanzara y derribara a los hombres bestia que tenía delante, en tanto los golpes de cola del nauglir partían huesos. Una mano con garras intentó coger las riendas, y Malus la cercenó por la muñeca. Una hoja de hacha se desvió sobre el acorazado muslo, y un garrote se estrelló contra el espaldar y lo lanzó contra la silla. Luego, Rencor salió de un salto del apretado grupo y continuó cargando valle adentro, con lo que dejó momentáneamente atrás a los hombres bestia.

Con una rápida mirada, Malus comprobó que el resto de la partida de guerra también se había abierto paso fuera de la masa enemiga y avanzaba torpemente en una desordenada fila, junto a él. La destreza, la experiencia y las pesadas armaduras habían ganado la partida, pero el enemigo se hallaba lejos de estar vencido. Malus señaló un grupo de rocas dispersas que había más adelante.

—¡Formad una línea allí y preparad las ballestas! —ordenó.

Los druchii alzaron la espada a modo de respuesta y espolearon a los gélidos hacia las rocas.

Habían ganado tal vez unos treinta metros de ventaja respecto a los hombres bestia. Malus miró por encima del hombro y vio que quedaban cerca de cien que avanzaban a brincos en desordenada turba y le aullaban al cielo. Peor aún, vio cómo la manada de monstruos armados con hoces ascendía lentamente por el valle, tras ellos. Era probable que pudiese derrotar a los hombres bestia con unas cuantas andanadas de saetas y otra carga, pero incluso los gélidos les tenían miedo a las deformes criaturas. «Sin embargo, si hacemos retroceder a los hombres bestia hacia sus sabuesos, podríamos conseguir un poco de espacio para maniobrar —pensó—. Aunque, incluso en ese caso, nuestras perspectivas son muy malas».

Malus llegó hasta las rocas junto con los otros guerreros.

—Preparaos para disparar —dijo—. Tres andanadas, y luego cargaremos. Intentaremos derrotar a los animales y escabullimos más allá de sus monstruos aprovechando la confusión.

Justo en ese momento, un cuerno gimió en el fondo del valle. Un aullido como el grito de una doncella espectral resonó entre los árboles. Malus se puso de pie en los estribos y vio cómo otro oscuro grupo de hombres bestia salía de entre los árboles situados al oeste agitando antorchas por encima de la cabeza. «Otros cincuenta, tal vez —pensó, ceñudo—. Esto vamos a pagarlo caro».

Entonces, para sorpresa de Malus, los recién llegados lanzaron sacos o vejigas contra el lomo de los enormes monstruos. Tras las vejigas arrojaron las antorchas, y de repente, la manada se vio envuelta en azules llamas que ascendían hacia el cielo.

Un grito de cólera se alzó entre los hombres bestia situados más adentro del valle, y la confusión hizo acto de presencia cuando los que blandían antorchas cargaron valle arriba contra ellos.

Varios druchii lanzaron vítores de alivio. Lhunara se volvió a mirar a Malus.

—En el nombre de la Oscuridad Exterior, ¿qué está sucediendo?

Malus negó con la cabeza.

—No tengo ni idea, pero le daré gracias a la Madre Oscura por este regalo. —Más abajo, las dos turbas de hombres bestia habían chocado una con otra, y los sonidos de la batalla estremecían el aire. El noble se volvió a mirar a los guerreros—. ¡Comprobad vuestras ballestas y aseguraos de que están cargadas al máximo! ¡Avanzaremos al paso y dispararemos contra la refriega!

Lhunara frunció el ceño.

—¿A quién apuntamos?

—¿Qué importa? Todos podrían ser enemigos. Mataremos tantos como podamos y ya nos preocuparemos por el resto cuando llegue el momento. —Malus envainó la espada y cogió la ballesta—. ¡Preparados…! ¡Avanzad!

Los gélidos regresaron lentamente por el valle. Los druchii alzaron las ballestas y escogieron un blanco.

—¡Disparad a discreción! —ordenó Malus, y la carnicería comenzó.

Las ballestas restallaron y las saetas silbaron por el aire. Dada la oscuridad y la arremolinada refriega, resultaba difícil ver los efectos causados por los disparos. Los druchii volvieron a cargar las ballestas y dispararon otra vez. A la tercera salva, las filas de hombres bestia parecieron oscilar. Luego, de modo repentino, una onda fría espesó el aire alrededor de las criaturas, y Malus sintió que se le erizaba el vello de la nuca. «¡Brujería!», pensó el noble. Los gritos de batalla se transformaron en lamentos de desesperación, y un numeroso grupo de hombres bestia arrojaron las armas y echaron a correr directamente hacia Malus y su partida de guerra.

—¡Disparad a discreción! —ordenó el noble.

Malus apuntó a un hombre bestia que corría y le clavó una saeta en el centro del pecho. Los druchii accionaban las ballestas con rápida y brutal eficacia, cargando, disparando y volviendo a cargar. Habían matado casi una veintena de hombres bestia cuando éstos se dieron cuenta del peligro que tenían delante y se dispersaron para huir hacia la seguridad de los árboles situados al este y al oeste.

Malus apuntó a otro hombre bestia y disparó, y la saeta se clavó en la espalda de la criatura.

—¡Dejad de disparar! —ordenó cuando el hombre bestia se desplomó.

En el valle, más abajo, los hombres bestia armados con antorchas habían acabado con los últimos oponentes, y entonces avanzaban cuesta arriba. Malus vio que a la cabeza de la horda iba un hombre bestia enorme que llevaba un báculo descomunal y se cubría los encorvados hombros con un ropón.

El noble estudió atentamente a la turba que avanzaba hacia ellos. Parecían cautelosos, pero no abiertamente hostiles. Por impulso, guardó la ballesta.

—Creo que vienen a parlamentar —le dijo a Lhunara—. Retén a los hombres aquí. Si algo sale mal, venid a buscarme.

—Sí, mi señor —replicó Lhunara, pero la expresión sofocada de su rostro revelaba de modo elocuente la verdadera opinión que tenía sobre el plan de Malus.

El noble espoleó a la montura y trotó por el terreno sembrado de cadáveres al encuentro de los recién llegados.

El hombre bestia brujo les gruñó una orden a sus compañeros cuando vio que Malus se acercaba, y luego él y otro continuaron avanzando entre los hombres bestia caídos hasta situarse a aproximadamente diez metros por delante de la turba armada con antorchas.

Malus se detuvo a una distancia desde la que parlamentar cómodamente, y mostró las manos vacías.

—Bien hallado, desconocido —gritó al mismo tiempo que se daba cuenta, demasiado tarde, de que el hombre bestia probablemente no entendía ni una sola palabra de lo que estaba diciendo—. Parece que mi enemigo es tu enemigo. ¿Tienes nombre?

Al oír esto, el segundo hombre bestia salió de detrás del brujo, y Malus se sorprendió al ver que era su antiguo prisionero. El hombre bestia se irguió en toda su estatura y señaló con gesto espectacular al enorme brujo.

Los ojos de Malus se abrieron de par en par. Había estado equivocado desde el principio. Kul Hadar no era en absoluto el nombre de un lugar.

El brujo agitó la cornuda cabeza y sonrió.

—Salve, druchii —tronó la voz del brujo en un druhir gutural—. Soy Kul Hadar.