14: Cazadores y cazado

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Cazadores y cazado

Parecía que las planicies malditas no tenían fin. Cabalgaron desde el alba hasta bien entrada la noche, bajo el lunático resplandor de las luces del norte, y se detuvieron sólo cuando estaban demasiado cansados para continuar. Sin embargo, al despertar a la mañana siguiente no parecía que estuvieran más cerca de la oscura montaña y los bosques que la rodeaban.

La partida de guerra cabalgaba bajo un cielo de arremolinadas nubes que velaban eternamente la luz del sol. La noche y el día eran meros grados diferentes de gris y negro que pasaban de uno a otro de un modo sutil y sigiloso, lo que despojaba a la mente de cualquier sentido del paso del tiempo. Las tormentas iban y venían; a menudo se levantaban sin previo aviso y amainaban de manera igualmente súbita. Ellos ya no se detenían a esperar que pasaran, sino que se arropaban con las capas y espoleaban a las monturas hacia el esquivo bosque y la esperanza de hallar cobijo.

Las provisiones también comenzaban a ser una fuente de preocupación. Entonces se veían reducidos a raciones de mantenimiento: galletas duras como la roca y finas lonchas de carne desecada, lo suficiente para una comida diaria cada uno.

Durante el día veían muy pocos animales, principalmente formas oscuras como buitres que volaban por encima de las cumbres de las montañas, a lo lejos. En una ocasión, una de las aves se desvió y se acercó demasiado a la columna, y Lhunara la derribó con una flecha de ballesta. Pero cuando los hambrientos druchii abrieron al animal, se encontraron con que las entrañas estaban llenas de gusanos que se retorcían.

Durante la noche se oían aullidos y gritos de cacería. Algunos parecían ser de leones como los que ya se habían encontrado, mientras que otros no se parecían a nada que los druchii hubiesen oído antes. Cuando acampaban, los nauglirs, echados, se levantaban y bramaban un desafío cuando una de las criaturas se acercaba demasiado, cosa que los arrancaba precipitadamente a todos del inquieto intento de dormir para lanzarlos a gatas en busca de las armas. Al final, Malus había ordenado que cada noche les quitaran a los gélidos las sillas de montar y los dejaran libres para cazar.

Las enormes bestias tenían que comer con regularidad o su legendario vigor comenzaría a fallar, y el noble no podía imaginar que en las planicies hubiese algo que pudiera defenderse de toda una manada de nauglirs que salía de caza. Por lo que podía ver, no obstante, no daba la impresión de que los gélidos tuvieran mucha más suerte que los druchii. Cada vez estaban de peor humor, y a veces les lanzaban mordiscos a los jinetes cuando se les acercaban con la silla de montar y las riendas. A menos que algo cambiara pronto, ese comportamiento agresivo se convertiría en un problema mucho más grave.

Los druchii empezaron a dormir mientras cabalgaban durante el día, y se mecían como borrachos a causa del ondulante paso de las monturas. Malus los presionaba hasta donde consideraba prudente, tanto para llegar al bosque lo antes posible como para mantener a la partida de guerra lo suficientemente cansada como para no intentar la rebelión.

Hasta donde podía calcular, llevaban ya cinco días en las planicies cuando se tropezaron con los bárbaros. Hacía casi una hora que Rencor se mostraba tenso, olfateaba el aire y gruñía desde las profundidades del pecho, pero el noble estaba demasiado cansado y hambriento para ponerse a pensar en la causa de ese comportamiento. Luego, empezó a oír un débil entrechocar metálico cada vez que el cambiante viento llegaba del norte. Al fin, su fatigada mente reconoció el sonido por lo que era: el choque de acero contra acero. Una batalla.

Unos quinientos metros más allá, el terreno comenzó a ascender suavemente hasta una cadena de colinas bajas situadas a un kilómetro de distancia. Cuanto más se acercaban a la cadena de colinas más fuerte era el ruido, punteado por alaridos y gritos sedientos de sangre. A esas alturas, los demás integrantes de la partida de guerra también lo habían oído y varios de ellos tenían las ballestas cargadas y preparadas.

Al ascender por la cuesta, Malus alzó una mano y les hizo a los guerreros una señal para que formaran en línea. Justo cuando llegaban a la cima, una pequeña parte de su mente observó que tal vez habría obrado mejor enviando un par de exploradores por delante para ver qué sucedía antes de comprometer a toda la partida. El noble maldijo silenciosamente para sí mismo; el agotamiento y el hambre alteraban su criterio.

La batalla había acabado por completo cuando los druchii llegaron con cautela a la cima; a más de medio kilómetro de distancia, los vencedores estaban rodeando a los enemigos restantes y los asesinaban de modo sistemático. Partidas de jinetes galopaban de un lado a otro por la llanura situada más abajo y cercaban a grupos más pequeños, a los que derribaban con lanzas arrojadizas y hachas.

Sobre la tierra batida había docenas de cuerpos, tanto de caballos como de hombres. Los guerreros eran humanos, por lo que Malus podía ver, ataviados con pieles y dispares piezas de armadura. Montaban robustos ponis peludos, que parecían compensar con fuerza y ligereza lo que les faltaba en tamaño.

Cerca del centro de la masa de guerreros en movimiento, Malus distinguió lo que parecían ser los restos de un campamento.

El noble hizo que Rencor se detuviera en seco. El nauglir arenaba la tierra, impaciente ante la presencia de tanta carne de caballo a su alcance.

—¡Vanhir! —llamó Malus mientras forcejeaba con las riendas.

Obediente, el caballero se separó de la formación y obligó al gélido a avanzar hacia Malus.

—¿Mi señor?

Malus señaló la batalla de la llanura con el mentón.

—¿Qué conclusión sacas de ese lío?

—Humanos salvajes —dijo el caballero, de inmediato—. Bárbaros nórdicos, por el aspecto de los ponis. Estamos cerca de los territorios de su tribu, y deduzco que es una partida de incursión que regresa a los cuarteles de invierno.

Malus frunció el entrecejo.

—¿Contra quién luchan?

—Unos contra otros —replicó Vanhir, con desdén—. Una disputa por el botín, supongo. Están tan cerca de sus territorios natales que algunos deben de haber pensado que podían privar a otros de la parte que les correspondía sin correr riesgos.

«Entonces, no son tan diferentes de nosotros», pensó Malus. Intentó calcular el número de bárbaros que había en el campo de batalla: al menos treinta, entre vencedores y vencidos.

—Son más numerosos, pero van mal acorazados —reflexionó el noble—. ¿Crees que nos han visto ya?

Justo en ese momento, a uno de los gélidos se le agotó la paciencia, se alzó de manos y lanzó un rugido de caza que recogieron los otros nauglirs. Para cuando los druchii recobraron el control de las monturas, la llanura estaba cubierta de ponis que se alzaban de manos, y de nómadas que gritaban y gesticulaban.

—¿Qué decías, mi señor?

—Nada —dijo Malus—. ¿Qué harán ahora?

Vanhir pareció conmocionado por el hecho de que el noble formulase una pregunta semejante.

—Pues atacarán, mi señor —respondió—. Los nómadas adoran al Señor de los Cráneos. Veréis… ¡Ya vienen!

En efecto, los bárbaros se habían recobrado de la sorpresa inicial, y los jinetes —todos juntos, al parecer de nuevo unidos contra un enemigo común— ya habían formado en un desordenado grupo que trotaba hacia ellos. Agitaban hachas ensangrentadas por encima de la cabeza y bramaban ululantes gritos de guerra mientras cabalgaban.

—Muy bien. Regresa a la formación, Vanhir —ordenó Malus, y después se puso de pie sobre los estribos—. ¡Sa’an’ishar! ¡Ballestas preparadas! —gritó—. ¡Dos andanadas a mi orden, y luego preparaos para cargar!

Malus extendió un brazo hacia atrás para coger la ballesta en el momento en que los nómadas taconeaban a los ponis para que aceleraran hasta un trote ligero. Ya casi estaban al pie de la cadena de colinas. A esa distancia, vio que llevaban la cara pintada con una pasta blanca que les confería el aspecto de cráneos, y espesas melenas de pelo trenzado se agitaban violentamente al viento. Cada jinete, según vio el noble, llevaba un manojo de cabezas cortadas atadas por el pelo a la silla de montar.

—¡Preparados! —gritó al mismo tiempo que alzaba la ballesta hasta el hombro.

Recorrió con los ojos las primeras filas de la turba que se aproximaba, en busca del jefe. Se decidió por un nómada enorme que montaba un peludo poni negro y llevaba una descomunal hacha de guerra en una ancha mano. La cabeza del hombre había sido afeitada y tatuada con toscos sigilos rojos, y la cara tenía más rasgos en común con un lobo que con un hombre. Mientras Malus observaba, el nómada enseñó dientes puntiagudos al lanzar un bramido, y la horda aceleró hasta el galope.

—¡Disparad! —gritó Malus, y la ballesta restalló en su mano.

El nómada con cabeza lobuna se tambaleó sobre el poni cuando una saeta de negras plumas se le clavó en el pecho. Se aferró a la silla de montar por espacio de dos segundos; luego, los insensibles dedos soltaron el hacha, y el bárbaro cayó de espaldas al suelo.

El noble ya accionaba el mecanismo de carga con movimientos rápidos y seguros, perfeccionados por los años de práctica. Media docena de bárbaros habían caído heridos por flechas o derribados por ponis agonizantes y pisoteados por sus compañeros. Los incursores, de cuyas hachas caían regueros de sangre, ya habían llegado a la mitad de la cuesta. La ballesta de Malus se cargó con un chasquido, y él escogió otro objetivo.

—¡Preparados! —bramó, y oyó los gritos de respuesta de sus hombres. Al azar, Malus escogió a un jinete que llevaba en alto una lanza arrojadiza—. ¡Disparad!

La ballesta restalló, y la saeta se clavó en la garganta del hombre, la atravesó y le seccionó la columna vertebral; una mancha roja apareció en torno al cráneo del nómada, que, como una muñeca de trapo, cayó al suelo.

Malus colgó la ballesta de la silla de montar y desenvainó la espada. Los humanos ya estaban casi sobre ellos. Otras espadas susurraron al salir de las vainas de la formación druchii.

—¡Cargad!

Los nauglirs saltaron hacia adelante con un frenético rugido. Por un momento, Malus apenas logró mantenerse sobre la silla de montar cuando Rencor, hambriento, dio un brinco hacia el poni más cercano. El animal chilló de terror e intentó apartarse, pero el gélido lo cogió por el cuello y cerró las fauces en medio de una fuente de sangre caliente. El jinete salió despedido hacia adelante a causa del impacto y cayó cuan largo era sobre el cuello de Rencor, donde Malus le atravesó el cráneo con la espada. Otro incursor pasó por la derecha y le asestó un resonante golpe de través sobre el peto que lo lanzó contra la parte posterior de la silla de montar e hizo que su espada saliera girando por el aire. Aferrándose a la silla de montar, espoleó salvajemente al gélido para apartarlo del improvisado banquete mientras sacaba de forma apresurada la segunda espada de la vaina y se erguía, dolorido.

Otro jinete galopó hacia Malus desde la izquierda. El noble tiró de las riendas para situar la cabeza de Rencor en el camino del nómada, y el gélido arrancó al hombre de encima de la montura. El incursor bramó de furia y halló fuerzas para asestarle débiles tajos en el hocico antes de que Rencor le seccionara el torso e hiciera caer al suelo las extremidades y la cabeza.

A esas alturas, los incursores habían pasado más allá de los druchii y estaban girando en lo alto de la cadena de colinas. Sobre la ladera yacían una docena de cuerpos de nómadas y un druchii cuyo hambriento nauglir lo había aplastado al saltar sobre el primer poni a su alcance y rodar ladera abajo con la presa. Quedaban menos de la mitad de los incursores, pero los bárbaros de mirada salvaje no daban muestras de que quisieran abandonar la lucha. Malus hizo girar a Rencor y lo espoleó para que volviera a subir la pendiente; en ese momento, los nómadas se lanzaron hacia él.

Una vez más, Rencor se lanzó hacia el poni más cercano, pero esa vez el nómada era un jinete experto, al que, además, enloquecía la sed de batalla. En el último momento hizo saltar al poni por encima de la cabeza del gélido, y Malus se encontró mirando con ojos desorbitados las encogidas patas y el ancho pecho del animal, que volaba hacia él como una piedra que caía desde lo alto. Antes de que pudiera reaccionar, Rencor atrapó los cuartos traseros del poni con las fauces, y de repente, jinetes y monturas daban volteretas ladera abajo.

El poni del nómada le dio a Malus un golpe de soslayo que lo hizo salir volando de la silla. Aterrizó con un fuerte impacto a casi doce metros de distancia, en medio de una lluvia de tierra y hierba, pero, muy probablemente, el golpe le había salvado la vida. Rencor y el poni agonizante pasaron de largo rodando por la ladera; el animal chillaba desesperadamente de dolor y terror. El incursor se detuvo a poca distancia, sin sentido a causa de la caída, y Malus saltó sobre él mientras estaba indefenso y le cortó la cabeza de un tajo.

Para cuando Malus se levantó con paso tambaleante, la batalla había acabado. Los ponis sin jinete relinchaban y galopaban en todas direcciones; algunos eran perseguidos por nauglirs fuera de control, cuyos jinetes maldecían y forcejeaban con las riendas. Un nómada sin montura se lanzó ladera abajo hacia uno de los druchii; el inutilizado brazo izquierdo le colgaba al lado. Malus observó cómo Dalvar sacaba un cuchillo del cinturón y lo lanzaba; la destellante trayectoria que recorrió el arma acabó en la parte posterior del cráneo del incursor.

Lhunara vio a Malus y fue hacia él al trote, con Vanhir detrás. El terrible cansancio de ella se había desvanecido en la emoción de la carga, y la lobuna sonrisa que había en los labios de la oficial era la primera que Malus veía en muchos días.

—¡Agradable diversión para una tarde, mi señor! —le gritó.

—¿Algún prisionero? —preguntó Malus.

Vanhir negó con la cabeza.

—Los bárbaros no son de los que pueden capturarse —respondió—. Luchan con los dientes y los astillados muñones de los brazos si es lo único que tienen.

—¿Órdenes, mi señor? —preguntó Lhunara.

Malus arrancó un puñado de hierba parda y se puso a limpiar la sangre de la espada mientras recorría el campo de batalla con los ojos.

—Que la partida de guerra desmonte y deje que los nauglirs coman hasta hartarse. Los hombres pueden saquear el campo de batalla mientras los gélidos se atracan de carne. Sin duda, habrá objetos de valor entre las tiendas, y se han ganado una recompensa. Luego, recogeremos toda la comida que podamos encontrar y nos marcharemos de aquí antes del anochecer.

Vanhir frunció el ceño.

—Si dejamos que los gélidos se empachen, se volverán lentos…

—Cuando los nauglirs tienen demasiada hambre, se vuelven contra los miembros más débiles de la manada…, y en este caso, somos nosotros —respondió Malus—. Esto ha sido un regalo —observó al mismo tiempo que abarcaba el campo de batalla con un barrido de la espada—. Quiero aprovechar la ocasión todo lo posible porque quién sabe cuándo volveremos a tener tanta carne a mano.

El caballero reflexionó sobre lo que acababa de oír y se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo, e hizo que su montura girara para volver a subir por la ladera.

Lhunara lo observó mientras se alejaba.

—Parece decepcionado.

Malus se encogió de hombros.

—Ya puede estarlo. Con el estómago lleno y las alforjas cargadas de oro, los hombres tendrán menos razones para cortarme el cuello esta noche.

—Muy cierto —asintió ella, y luego bajó la mirada hacia el noble, con una sonrisa torcida—. Por supuesto, siempre queda mañana.

A continuación, la oficial hizo girar a la montura y se alejó para transmitir las órdenes de Malus.

La ciudad pareció surgir de la nada. En un momento dado no había más que áridas planicies y un horizonte gris acero, y luego atravesaron una loma baja y vieron las ruinas que se alzaban hacia el cielo desde el llano situado a menos de un kilómetro al norte. Los druchii permanecieron sobre las monturas en la ladera descendente e intentaron darle un sentido a aquello. «No pudimos verla antes a causa del polvo —pensó Malus—. Ninguna otra cosa tiene sentido. Pero, por otro lado, estamos en los Desiertos del Caos».

Cuando otra racha de viento les lanzó una nube de polvo y arena a la cara, Malus se ajustó la bufanda que le cubría la boca y la nariz. Hacía días que habían dejado atrás el campamento de los nómadas, y el terreno había pasado de pasturas a tierra resquebrajada y nubes de polvo. Las ráfagas de viento eran calientes y olían a azufre, como si escaparan por la boca abierta de un horno a pesar de que las espesas nubes grises de lo alto amenazaban con nieve. Entonces, la montaña parecía hallarse más cerca, al menos. Así lo creía Malus, en todo caso. Ya no estaba seguro.

—Bien, Vanhir, ¿qué conclusión sacas de eso?

Vanhir se encontraba a la derecha de Malus y se sujetaba la bufanda contra la cara.

—No sé qué es, mi señor —respondió al mismo tiempo que negaba con la cabeza—. Con mi familia, nunca llegamos tan al norte cuando perseguíamos a los humanos. —Hizo una pausa para estudiar las derribadas murallas y las torres partidas que había a lo lejos—. Parece desierta…, al menos, yo no veo ningún signo de actividad. Tal vez sea la ciudad de demonios de la que habló el urhan Beg antes de entrar en el Santuario de los Caballeros Muertos.

—Si está desierta, no me importa quién la construyó —intervino Lhunara con irritación al detener la montura a la izquierda de Malus. Llevaba la capucha sobre la cabeza y la máscara nocturna puesta para protegerse la cara—. Lucharía contra un demonio si eso significara salir de esta maldita tormenta de polvo durante una hora o dos.

Malus consideró las opciones que tenía. Era cierto que la ciudad en ruinas parecía desierta, pero esa impresión podía fácilmente ser engañosa. A primera vista era tan grande como Hag Graef, y un centenar de incursores podían ocultarse en ella sin que nadie se diera cuenta. Sin embargo…

—Si alguien construyó una ciudad aquí, tiene que haber un pozo de agua en alguna parte —dijo—. Y estamos quedándonos sin agua.

El noble reprimió una maldición mientras intentaba hacer funcionar su exhausta mente. Deseaba tener hombres suficientes para arriesgarse a enviar una patrulla, pero entonces eran tan pocos que arriesgar a uno o dos druchii equivalía a poner en peligro a todo el grupo.

—¡Vamos! —dijo mientras volvía a coger las riendas de Rencor—. Como ha dicho Lhunara, al menos saldremos del polvo durante un rato.

Tardaron casi media hora en atravesar la polvorienta llanura y llegar a las derrumbadas murallas de la ciudad: como siempre, en los Desiertos del Caos la distancia y el tiempo eran engañosos. Al aproximarse, Malus y los druchii vieron que las pilas de piedra —un mármol oscuro y veteado que parecía fuera de lugar en la árida naturaleza del llano— estaban profundamente desgastadas por los elementos.

Estatuas que podrían llevar allí miles de años habían sido erosionadas hasta transformarse en vagas formas humanas, y de las tallas que había sobre la alta puerta abovedada quedaban sólo débiles sombras. Montones de arena depositada por el viento formaban pequeñas dunas en las calles desiertas, y muchos de los edificios que veían eran poco más que pilas de escombros.

A Malus se le erizó el vello de la nuca cuando atravesaron el corto pasadizo que mediaba entre las puertas exteriores e interiores, pero las estrechas troneras de lo alto hacía tiempo que habían quedado completamente cegadas por la arena y el polvo. Salieron a un patio sembrado de desechos. La débil luz brillaba sobre el empedrado de adoquines verde oscuro; éstos habían sido pulidos hasta adquirir una especie de traslucimiento que les confería el aspecto del vidrio ornamental.

El noble señaló un grupo de torres situadas cerca del centro de la ciudad.

—Eso debe de ser la ciudadela —dijo—. Es el lugar donde probablemente encontraremos un pozo o una cisterna.

Rencor gruñó y se le dilataron las anchas fosas nasales al olfatear el aire. Malus observó las puertas abiertas y las sombrías callejuelas que mediaban entre los edificios, pero no percibió ninguna amenaza inminente. «Llevamos demasiado tiempo en esas malditas llanuras abiertas —pensó—. La estrechas calles de la ciudad me hacen sentir como si pasara por el ojo de una aguja».

La pequeña columna comenzó a avanzar entre las ruinas. Los miembros de la partida de guerra estaban tensos; habían visto suficientes peligros inesperados y desconfiaban de todo aquello con lo que se encontraban. Pero el único compañero que parecían tener en la ciudad era el implacable viento, que levantaba nubes de polvo dondequiera que iban.

Moverse por la ciudad resultó sorprendentemente difícil. Apenas habían avanzado cien metros por una calle estrecha cuando se encontraron con el camino cerrado por un canal de casi nueve metros de profundidad por quince de ancho, que corría de izquierda a derecha hasta donde podía verse en ambas direcciones.

Los lados del canal eran lisos y verticales, y la travesía por la que habían llegado desembocaba en una calle que corría paralela al borde del canal. «¿Algún tipo de construcción defensiva, tal vez? —pensó Malus—. ¿Un foso para retardar el avance de los invasores?» Frunció el entrecejo, incapaz de encontrarle el sentido. Hizo que la columna girara a la derecha y se puso a buscar un medio para cruzar al otro lado. Tras otros cien metros, los druchii hallaron un estrecho puente que atravesaba el canal, aunque, por lo que Malus podía ver, el puente sería difícil de defender en medio de un ataque.

Condujo a la columna al otro lado de la ruinosa estructura, y sus vigilantes ojos repararon en las tallas que adornaban ambos laterales del puente. En el mármol, había labradas sinuosas imágenes de dragones marinos, cuyos cuerpos formaban gráciles arcos que les conferían la apariencia de estar saltando de un lado a otro de la zanja.

«No, no es una zanja», comprendió Malus, de pronto. Era un canal artificial, destinado a la navegación.

La columna encontró otros dos canales similares cuando se adentró en la ciudad. En el último canal seco hallaron los restos de una embarcación que se inclinaba a babor como un borracho; los mástiles, partidos, colgaban sobre el otro lado del canal. «¿Cuánto tiempo ha pasado desde la época en que esta ciudad estaba situada junto a un gran mar?» Malus movió la cabeza con asombro.

Al adentrarse más hacia el centro de la urbe vieron que los edificios estaban en mejores condiciones. Las calles eran estrechas y sinuosas —a Malus le recordaron un poco a las de la lejana Ciar Karond—, y el gran tamaño de las estructuras parecía ofrecerles más protección contra el constante viento. Había estatuas de dragones marinos que saltaban, y mosaicos de piedras coloreadas que representaban escenas submarinas, o al menos eso supuso el noble, dadas las numerosas representaciones de peces y anguilas. Un mosaico en particular le llamó la atención: mostraba una ciudad que estaba bajo el agua, con las anchas calles recorridas por peces, serpientes y otras criaturas que el noble no pudo identificar con facilidad. La imagen lo inquietaba, pero no sabía por qué.

Los edificios estaban expertamente construidos con el mismo oscuro mármol veteado que habían visto alrededor de las puertas de la ciudad. El descomunal coste de construcción era pasmoso, por no mencionar el esfuerzo que tuvo que requerir la extracción de tanta piedra de alta calidad y su transporte hasta el sitio indicado. Las estructuras estaban hechas casi exclusivamente de piedra; Malus veía muy poca madera, cosa que indicaba un grado de destreza artesana que rivalizaba con la de los enanos. Sin embargo, ningún enano había colaborado en la construcción de aquel lugar, ya que los edificios carecían de la solidez ancha y baja de las estructuras levantadas por ellos. Por supuesto, Hag Graef había sido erigida por esclavos enanos de acuerdo con las especificaciones de los druchii, recordó el noble.

¿No podría haber sucedido lo mismo allí? Lógicamente, era posible, pero el instinto le decía a Malus que no era ése el caso. Otros habían levantado aquella ciudad junto al mar. Tal vez habían sido los artesanos de la antigua Aenarion, pero, de ser así, los secretos del oficio habían muerto con ellos hacía ya muchos milenios.

Transcurrieron casi tres horas antes de que la columna hallara el camino hasta una gran plaza situada a la sombra de la fortaleza central de la ciudad. Al igual que las puertas exteriores, la entrada de la ciudadela estaba abierta y sus defensores habían desaparecido hacía mucho tiempo. A Malus, el castillo de las altas y estrechas torres le recordó un poco a Hag Ciraef. «O a un bosque de coral del fondo del mar», advirtió el noble, algo incómodo.

En conjunto, la ciudadela estaba en mejores condiciones que el resto de la ciudad. Los jinetes salieron a otro patio lleno de arena, pero las altas murallas mitigaban un poco el viento, y Malus reconoció unas barracas y una forja intactas que se alzaban contra una de las murallas exteriores.

—¡Alto! —ordenó Malus, y se deslizó grácilmente de la silla de montar al suelo. Rencor continuaba tenso, con los poderosos hombros encorvados, y las fosas nasales se le dilataban con cada inspiración—. Vanhir —dijo Malus cuando el resto ele la partida de guerra se detuvo—, escoge un hombre y quedaos a vigilar las monturas. El resto vamos a ver si podemos encontrar agua.

Con los pellejos de agua echados al hombro, peinaron el palio durante más de una hora y registraron las barracas y la forja; descubrieron cocinas, establos y almacenes, pero no hallaron ni rastro de un pozo.

A Malus comenzaba a pesarle el silencio del lugar. De vez en cuando se sorprendía mirando hacia las altas y estrechas ventanas de la torre de homenaje, situada en el centro de la ciudadela. Tenía erizado el vello de la nuca y sabía que lo estaban observando. Los pasos resonaban en los edificios vacíos; ni siquiera una rata se movió cuando ellos se aproximaron.

Al final, ya no quedó nada que registrar, salvo la torre de homenaje. Regresaron junto a los gélidos para recoger tres faroles, y a continuación, los cinco druchii entraron.

Al otro lado de la puerta abierta, los montones de arena cedieron rápidamente terreno a un suelo de pizarra que hacía resonar cada paso. Malus encabezaba la marcha, con la luz en alto. Atravesaron una sucesión de grandes salones, donde se amontonaban polvo y estatuas partidas. En algunos rincones había pilas de huesos, cosa que daba a entender que la ciudadela había dado cobijo a algún depredador en el pasado. La pálida luz bruja de los faroles iluminaba mosaicos con más escenas submarinas que cubrían varias de las paredes de las espaciosas estancias. Una vez más, Malus vio representaciones de ciudades sumergidas; en esta ocasión, estaban pobladas por figuras vagas, con cabeza y brazos de hombres pero cuerpo de pez o serpiente. Varios mosaicos mostraban veloces embarcaciones de vela que batallaban contra lo que parecían enormes krakens. Brillantes figuras con armadura verde pálido arrojaban lanzas de fuego hacia los ojos de los monstruos, mientras los krakens envolvían el casco y los mástiles con sus tentáculos provistos de púas.

De vez en cuando, el noble creía oír sonidos furtivos mezclados con las resonantes pisadas del grupo: un arrastrar de pies o pasos cautelosos en las profundas sombras de un pasillo lateral o una sala adyacente. Más allá de la esfera de luz de los faroles, el grupo transitaba por un abismo resonante, cuyos límites sólo atisbaban vagamente y con poca frecuencia. Lhunara también parecía percibirlo: caminaba en la retaguardia del grupo, con una espada desnuda en la mano y la cara transformada en una máscara de concentración.

Finalmente, atravesaron otro grandioso salón que podría haber sido una sala de audiencias, aunque sobre la plataforma no había ningún trono, si es que alguna vez lo había habido. Al otro lado hallaron una serie de habitaciones vacías y una escalera de piedra que descendía hacia una oscuridad aún mayor.

Malus se detuvo en lo alto de la escalera e inspiró profundamente al mismo tiempo que alzaba más la luz. En medio del denso manto de polvo y moho, el aire tenía una calidad fresca y húmeda. Se volvió para comunicarle la noticia al resto del grupo, pero las palabras murieron en su garganta. Se encontraban en las profundidades de la ciudadela, rodeados de piedra y resonante oscuridad, y una parte de él temía hablar. No sabía quién más podría oírlo y acudir en busca de la fuente del sonido.

El noble encabezó el descenso, espada en mano. La escalera bajaba hasta una bodega grande como una caverna, con columnas de veteado mármol que daban soporte a arcos curvos de piedra. Tallas de dragones marinos ascendían en espiral por las columnas, y las bien encajadas losas del suelo eran, de nuevo, trozos de oscuro vidrio pulido. En la oscilante luz bruja, el suelo relumbraba como un paisaje marino al resplandor de la luna. Por mucho que se esforzaba, Malus no lograba ver pared alguna —la cámara se extendía en todas direcciones—, pero percibía la presencia de agua. La humedad flotaba en el aire de la cámara.

—Separaos —dijo el noble en voz baja—. Y mirad dónde ponéis los pies.

Al cabo de unos minutos, se oyó el ruido de una piedra que se movía, y luego la susurrante voz de Lhunara.

—¡Aquí! ¡La he encontrado!

Malus y los demás druchii se reunieron con la oficial, que estaba de pie junto a una ancha abertura circular que había en el suelo de roca. Había apartado una tapa de piedra que tenía tallada una concha marina: a la vista quedaba la inmóvil superficie del agua, situada a pocos centímetros por debajo del borde. Cuando Malus se acercó, otro de los guardias estaba bebiendo un sorbo de prueba bajo la insistente mirada de Lhunara. El druchii asintió sin mucha convicción, y ella se volvió para hablarle a su señor.

—Parece que puede beberse sin peligro.

—Bien —replicó Malus con sequedad, al mismo tiempo que se quitaba el odre del hombro—. Llenemos los pellejos y salgamos. No me gusta la atmósfera de este lugar.

El grupo se puso a la tarea. Malus reprimió el impulso de girar en lentos círculos para observar precavidamente la oscuridad. No lograría nada más que poner nerviosos a los otros, así que se obligó a permanecer quieto y esperar.

A pesar de lo tenso que estaba, el noble no oyó cómo Dalvar se deslizaba silenciosamente hasta su lado.

—¿Mi señor? —murmuró Dalvar—. He encontrado algo que creo que debes ver.

—¿Qué? —preguntó Malus, pero cuando se volvió, el guardia ya se escabullía en la oscuridad, hacia las profundidades de la cámara. El noble frunció el entrecejo y fue tras él con la luz en alto.

Siguió a Dalvar durante varios segundos, alejándose cada vez más de la cisterna. Luego, de modo repentino, el guardia se detuvo.

—Cuidado con dónde pones los pies, mi señor —dijo Dalvar en voz baja—. El suelo es peligroso aquí.

Malus avanzó hasta el borde de lo que parecía ser un gran desagüe. En algún momento, posiblemente hacía centenares de años, una extensa zona del suelo se había hundido dentro de una caverna. Al mirar hacia abajo, el noble vio pilas de escombros vidriosos y altas estalagmitas que ascendían del suelo de la caverna, situado a una profundidad de casi cinco metros.

Malus estudió la zona con ojos desconfiados.

—No veo qué es tan importante —dijo.

—Eso no es lo que quería mostrarte, mi señor —respondió Dalvar, casi susurrándole al oído—. Es esto.

La punta de la daga se deslizó sin esfuerzo dentro de la piel de debajo de la oreja derecha del noble. Era el arma de un asesino, afilada como una navaja; Malus apenas sintió el diminuto pinchazo, pero el mensaje que le transmitió fue claro: «No te muevas. No te haría ningún bien».

—Se dice que en la ciudad de Har Ganeth el asesinato puede ser considerado una señal de respeto…, incluso de admiración —susurró Dalvar—. Es también una expresión de arte. El acto en sí no es tan importante como la manera en que se ejecuta. Por supuesto, un arte así sólo puede ser apreciado por un único espectador, y si la ejecución tiene éxito es la última experiencia de la vida de ese espectador. Es sublime, ¿te das cuenta?

Malus no dijo nada. Sujetaba la espada con la mano, pero Dalvar se encontraba muy cerca y le tenía el arma completamente atrapada.

—Considera el cuadro vivo que se despliega ante ti, mi señor. Un solo gesto de mi brazo, y la daga te penetrará en el cerebro. La muerte será instantánea y casi indolora, si eso te importa. Y lo mejor de todo es que el corazón se detendrá y de la herida manará poca o nada de sangre; si le aplicara tierra encima con el dedo pulgar, resultaría invisible. Luego, te desplomarás sobre las rocas de ahí abajo, y yo les diré a los otros que estabas cansado, te descuidaste y caíste por el borde.

—Lhunara te matará —dijo Malus.

—Tal vez, sí, o tal vez no. Es leal, pero pragmática. Cada guerrero que muere es una espada menos con la que contar en el camino de regreso. En cualquier caso, es un riesgo que correré yo; no tú. Tú estarás a salvo de preocupaciones. —La daga penetró apenas un poco más en el cuello del noble—. Bueno, ¿te das cuenta de lo precaria que es tu vida en este momento?

—Ya lo creo —replicó Malus, que se sorprendió ante la calma que sentía.

—Excelente —dijo Dalvar, y la daga desapareció de repente—. Ahora, espero que apreciarás el hecho de que yo no tenga ningún interés en aprovecharme de esta oportunidad.

Malus se volvió con lentitud para encararse con Dalvar. La espada le temblaba en la mano.

—Tienes una manera interesante… y posiblemente fatal… de demostrar las cosas —dijo.

El guardia se encogió de hombros.

—No se me ocurrió ningún modo mejor de mitigar tu suspicacia, mi señor. Si tuviera algún interés en matarte, podría haberlo hecho hace apenas un instante y con un mínimo riesgo.

Malus apretó los dientes. Era una idea que lo enfurecía, aunque también realista.

—Bien, ¿cuál es tu interés, entonces?

—Sobrevivir —fue la sencilla respuesta de Dalvar—. No quiero hacer demasiado hincapié en el asunto, mi señor, pero creo que te han engañado, y que Nagaira nos ha sacrificado a mí y a mis hombres para conferirle mayor peso a ese engaño.

Los ojos del noble se entrecerraron con desconfianza.

—¿Cómo sabes eso?

Dalvar se encogió de hombros.

—No lo sé con certeza, pero algunas de las cosas que mi señora te aseguró, y también a mí, incidentalmente, han resultado no ser ciertas, ¿verdad? El cráneo no está conduciéndonos a ninguna parte, y Urial lanzó a esos jinetes tras nosotros casi inmediatamente después de que saliéramos de Hag Graef.

—¿Y qué consigue ella con todo esto?

—Os perjudica tanto a ti como a Urial con un solo golpe. Has cogido una de las más preciadas posesiones de Urial y te la has llevado muy lejos de su alcance, al interior de los Desiertos del Caos. Aunque sobrevivas, tu medio hermano dedicará todas sus energías a destruirte, y no tienes aliado ninguno dentro ni fuera de Hag Graef que pueda auxiliarte. Esto, por otra parte, también mantiene a Urial demasiado ocupado para que continúe acosando a Nagaira. Se enfadó mucho contigo cuando te escabulliste para llevar a cabo la incursión pirata de este verano y la abandonaste a las atenciones de él.

—Urial tiene que saber que ella me ayudó a entrar en su torre.

Dalvar se encogió de hombros.

—Tal vez, pero tú tienes el cráneo, y ella no. Además, está loco de deseo por Nagaira.

—¿Y sacrificaría a su teniente de mayor confianza y a cinco guardias sólo por un engaño?

—Como ya he dicho, estaba muy enfadada.

Malus inspiró profundamente y recobró la compostura.

—Muy bien, ¿qué quieres?

—¿Qué quiero? No quiero nada. Te estoy ofreciendo mis servicios.

El noble parpadeó.

—¿Qué podría querer yo de un bribón como tú?

La sonrisa burlona de Dalvar hizo acto de presencia de nuevo.

—¡Vamos, mi señor! Tu teniente es una mujer, tienes a tu servicio un caballero que ganaste en una apuesta, y si los rumores son ciertos, das cobijo a un antiguo asesino que huyó del templo de Khaine. Recurres tanto a los bribones como cualquier otro noble, y no eres tan descuidado con sus vidas.

Malus meditó lo que acababa de oír.

—De acuerdo. ¿Qué puedes decirme de Vanhir, entonces? ¿Qué traición está planeando?

—¿Traición? Ninguna, mi señor.

—¿Esperas que me crea eso, Dalvar? —le espetó Malus.

—Por supuesto —replicó el guardia—. Creo que lo has juzgado mal, mi señor.

—¿De verdad? ¿En qué sentido?

—No está a punto de traicionarte, mi señor. Vanhir es un hombre orgulloso y honorable…, precipitado e impetuoso tal vez, pero orgulloso y honorable de todas formas. No es de los que te clavan un cuchillo por la espalda o te degüellan mientras duermes. No; cumplirá su juramento y regresará a Hag Graef, y luego consagrará el resto de su vida a destruirte, un tajito por vez. Y durante todo ese tiempo, se asegurará de que sepas que es él quien lo está haciendo. En eso, sospecho que los dos os parecéis mucho.

Malus lo pensó cuidadosamente, y le dolió admitir que el bribón estaba en lo cierto.

—¿Y qué me dices de tus hombres?

Dalvar extendió las manos hacia adelante.

—Ahora me pertenecen a mí, no a ella. Harán lo que yo diga.

El noble asintió con la cabeza.

—Muy bien. Pero recuerda que, como tan sabiamente has señalado, soy yo quien posee el cráneo, y tengo intención de reclamar el poder que encierra, con independencia de cuántos de vosotros muráis en el proceso. Saldré de los Desiertos del Caos yo solo si es necesario. ¿Me entiendes?

Dalvar hizo una profunda reverencia.

—Viviré y moriré a tus órdenes, mi señor.

—¿Mi señor? —La voz de Lhunara resonó por la caverna con un ligero toque de preocupación—. Hemos llenado los pellejos de agua. ¿Va todo bien?

—Todo va bien —respondió Malus, mirando a Dalvar a los ojos—. Tenemos todo lo que necesitamos. Salgamos de aquí.

Malus encabezó la marcha escalera arriba; alternativamente, tanto hervía por dentro como consideraba con calma el movimiento siguiente. Las sospechas que abrigaba respecto a su hermana parecían haberse confirmado, y ese pensamiento lo amargaba hasta el fondo de su alma. Pero ella se había excedido. Entonces, los guardias de Nagaira le pertenecían a él y, dentro de poco, lo mismo sucedería con el poder del templo.

Sus pasos se aceleraron a través de los oscuros salones vacíos, y sonrió salvajemente en las tinieblas. En todo caso, su posición era aún más fuerte que antes.

El grupo estaba a poca distancia de la puerta de la ciudadela cuando se produjo la emboscada.