Capítulo 3
Sergio había captado la curiosidad en la mirada de la florista cuando había hecho su encargo. Cien rosas de cinco colores diferentes. Casi había podido ver la pregunta escrita en su rostro: «¿Quién es la afortunada?»
Pero Stanley, su chófer, fue mucho más directo que la florista.
—¿Quién es la afortunada?
—La «afortunada» es la chica a la que llevaste a casa hace dos semanas… aunque eso no es asunto tuyo, Stanley. En caso de que hayas olvidado el contenido del manual Como ser un buen chófer, te recuerdo que una de las normas es no hacer preguntas sobre asuntos que no te atañen.
—Ah, debe de estar realmente interesado. Normalmente las flores solo aparecen cuando sus ligues finalizan, señor. Además, nunca son rosas… ¡y nunca tantas!
—Limítate a conducir, Stanley.
—Bonita chica, por cierto. Espero que no le importe que lo diga.
—Estoy a punto de hacer una llamada importante, Stanley, y sí me importa que lo digas.
—Con esta deberá andarse con ojo, señor.
Sergio renunció a contestar. Hacía diez años que había empleado a Stanley, al que había rescatado de un proyecto para rehabilitar a personas condenadas por delitos menores. Aquella era una de las muchas organizaciones benéficas patrocinadas por el vasto conglomerado de empresas de Sergio. Stanley, que tenía veintiocho años, había sido un experto ladrón de coches, y su relación había prosperado contra todo pronóstico.
Stanley era un tipo irreverente, sin pelos en la lengua, que no se dejaba impresionar por la riqueza de Sergio y que siempre le estaría agradecido por haberlo sacado de una vida cada vez más cercana al desastre.
En el fondo, a Sergio le gustaba aquella aparente falta de respecto. Stanley era muy leal, habría sido capaz de dar la vida por él, y además sabía mucho de coches.
—Supongo que estarás a punto de decirme por qué debo tener cuidado.
—Solo si usted quiere, señor. No querría excederme en mis competencias.
—Suéltalo Stanley, y luego céntrate en la carretera. No olvides que te pago para conducir, no para hablar.
—Si no le importa que se lo diga, señor, esa chica no es como las demás mujeres con las que suele salir. Es… diferente… No me pregunte por qué; fue solo una sensación mientras la llevaba de vuelta a su casa.
Sergio se preguntó qué habría pensado Stanley si hubiera sabido cómo se había presentado aquella «bonita chica» en su restaurante.
—Pero le dejo que siga con su importante llamada, señor. No querría que me despidiera por no estar haciendo mi trabajo a plena satisfacción de Su Excelencia —añadió Stanley antes de ponerse a canturrear, dejando a Sergio a solas con sus pensamientos.
Se dirigía a casa de Susie en una misión que incluía cien rosas de diferentes colores, y en realidad no sabía por qué. Lo único que sabía era que no había podido sacársela de la cabeza desde el día en que la había conocido.
En circunstancias normales, las mujeres no solían entrometerse en su trabajo diario. No se presentaban en su oficina, no lo llamaban al trabajo, y nunca interferían con sus pensamientos cuando no estaban cerca. Cuando estaba con una mujer disfrutaba de ella con cada fibra de su ser. Cuando no estaba con ella, la olvidaba.
Sin embargo no había logrado quitarse a Susie de la cabeza, lo que le había impedido concentrarse como era debido en sus reuniones de trabajo y también mientras trabajaba a solas con su ordenador.
No sabía por qué le había afectado tanto aquel encuentro. Susie no era la mujer más bella que había conocido en su vida. Y, aunque no supiera realmente cuáles habían sido sus intenciones, lo cierto era que, después de haber dado todos los indicios de querer meterse directamente en su cama, había salido de su departamento como perseguida por el diablo.
De manera que allí estaba. No tenía idea de lo que iba a decirle cuando se presentara ante su puerta. Ni siquiera sabía si iba a encontrar su casa.
—Ya estamos aquí —dijo Stanley un momento antes de detener el coche y volverse hacia Sergio.
—¿Vive aquí?
A través de la ventanilla, y de la finísima lluvia que no había dejado de caer desde aquella mañana, Sergio vio una hilera de tiendas, una agencia de viajes, un bar abierto y varios más cerrados a cal y canto con varios candados, lo que llevaba a preguntarse sobre la clase de gente que vivía en aquel barrio.
—En el piso que hay encima de las tiendas, señor.
—Va a ser divertido subir todas las flores ahí —murmuró Sergio— . ¿Quién puede vivir en un sito como este, Stanley?
—Varios de mis parientes, señor… y solo los más afortunados.
Sergio dejó escapar un ambiguo gruñido.
—¿Sabes cuál es el número de su piso, o habrá que llamar a todos los timbres para descubrirlo?
—Vive en el número nueve. La acompañé personalmente hasta la puerta.
Susie tuvo que bajar el volumen del televisor para cerciorarse de que había sonado el timbre. Como casi todo lo demás en aquella casa, el timbre funcionaba a veces sí y a veces no, y a veces sonaba tan bajo que apenas se escuchaba.
Era viernes por la tarde y no había querido tener compañía. Había renunciado directamente al asunto de las citas online. Su atrevido vestido rojo estaba colgado en el fondo de su armario como recordatorio de su último error.
Sergio Burzi.
Había buscado información sobre él en Internet, más que por la información en sí, porque quería ver alguna foto suya. Y lo cierto era que no le hacían justicia.
Le asombraba y desconcertaba que un solo y breve encuentro con un completo desconocido hubiera alterado tanto su vida.
Se había pasado aquellos últimos días soñando despierta, imaginando cómo habría sido pasar la noche con él. También había imaginado un futuro que nunca tendrían y había fantaseado con tener una relación con él, una relación verdadera.
Pero siempre acababa recordando lo que Sergio le había dicho de las mujeres con las que solía salir. Mujeres como su hermana, Alex, inteligente, ambiciosa, que nació sabiendo lo que quería.
Al escuchar el débil sonido del timbre, se encaminó hacia la puerta, algo que le llevó muy pocos segundos, pues el apartamento era tan pequeño que prácticamente podía encender la televisión sin moverse mientras freía un huevo en la cocina.
Pensó en el apartamento de Sergio, tan grande, tan moderno… Louise, su madre, la había llamado al día siguiente de su frustrada cita y la había bombardeado a preguntas sobre el nuevo restaurante. Se irritó cuando Susie se limitó a responderle con monosílabos y, cuando le dijo que no había compartido la cena con ningún hombre agradable, le soltó un discurso sobre la boda de su prima Clarissa y lo encantado que estaba todo el mundo de que fuera a casarse, sobre todo su hermana, porque suponía que no tardaría en hacerle abuela.
La madre de Susie siempre había mostrado cierto grado de competitividad con su hermana Kate, la madre de Clarissa. Louise fue la primera en casarse, pero Kate fue la primera que se quedó embarazada. Louise había tenido un trabajo de mayor nivel, pero Kate había ganado más dinero con el suyo.
Y ahora, Clarissa, la hija de Kate, iba a casarse. Susie se estremeció al pensar en cómo reaccionaría su madre si Clarissa se quedara embarazada nada más casarse y tuviera un bebé nueve meses después de la boda. Sin embargo, ella no tenía ni un trabajo de verdad, ni novio, ni perspectivas de tenerlo.
Reprimiendo un suspiro de autocompasión, abrió la puerta y se encontró frente a una especie de barricada de flores. Montones y montones de rosas, tantas que habían hecho falta dos personas para subirlas, aunque no podía ver de quiénes se trataba porque estaban totalmente ocultas por las flores.
—Lo siento, pero creo que se han equivocado de apartamento.
—Habría sido más discreto con la cantidad si hubiera sabido que tu apartamento era tan pequeño…
Susie se quedó boquiabierta y su corazón rompió a latir con tal fuerza que se sintió mareada. Las palmas de sus manos comenzaron a transpirar. Su cuerpo entero empezó a transpirar.
Un instante después, vio que Sergio emergía entre las flores del jardín que acababan de poblar su entrada.
Seguía tan sexy como lo recordaba, tan alto, tan moreno, tan deslumbrante. Vestía unos vaqueros negros, una chaqueta de chándal con rayas verticales y unas zapatillas deportivas.
—¿Qué haces aquí?
—Eso es todo, Stanley – Sergio se dirigió al hombre que lo acompañaba sin apartar la mirada de Susie.
—¿Qué haces aquí? —repitió ella, aturdida.
Pero, además de aturdimiento, también experimentó una punzada de placer, pues aquella había sido una de sus principales fantasías durante aquellos días: que Sergio acudiera a buscarla.
Sintió que las piernas se le volvían de gelatina mientras Sergio daba órdenes a Stanley, el fornido chófer que la había acompañado hasta la puerta de su apartamento el día que cenó con Sergio.
Un instante después estaban a solas, mirándose, hasta que los labios de Sergio se curvaron en una lenta y deslumbrante sonrisa.
Había hecho lo correcto.
Sergio lo supo en cuanto se abrió la puerta del apartamento de Susie y volvió a verla. En aquella ocasión no llevaba el vestido rojo, sino unos amplios pantalones de chándal, un jersey gris y unas zapatillas rosas brillantes.
No quedaba el más mínimo rastro de la gatita sexy de la primera noche. En su lugar había un bonito y pecoso rostro y una chica con el pelo color vainilla que estaba mirándolo como si acabara de aterrizar allí con su platillo volante.
Y así resultaba aún más sexy de lo que recordaba.
—¿No vas a invitarme a pasar?
—¿Cómo me has encontrado? No me lo digas, ya lo sé. Stanley sabe dónde vivo. Me extraña que recordara las señas.
—Tiene un gran talento para recordar los sitios en los que ha estado.
—¿Y no vas a decirme de una vez por todas qué estás haciendo aquí?
Sergio se quedó momentáneamente desconcertado por la pregunta. Esperaba que al menos lo dejara pasar antes de darle las explicaciones pertinentes. A fin de cuentas, se había presentado allí, y nunca había hecho nada parecido en su vida. No se le había pasado ni por un momento por la cabeza que Susie no fuera a mostrarse encantada por el detalle.
—¿Disculpa?
—La última vez que te vi me dijiste que, o era una cazafortunas, o era una simplona, y que no estabas interesado en tener nada que ver conmigo.
—No creo que utilizara la palabra simplona.
—Pero sí algo parecido —replicó Susie, tensa como un tablón de madera. Era posible que hubiera soñado despierta con aquello, pero, una vez sucedido, no podía ignorar el hecho de que Sergio la había rechazado— . No soy tu tipo, ¿recuerdas?
—He venido cargado de flores —dijo Sergio, incrédulo.
—Me parece muy bien, pero eso no excusa lo que me dijiste.
A pesar de sus palabras, Susie estaba deseando abrir la puerta de par en par. Todo su cuerpo palpitaba con el recuerdo del beso que se habían dado, de lo mucho que había deseado que hubiera habido más… mucho más.
—Si me dejas pasar, podemos hablar más tranquilamente dentro.
Susie dudó un momento, pero enseguida se apartó a un lado para dejarlo pasar y alargó los brazos para tomar parte de las flores. Sacó dos floreros en los que metió todas la que pudo y el resto quedaron en el alféizar de la ventana.
Luego fue a sentarse en el sofá, subió las rodillas y se rodeó estas con los brazos.
—Admito que cuestioné tus motivos —dijo Sergio mientras se sentaba en el otro extremo del sofá— . ¿Puedes culparme por ello?
—¿Y qué te hizo cambiar de opinión?
Sergio no estaba seguro de haber cambiado de opinión, pero pensó que ser completamente sincero en aquellos momentos no era lo más conveniente. Lo principal era que Susie había logrado afectarlo de un modo distinto al de las demás mujeres que había conocido, aunque no sabía por qué.
—Te rechacé porque… —Sergio se levantó y empezó a caminar de un lado a otro. Mientras lo hacía, se fijó subliminalmente en que, a pesar del mobiliario barato y la anticuada decoración del apartamento, también había dos objetos muy valiosos.
¿Qué indicaba aquello? ¿Cómo reaccionaría Susie si se lo comentara? ¿Cómo era posible que no pudiera permitirse un lugar mejor en el que vivir si en una de las paredes colgaba un cuadro abstracto pequeño pero muy valioso de un pintor que empezaba a tener mucho prestigio? Y en una de las mesas había una lámpara Tiffany que tenía todo el aspecto de ser auténtica.
—Porque… —siguió hablando mientras volvía a sentarse— si eres una cazafortunas no vas a obtener nada por mucho que te esfuerces, y si simplemente eres tan ingenua como pareces, te hice un favor, porque de lo contrario habrías acabado sufriendo por mi culpa.
Susie frunció el ceño.
—¿Por qué dices eso?
—Porque no me interesan las relaciones a largo plazo.
—¿Y qué te hace pensar que a mí sí? No, retiro eso… ¿Qué te hace pensar que te habría elegido para el papel de alguien con quien quisiera tener una relación a largo plazo?
—Las mujeres tienen la costumbre de implicarse en exceso…
—Eres un hombre atractivo —dijo Susie con cautela— , pero nunca podría implicarme en exceso con alguien como tú…
—¿Alguien como yo? —repitió Sergio, perplejo.
—Soy una persona creativa. No es que necesite relacionarme necesariamente con alguien como yo, pero sí me gustaría que fuera alguien divertido, atento, considerado, amable, sensible… Un hombre que nunca me acusara de ser una cazafortunas, que no me dijera que soy tan ingenua que no puedo cuidar de mí misma y, por supuesto, ¡que no fuera tan arrogante como para asumir que me enamoraría perdidamente de él si me diera la más mínima oportunidad! Lo que quiero decir es que… ¿quién te crees que eres?
Sergio se había quedado sin palabras. Se preguntó si debería mencionar que estaba convencido de que no había otra mujer en el planeta capaz de echarle un sermón como aquel después de haberse presentado en su casa con varias docenas de rosas.
—He venido porque sentía que había un asunto inacabado entre nosotros —fue todo lo que logró decir finalmente.
Susie alzó las cejas.
—¿Tú no? —preguntó Sergio con suavidad— . ¿No sentías que había algo inacabado entre nosotros?
Susie dudó. ¿Sería aquello lo que había estado sintiendo? Sin saber muy bien si reafirmar su independencia y aclararle que no podía presentarse en su casa con un montón de flores esperando que cayera embobada a sus pies, se quedó sin palabras.
—¿Y bien? —insistió Sergio— . Yo no he podido dejar de pensar en ti…
—No soy tu tipo… —Susie lo miró con los ojos entrecerrados y se humedeció instintivamente los labios con la lengua. No había duda de que Sergio tenía un aspecto formidable sentado en su sofá, formidable, peligroso e increíblemente sexy.
—Estoy deseando romper el molde…
Pero Susie nunca había mantenido aventuras pasajeras. Era posible que hubiera roto con su último novio, pero aquella relación había nacido de la optimista idea de que duraría. Y aquello era muy distinto a aceptar una relación que no tenía ninguna posibilidad de durar.
—Tú también me dijiste que yo no era tu tipo —continuó Sergio con suavidad, y su voz fue como una caricia para Susie— . Puede que sea un caso de atracción de contrarios.
—¿No eres mi tipo?
—Entonces, ¿a qué vienen tantas dudas? Podemos entrar en esto con los ojos bien abiertos y disfrutar el uno del otro, o puedo salir ahora mismo por la puerta, y te prometo que no habrá una próxima vez. Nunca me he esforzado tanto por perseguir a una mujer. Se me ha agotado el interés por la persecución activa.
—Haces que todo suene tan frío… tan profesional…
—Si prefieres puedo envolverlo en palabras más bonitas —dijo Sergio con ironía— . Pero eso no cambiaría nada. Nos atraemos mutuamente. Siento que entre nosotros hay algo vivo… Y si te acercas un poco a mí y me acaricias, comprobarás hasta qué punto me atraes y cuánto deseo hacerte el amor ahora mismo.
El corazón de Susie interrumpió por un instante sus latidos. Permaneció muy quieta donde estaba. Sergio tenía razón. Había algo entre ellos y no tenía sentido negarlo. ¿Qué más daba que Sergio tuviera un punto de vista tan práctico al respecto? ¿Y qué más daba que fuera tan directo?
La romántica que llevaba dentro quería escuchar la florida palabrería que solía haber al comienzo de una relación, aunque, según su experiencia, toda aquella palabrería tampoco solía llevar a nada espectacular. Sergio le estaba dando una versión sin adornos de lo que había entre ellos.
—¿Sueles ser tan… frío y desapegado con las demás mujeres?
—Hablas demasiado —dijo Sergio, pero la sonrisa que acompañó a sus palabras hizo que Susie se derritiera un poco más. Tenía una sonrisa asombrosa. Alteraba los ásperos contornos de su precioso rostro y lo hacía repentinamente accesible… y aún más sexy.
Ruborizada, Susie apoyó la barbilla en sus rodillas, pero no dijo nada.
—¡De acuerdo! —Sergio alzó los brazos con un gesto mezcla de frustración y divertida resignación— . Soy muy realista en mi forma de abordar las relaciones. Nunca hago promesas que podría no cumplir.
—¿Y siempre estás al acecho por si las mujeres se acercan a ti porque eres rico?
—Así es.
—¿Y eso se debe a que has tenido alguna mala experiencia? —preguntó Susie.
—Podría decirse algo así. Y ahora, ¿se ha acabado el interrogatorio?
Susie permaneció en silencio, pensativa. Alguna mujer en la que Sergio confiaba había resultado ser una auténtica cazafortunas. Se preguntó cómo sería aquella misteriosa mujer. ¿Se habría enamorado Sergio perdidamente de ella? Pero no lograba imaginar a Sergio perdidamente enamorado de nadie. ¿Qué mujer habría tenido el poder necesario para lograr poner de rodillas a un hombre tan poderoso como aquel? Tenía que haber sido realmente especial…
—Deja de diseccionarme.
—¿Eh? —Susie parpadeó mientras salía de su ensimismamiento.
—Estás tratando de completar mi rompecabezas —dijo Sergio— . No lo hagas. Podemos disfrutar el uno del otro sin necesidad de análisis profundos. Ven a sentarte más cerca de mí. Me está volviendo loco verte ahí sin poder tocarte.
Susie se levantó, se estiró, y volvió la mirada hacia las rosas que inundaban su apartamento.
—Vas a tener que llevarte de vuelta la mayoría a tu apartamento —dijo para ganar tiempo. No quería caer en brazos de Sergio porque hubiera chasqueado los dedos. Se sentía como alguien con un pie al borde de un precipicio, aunque no entendía por qué, pues, como había dicho Sergio, el mutuo deseo no implicaba necesariamente la carga de una relación más profunda…
Aquella iba a ser una aventura que la iba a sacar de su zona de confort.
Había tratado de encontrar su alma gemela a través de las citas de Internet sin ningún éxito. Había salido con tipos considerados lo último en diversión, hombres llenos de creatividad, y solo había sentido la tentación de acercarse a uno de ellos… pero el tipo en cuestión había resultado ser demasiado divertido para su gusto.
Sergio Burzi ocupaba un lugar propio. Había puesto sus cartas sobre la mesa. Quería sexo y nada más. Susie ni siquiera estaba segura de lo que pensaba de ella. ¿Seguiría pensando que iba tras lo que estuviera dispuesto a darle?
Todo aquello resultaba tan extrañamente clínico… a pesar de que el sexo fuera lo menos «clínico» que había sobre la Tierra.
A ella no le gustaba lo «clínico», al menos en lo referente a las emociones, pero lo que Sergio despertaba en ella era tan abrumador…
Sintió cómo la seguía con la mirada mientras se encaminaba hacia la ventana y se volvió para mirarlo.
—Cuando te las lleves, te ayudaré a ponerlas en jarrones… o en algo parecido.
Sergio se relajó. Ni siquiera había sabido cuánto deseaba aquello.
—Tendrá que ser en algo parecido, porque en mi apartamento no hay jarrones. Será la primera vez que me devuelvan unas flores…
Pero siempre había una primera vez para todo.