23

Sola

Ella rebuscó en su bolsa.

—Guarda esto. —Entregó al joven dragón

el cuadrado de seda—. Si no dejas que le dé la

luz del sol, los caracteres no se borrarán más.

A partir de entonces, Kai pasaba la mayor parte del tiempo con los demás dragones. Todos ellos tenían algo en particular que enseñarle. Ping intentaba mantenerse ocupada, pero se pasaba largas horas sentada junto a Gu Hong. Aunque ahora Ping ya podía escuchar la voz de la vieja dragona en su mente, Gu Hong aún prefería escribir en el suelo lo que quería decirle. La conversación con la vieja dragona era lenta, pero a Ping lo que precisamente le sobraba era tiempo. Habían elegido un lugar soleado donde la tierra era oscura y era más fácil escribir en ella que en la dura arcilla que rodeaba las lagunas.

«Los bebés de dragón nacidos en cautividad suelen morir. Has criado bien a Kai. Nadie más podría haberlo hecho mejor», escribió Gu Hong.

Era un gran halago, proviniendo de la anciana dragona. Sin embargo, Ping ahora podía leer lo que Gu Hong pensaba pero no decía. Ella no quería humanos en el refugio de los dragones; ni siquiera a Ping. Los mismos pensamientos habitaban en la mente de todos los dragones.

—¿Por qué Danzi no trajo la piedra del dragón de Kai aquí él mismo? —preguntó Gu Hong.

Danzi se había dirigido exactamente en la dirección opuesta. Se había marchado al mar y luego hacia la isla de la Bendición. De todos modos, tampoco podía haber llegado demasiado lejos.

—Decía que quería abandonar el mundo de los hombres y vivir en la isla de la Bendición. Iba a llevarse a Kai consigo, pero en el último instante cambió de opinión y lo dejó conmigo —escribió Ping.

—Pasó mucho tiempo en cautividad, tal vez su mente no era tan clara como solía ser —escribió Gu Hong.

Ping recordó al viejo dragón tal como lo había visto por última vez. Sus escamas ya no reflejaban el sol, sino que estaban descoloridas y apagadas. Sus ojos tenían un matiz amarillento. Pero aunque Danzi tenía un cuerpo desgastado, su mente siempre había permanecido clara y aguda. Ping pensaba que había sido su orgullo lo que le había frenado a llevarse consigo a Kai. Había perdido el liderazgo del grupo, y no quería regresar y enfrentarse de nuevo a Hei Lei.

Aquella noche, mientras Ping se bañaba en la laguna rosada, tuvo una visión de sí misma. Era en el futuro y estaba en un lugar que no reconoció. Se encontraba en una casa escribiendo en un trozo de cuero. Algo que olía muy bien hervía en una lumbre. Había un perro junto a ella meneando la cola. También había alguien más allí. Intentó ver quién era, pero la imagen era borrosa. Desconocía si aquél era su verdadero futuro o simplemente una posibilidad.

Ping ahora sabía por qué la sexta línea de la lectura del Yi Jing decía que habría motivos para lamentarse. Hei Lei tenía toda la razón: los humanos no tenían cabida en el refugio de los dragones. Ella debía dejar a Kai.

Aquella noche, durante la reunión lunar, Sha y Lian hablaron de nuevo sobre provocar lluvia, pero los demás los superaban en número. Tun y el resto de las dragonas no estuvieron de acuerdo.

—Kai debería decidir —dijo Lian.

Kai negó con la cabeza. Había estado preparado para luchar por su posición de líder, pero aún no lo estaba para tomar unas decisiones tan importantes.

—Es demasiado duro —comentó Kai a Ping más tarde—. Kai lo siente por los humanos que mueren de hambre, pero también comprende que los dragones no puedan olvidar lo que los humanos hicieron al grupo. Los cazadores de dragones mataron a los padres de las dragonas blancas, a la hermana de Tun, a la pareja de Shuang, a sus compañeros.

—No los culpo por no querer ayudar a los humanos —dijo Ping.

—Sha y Lian desean ayudar. Jiang piensa que somos muy pocos. Sólo podemos hacer una pequeña nube, y no sería lo suficientemente grande para llevar lluvia a todo el imperio.

Ping decidió que aquél era un buen momento para contar a Kai sus planes.

—Los dragones no me quieren aquí, Kai —dijo.

—Kai toma las decisiones. Ping puede quedarse.

—Ahora soy capaz de escuchar sus voces. Sé lo que piensan y dicen. No quieren humanos en el refugio.

—Ellos no se refieren a Ping.

La muchacha lo rascó bajo la barbilla.

—Tengo que irme, Kai.

El dragón suspiro. Permaneció en silencio unos instantes y luego preguntó:

—¿Cuándo?

—Pronto.

—Ping puede esperar a que Kai se haga mayor.

—Yo no puedo enseñarte lo que necesitas para ser un dragón salvaje.

—Sólo un poquitín más… hasta que Kai cumpla cinco veces diez.

Ping sonrió, intentando controlar las lágrimas.

—Entonces sería demasiado vieja para bajar por las montañas. Creo que será mejor que me vaya antes de que llegue el invierno.

El dragón dejó escapar un sonido grave y triste.

—¿Quién cuidará de Ping? —preguntó.

—Yo cuidaré de mí misma, no te preocupes, Kai.

La muchacha rascó los bultitos sobre su cabeza allí donde sus cuernos crecerían un día. Cuando eso sucediese, ella ya llevaría mucho tiempo muerta.

Una vez expresada en voz alta la decisión de marchar, ya no había ninguna razón para posponer aquel momento. Tun se ofreció a llevarla de regreso allí donde la había encontrado. Entonces tardaría al menos dos meses en llegar a un pueblo o una aldea donde podría pasar el invierno. Empaquetó algo de comida, pero sin Hei Lei que los aprovisionase, el almacén para el invierno era tan escaso que no cogió mucho. Las dragonas le regalaron un par de zapatos que habían hecho con sus escamas pegadas con saliva.

—No se gastarán —dijo Jiang.

Ping tenía un regalo para los dragones.

—Creo que el espejo de Danzi debería guardarse en la cueva del tesoro —dijo—. Mi vida es como un parpadeo comparada con la vuestra. Podría conservarlo, pero ¿qué sucederá cuando yo muera? Nadie más comprenderá su verdadero significado. —Hizo una pausa—. Sin embargo, me gustaría conservar el fragmento de la piedra del dragón de Kai.

—Serás recordada en la memoria de nuestras tradiciones: Ping, la última guardiana de los dragones, será reverenciada en cada luna del dragón —dijo Jiang.

—No olvidaremos lo que hemos aprendido de los humanos, pero ahora ha llegado el momento de que vivamos sin ellos —dijo Tun.

—Cuidad a Kai por mí. Aunque sea un dragón de cinco colores, aún es muy pequeño —dijo Ping, sin poder evitar que se le escapasen las lágrimas.

Sha y Lian flanqueaban al pequeño dragón.

—Nosotras cuidaremos de él —dijo Sha.

—No dejéis que holgazanee. Sólo porque sea vuestro futuro líder no significa que no deba cumplir con sus tareas —dijo Ping.

La muchacha acarició a Kai por última vez, sintió la aspereza de sus escamas, que le era tan familiar, las afiladas puntas de sus espinas dorsales. Rodeó con sus brazos el cuello de Kai y sus lágrimas rodaron por las escamas del pequeño dragón. Él emitió un sonido como el tañido de una campana rota.

Ping alzó su alforja, se la colgó al hombro y se dirigió a Tun.

—Estoy lista —dijo.

—¡Espera!

Ping sintió que las garras de Kai la sujetaban por su ajada chaqueta.

—Ping debería esperar hasta primavera.

Ella se volvió.

—No, Kai. Nunca va a ser fácil para mí dejarte. Ahora es un buen momento.

—Toma esto. —Kai hizo una mueca de dolor cuando se arrancó una de sus escamas—. Bajo la luna del dragón, Ping soñará con Kai.

Ping la cogió. Era más pequeña que la escama de Danzi y más brillante. En la palma de su mano parecía un trozo de jade. Con la luz solar, los otros colores en su punta no eran visibles. Sólo podría verlos a la luz de la luna.

—Yo no tengo nada que darte.

—Ping ya ha dado mucho a Kai.

Ella rebuscó en su bolsa.

—Guarda esto. —Entregó al joven dragón él cuadrado de seda—. Si no dejas que le dé la luz del sol, los caracteres no se borrarán más.

Kai cogió el trozo de seda. Lo sostuvo en lo alto de forma que voló como un estandarte.

Ping subió a lomos de Tun, sobre una silla de hierba tejida que Jiang le había preparado. La dragona ató una cuerda alrededor del cuello de Tun y luego la pasó por la cintura de Ping de manera que no pudiera caerse. La muchacha se sujetó a los cuernos del dragón.

—Sólo una cosa más —dijo Jiang. La dragona roja escupió en los ojos de Ping—. Si no sabes dónde está nuestro refugio nunca nadie podrá obligarte a revelar el secreto de su ubicación.

Ping se frotó los ojos, pero con ello sólo consiguió que le doliesen más. Los abrió de nuevo. No podía ver nada. Sintió que Tun alzaba el vuelo. Había esperado ver a Kai diciéndole adiós y agitando el trozo de seda hasta hacerse pequeño como un puntito, pero no podía ver nada. Escuchó cómo lloraba, emitiendo aquel triste sonido de cuencos de cobre chocando entre sí. Las lágrimas aliviaron sus ojos, pero no le devolvieron la vista. Sintió el viento en su rostro. Sabía a ciencia cierta que jamás volvería a ver a Kai.

El aire era más frío que cuando Tun la había llevado al refugio de los dragones. Las lágrimas de su rostro se convirtieron en pequeños cristales de hielo y tembló. Al cabo de un mes o dos haría mucho frío en las montañas. No sabía adónde iría cuando Tun la dejase. Tampoco sabía dónde pasaría el invierno o el resto de su vida. La soledad la inundó como una ola del océano. Gritó para que Tun la llevase de vuelta, pero las palabras eran arrancadas de su boca por el viento y esparcidas por el cielo.

Tun parecía saber con exactitud lo que duraría el efecto de la saliva de dragón en los ojos de Ping. Justo cuando empezó a distinguir la borrosa silueta de las montañas que había debajo, empezaron a descender, y cuando las patas del dragón tocaron el suelo, ella ya podía ver.

Tun no se entretuvo. Tan pronto como Ping se soltó y bajó de lomos del dragón éste estuvo listo para despegar de nuevo. El dragón la acarició con la almohadilla de su garra e hizo un sonido tintineante que sonó como una despedida amistosa. Ping ya no podía leer sus pensamientos. Luego Tun agitó sus alas y pronto no fue más que una manchita en el cielo.

Ping miró a su alrededor. El dragón amarillo la había dejado en el lugar exacto donde la había encontrado. Estaba a cientos de tortuosos li de distancia de la aldea más cercana. Si tenía un poco de suerte podría encontrarse por casualidad con alguna tribu nómada de pastores de yaks; y si tenía mucha suerte podrían dejar que pasase con ellos el invierno.

Su vida estaba en manos del cielo.

Ping no había sentido frío en vanos meses. Apenas era otoño, pero el aire ya refrescaba bastante, y ella no tenía ropas de abrigo. Alzó la vista, miró el sol y empezó a andar. Estaba haciendo lo que menos deseaba en el mundo, pero sabía que hacía lo correcto. Era un sentimiento extraño.

Ping llevaba los zapatos de escamas de dragón y suficiente comida para pasar algo más de una semana. Tenía un cuchillo afilado, una trampa para cazar conejos que había tejido con ramitas de hierbas y un par de palillos para encender fuego, además de la piel de oso con la que protegerse del frío durante la noche. El corazón le dolía por la pérdida de Kai, pero sabía que su amigo estaba en el lugar más seguro donde posiblemente podría estar. Tal vez algún día ella también averiguaría qué era lo que debía hacer con su vida. El dolor de su corazón pasaría; mientras tanto, había de concentrarse en su viaje. Debía encontrar algún camino hacia una aldea o un pueblo donde pasar el invierno. Tenía oro suficiente para pagar el alojamiento. También podría ganar algo más como narradora o escribana. Aquélla era una posibilidad para su vida, aunque tal vez habría otras. Intentó crear una hebra que la condujese hasta el próximo pueblo, pero también había perdido su segunda visión.

Transcurrió una semana. Ping atravesó andando las montañas sin ver a otro ser humano. El viento ya era glacial. Necesitaba imperiosamente ropa de abrigo. Justo cuando acababa de pensarlo, vio por el rabillo del ojo que algo se movía: era un conejo. Había caminado todo el día y estaba hambrienta. Aún guardaba carne seca y frutos secos en su bolsa, pero tras semanas de comer carne hervida, el pensamiento de un conejo a la brasa le hizo la boca agua. Podía guardar la carne seca para tiempos de escasez. Y, además, la piel podría serle útil. Con la piel de uno o dos conejos más podría hacerse un chaleco para abrigarse.

El conejo estaba a un par de chang de distancia, mordisqueando un matorral de hierba amarillenta. El viento soplaba a su favor y el animal no la había oído ni olido. Ping sacó el lazo, se puso a cuatro patas y se acercó arrastrándose hacia él. El conejo estaba concentrado comiendo las suculentas hierbas. Ping se acercó, pulgada a pulgada, lentamente. Quería saltar sobre la criatura por si se alejaba de un brinco, pero se obligó a no hacerlo.

Ping confeccionó una trampa con el lazo, lo sujetó con la mano izquierda y luego lo lanzó. Las semanas de práctica obtuvieron su recompensa y además tenía buena puntería. El lazo cayó sobre la cabeza del asustado conejo, y ella tensó la cuerda. El animalillo saltó al menos dos pies de altura y se dio la vuelta en el aire, aterrizó y salió disparado. Su fuerza había cogido por sorpresa a Ping; antes de que tuviese tiempo para reaccionar, el lazo se escapó de sus dedos.

Ping se puso en pie de un salto y corrió tras el conejo. Quería la carne, pero aún quería más el lazo por ser una parte importante de su equipo de supervivencia para el invierno. Corrió tras el conejo, tropezó con una roca y se torció un tobillo. Cayó rodando por una ladera. Su cuerpo fue chocando contra las rocas hasta que aterrizó en el fondo de un barranco. Se dio un golpe en la cabeza.

En el fondo del barranco reinaba la paz. Ping se alegró de dejar de rodar. Se estaba bastante bien allí echada, pues había ido a parar sobre un buen manto de hierba. El viento soplaba en lo alto, pero no allí en el fondo. El aire estaba quieto y no era tan frío. Al menos no se había roto el tobillo, sólo se lo había torcido. Se encontraría bien una vez se hubiese echado una siesta.

Cuando Ping se despertó ya había oscurecido. Tenía frío y le dolía el tobillo. Permaneció allí echada despierta, temblando hasta el amanecer. Intentó ponerse de pie, pero el dolor de su tobillo era demasiado intenso. Tenía que encontrar una rama que pudiese usar como muleta. El problema era que aún estaba a mucha altura en las montañas y allí no crecían árboles. Intentó salir a rastras del barranco, pero era demasiado empinado y el dolor la debilitaba.

Sintió más frío del que debería hacer para estar solamente a principios de otoño. Además, el sol ya debería estar en lo alto a aquella hora. Miró hacia lo alto, al cielo. Había una nube gris y bastante grande. Sintió que caían unas cuantas gotas de lluvia helada sobre su rostro. Había suplicado a los dragones que fabricasen una nube y parecía que al fin habían seguido su consejo. Casi podía ver cómo crecía ante sus ojos mientras recogía la humedad del aire. Las gotas de lluvia se convirtieron en copos de nieve. Se hubiese echado a reír si no hubiera temblado tanto. La nube crecería más y más hasta llevar lluvias fuera de temporada a todo el imperio. Aquello sería maravilloso. Pero allí, en aquella montaña, significaría la muerte de Ping.

Al cabo de unos pocos minutos dejó de nevar y la nube se fue disipando hasta que finalmente desapareció. Sin embargo, la temperatura de aquel día ya no subió más. Ping intentó de nuevo ponerse en pie y lo consiguió. Luego, utilizando rocas para apoyarse, subió renqueando por la ladera de la colina. Pero cuando llegó a lo alto, el fuerte viento la empujó pendiente abajo otra vez. Estaba mejor en el refugio que le ofrecía el barranco. Comió lo último que le quedaba de carne seca y frutos secos, recogió un poco de la fina capa de nieve que había quedado para saciar su sed y se envolvió en su piel de oso.

No era el frío lo que la mantenía en vela, sino su tobillo. Cada vez que conseguía dormirse, el dolor que se ocultaba en los profundos rincones adormilados de su mente estaba listo para saltar sobre ella y despertarla.

A la mañana siguiente, Ping no se movió. No podía pensar en una buena razón para hacerlo. No sabía adónde iba y tampoco por qué. Desconocía qué haría el resto de su vida. Tal vez era que su vida había terminado ahora que Kai había encontrado su lugar en el mundo de los dragones. Ella ya había cumplido con su obligación.

Mientras salía de la inconsciencia, pensaba en su familia. Podía ir con ellos e intentar encontrar su lugar en la casa familiar. Pero ellos no la necesitaban. ¿Y sus amigos? Podía dirigirse al emperador y pedirle un trabajo que ella pudiese hacer. Pero ya había rechazado su oferta de amor. Podía ir al pueblo de Jun y ver si había regresado junto a su familia. Pero ¿y si no lo había hecho? No soportaría enterarse de que ella había sido responsable de su muerte. Así las cosas, parecía que lo mejor que Ping podía hacer era quedarse donde estaba, hundirse en un cálido y confortable sueño, y no volver a despertar jamás. Aquello parecía un plan excelente.

El cielo se oscureció y Ping pensó que había otra nube. Los dragones habían estado ocupados. Alzó la vista al cielo. Era una nube muy negra y se estaba moviendo de forma muy extraña. Se dio cuenta de que no era una nube en absoluto, sino un pájaro negro. Un gran pájaro negro que se acercaba bajando en picado. Pero tampoco era un ave. Era un dragón: Hei Lei.

Sería una forma distinta de terminar su vida, muerta por un dragón.

Ping sintió que las garras del dragón se clavaban en sus hombros y la alzaban por la pendiente del barranco. Su tobillo golpeó contra una roca y soltó un grito.

—¿Puedes subirte a mi espalda? —dijo Hei Lei.

Aunque había perdido su segunda visión, aún podía comprender al dragón. Sus ojos rojos ya no eran fieros, sino que parecían heridas abiertas.

—¿Para qué? —Ping se preguntó si planeaba llevarla volando hasta una gran altura y luego dejarla caer.

—Para llevarte a un lugar donde vivan humanos.

—¿No vas a matarme?

—No.

Ping se impulsó para subir a lomos del dragón. No tenía cuerda para atarse y no caer, por lo que pasó la tira de su bolsa alrededor de los cuernos del dragón, y luego sobre su propia cabeza y alrededor de su cintura. Aquél iba a ser definitivamente su último vuelo con un dragón.

—Estoy…

Antes de que pudiera completar la frase, el dragón ya había alzado el vuelo. Estaba contenta de poder contemplar el paisaje que discurría bajo ellos. No sabía adónde la estaba llevando Hei Lei y tampoco le importaba. Debajo de ellos, las montañas se extendían en todas direcciones como un inmenso manto de ropa arrugada. Luego subieron aún más arriba por encima de las nubes y bajo la luz del sol.

—¿Te gusta volar? —preguntó Hei Lei.

—Me encanta.

Las enormes alas de Hei Lei se movían arriba y abajo a cada lado de Ping. El dragón volaba contra el viento, pero eso no le hacía tambalearse. La muchacha se sintió más animada; tal vez aún no había llegado su hora después de todo.

Tras volar durante varias horas, las nubes desaparecieron y las montañas se convirtieron poco a poco en suaves colinas. Ping atisbo una aldea. Hei Lei voló más bajo.

—¿No te preocupa que la gente te vea? —le preguntó.

—No. Suelo volar por encima de las moradas de los humanos. Tomo los colores de mi entorno y desde abajo sólo se ve el mismo color que el cielo.

El dragón negro poseía la capacidad de crear espejismos, igual que Kai.

Ping sintió curiosidad por saber por qué el dragón negro visitaba tierras habitadas y, sabiendo que la gente le desagradaba, no pudo evitar pensar lo peor.

—Vengo por aquí en primavera. Los frutos de las granadas de esta región son los más dulces —prosiguió Hei Lei.

A Ping se le escapó una sonrisa. Nunca habría imaginado que Hei Lei fuese goloso.

El dragón aterrizó suavemente en lo alto de una colina.

—Te dejaré aquí. Hay un humano cerca que te ayudará —dijo.

Ping bajó de Hei Lei y, justo cuando el dragón negro estaba flexionando las alas para despegar de nuevo, Ping alargó la mano y acarició sus escamas.

—Hei Lei, gracias por salvarme la vida —dijo Ping.

El dragón no contestó.

—Regresa al refugio de los dragones. Gu Hong es muy anciana, y Kai es demasiado joven. Los dragones te necesitan; precisan tu fuerza, tu yang —prosiguió.

Hei Lei no dijo nada.

—Y la gente del imperio necesita lluvia. Ayer los dragones sólo consiguieron crear un pequeño chaparrón. Sin ti no crearán nubes suficientes.

El dragón negro alzó el vuelo.

—¡Ocho es dos veces cuatro, es un número poco afortunado! ¡Nueve es mejor! —gritó Ping al dragón mientras éste se alejaba.