18

Trueno Negro

—¿Por qué no hay reunión lunar esta noche?

—No hay luna —respondió Kai.

Los días de Ping transcurrían según el lento y perezoso ritmo de la vida de los dragones. Por las tardes no había nada que hacer excepto dar cabezadas bajo el cálido sol estival. Una tarde, cuando acababa de cerrar los ojos, sintió que algo le rozaba el costado. Era Gu Hong. La vieja dragona roja estaba empujándola con un palo. Ping sonrió y asintió, aunque no estaba segura de lo que Gu Hong quería. La vieja dragona arañó el suelo delante de ella con el palo y luego pinchó a Ping con éste de nuevo, más fuerte. Ping miró el suelo blanquecino. Para su sorpresa vio que las marcas que Gu Hong había hecho en el suelo no eran garabatos aleatorios, sino que formaban caracteres. Muy temblorosos y mal escritos, pero tres caracteres al fin y al cabo. «Madre de Kai.»

Ping se dio cuenta de que aquello era una pregunta ¿Quién era la madre de Kai?

Ping escribió una respuesta en el suelo: «Lu Yu.»

Gu Hong escribió más caracteres: «Color. Ancestros Causa de la muerte.»

Ping sintió que su rostro ardía de vergüenza. No sabía de qué color era Lu Yu. Nunca había visto a la madre de Kai a la luz del día. En la memoria de Ping era simplemente gris. No sabía nada acerca de dónde provenía la madre de Kai. Y lo que era aún peor, había muerto de dejadez y tristeza. En Huangling, Ping no tenía ningún poder para cambiar las condiciones en que vivían los dragones y ni siquiera era su trabajo cuidar de ellos, pero podía haber hecho más.

«No lo sé», esbozó en la tierra.

Ping quería hacer muchas preguntas: ¿Cómo habían muerto los dragones en Long Gao Yuan? ¿Por qué Danzi los había dejado? ¿Podía hacer algo más útil ella en el refugio? Pero todas eran preguntas difíciles y no pensó que fuese el momento adecuado para formularlas. En lugar de ello hizo una pregunta sencilla: ¿Los dragones cavan agujeros? Indicó los cráteres que había a su alrededor. «No —fue la respuesta—. Causados por el dragón de fuego al darse la vuelta cuando duerme.» Gu Hong esbozó más caracteres en el suelo. Era un método de comunicación lento, pero, gradualmente, Ping se enteró de que había un inmenso dragón de fuego que los dragones creían que vivía en las profundidades de la tierra. Con su aliento fundía las rocas, y las aguas de los ríos subterráneos estaban calientes por esa razón. En unos pocos lugares del mundo, esa agua se abría paso hacia la superficie y brotaban manantiales calientes del suelo. En esos lugares especiales, el dragón de fuego protegía a los dragones terrenales. De todos modos, Ping no pensaba que tuviesen demasiada fe en sus poderes de protección, puesto que siempre había un dragón de guardia, día y noche.

Los bellos colores del agua eran causados por los diferentes estados de humor del dragón de fuego cuando respiraba sobre las rocas. Kai explicó a Ping que las lagunas tenían distintas propiedades dependiendo de su color. La amarilla era una laguna curativa, la púrpura era para limpiarse, y la blanca para recuperar fuerzas y rejuvenecerse.

Jiang llegó para ayudar a su madre a entrar en su charca preferida. Ping estaba aliviada al ver que había una forma de comunicación directa con los dragones, aunque ésta fuese lenta y laboriosa. Se preguntó cómo Gu Hong habría aprendido a escribir.

La muchacha dejó que los dragones hiciesen su siesta de la tarde y continuó explorando la llanura. Estaba preocupada por el frío que llegaría con el mal tiempo al cabo de un mes o dos. Los dragones dormirían casi todo el invierno. Ping no estaba segura de si se despertarían para salir a cazar algo de vez en cuando. En cualquier caso, la mayoría de sus presas también estaría invernando. El invierno siguiente sería largo y solitario para ella. Tampoco quería pasar hambre, o sea que, como una ardilla, tendría que reunir provisiones. Había empezado a recoger bayas y setas y las dejaba secar, pero aquello no sería suficiente. Se sentó bajo el sol de la tarde e hizo una trampa con tallos de hierba seca para poder cazar conejos y faisanes. Luego practicó lanzándola alrededor de las rocas.

Ping estaba buscando madrigueras de conejos en el extremo de la parte norte de la llanura cuando localizó una parecida a una cueva en una pequeña colina cubierta de hierba. Los arbustos casi habían ocultado su entrada, pero agachó la cabeza y se dispuso a entrar. La luz diurna se filtraba por pequeños agujeros por el techo. No era tan lúgubre como las cuevas del otro extremo de la llanura, y Ping empezaba a preguntarse si sería un hogar mejor para ella cuando reparó en algo que estaba al fondo. Una gran roca plana estaba situada en el centro y sobre ella había colocados varios objetos. Se acercó. A medida que sus ojos se acostumbraron a la penumbra pudo distinguir qué eran algunos de ellos. Había tres trozos de jade sin tallar y sin ninguna forma concreta que parecían extraídos directamente de la roca. Había una gran piedra que se había dividido por la mitad dejando al descubierto un bosque de cristales de amatista en su interior. Había una concha de madreperla y varias sartas de dientes de dragón. Ping contuvo el aliento. En el centro de aquella exposición había tres grandes piedras ovales.

—Piedras de dragones —susurró.

Eran huevos de dragón sin eclosionar.

El hecho de pensar en jóvenes dragones en el refugio hizo sonreír a Ping y su rostro se iluminó. Cuando los huevos se abriesen ella tendría un propósito. Podría ayudar a las hembras a cuidar a los pequeños. Kai estaría muy contento de tener otros dragones jóvenes con quienes jugar. Iba a alargar la mano para tocar una de las piedras de dragón cuando se le erizó la nuca. Su estómago le dolió tanto como si se le hubiese quedado comida por digerir y se le estuviese pudriendo dentro. Su piel se heló a pesar del aire caliente. La alegría que había sentido al encontrar las piedras de dragón se esfumó de su cuerpo hasta que no quedó ni una gota. La desesperación llenó todo el espacio vacío, y hubo de sujetarse el estómago cuando el dolor se hizo más intenso, tanto que la hizo doblarse.

Ping no había experimentado aquel sentimiento de terror desde hacía mucho tiempo, no desde que había estado en presencia del nigromante. Cuando viajaban esperaba sentirlo. Había esperado sentirlo cuando los guardias imperiales en la Gran Muralla se volvieron violentos. Cuando vio por primera vez a los Ma Ren pensó que tal vez lo experimentaría. Pero aquel presentimiento nunca había llegado. No, hasta aquel instante.

Había alguien fuera de la cueva que quería hacer daño a Kai. Ping se dio la vuelta esperando ver a un nigromante, a un cazador de dragones o a guardias imperiales. Un rugido ensordecedor resonó por toda la cueva. Fuera lo que fuese que estuviese fuera no era humano. Ping no sabía a qué iba a enfrentarse, pero no quería verse arrinconada en la cueva.

Salió al exterior tambaleándose y sujetándose aún el estómago. El dolor amenazó con hacerle perder la conciencia y cayó de rodillas. Una sombra grande y oscura se alzó sobre ella. Era un dragón. Un dragón negro.

El dragón negro era grande, mayor que Danzi y casi tan enorme como Gu Hong. Preparado para saltar, se apoyó sobre sus patas traseras, que estaban formadas por músculos poderosos y protuberantes. Una cicatriz larga y fruncida atravesaba su vientre y la punta de uno de sus cuernos estaba rota. Sus ojos no eran pardos como los de los demás dragones, sino de un rojo sangriento. El cuerpo sin vida de un antílope colgaba de las garras de su pata derecha. El dragón negro enseñó sus dientes y gruñó. Ping nunca habría dicho que un dragón pudiese emitir un bramido como aquél.

Antes de que pudiese reaccionar, la garra de la criatura le cruzó la cara y la tiró al suelo. Del golpe le zumbaron los oídos; aun así, escuchó una voz grave y furiosa en su mente: «¡Los humanos no deben entrar en la cueva del tesoro!»

Los ojos rojos del dragón brillaban de furia.

Escuchó otro grito más familiar de dragón. Era el de Kai. El pequeño corrió y se interpuso entre Ping y el dragón negro. Habló en el lenguaje de los dragones que Ping no podía entender, pero estaba segura de que estaba intentando defenderla.

Ping estrechó a Kai contra su pecho. Cuando se había enfrentado al nigromante y al cazador de dragones, la premonición había llegado llena de avaricia, codicia por el oro, codicia de poder. Esta vez la sensación estaba vinculada al odio hacia ella. Cuando Kai apareció, la sensación aún había sido mucho más fuerte. El dragón negro odiaba también a Kai. Ping no podía entender cómo podía sentir tanta maldad hacia otro dragón.

Los otros dragones se estaban reuniendo a su alrededor. Los amarillos y los blancos parecían intimidados por el negro. Gu Hong tardó más en llegar. Avanzó renqueando con Jiang encogida de miedo detrás de ella. Gu Hong, la única que no temía al recién llegado, se alzó sobre las patas traseras y le rugió. Las patas musculosas del dragón negro se tensaron, y Ping pensó que iba a saltar sobre la anciana, pero, en vez de ello, se colocó a cuatro patas y gruñó desde lo más profundo de su garganta. La vieja dragona roja tal vez no fuese capaz de volar ni de ver bien, y quizá tampoco podía caminar muy lejos, pero el dragón negro la respetaba tanto como los demás.

—A los humanos no se les permite entrar en la cueva del tesoro. Asegúrate de que tu criada no vuelve a entrar —dijo el dragón negro a Kai.

—Dice que…

—No hace falta que me digas lo que ha dicho, Kai, le he escuchado en mi mente.

Kai se movió a su alrededor inquieto y ella se inclinó hacia él mientras se ponía de pie.

—No soy su criada. Soy la guardiana de Kai —afirmó Ping.

El dragón negro gruñó.

—Una hembra no puede ser una verdadera guardiana de dragones.

—¿Ping le ha escuchado? —preguntó Kai.

Ping asintió.

—¿Quién es?

—Se llama Hei Lei.

Gu Hong rugió de nuevo. El dragón negro gruñó a su vez. Lanzó el antílope muerto a sus pies y luego se alejó hacia la laguna blanca. Hei Lei significaba Trueno Negro. Era un buen nombre para él. Los dos dragones amarillos se adelantaron arrastrándose, recogieron el antílope y lo transportaron entre ambos hasta el interior de una de las cavernas.

Ping se tocó la mejilla derecha y examinó su mano. Tenía cuatro líneas de sangre allí donde las garras de Hei Lei le habían arañado el rostro.

—Quiere hacerte daño, Kai. Mi segunda visión me lo dice.

—Hei Lei no es amigo de nadie, pero no haría daño a otro dragón —replicó Kai.

—Experimenté el sentimiento de terror y era más fuerte que nunca.

—Hei Lei está muy furioso. Pero con Ping, no con Kai.

Ping miró cómo Hei Lei se agachaba en el borde de la laguna blanca y bebía su agua. El dolor de su estómago estaba desapareciendo. Ahora no era mucho peor que el malestar que sentía después de comer demasiado en un banquete imperial. Se dirigió a la cascada y se lavó la cara. Kai la siguió.

—Tal vez un día comprenderás a todos los dragones —dijo Kai, esperanzado.

En el pasado, una furia intensa había mejorado la segunda visión de Ping. Se preguntó si la furia de Hei Lei le permitiría entenderlo. Tal vez al principio solo sería capaz de comprender qué decían los dragones cuando experimentaban emociones fuertes. Esperaba que gradualmente su mente fuese capaz de entender cada vez más su lenguaje.

Los dragones no se iban a dormir tan pronto se hacía de noche, como los pájaros y las otras criaturas de la Tierra. Hasta entonces, al caer la noche se habían reunido en la laguna naranja bajo la luz del crepúsculo. El principio de la reunión era anunciado por un chorro repentino de agua, como si el dragón de fuego rociase de agua caliente el aire vespertino. Las hembras entraban en la laguna y los machos se sentaban en las rocas de los alrededores. Hablaban con sus graves voces de dragón. Algunas veces uno o dos decidían no tomar parte. En otras ocasiones optaban por irse a dormir a la cueva antes de que la reunión hubiese terminado, incluso mientras otro dragón aún estaba hablando. Kai nunca se perdía una reunión lunar. Se empapaba de todos los sonidos que los dragones emitían.

Aquella noche el chorro de agua roció el aire, pero ninguno de los dragones se movió. Ping se dirigió a Kai.

—¿Por qué no hay una reunión lunar esta noche?

—No hay luna —respondió Kai.

Ping observó el negro firmamento. Había millares de estrellas, pero no luna. Las noches sin luna los dragones iban a sus cuevas tan pronto como oscurecía. Allí sola en la negrura, Ping pensó de nuevo en la llegada del invierno.

No tenía ninguna lámpara de aceite para iluminar las largas horas de oscuridad. Le habría gustado saber si le permitirían encender un fuego cuando se ocultase el sol, pero no estaba segura de que los dragones la dejasen hacerlo.

Ping fue a la cascada y se tomó un baño caliente bajo la mirada de las estrellas. Al menos no pasaría frío durante el invierno.

La noche siguiente sólo había una fina tira plateada de luna flotando en el firmamento tachonado de estrellas, pero los dragones se reunieron de nuevo. Kai había contado a Ping que las dragonas actuaban como un consejo. En él se tomaban las decisiones, se resolvían las disputas y se decidía el castigo si algún dragón hacía algo mal.

El dragón de fuego calentaba el agua de la laguna naranja cuando estaba pensativo. Los dragones creían que aquello los ayudaba a tomar las decisiones justas y correctas.

—Ping no debe beber de la laguna naranja —le había dicho Kai.

—¿Acaso es venenosa?

—No. Los dragones creen que si los humanos la tocan, las propiedades de la laguna se alterarán.

El brillo de las escamas de los dragones apenas se percibía bajo la luz de la delgada luna. Hei Lei estaba en cuclillas sobre las rocas con Tun. Kai parecía reacio a unirse a ellos mientras el dragón negro estuviera allí. Hei Lei habló con su profunda voz de dragón, usando sonidos que Ping no pudo entender.

Mientras hablaba, las hembras, una a una, se volvieron para mirar a Ping.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Ping.

—Hei Lei quiere que Ping deje el refugio. Están escuchando sus motivos antes de que tomen una decisión —dijo Kai tranquilamente.

El corazón de Ping se aceleró.

—¿Qué motivos? ¿Qué he hecho yo mal?

—Hei Lei piensa que, puesto que Ping es una hembra, Ping no puede ser una buena guardiana del dragón. El cree que las hembras humanas son aún menos de fiar que los varones.

—Pero Lao Longzi dijo que los guardianes de los dragones eran bienvenidos en el refugio de los dragones.

—Ya no —dijo Kai.

—¿No desde la matanza?

Kai asintió, y luego trepó por las rocas y se sentó junto a Tun.

Ping había imaginado que su derecho a permanecer con Kai estaba fuera de duda.

Finalmente Hei Lei respondió a las preguntas de las hembras. Ping, que no fue invitada a hablar en su propio nombre, anhelaba saber qué decían de ella. Escuchó atentamente aquellos sonidos tintineantes, con la esperanza de que empezasen a tener sentido para ella. Buscó alguna manera de entrar en la mente de los dragones con su segunda visión, pero no sirvió de nada. Aun así, dentro de la mente de los dragones pudo sentir un escudo que evitaba que ella escuchase sus pensamientos. Vio que Gu Hong la miraba. La dragona roja se había dado cuenta de sus intentos.

Después de que Hei Lei hubiese terminado de hablar, las seis dragonas permanecieron en silencio sentadas en la charca. No se produjo ninguna discusión, o al menos ninguna que Ping pudiese escuchar. Si es que hubo alguna, fue mentalmente. Pero la decisión estaba tomada. Gu Hong emitió unos pocos sonidos. Kai fue hasta Ping para traducir su dictamen.

—Ping puede quedarse. Por el momento —dijo Kai.

Hei Lei gruñó y se alejó. La muchacha se sintió débil de alivio, pero le habría gustado que las dragonas no hubiesen considerado necesario tardar tanto en decidirse.

—No pareces preocupado, y eso que podrían haberme echado —dijo Ping a Kai.

—Kai confía en que los dragones tomen las decisiones correctas.

Ping se preguntó cuál habría sido la reacción de Kai si la decisión de los dragones hubiese sido diferente. No estaba del todo convencida de que su amigo hubiese protestado.

A Ping le dolía la mejilla. Los arañazos que le había causado la garra del dragón no se estaban curando bien, de modo que fue a buscar a su cueva el tarro donde guardaba el ungüento de la hierba de nube roja para untarse un poco en ellos. La dragona amarilla la observaba desde cierta distancia.

—Sha quiere saber si estás bien —tradujo Kai.

Ping nunca antes había podido acercarse a la tímida dragona amarilla.

—Sha es nuestra curandera. Cree que el agua de la charca sanadora ayudará a curar las heridas de Ping —añadió Kai.

—Dile que tengo ungüento de nube roja.

Ping vio que Sha estaba interesada en lo que estaba haciendo, pero era demasiado tímida para acercarse.

—Ven y echa una ojeada, Sha. —Ping la llamó en voz alta, a sabiendas de que la dragona amarilla no podía entenderla. Sonrió e hizo señas para que se acercase.

Lenta y tímidamente la dragona amarilla se aproximó a Ping.

—Dile que usé este ungüento para curar el ala rota de Danzi y su herida de flecha.

Kai se lo explicó a Sha. La dragona amarilla se acercó más y olisqueó el ungüento.

—Dile que también la use en tu piedra de dragón antes de que nacieses.

Kai dudó.

—Vamos, díselo. —Ping quería que los dragones supiesen que había sido una buena guardiana.

Kai empezó a decírselo a Sha, pero antes de que terminase, la dragona amarilla echó a correr a toda prisa y desapareció en la caverna donde dormían.

—¿Qué sucede? ¿Qué la ha asustado? —preguntó Ping, extrañada.

—Sha y su pareja, Tun, quisieran tener familia —dijo Kai.

Ping podía sentir su tristeza.

—Ella puso tres piedras de dragón.

—¿Las que están en la cueva del tesoro? —preguntó Ping.

—Sí.

—Entonces ha sido bendecida. Tendrán familia cuando los huevos eclosionen.

Kai negó con la cabeza.

—Las piedras de los dragones eran grises cuando las puso.

Ping pensó que era la tenue luz de la cueva lo que hacía que las piedras pareciesen grises, pero en realidad era su auténtico color. Los huevos de dragón estaban muertos.