6
Nuevos horizontes
La vasta negrura la rodeaba. La hizo
sentir tan pequeña como una hormiga
y le arrebató toda la confianza en sí
misma que había tenido durante el día.
A la mañana siguiente, Ping descargó todo el equipaje del carruaje.
—¿Qué estás haciendo, Ping? —preguntó el emperador.
Aún estaba pálido, demasiado débil para ponerse en pie, pero sus ojos lucían claros y brillantes.
—Tienes que estar al cuidado de médicos. Los soldados te llevarán al palacio Beibai.
—No sé si seré bien recibido allí.
—Tu hermana te recibirá con los brazos abiertos —dijo Ping.
—¿No vas a venir conmigo? —preguntó el emperador.
—No hay espacio suficiente para los tres. Kai y yo esperaremos aquí hasta que los soldados regresen; luego continuaremos nuestro viaje.
—¿Adonde vais?
—Vamos a un lugar donde nadie pueda encontrarnos.
—¿Dónde está ese lugar?
—No lo sé.
—Nunca más confiarás en mí, ¿verdad?
—No es una cuestión de confianza. Realmente no sé exactamente adónde vamos. Danzi me envió un mapa, pero no es lo suficientemente claro.
—Enséñamelo, tal vez pueda ayudarte.
—Ahora ya sé leer, Liu Che, no necesito tu ayuda.
Ping sintió un ligero tirón en su cintura. Se dio la vuelta y descubrió a Kai sacando el cuadrado de seda de su bolsa.
—¡Kai! —exclamó—. ¿Qué haces?
Le arrebató el retal.
—Kai confía en mí aunque tú no lo hagas —dijo el emperador.
—Lu-lu puede que sepa dónde está el arroyo del Lamento del Dragón —dijo Kai.
—Él no conoce todos los rincones del imperio, y no quiero que sepa que estamos buscando Long Dao Xi —susurró Ping al dragón. Se detuvo bruscamente. Había estado hablando en voz alta.
—¿Qué has dicho? ¿Llevas a Kai al barranco del Ladrón? —preguntó Liu Che.
Ping se mostró aliviada al ver que él lo había entendido mal.
—No, ya te lo he dicho, no sé adónde vamos exactamente.
El emperador suspiró. Los soldados lo llevaron en brazos hasta el carruaje.
—Hay algo más que quisiera preguntarte, Liu Che.
El emperador volvió la cabeza hacia ella.
—¿Qué le sucedió a Jun?
—¿Quién?
—El chico que se hacía pasar por guardián del dragón. Al que nombraste guardián imperial de los dragones cuando me hiciste prisionera. —Ping esperaba que la furia rebullese en su interior otra vez, pero no fue así.
El emperador tardó en contestar. Tragó saliva.
—No lo sé.
—¿Lo mandaste ejecutar?
—No, pero no recuerdo qué fue de él. Lo siento mucho, Ping.
Los caballos ya estaban enganchados al carruaje. El conductor ocupó su asiento.
—Te debo la vida —dijo el emperador.
Kai saltaba para despedirse.
—Deseo que tengas muy buen viaje, Kai, a donde quiera que vayas. Emitiré un decreto prohibiendo la caza de dragones en todos los rincones del imperio.
Kai hizo su sonido de campanillas tintineantes.
—Que el cielo os proteja a ambos —deseó el emperador.
Bajo los cortes y los hematomas, Ping pudo ver de nuevo el bello rostro de su amigo.
Se inclinó y lo besó en la mejilla.
—Me alegro de que nos hayamos visto de nuevo —dijo.
Uno de los soldados cerró la puerta del carruaje.
—Conduce despacio —añadió—, y toma el camino más llano y no el más rápido —ordenó Ping al conductor.
Dijo adiós con la mano.
—Adiós, Lu-lu —dijo Kai tristemente.
Ping se quedó mirando cómo el carruaje se alejaba, avanzando lentamente, hasta que desapareció de su vista. Kai estaba ocupado cazando mariposas, saltando encima de rocas y revolcándose entre las matas de hierbas. La muchacha sonrió. Se alegraba de verlo despreocupado y con espacio para jugar. Recordó la segunda línea de su adivinación: «Un dragón en los campos. Es ventajoso reunirse con el gran hombre.»
Kai estaba en el campo, allí, cazando mariposas. Y se habían reunido con el gran hombre: el hombre más poderoso del imperio. Ciertamente había sido un encuentro muy ventajoso para él. Si Kai no lo hubiese encontrado, habría muerto. Por otra parte, si el emperador mantenía realmente su promesa y se concentraba en gobernar bien, entonces sería ventajoso para todo el imperio. Pero aquel encuentro también había sido ventajoso para Ping. La furia y el odio que guardaba en su interior habían desaparecido. Aquellos sentimientos tan amargos habrían podido envenenarla, infectarla como una herida sucia. Había sido mejor librarse de ellos. Un fragmento de la piedra del dragón había vuelto a ella también. Antes ya había demostrado su utilidad, reforzando su segunda visión. Podía serle útil de nuevo. Además, los soldados se habían marchado, y quizás eso también era algo bueno.
El montón de equipaje y la colorida tienda parecían fuera de lugar en la sombría llanura, como si hubiesen caído inesperadamente del cielo. Había seis cestas de comida, un arcón de ropas, vanas jarras grandes de vino, alfombras, cojines y cazos para cocinar. Era un montón de equipaje ridículo para un dragón pequeño y una muchacha. Ping se lo quedo mirando sin deshacerlo. Del arcón de las ropas sacó otro par de zapatos, algunos calcetines, una chaqueta y un par de pantalones. De la cesta del equipo de cocina escogió un cazo pequeño, un par de palillos, una taza y dos cuencos. De la cesta de las provisiones apartó sacos de cereales y de lentejas, algo de queso de soja seco, una jarra de salsa de ciruelas, frutos secos, nueces y jengibre en polvo para aromatizar el agua caliente. También sacó un par de alfombras pequeñas de piel de oso, una bolsa de agua, su cuchillo, la jarra de ungüento de hierba de nube roja y los palos para encender el fuego. Kai se detuvo y se la quedó mirando.
—¿Ping no espera al carruaje? —preguntó.
—No. Vamos a ir por nuestra cuenta, sólo tú y yo —repuso Ping.
—Está bien —dijo el dragón.
Ping le rascó bajo la barbilla.
—¿No te importa?
Él sacudió la cabeza.
—Sólo Kai y Ping.
La muchacha empaquetó todas sus cosas en una alforja. Siempre había tenido la intención de despedir a los soldados antes de alcanzar su destino, pero no había sospechado que sería tan pronto. Kai parecía nostálgico al ver todas las cosas que dejaban atrás.
—¿No llevas cojines? —preguntó.
Ping negó con la cabeza.
—¿El rascador no?
Ping se echó a reír.
—No.
Se echó la alforja al hombro. Era muy pesada, así que volvió a dejarla en el suelo.
—Tendré que deshacerme de algo —dijo.
Sacó el par de zapatos de repuesto y un saco de yuyubas.
—¡Tienes que llevar las yuyubas! —exclamó Kai.
—Pero es que la bolsa pesa mucho —protestó Ping.
—Kai llevará la bolsa.
Ping intentó convencerlo de que no podría con ella, pero él insistió. La muchacha le pasó la alforja por los hombros y se la ató al lomo. Encajaba sorprendentemente bien. Volvió a empaquetar los zapatos y las yuyubas.
Era una mañana fría. El fuerte viento que soplaba alzaba remolinos de polvo. Ping se puso la capa, se cubrió la cabeza con la capucha e iniciaron la marcha. Kai bajó las orejas. Ya casi tenía dos años. Había cambiado muchísimo mientras habían estado en el palacio Beibai, y el bebé dragón se había transformado en un dragón joven que caminaba a su lado. Él llevaba la alforja sin quejarse y mantenía el paso junto a ella con facilidad.
—Estoy contenta de empezar por fin nuestro viaje —dijo Ping.
Kai hizo un sonido de campanillas. La muchacha se alegró de que él estuviera de acuerdo.
Las colinas que habían parecido suaves y bajas a través de la ventanilla del carruaje parecían mucho más empinadas ahora que las estaban coronando a pie. Los músculos de las piernas de Ping ya le dolían antes de mediodía. Casi toda la jornada Kai anduvo a su lado, pero a veces marchaba por su cuenta, corriendo de un lado a otro mientras se entretenía con algún juego. Cuando se alejaba demasiado, Ping hacía destellar el espejo y él regresaba a su lado.
—¿A qué estás jugando? —preguntó la muchacha.
—Busco piedras de dragón —explicó Kai.
Ping sintió una punzada de tristeza. Kai nunca lo había expresado en voz alta, pero ella sospechaba que él estaría solo cuando llegase al refugio de los dragones. Antes tenía muchos amigos humanos en el palacio, y también había perros que perseguir y cabras que molestar. Nunca había considerado que él podía anhelar la compañía de otros jóvenes dragones. Sacó el cuadrado de seda y lo examinó. ¿Qué iban a encontrar allí? Otro huevo de dragón o tal vez un alijo de piedras de dragón. Ahora que ya sabía cómo cuidar de un bebé dragón, educar a toda una prole de ellos no le supondría ningún problema. De hecho, disfrutaría al hacerlo.
Mientras andaban, Ping pensó en Danzi y en el largo viaje que habían hecho juntos. Habían viajado desde la frontera occidental del imperio hasta allí donde terminaba, al este, en las costas del mar. Cuando emprendió su viaje con Danzi, el imperio estaba cubierto de verde reluciente. Ahora, en cambio, se veía polvoriento y reseco por la falta de lluvias.
Danzi era un dragón de pocas palabras, pero su hijo era un parlanchín. Mientras andaban, Kai hablaba por los codos. Señalaba todo lo que le parecía interesante, ya fuese una colina en forma de animal dormido, un lecho de río serpenteante o un nido de pájaro grande. Puesto que su visión era excepcional, la mayoría de las cosas que indicaba estaban demasiado lejos para que Ping pudiese verlas. También le gustaba contar una y otra vez sus propias aventuras, la mayoría de la cuales Ping ya las sabía, aunque ocasionalmente descubría alguna travesura que él había realizado en la residencia Ming Yang o en el palacio Beibai cuando ella no estaba mirando. La única vez que Kai dejó de hablar fue cuando alguien se aproximó a ellos por el camino y tuvo que cambiar de forma. Ping se alegró de que Kai dominase ya su habilidad de dragón. No quería que atrajese la atención de nadie.
Ping también se alegraba de que por fin Kai hubiese superado la etapa en la que estaba constantemente haciendo preguntas. Ahora prefería demostrarle lo inteligente que era, nombrando plantas, pájaros y animales y contándole lo valiente que sería si se encontrasen con un tigre o un cazador de dragones. Ping dejaba escapar algún gruñido de vez en cuando para indicarle que estaba escuchando, aunque la mayoría del tiempo tenía la mente en otra parte.
Mientras Kai volvía a explicar la historia de cómo se había quedado atascado dentro de un jarrón en la residencia Ming Yang, más de la mitad de la atención de Ping estaba puesta en lo que iban a comer para cenar. Vio un ligero movimiento por el rabillo del ojo. Parecía como si algo se hubiese caído de la alforja. Se detuvo y miró hacia atrás.
—¿Has dejado caer algo, Kai? —preguntó.
—No —repuso el dragón.
—¿Estás seguro?
Mientras comprobaba las tiras de la bolsa, se dio cuenta de que había algo en el suelo del camino, detrás de ellos.
Retrocedió para recogerlo. Era una de las escamas púrpura de Kai.
—¿Te encuentras bien? —preguntó preocupada. Corrió hacia el dragón y le tocó las puntas de las orejas—. ¿Tienes fiebre?
—Kai está bien.
Se rascó tras su hombro izquierdo. Cayó otra escama.
—¿Es la bolsa? Debe de estar frotando tus escamas y hace que se te desprendan.
—No, las escamas de Kai son duras, como la armadura de un soldado.
Ping hizo que el dragón se sentase mientras le miraba la lengua, le tomaba el pulso en cada pata y observaba sus ojos. Parecía estar perfectamente sano. Mientras examinaba sus escamas, cayó otra en su mano.
—¿Qué te está pasando, Kai? —preguntó Ping, ahora sí verdaderamente alarmada—. ¿Por qué se te caen las escamas?
—Muda —dijo Kai tranquilamente.
—¿Estás mudando las escamas?
—Como las cabras, que pierden su abrigo de invierno. Como una serpiente que cambia la piel.
Ping se acercó y miró con más atención en la parte de piel allí donde había caído la última escama. En el espacio entre las duras y ásperas escamas púrpura había otra más suave. Era verde pálido y brillaba cuando le daba el sol. Había más trozos de verde pálido allí donde las otras escamas habían caído.
—¡Estás cambiando de color! ¡Las escamas púrpura deben de ser tus escamas de bebé! —exclamó Ping, sorprendida.
Kai giró el cuello y levantó las patas delanteras para intentar verse.
Perdió el equilibrio y cayó. Rodó sobre su lomo pero, aun así, no pudo ver sus nuevas escamas.
—¿De qué color son? —preguntó.
—Verdes. Un bonito color verde pálido como la hierba nueva de primavera —dijo Ping.
Kai hizo sonidos tintineantes.
—Igual que Padre —dijo él.
Ella sonrió.
—Sí. Igual que Danzi.
El dragón cavó un agujero y echó las escamas en él. Luego las cubrió de arena.
—¿Qué haces?
—No quiero que gente encuentre escamas.
Ping caminaba a buen paso, pero su avance era mucho más lento que cuando viajaban en carruaje. En el palacio se había acostumbrado a tener todo lo que deseaba tan pronto lo expresaba en voz alta. Ahora debería aprender a tener paciencia de nuevo.
A última hora de la tarde, estaban andando a través de una zona escasamente arbolada. Los nuevos brotes, que ya se estaban tiñendo de marrón en las puntas por la falta de agua, luchaban por abrirse en los altos y débiles árboles. No había hierba primaveral que amortiguase sus pasos. La hierba amarillenta del año anterior crujía bajo sus pies. Las flores deberían haberse abierto ya pero no había ninguna. Kai se detuvo de pronto y olisqueó el aire. Miró entre la penumbra observando atentamente un árbol en concreto.
—¿Qué sucede? ¿Acaso ves peligro? —preguntó Ping, preocupada—. ¿Hueles algo?
El sonido de campanillas repiqueteó en el aire.
—¡Golondrinas! —exclamó Kai, y echó a correr.
La comida favorita del joven dragón era también la de su padre.
Kai necesitaba mejorar sus técnicas de cacería. Su torpe acercamiento puso sobre aviso a las golondrinas. Aquella noche no tendría una apetitosa ave para cenar. Ping se sentía desilusionada. Ella también se había acostumbrado a su sabor y empezaba a gustarle la golondrina asada. Comieron una cena decente de queso de soja y cereales, pero ambos se habían habituado a los banquetes de palacio. La comida no sació a Kai. Se las apañó para cazar algunas polillas, pero ya era demasiado mayor para quedar satisfecho con unos pocos insectos. Metió la cabeza dentro de la alforja.
—¿Hay codornices asadas? —preguntó esperanzado.
Ping negó con la cabeza.
—¿Pasteles de miel?
—No.
Las púas que recorrían el lomo del dragón bajaron y otra escama se desprendió.
—Puedes comer una yuyuba, pero sólo una —dijo Ping.
Ella le alargó la fruta seca y cogió una para sí.
De pronto, un montón de terrones de arena volaron en su dirección, golpeándole la cara y ensuciando su regazo. Ping nunca antes había visto a Kai hacer un lecho. Primero cavó un agujero con sus fuertes garras delanteras, cuidando muchísimo que fuese del tamaño correcto de su cuerpo enroscado, pero sin prestar atención alguna adónde iba a parar toda la tierra que excavaba. Luego recogió hierba seca y hojas para llenar el agujero y echó su piel de oso encima. Finalmente saltó encima de su lecho y dio vueltas retorciéndose en él hasta que se sintió cómodo. Pronto se durmió.
El cielo estaba despejado. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que Ping había pasado la noche al aire libre. El cielo negro, tachonado por infinidad de estrellas, era inmenso comparado con el retazo de firmamento en forma de cuadrado que se había acostumbrado a ver sobre el patio del palacio Beibai. La vasta negrura la rodeaba. La hizo sentir tan pequeña como una hormiga y le arrebató toda la confianza en sí misma que había tenido durante el día. ¿Qué estaba haciendo exactamente? Recorrían tierras desconocidas siguiendo las desconcertantes indicaciones de un anciano dragón ausente garabateadas a toda prisa en un retal de seda, guiándose por un acertijo que había obtenido haciendo malabares con tallos de plantas. Era como si buscase una estrella particular entre miles de ellas. Por la noche ya no estaba tan segura de que pudiese encontrarla.
Ping se acurrucó en su piel de oso. Que el cielo estuviese tan despejado también significaba que la noche sería fría. Aunque no echó de menos las púas que se le clavaban en el costado, en realidad sí echó de menos el calor del dragón. Oyó ronquidos provenientes del lecho de Kai. Se planteó que tal vez ella también debería cavar un hoyo para dormir dentro de él, pero estaba demasiado exhausta, de modo que se envolvió con la piel de oso. Tendría que acostumbrarse a dormir al aire libre otra vez.