Para las personas de carácter alegre que buscaran algún tipo de diversión, el lugar no tenía ningún interés. Situada en la parte más recóndita de una pequeña y melancólica bahía, y sin que desde ella pudieran verse los barcos que pasaban por el Canal, diríase que Sandyseal podría haber sido construida en cualquier isla remota del Pacífico. Las naves que se preciaran de seguir siéndolo, se cuidaban mucho de acercarse a los traidores bancos de arena y a las corrientes que acechaban en la entrada de la bahía. El fondo era bueno para el anclaje, pero la profundidad del agua solamente permitía la navegación de barcos pequeños: raídas barcas de pesca que a duras penas rendían para cubrir gastos, y roñosas lanchas costeras que transportaban carbón y patatas. Detras del hotel había dos hileras de sucias cabañas. Los patrones de barcos de recreo que se hallaban de permiso bostezaban detrás de sus ventanas. Los perezosos pescadores se asomaban por las verjas de sus jardines, tratando de escudriñar y prever el tiempo. Y los guardias de costas, aburridos, se reunían en el observatorio de madera, y apuntaban con sus inútiles telescopios hacia un mar vacío. El campo, con sus escasos árboles enanos y sus setos quebrados, se tendía desolada y monótonamente bajo el cielo, permitiendo libre paso al famoso aire curativo que sanaba los nervios más destrozados. Desde la carretera de color pardo que iba hasta el pueblo más cercano, los forasteros que fueran a dar un paseo podían ver a lo lejos un objeto bajo y marrón, el convento en el cual vivían las monjas de clausura, ocultas a los ojos de los mortales.
Las ventanas de uno de los lados del hotel daban a un pequeño embarcadero de madera, tristemente abandonado, que pedía a gritos que lo repararan. Al otro lado, dentro de un recinto amurallado, varias lanchas ligeras sin aparejos se estaban pudriendo en un banco de barro. En las afueras de este vecindario había un pequeño grupo de tiendas: una vendía frutas y pescado; otra era un colmado que también vendía tabaco; otra estaba cerrada y tenía un cartel en la puerta para ser arrendada. Y otra, detrás de la Capilla Metodista, hacía las veces de oficina de correos y de almacén de cuerdas y carbón. Más allá de esta pequeña colonia de comercios no había nada (y éste era el gran encanto del lugar) con lo que los inválidos pudieran distraerse. De este modo desaparecía cualquier tentación de ignorar las instrucciones de los doctores, y de la mañana a la noche no hacían otra cosa más que cuidar de su salud.
Estaba anocheciendo. En uno de los salones del hotel se daba una pequeña fiesta alrededor de una tetera.
La señora Romsey, una mujer rica y casada con un socio de la empresa Romsey y Renshaw, estaba hospedada en el hotel con sus tres hijas, que tenían una constitución débil. Su recuperación completa, después de haber estado muy enfermas y haberse contagiado unas a otras, era menos rápida de lo que había previsto el doctor. Este había dicho que, en mayor o menor medida, las tres niñas tenían el sistema nervioso dañado. Y por ello les había recomendado una visita a Sandyseal.
Las niñas habían mejorado mucho, gracias tanto al famoso aire de la región como a los nuevos compañeros de juegos. Las tres niñas se habían hecho amigas de los hijos de Lady Myrie, unos muchachos muy bien educados, y de la encantadora Kitty, hijita de la señora Norman. Entre las madres también surgió una relación muy cordial. En respuesta a otra invitación anterior de Lady Myrie, la señora Romsey había invitado a las dos damas a tomar el té para celebrar un acontecimiento doméstico. Su marido, que había permanecido en el Continente en viaje de negocios durante un largo periodo de tiempo, acababa de regresar a Inglaterra, y esa misma noche había acudido a Sandyseal para reunirse con su esposa y sus hijas.
Cuando Lady Myrie llegó, la señora Romsey le presentó a su marido. La señora Norman, cuya llegada se esperaba en breves momentos, se excusó por medio de una nota. No se encontraba bien esa noche, y rogaba que la disculparan.
–Es una gran decepción -le dijo la señora Romsey a su marido-. Te habría gustado mucho conocer a la señora Norman. Es una mujer encantadora: alta, bella, una perfecta dama. Y se va mañana. Pero no a primera hora, cariño, así que aún tengo esperanzas de poder presentarte a mi amiga y a su dulce hijita Kitty en algún momento de la mañana.
Por un instante, el señor Romsey pareció interesado en el nombre de la señora Norman. Pero a continuación sorbió lentamente su té, y pareció sumirse en algún misterioso pensamiento mientras su esposa continuaba hablando con él.
–¿La has conocido aquí, a esa dama? – preguntó el señor Romsey.
–Sí, y creo que he hecho una amiga para toda la vida -dijo la señora Romsey con entusiasmo.
–Y yo también -añadió la señora Myrie.
El señor Romsey prosiguió con sus averiguaciones.
–¿Es una mujer hermosa?
Las dos damas respondieron al mismo tiempo. Lady Myrie describió a la señora Norman con una palabra terrible: "clásica", mientras que la respuesta de la señora Romsey fue algo más inteligible: "¡Ni siquiera la enfermedad puede destruir su belleza!"
–¿Ni siquiera el dolor de cabeza que tiene esta noche? – sugirió el señor Romsey.
–¡No seas malvado, cariño! La señora Norman está aquí por consejo de uno de los mejores médicos de Londres. Ha padecido muchos problemas, la pobrecita.
El señor Norman insistió en su maldad.
–¿Relacionados con su marido? – preguntó.
Lady Myrie protestó. Era viuda, y todos sus amigos sabían que la muerte de su marido había significado el acontecimiento más feliz de su vida matrimonial. Pero Lady Myrie entendía muy bien cuáles eran sus obligaciones consigo misma, como mujer respetable que era.
–Creo, señor Romsey, que podría haberse ahorrado ese comentario -dijo Lady Myrie con dignidad.
El señor Romsey se disculpó. Tenía sus motivos para querer saber algo más acerca de la señora Norman, así que propuso retirar sus últimas observaciones y en adelante indagar de otro modo. ¿Podía preguntarle a su esposa si alguien había visto al señor Norman?
–No.
–¿O alguien ha oído hablar de él?
La señora Romsey respondió de nuevo negativamente, y añadió una pregunta. ¿Qué significaba tanto interés?
–Significa -se interpuso la señora Myrie- eso a lo que todas las mujeres estamos expuestas: escándalo.
Todavía no le había perdonado al señor Romsey sus palabras y lo miró fijamente mientras hablaba. Algunos hombres son impenetrables, y las miradas no les impresionan. El señor Romsey era uno de esos hombres. Se dio la vuelta, miró a su esposa, y dijo con calma:
–Lo que quiero decir es que conozco a la señora Norman mejor que tú. He oído hablar de ella. Cómo o dónde, no tiene importancia. Es una mujer a quien la prensa hizo célebre. No te asustes. Se trata de la esposa divorciada del señor Linley.
Las dos damas intercambiaron una mirada de perplejidad. Reprimida por su sentido del deber conyugal, la señora Romsey se limitó a emitir una exclamación. Lady Myrie, libre de coerción alguna, expresó su opinión diciendo:
–¡Eso es imposible!
–La madre política del señor Norman al que me refiero -prosiguió el señor Romsey- tengo entendido que todavía vive. Es una vieja dama que ha estado casada dos veces. Su apellido es señora Presty.
Eso lo aclaraba todo. La señora Presty estaba con su hija y su nieta en el hotel. Lady Myrie se rindió a la evidencia, alzó las manos horrorizada, y exclamó:
–¡Esto es demasiado horrible!
La señora Romsey adoptó una visión más compasiva del descubrimiento.
–Seguramente deberíamos compadecernos de la pobre criatura -sugirió.
Lady Myrie miró a su amiga con asombro.
–Mi querida amiga, debes haberte olvidado de lo que el juez dijo de ella. Seguramente lo leíste en los periódicos.
–No, solamente conocí la noticia del juicio. Pero, dime, ¿que fue lo que dijo de ella el juez?
–¿Qué dijo? – repitió Lady Myrie-. ¡Más bien dirás qué no dijo! Su excelencia el juez manifestó que tenía muchas ganas de no conceder el divorcio. Habló de la señora Linley como de una mujer horrible que nos había causado una gran decepción; dijo que su comportamiento había sido del todo inadecuado; que había envalentonado a la abominable institutriz; y que si su marido había caído en la tentación, la única culpable era ella. Y dijo muchas otras cosas, que ahora no recuerdo.
La señora Romsey recurrió desesperadamente a su marido.
–¿Qué debo hacer? – preguntó.
–No hagas nada -fue su sabia respuesta-. ¿No has dicho que se iba mañana?
–¡Precisamente por eso estoy preocupada! – explicó la señora Romsey-. Kitty, su hijita, dará mañana una comida de despedida para nuestras hijas, y yo he prometido llevarlas para que pudieran despedirse de ella.
Lady Myrie dictó sentencia sin vacilación:
–Por supuesto, sus hijas no deben ir a esa fiesta. ¡Son niñas! ¡Y un día se harán mayores! ¡Piense en su reputación!
–¿Y usted por qué se muestra tan preocupada? – preguntó el señor Romsey.
Lady Myrie corrigió su lenguaje:
–A mí también me ha decepcionado mucho esta mujer -dijo-. A pesar de que mis hijos son varones, lo que a mi entender puede resultar una importante diferencia, no tengo la menor duda de que mi obligación como madre es alejarlos de las malas compañías. Yo no hago nunca nada bajo mano. ¡No me gustan las excusas! Así que voy a enviarle una nota a la señora Norman explicándole porqué no irán mis hijos mañana a la comida.
–¿No está siendo usted demasiado dura con ella? – dijo piadosamente la señora Romsey.
El señor Romsey estuvo de acuerdo con su esposa en que no era conveniente proceder del modo que proponía Lady Myrie.
–Siempre que pueda debe usted evitar los alborotos innecesarios -fue la filosofía pacífica a la que se encomendó el caballeroso señor Romsey-. Enviaremos una nota explicando que las niñas se han resfriado, y nos olvidaremos del asunto.
La señora Romsey miró agradecida a su admirable marido.
–¡Muy bien dicho! – exclamó con alivio.
Lady Myrie, sin olvidar en ningún momento sus modales, se levantó, sonrió resignadamente, y dijo:
–Buenas noches.
Casi al mismo tiempo que eso sucedía, la pequeña e inocente Kitty sorprendía a su madre y a su abuela presentándose ante ellas en camisón, cuando hacía ya casi dos horas que la habían acostado.
–¿Con qué nos va a sorprender cualquier día esta chiquilla? – exclamó la señora Presty.
Kitty fue sincera.
–No puedo dormir, abuela.
–¿Por qué no puedes dormir, mi cielo? – le preguntó su madre.
–¡Estoy tan nerviosa por la comida de mañana! – dijo la niña, juntando sus manos y apretándolas con energía mientras pensaba entusiásticamente en sus compañeros de juegos-. ¡Ay, deseo tanto que todo salga bien!
LA SEÑORA PRESTY
–Mis baúles están cerrados con llave, precintados y etiquetados. Odio que me den prisas. ¿Qué estás leyendo? – preguntó al darse cuenta de que su hija tenía un libro en el regazo, y de que, en un gesto apresurado, trataba de esconderlo.
La señora Norman utilizó el más común (cuando el objetivo es burlar la curiosidad) e inútil de los subterfugios. Respondió:
–Nada.
¡Nada! – repitió la señora Presty con irónico interés-. Catherine, ésa es precisamente la obra que más deseos tengo de leer.
Cogió el libro, lo abrió por la primera página, y descubrió una inscripción borrosa que la indignó: "Para mi querida Catherine, en el aniversario de nuestro matrimonio. Herbert". ¡Vaya mofa contenían esas palabras, leídas a la reciente luz del divorcio!
"-¡Menuda falta de dignidad! – dijo la señora Presty-. ¡Que guardes todavía el regalo de ese malnacido, después de haberte puesto en ridículo delante de todo el mundo! ¡Oh, Catherine!
Catherine no fue tan paciente con su madre como de costumbre.
–Guardo el mejor recuerdo de la época feliz de mi vida -respondió.
–Ése es un sentimiento equivocado -afirmó la señora Presty-. Voy a deshacerme del libro. Querida, en este lugar entontecedor se te está ablandando el cerebro.
Por segunda vez, Catherine se mostró en desacuerdo con la opinión de su madre.
–En Sandyseal he recuperado mi salud -dijo-. Me gusta este lugar, y me apena irme.
–A mí que no me quiten los escaparates de las tiendas, las calles, la vida, la barahunda y el humo de Londres -exclamó la señora Presty-. Gracias a Dios que estas habitaciones ya están reservadas por otras personas, y que nos tenemos que ir, nos guste o no.
Tras estas palabras con las que la señora Presty manifestaba su alegría por esa circunstancia, alguien llamó a la puerta, y se oyó una voz que pedía permiso para entrar. No había ninguna duda: era la de Randal Linley. La señora Presty, que todavía sostenía el libro de Catherine en sus manos, abrió la gaveta de la mesa, metió el libro dentro y la cerró de golpe. Al descubrir la presencia de las dos mujeres, Randal se detuvo en el umbral y se las quedó mirando con asombro.
–¿No esperabas encontrarnos aquí? – preguntó la señora Presty.
–Sabía que estabais aquí porque me lo había dicho nuestro amigo Sarrazín -dijo Randal-. Pero esperaba encontrarme al capitán Bennydeck. ¿Me he equivocado de habitación? Estaba convencido de que ésta era la suya.
Catherine intentó darle una explicación.
–Eran las habitaciones del capitán Bennydeck -empezó-, pero ha sido muy amable, a pesar de que somos unos perfectas desconocidas para él…
La señora Presty la interrumpió:
–Mi querida Catherine, tú no has tenido tanta suerte como yo: no te han enseñado a explicar las cosas complicadas con brevedad. Permíteme que, utilizando el viejo estilo del señor Presty, sea yo quien aclare este asunto. Este lugar, Randal, está siempre lleno. Y nosotras no tuvimos el cuidado de escribir con la suficiente antelación para reservar habitación. Nos comunicaron que no había habitaciones libres y que debíamos marcharnos. El capitán Bennydeck estaba junto a la recepción, y oyó que una de nosotras estaba delicada de salud. Sin que lo oyéramos él ofreció amablemente su habitación, y dijo que dormiría a bordo de su yate. Una conducta sin duda digna del mismísimo Sir Charles Grandison. Cuando quise bajar a la recepción para darle las gracias, ya se había ido. Y aquí hemos estado, en esta habitación, durante casi tres semanas. Alguna vez hemos visto el yate del capitán, pero lo que nos ha sorprendido es que no hemos visto al capitán en persona ni una sola vez.
–No hay nada de que sorprenderse, señora Presty. Al capitán Bennydeck le gusta ser amable, y odia que le den las gracias por ello. Yo esperaba encontrarme hoy aquí con él.
Catherine fue hasta la ventana.
–Ahí viene -dijo-. Su yate está en la bahía.
–Y va muy lento -añadió Randal-. Para cuando llegue aquí, ya tendré que haberme ido.
Catherine lo miró tímidamente.
–¿Te vas tan rápido porque estoy yo aquí? – preguntó con un ligero tartamudeo en la voz.
Randal quedó sorprendido por las palabras de Catherine, pero no dijo nada.
–Se refiere al divorcio -explicó la señora Presty-. Ya has oído hablar de ello, por supuesto; y tal vez te has puesto del lado de tu hermano.
–Ni mucho menos, señora. Mi hermano se ha equivocado de principio a fin.
Se volvió hacia Catherine.
–Me quedaré contigo todo el tiempo que pueda, y con mucho placer -dijo con sincera amabilidad-. La verdad es que voy camino de casa de unos amigos; y si el capitán Bennydeck hubiese estado aquí a la hora en que teníamos la cita, yo ahora estaría yendo camino de la estación para coger el próximo tren hacia el oeste. Sólo tenía que verme con él para decirle dos palabras acerca de una persona en la que él está interesado. Pero le diré lo que le tenía que decir de otro modo.
Escribió algo en una de sus tarjetas de visita y la dejó sobre la mesa.
–Regresaré a Londres dentro de una semana -continuó diciendo-. Ya me diréis en qué dirección puedo encontraros. Echo de menos a Kitty: ¿dónde está?
Mandaron a la doncella a buscar a Kitty. Cuando entró en la habitación estaba más callada y tranquila que de costumbre. Pero al darse cuenta de la presencia de Randal, volvió a ser la de siempre y saltó sobre las piernas de su tío.
–¡Oh, tío Randal, estoy tan contenta de verte! – luego contuvo su alegría y miró a su madre-. ¿Puedo llamarle tío Randal? – preguntó- ¿O él también ha cambiado de nombre?
La señora Presty levantó un dedo admonitorio señalando a su nieta, y le recordó a Kitty que no debía mencionar para nada el asunto de los nombres. Randal vio la mirada azorada de la niña, y sintió pena por ella.
–Conmigo puede hablar de lo que quiera. Estoy seguro de que Kitty ya sabe que con los desconocidos no tiene que hablar de estas cosas; pero sabe que conmigo puede hablar de lo que quiera.
Kitty abrazó a su tío con cariño y lo besó en la mejilla.
–Todo ha cambiado -le susurró al oído-. Viajamos de un sitio a otro; papá nos ha abandonado, y Syd también, y ahora tenemos un nombre nuevo. Los Norman: así nos llamamos ahora. Ojalá fuese mayor para entender todo lo que pasa.
Randal intentó consolarla devolviéndola a su feliz ignorancia.
–Tienes a tu mamá, que es muy buena -le dijo-. Y me tienes a mí, y tienes tus juguetes.
–Y unos niños y niñas muy simpáticos con los que juego mucho -exclamó Kitty, siguiendo ávidamente la nueva sugerencia de su tío-. Vendrán todos para comer conmigo. ¿Tú también te vas a quedar a comer conmigo, verdad?
Randal le prometió a Kitty que comerían juntos cuando se encontraran en Londres. Antes de salir de la habitación señaló su tarjeta, que estaba sobre la mesa. – Acordaos de darle mi mensaje a mi amigo -dijo, mientras salía.
En el instante mismo en que Randal hubo cerrado la puerta, la señora Presty cogió la tarjeta y leyó lo que Randal había escrito en ella. Su hija se quedó de una pieza.
–No es una carta, Catherine -con ese argumento defendió su forma de proceder, y luego leyó el mensaje sin el menor asomo de arrepentimiento:
Lamento tener que decirte que no puedo contarte nada más acerca de la hija de tu viejo amigo. Sólo puedo repetirte lo que ya te dije anteriormente: la muchacha ni necesita ni se merece la ayuda que tú tan amablemente le ofreces.
La señora Presty volvió a dejar la tarjeta sobre la mesa y reconoció que hubiera deseado que Randal hubiese sido más explícito.
–¿Quién debe ser esa muchacha? – se preguntó-. ¿Otra mala pécora descarriada?
Kitty se volvió hacia su madre con una mirada de asombro.
–¿Qué es una pécora? – preguntó-. ¿Se refiere a mí, la abuela?
El reloj del hotel dio las dos, y las ansiedades de la niña tomaron una nueva dirección.
–¿No es ya la hora de que vengan a verme mis amiguitos? – dijo Kitty.
Ya hacía media hora que debían haber llegado. Catherine propuso que la doncella fuera a preguntar a Lady Myrie y a la señora Romsey si les había ocurrido algo que causara su demora. En el momento en que le pedía a Kitty que llamara a la campanilla el camarero entró con dos notas, dirigidas a la señora Norman.
La señora Presty tenía sus propias ideas, y llegó a sus propias conclusiones. Observó a Catherine atentamente. Incluso Kitty se dio cuenta de que su madre se ponía cada vez más pálida a medida que iba leyendo las notas.
–Pareces asustada, mamá -no hubo respuesta. Kitty empezó a sentirse tan preocupada con el tema de la comida y de sus invitados, que se aventuró a hacerle una pregunta a su abuela.
–¿Crees que tardarán mucho? – preguntó.
Para entonces, la mundana sabiduría de la vieja dama había pasado del estado de sospecha al de certidumbre.
–Cielo -contestó-, tus amigos no van a venir.
Kitty corrió hacia su madre, ansiosa por saber si lo que su abuela le había dicho era realmente cierto. Antes de decir una sola palabra, se echó hacia atrás. Estaba demasiado desconcertada para poder hablar. Nunca había visto a su madre mirarla de ese modo tan terrible. Y Catherine nunca había visto a su hija temblando así. Se sentía insultada por las notas que había recibido, y no pudo contenerse por más tiempo. Cogió a Kitty en brazos.
–Mi cielo, mi amor, no estoy enfadada contigo. ¡Te quiero! ¡Te quiero! No hay en el mundo entero una niña tan dulce, tan tierna y tan guapa como tú. ¡Oh, pareces tan decepcionada! ¡Estás llorando! ¡No me partas el corazón, no llores más!
Kitty levantó la cara y se secó las lágrimas con la mano.
–No lloraré más, mamá -y como todas las niñas, cumplió su palabra. Su madre la miró, y rompió a llorar.
El lado perverso de la naturaleza de la señora Presty dejó paso a la parte más noble de su carácter.
–Llora, Catherine -dijo tiernamente-. Te sentirás mejor. Déjame a mí la niña.
Con una delicadeza que sorprendió a Kitty, la señora Presty llevó a su nieta hasta la ventana y le mostró el camino de delante de la casa.
–Voy a decirte una cosa, y ya verás cómo te va a alegrar -comenzó la anciana-. Mira por la ventana.
Kitty obedeció.
–No veo que vengan mis amiguitos -dijo la niña. La señora Presty continuó señalando a alguien que había en el camino-. ¿Es mejor eso que nada, verdad? – insistió-. Ven conmigo: iremos a buscar a la doncella. Ella te cuidará.
Kitty susurró:
–¿Puedo darle un beso a mamá antes de irme? – mostrando de nuevo su faceta sensible, la señora Presty retrasó ese momento.
–Espera a cuando vuelvas, y entonces podrás contarle a mamá lo mucho que te has divertido.
Cuando ya salían por la puerta Kitty volvió a susurrarle al oído:
–¿Puedo pedir una cosa?
–Sí, pide.
–¿Le dirás al muchacho del burrito que lo haga galopar?
–Le diré que le voy a dar una propina de medio chelín si consigue que te lo pases bien. Y ya verás entonces lo que hace.
Kitty miró con seriedad a su abuela.
–¡Qué lástima que no seas siempre así! – dijo.
La señora Presty se ruborizó.
EL CAPITÁN BENNYDECK
La señora Presty había leído (y destruido) las notas de Lady Myrie y de la señora Romsey. Sentía hacia ellas el mayor de los desprecios, puesto que ambas reproducían maliciosamente en sus cartas las palabras que el juez había dedicado a Catherine. Entonces, cuando se sintió suficientemente tranquila, quiso darle un consejo a su hija.
–Parece que después de llorar, ya tienes mejor aspecto -reconoció la señora Presty-. Pero no pareces sentirte mejor. ¿Qué te preocupa ahora?
–No puedo evitar pensar en la pobrecita Kitty.
–Cariño, la niña no necesita que nadie se apiade de ella. Está olvidándose de todos sus problemas, montada en su burrito preferido, ése al que le da de comer cada mañana. Sí, sí, ya lo sé, no hace falta que me digas que estás en una situación delicada. Y nadie puede negar que es vergonzoso que la niña tenga que pasar por todo esto. Ahora, escucha bien lo que te voy a decir. Bien mirado, esas dos despreciables mujeres te han hecho un favor. Te han enseñado ni más ni menos que tienes que proteger tu futuro. Tienes que engañar al vil mundo que te rodea, Catherine: engañarlo del modo que se merece. Protégete detrás de una respetabilidad: eso te evitará recibir más insultos como los que has recibido hoy -convencida de lo que estaba diciendo, la señora Presty dio un puñetazo sobre la mesa, y terminó su discurso con tres palabras:
–¡Sé una viuda!
A pesar de la claridad de sus palabras, Catherine parecía no acabar de comprender a qué se estaba refiriendo su madre.
–No le des más vueltas -prosiguió la señora Presty-. Y haz lo que te digo. Al menos, si no quieres hacerlo por ti, hazlo por Kitty. Dentro de unos años será una jovencita. Y puede tener alguna propuesta de matrimonio que nos haría a todas muy felices. Supon que la familia de su pretendiente sea religiosa, y que tu divorcio y los comentarios del juez respecto al mismo salen a la luz. ¿Qué sucederá entonces?
–No puedo creer que estés hablando en serio -dijo Catherine-. ¿Has pensado bien qué consejo me estás dando? Aparte de que lo que me estás proponiendo es un fraude, sabes tan bien como yo que Kitty haría preguntas. ¿Crees que puedo decirle a Kitty que su padre ha muerto? ¡Una mentira, una mentira tan terrible como ésa!
–¡Tonterías! – dijo la señora Presty.
–¿Tonterías? – repitió Catherine con indignación.
–Sí, tonterías, y de las grandes -insistió su madre-. ¿Acaso tu situación no te ha obligado ya a mentir? Cuando la niña pregunta por qué su padre y su institutriz nos han abandonado, ¿acaso no te has visto obligada a inventarte excusas que al fin y al cabo son mentiras? ¡Si el hombre que una vez fue tu esposo no está ya más que muerto para ti, me gustaría saber qué significa entonces tu divorcio! Mi pobrecito cielo, ¿crees que puedes continuar tu vida como hasta ahora? ¿Cuántos miles de personas crees que han leído la noticia de tu divorcio en el periódico? Cuántos cientos de personas, interesadas en una mujer hermosa como tú, se estarán preguntando por qué no ven nunca al señor Norman? ¿Qué harás? ¿Te irás al extranjero otra vez? Vayas a donde vayas, llamarás la atención. Cada mujer poco agraciada que te mire se convertirá en tu enemiga. Todos tus esfuerzos serán en balde, Catherine. Sólo es cuestión de tiempo. Tarde o temprano serás una viuda. Aquí viene otra vez el camarero. ¿Qué querrá ese hombre ahora?
El camarero respondió anunciando:
–El capitán Bennydeck.
La señora Presty estaba más cerca de la puerta que su hija, así que el capitán vio primero a la anciana dama, y quiso ofrecerle sus disculpas.
–Le ruego que me disculpe por molestarla.
La señora Presty tenía buen ojo para los hombres bien parecidos, independientemente de cual fuera su edad. Experimentó un "cambio mágico", como diría un prestidigitador. De repente, adoptó una actitud vívida y dulce.
–¡Oh, capitán Bennydeck, no tiene que presentar usted ninguna excusa para entrar en su propia habitación!
No obstante, el capitán reiteró sus excusas.
–La propietaria del hotel me ha dicho que el señor Randal Linley se acaba de marchar y me ha dejado un mensaje. De no ser por eso, créanme que no me habría atrevido…
La señora Presty le interrumpió de nuevo. Que el capitán tuviera derecho a reclamar su propia habitación le parecía un principio irrevocable. Desempolvó la antigua e irresistible sonrisa con la que había conquistado al señor Norman y al señor Presty, para decir:
–Oh, no tiene que darnos usted ninguna explicación, ¡faltaría más! Está usted en su casa. ¡Siéntese en el sillón!
Catherine avanzó unos pasos. Había llegado el momento de pararle los pies a su madre, si eso era de algún modo posible. Por eso se sintió un poco avergonzada, y se sonrojó levemente, lo cual resaltó aún más su belleza. El capitán clavó la mirada en ella. Estaba asombrado. Perdió la serenidad (propia de los hombres que provienen de una buena familia), y comenzó a admirarla atolondradamente. No sabía qué decir.
En ese momento, la señora Presty vio su oportunidad, y los presentó.
–Mi hija, la señora Norman. Capitán Bennydeck.
Catherine se dio cuenta de que estaba delante de un hombre tímido y, compadeciéndose de él, intentó que se sintiera cómodo.
–No sabe usted lo contenta que estoy de poder darle las gracias -le dijo, invitándole con un gesto a que se sentara-. Este aire tan bueno me ha devuelto la salud, y todo gracias a su amabilidad.
El capitán volvió a recuperar la calma. Había sido objeto de una gratitud de la cual, a su modesto parecer, no era merecedor.
–Poco saben ustedes, señoras -replicó el capitán-, acerca de mi interés por actuar de ese modo. Cuando llegué a este hotel puede decirse que acababa de ser prácticamente desalojado de mi propio yate por uno de mis invitados.
La señora Presty se interesó rápidamente por aquel asunto.
–¡Cielo santo!, ¿qué le hizo ese hombre?
El capitán Bennydeck respondió muy seriamente:
–Roncaba.
Catherine puso cara de asombro, mientras la señora Presty estallaba en una risotada. El capitán, sin embargo, no estaba para bromas y quiso zanjar la cuestión.
–Este asunto no tiene la más mínima gracia -dijo, mirando a Catherine-. El barco es pequeño. Llevo dos noches sin poder dormir por culpa de ese horrible ronroneo. Y de nada me ha servido despertarle para que dejara de roncar. Lo único que he conseguido es que se disculpara, eso sí, con muy buenas palabras, y que al momento estuviera de nuevo roncando. Al tercer día decidí descansar una noche en tierra, así que eché anclas aquí, en la bahía. Esta habitación la conseguí gracias a un huésped que no estaba de acuerdo con el precio y se había marchado antes de tiempo. Envié una nota a bordo disculpándome, y me fui a dormir plácidamente. A la mañana siguiente, el patrón de mi barco me informó de que había habido lo que él llamó "una pequeña marejada durante la noche". Me explicó que esta vez, a juzgar por los desagradables sonidos que procedían de mi amigo, parecía que el hombre se había mareado. "Señor, el caballero ha abandonado el barco a primera hora de la mañana", me ha dicho, "y ha regresado a su casa en el ferrocarril". Así que el día en que ustedes llegaron al hotel, yo ya había recuperado mi camarote. ¿Se quedará mucho tiempo, señora Norman?
Catherine respondió que su intención era regresar a Londres en el próximo tren. El capitán no había visto todavía la tarjeta que Randal había dejado sobre la mesa. Catherine se la entregó.
–Y dígame, ¿el señor Linley y usted son viejos amigos? – preguntó el capitán, mientras cogía la tarjeta.
La señora Presty se apresuró a contestar por su hija:
–Oh, sí.
Resultaba evidente que Randal no le había querido mencionar al capitán su verdadera relación con las dos mujeres. ¿Continuaría guardando Randal el mismo silencio si el capitán le mencionaba algún día que había conocido a la señora Norman? Si la señora Presty hubiese conocido mejor a Randal, comprendiendo las razones que lo impulsaban a actuar de ese modo, sin duda se habría sentido mucho más tranquila. Randal era consciente de la horrible desgracia que representaba la ruptura de la familia, y ésa era la única razón por la que había optado por ocultarle al capitán Bennydeck las relaciones ilícitas de su hermano con Sydney Westerfield; y, por supuesto, su antigua relación, como cuñado, con la esposa divorciada. El cambio de nombre había protegido entonces a la señora Linley de ser descubierta por el capitán, y casi con toda probabilidad continuaría protegiéndola en el futuro. El día en que le concedieron el divorcio, y la noticia salió en todos los periódicos, el bueno de Bennydeck estaba entretenido en el mar. De todos modos, tampoco acostumbraba a ir al club, y no se relacionaba nunca con esa clase de personas, sean hombres o mujeres, para quienes los chismes y escándalos son tan necesarios copo el aire que respiran.
Pero la señora Presty desconocía todas estas circunstancias. Así que, mientras observaba al capitán leyendo el mensaje de Randal, no pudo dejar de sentirse preocupada por su hija. Sin embargo, había poco que observar.
El rostro del capitán, de facciones elegantes, apenas pudo contener una expresión de pena. Se guardó la tarjeta en el bolsillo con un suspiro.
Luego se hizo un silencio. El capitán Bennydeck parecía estar cavilando acerca del mensaje que acababa de leer. Catherine y su madre le observaban con el mismo interés, aunque sus motivos eran muy distintos.
El encuentro entre el capitán y las dos damas, que tan plácidamente se había desarrollado en su comienzo, corría el peligro de caer en la formalidad y la vergüenza: acababa de entrar en escena un nuevo personaje.
Kitty regresó triunfante de montar en burro.
–¡Mamá, el burro ha galopado, pero además ha dado una coz al aire, y me he caído! ¡Oh, no me he hecho daño! – exclamó la niña, al notar que su madre se sobresaltaba-. Es muy divertido caerte del burro. No es como caerse al suelo. Es como si el suelo viniera hacia ti y te dijera: ¡patapún!
Kitty vio a un caballero desconocido en la habitación y detuvo abruptamente su narración.
El capitán Bennydeck era un entusiasta de los niños. Solamente había que ver la luz de su rostro al aparecer la niña para saberlo.
–¿Es su hijita, señora Norman? – dijo.
–Sí.
(Una pregunta y una respuesta muy habituales. Ni la una ni la otra parecían tener ningún significado extraordinario. Y sin embargo, habrían de resultar lo suficientemente importantes para dar un nuevo rumbo a la vida de Catherine.)
Entretanto, Kitty hablaba en voz baja con su madre. Quería saber cómo se llamaba el caballero desconocido. El capitán la oyó.
–Me llamo Bennydeck -dijo-. Acércate un momento.
Kitty había oído algo acerca de un capitán y un barco. Con la rapidez usual de las niñas, enseguida se dio cuenta de que acababa de hacer un nuevo amigo.
–He visto su barco, señor. Es muy bonito -dijo, mientras corría hasta el otro extremo de la habitación donde estaba el capitán Bennydeck-. ¿Es muy bonito ir a navegar?
–Si no tuvieras que regresar a Londres, cariño, le pediría a tu madre que me dejara llevarte conmigo a navegar. Quizás en otra ocasión.
La respuesta del capitán entusiasmó a Kitty.
–¡Oh, sí, mañana, o pasado mañana! – sugirió la niña-. ¿Tiene usted mi dirección en Londres? Mamá, ¿cuál es nuestra dirección cuando estamos en Londres?
Antes de que su madre pudiera responderle, Kitty saltó con una nueva idea.
–No, no me la digas. Ya la encontraré yo sola. Está a fuera, en el pasillo, escrita en los baúles de la abuela.
El capitán Bennydeck siguió a la niña con una mirada amable. En ese momento, Catherine vio confirmada la buena impresión que le había causado aquel hombre. Cuando estaba a punto de preguntarle si estaba casado, y si tenía hijos, Kitty regresó para anunciar que la dirección era "Hotel Buck, Sydenham".
–Mamá se apunta las cosas porque tiene miedo de olvidarlas -añadió-. Apúnteselo: Buck.
El capitán sacó su cuaderno de bolsillo y dirigiéndose amablemente a la señora Norman dijo:
–¿Me permite que siga su ejemplo? – Catherine no solamente celebró el buen humor del capitán, sino que dijo con toda amabilidad:
–Cuando esté usted en Londres, no olvide que la invitación de Kitty es también la mía.
En ese mismo instante la señora Presty, puntual donde las hubiere, miró su reloj y le recordó a su hija que el ferrocarril no tenía la costumbre de esperar a los pasajeros. Catherine se puso de pie y se despidió del capitán estrechándole la mano. Kitty, queriéndose lucir un poco más, le dio un beso y le susurró al oído un pequeño recordatorio:
–En Londres hay un río. No olvide traer su barco.
El capitán les abrió la puerta. Deseaba seguir a la señora Norman hasta la estación del ferrocarril. Deseaba viajar en el mismo tren que ella.
La señora Presty no hizo el menor intento de recordarle al capitán que ella se hallaba todavía en la habitación. En lo referente a los intereses de la familia, poco le costaba a la anciana adelantar la mirada hasta un futuro lejano, y eso era precisamente lo que estaba haciendo ahora. La posición social del capitán era más de lo que podía desear; resultaba evidente que sus circunstancias pecuniarias eran desahogadas, y además no cabía duda de que se sentía cautivado por Catherine y Kitty. La señora Presty, profeta irreflexiva, ya vislumbraba ante sí un futuro prometedor. Sólo faltaba cerciorarse de que el caballero fuese soltero.
El capitán Bennydeck se acercó a ella para despedirse.
–Todavía no -se disculpó la mujer, más agradecida que nunca-. Yo ya tengo preparado el equipaje desde hace dos horas. Siéntese unos minutos más. Parece que ha hecho usted muy buenas migas con mi nieta.
–Si yo tuviese una niña así sería el hombre más feliz del mundo.
–Ay, estimado caballero, no es oro todo lo que reluce -recalcó la señora Presty-. Seguro que ese proverbio en su origen surgió con la intención de referirse a los niños. ¿Me permite que juguemos a las adivinanzas? Yo digo que no está usted casado.
El capitán se sorprendió un poco.
–Lleva usted razón. No he estado nunca casado.
Tiempo después, la señora Presty reconocería que en ese momento había tenido deseos de recompensar al capitán con un beso por su sinceridad.
Pero el capitán lo impidió sin saberlo, haciendo una pregunta:
–¿Por qué quería saber si soy soltero?
La señora Presty anunció modestamente que ése era un asunto en el que no le faltaba ni pizca de experiencia.
–Si estuviese usted casado, no le gustarían tanto los niños, ¡Oh, ya le llegará a usted su hora!… quiero decir la hora en que encuentre usted a una buena esposa.
El capitán le ofreció una respuesta triste.
–A mí ya se me ha pasado el tiempo. Yo no he tenido la suerte que han tenido otros hombres.
El capitán estaba pensando en el afortunado que se había casado con la señora Norman. ¿Era su marido merecedor de tanta dicha?
–¿Su marido está aquí con usted? – preguntó el capitán.
De la respuesta a esta pregunta, dependían temas muy importantes. La señora Presty vaciló un instante, pero acudió en rápido auxilio de su hija, dejando claro que Catherine era viuda, Y lo cierto es que, al hacerlo, y en el modo en que lo hizo, no puede decirse que faltara a la verdad.
–No hay ningún señor Norman.
–¡Su hija es viuda! – exclamó el capitán, incapaz de ocultar su felicidad por el hallazgo.
–¡Pues qué iba a ser si no! – replicó alegremente la señora Presty.
¡Claro, qué iba a ser si no! Si "no hay ningún señor Norman” querría decir (y realmente así era) que el señor Norman estaba muerto. Y por lo que respectaba a la honradez de la señora Norman, de ella no cabía la menor duda, pues pertenecía a la alta soledad. El capitán Bennydeck se sintió un poco avergonzado de su propio ímpetu. Quiso decir algo, pero en ese momento el camarero (que ese día parecía condenado a ser el torpe causante de toda clase de molestias) apareció de nuevo.
–Con permiso, señora -dijo-. Acaba de llegar el matrimonio que ocupará estas habitaciones.
La señora Presty se levantó rápidamente y le estrechó la mano al capitán. Luego, echó una última mirada a la habitación, y recogió de la mesa su calceta y su horario de ferrocarriles. ¿Se dejaba algo? No parecía haber nada a la vista.
La señora Presty fue hasta el dormitorio de su hija para ayudarla a empaquetar. El capitán Bennydeck se encaminó hacia su yate. En el vestíbulo del hotel se cruzó con una dama y un caballero. Y, por supuesto, se fijó en la dama. Era bajita y enigmática, y le pareció que, a pesar de su aspecto nervioso y enfermizo, era una mujer hermosa. ¿Qué habría dicho, qué habría hecho, si hubiese sabido que esos dos desconocidos eran el hermano de Randal Linley y la hija de Roderick Westerfield?
EL SEÑOR Y LA SEÑORA HERBERT
Día tras día, y cada vez más, Sydney se fue convenciendo equivocadamente de que Herbert Linley no podía evitar comparar su actual vida con aquélla que había llevado más felizmente en Mount Morven, y que ahora solamente era un recuerdo. Día tras día aumentaba su infundado temor a que llegara el momento en que Herbert Linley la abandonaría en ese mundo en el que no había lugar para mujeres como ella. ¡Pero solamente eran espejismos, fatales espejismos que para ella representaban toda la verdad! Si bien era cierto que el hombre de quien desconfiaba era moralmente débil, no lo era menos que su cuna y crianza habían hecho anidar en él un firme sentimiento: el honor. Sólo por esa causa podía entenderse que Herbert fuera, si se me permite tal expresión, coherente desde la incoherencia. Podía reprocharse a sí mismo haber sido infiel a la mujer que había abandonado, y al mismo tiempo era capaz de sentir devoción hacia la mujer que él había descarriado. Por más que en sus momentos de soledad sentía cómo se debilitaba su decisión, en presencia de Sydney se mostraba estudiadamente amable en la conversación y considerado en el lenguaje; su conducta hacía pensar en un futuro seguro, pero ella sólo alcanzaba a ver el mundo a través de su desconfianza, distorsionando la realidad.
Hechizada, poseída por ese espejismo Sydney leyó una vez tras otra la carta que el capitán Bennydeck le había escrito a su padre, y veía cada vez más claras las circunstancias que relacionaban su situación con la de la pobre muchacha que había dejado de malgastar su vida acabando sus días rodeada de monjas en un convento francés.
A continuación dos cosas ocurrieron.
Cuando Herbert le preguntó a Sydney a qué parte de Inglaterra deseaba ir una vez abandonaran Londres, ella dijo que había oído hablar de un lugar llamado Sandyseal, y que tenía curiosidad por conocerlo. El mismo día, Herbert, al que le daba igual vivir en su tierra o lejos de ella, puesto que lo que más ansiaba era poder complacer a Sydney, reservó por correo una habitación en el hotel de Sandyseal.
Tuvieron que esperar un tiempo hasta que hubo una habitación libre. Entretanto, Sydney, asustada ante su futuro, y melancólica por la ausencia de una amiga o algún familiar a quien pudiera confiar sus penas, decidió que completaría el paralelismo entre sí misma y esa otra alma errante de quien había oído hablar, iniciando una relación epistolar anónima con la comunidad benedictina de Sandyseal.
Le envió una carta a la Madre Superiora explicándole la verdadera historia de su vida. Solamente le ocultó los nombres propios de personas. Le reveló que se encontraba sola en el mundo; admitió que deseaba con fervor arrepentirse de su maldad y llevar una vida religiosa; le explicó su infortunio al haber sido criada por personas sin ninguna vocación por la religión, y reconoció que había asistido a lugares de culto protestante, aunque aclarando que había sido una simple casualidad conectada con sus obligaciones como maestra de escuela. La religión de cualquier mujer cristiana, que me ayude a ser yo misma, escribió, es la religión a la que deseo ansiosamente pertenecer. Acudo a ustedes con mi angustia, ¿creen que podrían recibirme? Tras esa sencilla petición, anotó la siguiente dirección: S. W. Administración de Correos, Sandyseal.
Cuando el capitán Bennydeck y Sydney Westerfield se cruzaron en el vestíbulo siendo dos perfectos desconocidos, hacía ya una semana que la carta había sido echada al correo en Londres.
El criado mostró "al señor y la señora Herbert" su salón, y les rogó que tuvieran la amabilidad de aguardar unos minutos, hasta que las camareras terminaran de arreglar las otras dependencias.
Sydney se sentó en silencio. Pensó en su carta. Pensó en la Administración de Correos. Pensó si allí habría alguna respuesta esperándola.
Herbert se acercó a la ventana para ver el paisaje, pero antes se detuvo a observar unas láminas que colgaban en la pared. Le parecieron buenas obras de arte, superiores a la decoración habitual de los aposentos de un hotel. Si hubiese ido directamente a la ventana, tal vez habría visto a su antigua esposa, a su hija, y a la madre de la mujer de quien se había divorciado, subiendo al carruaje que les llevaba a la estación del ferrocarril.
–Ven a mirar el mar, Sydney -dijo.
Hastiada y con una sonrisa apagada, ella se acercó a Herbert. Era un día de sol y calma. En la playa había casetas con aguas termales; por todas partes se veían niños jugando, y en alta mar se distinguían las blancas velas de las naves de recreo. A la tediosa existencia de Sandyseal no le faltaba cierto silencioso aire hogareño, que a ojos de los forasteros no dejaba de tener encanto. Ensimismada, Sydney dijo:
–Creo que este lugar será de mi agrado.
Y Herbert añadió:
–Esperemos que el aire fresco te devuelva la salud.
Lo dijo de todo corazón y con amabilidad; pero mientras hablaba siguió mirando por la ventana. Una mujer que las tuviera todas consigo no habría permitido que esta tontería la molestara. Pensó en aquel otro día en Londres, cuando él tampoco había apartado la mirada de la ventana. Sydney se sentó sin decir nada.
¿La había ofendido? ¿Con qué la había ofendido? Herbert se ahogaba en un mar dudas, y se consoló pensando en Catherine. Ella nunca se ofendía por nimiedades como esa, al contrario. Cuando vivía con su esposa, ella siempre le agradecía afectuosamente cualquier palabra amable que viniera de él, por insignificante que fuera. Herbert dejó de lado ese pensamiento y reunió valor para hablar de nuevo con Sydney.
–Si crees que Sandyseal es realmente como esperabas -le dijo-, dímelo con tiempo para que pueda reservar una estancia más larga. Quizás quince días sea poco.
–Gracias, Herbert, creo que quince días serán más que suficientes.
–Si a ti te parecen suficientes… -dijo él.
Sensible y suspicaz, Sydney malinterpretó las palabras de Herbert: le pareció que estaba empleando un tono irónico.
–Me parece que será más que suficiente para los dos -replicó ella.
Él cogió una silla y se acercó a ella.
–¿Acaso crees -dijo, con una sonrisa-, que el primero en cansarse de este lugar voy a ser yo?
Hasta la sonrisa de él la hacía temblar. A la pobre le pareció que Herbert, con su sentido del humor, no pretendía otra cosa que menospreciarla.
–Hemos ido juntos a muchos lugares -le recordó ella-, y juntos nos hemos hartado de todos ellos.
–¿Estás diciendo que la culpa ha sido mía?
–Yo no digo eso.
Herbert se puso de pie y se acercó hasta la campanilla.
–Parece que el viaje te ha fatigado un poco -continuó diciendo-. ¿Quieres ir a tu habitación?
–Iré a mi habitación, si ése es tu deseo.
Él esperó un poco, y luego, con toda la calma del mundo, contestó:
–Lo que realmente hubiera deseado yo -dijo-, es que hubieses ido a ver a un médico en Londres. Últimamente te enfadas con demasiada facilidad. He observado que estás cambiando, y quiero pensar que sólo es a causa de tu mala salud.
Ella le interrumpió:
–¿A qué cambio te refieres?
–Es muy posible que ande equivocado, Sydney, pero en más de una ocasión me ha parecido que desconfías de mí.
–De lo que desconfío es de la pecaminosa vida que llevamos -dijo ella en un estallido-, y veo que el final se está acercando. Tú eres amable y considerado, y haces lo posible por ocultar la verdad, pero lo cierto es que todo este tiempo que has vivido conmigo solamente ha servido para que te arrepientieras de haber abandonado a tu mujer. Empiezas a darte cuenta del sacrificio que has hecho, y no me extraña que te encuentres así. Di la palabra, Herbert, y te aliviaré de esta carga.
–Jamás pronunciaré esa palabra.
Ella se quedó dudando un instante. Quería creerle, y al mismo tiempo tenía miedo de hacerlo.
–Aún me quedan las suficientes fuerzas -continuó diciendo ella- para arrepentirme, aun cuando será un amargo arrepentimiento, por el daño que le he hecho a la señora Linley. Cuando todo termine, como debe ser, con nuestra separación, ¿le pedirás a tu esposa…?
Herbert comenzó a perder la paciencia; sin enfadarse, pero con firmeza, se negó a seguir escuchándola.
–Ya no es mi esposa -dijo.
Sydney sentía en sus entrañas esa mezcla de amargura y penitencia que sólo una mujer puede sentir.
–¿Le pedirás a tu esposa que te perdone? – insistió.
–¿Después de que haya sido ella quien ha pedido el divorcio?
Herbert señaló la ventana.
–Mira el mar. Es como si me estuviese ahogando en él y tuviera que pedirle disculpas. ¿Qué te parecería eso?
Las palabras de Herbert no conmovieron a Sydney. No quería saber nada del divorcio. La necesidad del arrepentimiento se hizo más fuerte en su interior.
–La señora Linley es una buena mujer -insistió-. La señora Linley es una mujer cristiana.
–Ya no tengo ningún derecho con respecto a ella, ni siquiera el de recordar sus virtudes -respondió él con voz grave-. ¡Ya basta, Sydney! Lamento haberte decepcionado. Lamento que estés enfadada conmigo.
La actitud de Sydney cambió al escuchar esas palabras.
–Hiéreme cuan profundamente desees -dijo humildemente-. Intentaré soportarlo.
–¡Por nada del mundo te haría daño! ¿Por qué insistes en afligirme de ese modo? ¿Qué he hecho yo para merecer de ese modo tu desconfianza? – se quedó en silencio, y alargó su mano-. No nos peleemos, Sydney. Y ahora dime qué vas a hacer. ¿Quieres seguir teniendo ese prejuicio hacia mí, o me concederás un juicio justo?
Ella le amaba con todo el alma. ¡Era tan joven! ¡Y están tan llenos de esperanza los hombres jóvenes! Aún a pesar de tener esa certeza, Sydney luchó contra sus sentimientos.
–Herbert, ¿es tu compasión por mí la que habla en este momento?
Herbert se dio por vencido. Le dio la espalda a Sydney y dijo con tristeza:
–Es inútil. No hay manera de vencer tu desconfianza.
Ella se le acercó. Con una exclamación que equivalía a una súplica, Sydney logró que Herbert se diera la vuelta, la abrazara temblorosamente y pusiera la cabeza sobre su pecho.
–Perdóname. Sé paciente conmigo. Ámame.
Luego él habló con delicadeza, intentando tranquilizarla.
–¡Por fin volvemos a ser amigos, Sydney! – dijo.
¿Amigos? Como mujer, Sydney sintió que la amistad, en su caso, era algo absolutamente insuficiente.
–¿Somos amantes? – susurró entonces.
–¡Sí!
Al oír esa afirmación, Sydney sintió una gran alegría en su corazón. Sonrió, fue hasta la ventana a mirar el mar, y lo contempló con ojos nuevos.
–El aire de este lugar me sentará muy bien, ahora lo sé -dijo-. ¿Tengo los ojos enrojecidos, Herbert? Los bañaré en agua y me arreglaré para estar deslumbrante.
Llamó con la campanilla. Acudió la camarera, dispuesta a enseñarle las otras habitaciones. En el umbral, Sydney se dio la vuelta.
–Vamos a intentar que este salón se parezca lo más posible a nuestro hogar -sugirió-. ¡Qué lúgubre, qué espantosa parece esa mesa vacía, como si no nos perteneciera! Pon encima algunos de nuestros libros y de mis recuerdos, mientras yo salgo un momento. Cuando regrese tendré cosas que hacer.
Al llegar a la habitación Herbert había dejado la maleta de Sydney encima de una silla. Ahora se había quedado solo en el salón, y ya no sentía necesidad de esconderse. Mientras abría la maleta, dijo en un suspiro:
–¿Hogar? Nosotros no tenemos hogar. ¡Pobre muchacha!, ¡pobre desgraciada! De todos modos haré lo posible para que viva de esa ilusión.
Abrió la maleta. Para proteger los frágiles regalos que ella denominaba "mis recuerdos", Sydney los había envuelto en algodón y los había colocado en la parte superior de la maleta, para que el peso de los libros no los aplastara. Herbert puso gran cuidado en sacar de uno en uno los delicados objetos. Lo primero que encontró fue un frágil candelero chino (que servía para poner en él una bujía) que se había partido en dos pedazos a pesar del esmero de Sydney al envolverlo. Aunque el objeto en sí no era de gran valor, los viejos recuerdos que le traía a Sydney hacían que sintiera un enorme aprecio por él. El candelero se había roto por el pie, podía ser reparado fácilmente, y Sydney no llegaría a enterarse nunca del accidente. Tras consultar con el camarero, Herbert se enteró de que en el pueblo más cercano había quien hacía esa clase de trabajos, y pensó que podía acercarse hasta el lugar dando un paseo. Temiendo que pudiera ocurrir un nuevo desastre si volvía a guardar el candelero en la maleta, abrió un cajón y puso con cuidado los dos trozos en el interior. Al empujarlos hacia el fondo con la mano, notó que había algo en el cajón. Lo sacó. Era un libro, el mismo libro que la señora Presty (¡otra vez ella; no había duda de quién era la reina del mal en la familia!) había ocultado para que Randal no lo viera, y que luego, al marcharse del hotel, había dejado olvidado.
Herbert reconoció enseguida las tapas doradas, que él mismo había encargado. Sabía la inscripción de memoria, pero aun así la leyó de nuevo:
A mi querida Catherine, de Herbert. En el aniversario de nuestro matrimonio.
De repente, el libro le resbaló de las manos y cayó sobre la mesa. Era como si acabase de descubrir algo sorprendente, algo que le causaba un gran dolor.
Su esposa (él insistía en seguir llamándola su esposa) había estado en esa misma habitación. Quizás incluso había sido la persona que la había ocupado inmediatamente antes que Sydney y él. ¿Tenía aquel regalo todavía algún valor para su esposa? ¿Y el recuerdo de los viejos tiempos?, ¿seguía teniendo algún valor para ella? ¡No! Era evidente que no. Había dejado olvidado el libro. Tal vez, al salir de casa, su doncella lo había guardado en el equipaje, o la pequeña y encantadora Kitty lo había puesto en uno de los baúles de su madre. En cualquier caso, el libro ahora estaba ahí. Abandonado en el cajón de una mesa de hotel.
–¡Oh! – pensó con amargura-, ¡ojalá pudiera ser tan frío con Catherine como ella lo es conmigo!
Hasta ese instante había logrado mantenerse firme en su decisión: pero esta prueba final era superior a sus fuerzas. Se dejó caer sobre una silla. Fue su carácter viril lo que le impidió caer en la debilidad del llanto. Recordó que había sido ella quien había solicitado el divorcio, ella quien le había quitado a su hija. ¡En vano! ¡En vano! Herbert estalló a llorar.
LA SEÑORA NORMAN
Tal como veía ahora las cosas, más tranquila, podía entender que había ofendido a Herbert. En primer lugar, desconfiando de él. Y después recurriendo a una desconocida en busca de compasión, en vez de recurrir al propio Herbert.
Si la respuesta a su carta, que tan temerariamente había solicitado, la estaba esperando en ese momento en la Administración de Correos, y si la Madre Superiora, en su inmensa misericordia, estaba dispuesta a consolarla y a guiarla, ¿cómo iba ahora a echarse atrás?, ¿qué excusa podía poner para rechazar lo que tan amablemente se le ofrecía, y ella misma había solicitado? No le cabía la menor duda de que estaba entre dos alternativas, una no menos ingrata e insufriblemente degradante que la otra. Para una persona sensible como ella, precisamente ésta era la incertidumbre más penosa que podía enfrentar. La camarera no había terminé todavía de arreglar la habitación que le correspondía a Sydney, cuando ésta le preguntó si la Administración de Correos quedaba cerca del hotel.
La mujer sonrió:
–Aquí todo está cerca, señora. Éste es un lugar pequeño. ¿Quiere que mande al recadero a Correos?
Sydney escribió sus iniciales sobre un papel.
–Por favor, pregunte si ha llegado algo a este nombre.
Le entregó la nota a la camarera.
–¡Carteándose con su amante en las narices de su marido! – ésas fueron las palabras exactas de la muchacha, ya en el piso de abajo, cuando el recadero hizo un comentario acerca de lo misteriosas que le parecían esas iniciales.
La Madre Superiora le había enviado su respuesta. Sydney temblaba al abrir la carta. Esta comenzaba en tono amable:
Te creo, hija mía, y estoy deseando ayudarte. Pero no puedo mantener correspondencia con una desconocida. Si decides darte a conocer, tengo que decirte que le he enseñado tu carta al Padre. Él es nuestro consejero y guía, así en lo espiritual como en lo terrenal, y a él te encomiendo desde el principio. En su sabiduría, el Padre decidirá sobre la difícil cuestión de admitirte o no en nuestra Sagrada Iglesia, y descubrirá, a su debido tiempo, si tienes verdadera vocación para llevar una vida religiosa. Si él aprueba tu petición, puedes contar con mi cariñoso deseo de servirte.
Sydney volvió a meter la carta en el sobre. Sintió que estaba muy agradecida a la Madre Superiora, pero obligada por las circunstancias decidió no seguir en tratos con la Comunidad Benedictina.
A pesar de que en nada habían variado sus motivos para haber enviado la carta al convento, la sola mención del Padre hubiese bastado para hacer que se echara atrás. La idea de abrirle su corazón a un hombre, y a un hombre desconocido, y de contarle sus más tristes secretos era demasiado monstruosa como para dudar un solo instante de la decisión que debía tomar. Escribió una breve y respetuosa nota, en la que le agradecía a la Madre Superiora su ayuda, y con eso dio por terminada su relación con el convento.
Cerró el sobre, fue a echarlo al buzón del hotel y regresó a la salita que estaba a modo de antesala de su habitación. Se sentía liberada de la última duda que la preocupaba, y ansiosa por mostrarle a Herbert lo mucho que creía en él y la enorme esperanza que tenía en un futuro mejor.
Cuando Sydney abrió la puerta para salir de su dormitorio, una feliz sonrisa se dibujaba en sus labios. Planeaba preguntarle juguetonamente a Herbert si en su larga ausencia él la había echado de menos. Pero cuando levantó la mirada, se quedó helada.
Herbert tenía los brazos estirados sobre la mesa, y la cabeza reposando sobre ellos. Parecía desesperado; respiraba profundamente, con dificultad, y temblaba entre sollozos. Transmitía un gran dolor.
Guiada por la compasión y el amor, Sydney se acercó hasta Herbert con la intención de levantarlo de la silla. Pero se detuvo de nuevo. Le llamó la atención que sobre la mesa hubiese un libro. Herbert todavía no se había dado cuenta de que Sydney estaba en la salita. Ella cogió el libro y lo abrió. Leyó la dedicatoria y miró a Herbert. Volvió a leerla, observó la letra, y supo por fin la verdad.
Quedó paralizada por el dolor. Volvió a dejar el libro sobre la mesa sin hacer ruido. Luego tocó el hombro de Herbert, y lo llamó por su nombre.
El levantó la mirada sobresaltado. Trató de hablarle con el tono amable que le era habitual.
–No te he oído entrar -dijo.
Ella señaló el libro, mientras la expresión de su rostro y su actitud permanecían insondables.
–He leído la dedicatoria que le escribiste a tu esposa -respondió ella-. Te he estado observando mientras pensabas que estabas solo. Has sido misericordioso conmigo ocultándome la verdad durante tanto tiempo, pero ha sido en vano. Ya nada te ata a mí, Herbert. Eres un hombre libre.
Él aparentó no haberla entendido, pero ella no dijo ni hizo nada para aclarar la situación.
Entonces, él reconoció honestamente que sus palabras le habían afligido.
Ella le escuchaba silenciosa y sumisa y permitió que él le cogiera la mano y la besara.
Herbert empezó a sentir miedo de Sydney, miedo a perder la razón. Luego hubo un largo silencio, un silencio tenebroso e inquietante.
Sydney había olvidado cerrar la puerta de su habitación. En el umbral apareció uno de los camareros del hotel. Hablaba con una persona que quedaba oculta detrás del propio camarero.
–Quizás el libro esté en la habitación -sugirió.
Una voz amable respondió:
–Espero que el caballero y la dama me disculpen, si les pido permiso para buscar mi libro.
La mujer entró.
Herbert Linley y Sydney Westerfield la miraron. Allí estaba la mujer que habían ultrajado. Ella se detuvo y les devolvió la mirada.
Al camarero le sorprendió enormemente que no hablaran. Siendo como era un hombre de pocas luces, llegó a la conclusión de que la gente de alta alcurnia era tan extraordinariamente diferente de la gente común que incluso parecía que no sabían ni hablar. Como Herbert era el que se encontraba más próximo al camarero, éste pensó que lo más civilizado era ofrecerle una explicación al caballero.
–La dama ha ocupado antes que ustedes estas habitaciones, señor. Ha vuelto de la estación para buscar un libro que ha dejado.
Herbert le hizo una seña para que se marchara. El camarero se dio la vuelta obedeciendo, pero cuando quiso llegar a la puerta tuvo que detenerse para dejar pasar a Sydney, que corría hacia ella con la intención de marcharse. Herbert habló para impedirlo.
–Quédate -dijo amablemente-. Ésta es tu habitación.
Sydney no sabía qué hacer. Herbert volvió a insistir. Apuntó con el dedo a la que había sido su esposa, y dijo:
–Observa cómo te está mirando esa mujer -dijo-. No quiero que te dejes insultar por nadie de ese modo.
Sydney obedeció alejándose de la puerta y regresando a la habitación.
Catherine, que hasta el momento no había dicho una sola palabra, se volvió hacia Sydney y con la voz tranquila y el tono digno del que no está enfadado y no quiere menospreciar al otro, dijo:
–Veo que ha estado usted a punto de marcharse. No quiero ser injusta con usted; no crea que no me he dado cuenta de que mi presencia le provoca un cierto sentimiento de vergüenza.
Sydney se había quedado cerca de la mesa tratando de recuperarse. Herbert le dijo:
–Dame el libro. Cuanto antes termine todo esto, mucho mejor; para ella y para nosotros.
Sydney le entregó el libro. Ni Herbert ni Catherine pudieron ocultar sus sentimientos, ¡porque al final ella había recordado su regalo! Herbert le ofreció el libro.
Pero Catherine no había dejado ni por un instante de mirar fijamente a Sydney. Y fue a ella a quien se dirigió de nuevo.
–Dígale que no quiero el libro.
Sydney, deseosa de obedecer a Catherine, quiso decirle algo a Herbert, pero él la interrumpió de nuevo.
–Ya te he dicho que no debes permitir que te insulte de este modo -se volvió hacia Catherine-. Este libro le pertenece, señora. ¿Por qué no lo quiere?
Ella se quedó mirando con fijeza a Herbert por primera vez. Y esa única mirada fue suficiente para que él supiera que había obrado mal.
–Lo habéis tocado con vuestras manos -respondió Catherine-. Os podéis quedar el libro.
Al oír las palabras de Catherine, Sydney sintió una punzada en el corazón.
–¡Cuan amargo es el desprecio que sale de sus labios!
–¿Acaso quiere hacerme creer que mi desprecio la ofende? ¿Es de eso de lo que quiere presumir?
–Te prohibo que insultes a la señorita Westerfield -le dijo Herbert a Catherine. Después se volvió hacia Sydney-: No permitiré que sigas sufriendo -dijo con ternura; luego se acercó a ella para abrazarla. Sydney miró a Catherine, y seguidamente se apartó de Herbert rechazando sin estridencia su cariño.
No pasó desapercibido para Catherine este gesto de honestidad y de verdadera penitencia. La actitud de Sydney le había parecido digna de respeto. Se acercó a ella y le dijo:
–Señorita Westerfield. Si es usted quien me pide que me lleve el libro, me lo llevaré.
Una Sydney taciturna le entregó el libro. En aquella situación, el silencio era la más veraz de las gratitudes. Con tranquilidad, pero con resolución, Catherine arrancó la hoja que contenía la dedicatoria de Herbert, y la puso delante de él sobre la mesa.
–Te devuelvo tu dedicatoria. Ya no significa nada para mí -hablaba con firmeza. Ni por un instante se le quebró la voz. Se acercó lentamente a la puerta y se detuvo en el umbral; se dio la vuelta y miró a Sydney-. Espero que sepa usted comprender mi sufrimiento -dijo amablemente-. Si la he ofendido en algo, créame que lo lamento.
En la perfecta quietud del aire, pudieron escuchar cómo el sordo roce de su vestido sobre la alfombra se iba apagando. Y la perdieron de vista.
Herbert se acercó a Sydney. Estaba decidido a ofrecerle una muestra inequívoca de su cariño. Sentía afecto por Sydney. En lo más profundo de su corazón, sentía afecto por ella. Cuando estuvo más cerca, vio que la joven tenía los ojos llenos de lágrimas, pero ella ni siquiera se había dado cuenta de que estaba llorando. De hecho, apenas era consciente de la presencia de Herbert. Su mirada estaba ausente.
Herbert hizo un intento por animarla.
–He intentado protegerte de sus ofensas. ¿Crees que he hecho bien? – preguntó.
Con un voz lejana, ausente, ella respondió:
–¡Sí!
–¿Crees que podrás hacer igual que yo, cariño?, ¿crees que podrás olvidar lo que ha ocurrido?
Pero Sydney respondió:
–Intentaré expiar mi pecado -y se fue hacia la puerta de su habitación. La respuesta sorprendió a Herbert, pero pensó que ése no era el mejor momento para pedirle una explicación.
–¿Quieres estirarte un rato y descansar, Sydney?
–Sí.
Ella se cogió de su brazo, y él la acompañó hasta la puerta de su habitación.
–¿Puedo hacer algo más por ti? – preguntó.
–Nada, gracias.
Sydney cerró la puerta, pero la volvió a abrir enseguida.
–Sí, una cosa más -dijo-. Bésame.
El la besó con delicadeza. Luego, mientras regresaba al salón, se dio la vuelta y miró hacia el pasillo. Sydney ya había cerrado la puerta de su habitación.
Herbert sintió como si la cabeza le fuera a estallar de un momento a otro. Trastornado, fatigado, se dejó caer sobre el sofá: había sido enormemente difícil y dura la prueba que había tenido qu superar. A pesar de la pena que uno pueda sentir por dentro, del miedo, del dolor, siempre llega el momento en que la Naturaleza vence a lo humano. Herbert, desdichado, y rendido por el cansancio cayó en un profundo sueño. Fue el camarero quien, un poco más tarde, al entrar para poner la mesa para el almuerzo, le despertó.
–La comida está lista, señor -anunció el muchacho-. ¿Quiere que llame a la señora?
Herbert se levantó y fue hacia la habitación de Sydney.
Pensó que quizás también ella se había quedado dormida, y entró sin hacer ruido. Pero no vio una sola señal de su presencia. La cama estaba hecha, y sobre la colcha había un trocito de papel. Solamenre tenía escrita una línea:
Tú todavía puedes ser feliz, y es posible que dependa de mí.
Herbert se quedó paralizado en medio de la habitación vacía; no podía apartar la mirada de la nota. Las únicas palabras que supo pronunciar dejaron bien claro cuánta era su desesperación y su humillación:
–¡Me lo tengo merecido!
CAPITULO XXXVIII
ESCUCHANDO AL ABOGADO
Lleva usted razón al suponer que la señorita Westerfield oyó hablar de mí en Mount Morven como consejero legal de la dama que antes fuera su eposa. Enseguida le haré a usted saber el propósito por el cual la señorita Westerfield, en aquellas circunstancias, acudió a mí. Sobre cómo logró llegar hasta mi despacho, quisiera recordarle que pudo haber encontrado mis señas en cualquiera de las guías de abogados que existen.
El propósito de la señorita Westerfield, como le iba contando, fue, en primer lugar, hacerme saber que había decidido poner fin a la pecaminosa vida que llevaba con usted. Sí, ella le ha dejado para siempre. Sentí pena de ver (aunque ella trató de ocultármelo) cuan triste se sentía por la separación. Tiene que saber usted que dos dulces mujeres lo han amado con pasión, que le han entregado su alma como sólo las mujeres son capaces de hacerlo.
Después de haberme explicado eso, la señorita Westerfield mencionó a continuación el motivo que la había traído hasta mi despacho. Me preguntó si podía informarla acerca del paradero de la señora Norman.
Debo confesarle que tal petición me dejó estupefacto.
A mi entender, la señorita Westerfield es la última persona que puede estar interesada en ponerse en contacto con la señora Norman. Eso es lo que yo pienso, y a usted se lo hago saber, aunque a ella no le dije nada acerca de mi opinión. Lo que sí hice fue preguntarle sus motivos. Me respondió que le avergonzaba compartirlos con un desconocido.
Después de escuchar esa respuesta, me negué a darle la información que me pedía.
Creo que ella venía preparada para escuchar esa respuesta, porque a continuación me preguntó si yo estaba dispuesto a decirle dónde podía encontrar al señor Randal Linley, su hermano. En este caso me alegré de poder satisfacer su petición: si la señorita Westerfield quería pedir consejo a alguien, ¡quién mejor que su hermano!, pensé yo. Le di sus señas de Londres, y le aclaré que Randal se hallaba en ese momento de viaje, visitando a unos amigos, y que estaría ausente de Londres una semana.
Ella me dio las gracias, y se levantó con la intención de marcharse.
Debo confesarle que sentí cierto interés por la joven. Quizás porque yo sabía que hubo un tiempo en que ella había sentido por su padre el mismo cariño que mis hijas por mí. Le pregunté si aún vivían sus padres. "Están muertos", dijo. A continuación pregunté: "¿Tiene usted algún amigo en Londres?" Ella respondió: "Yo no tengo amigos". Lo dijo con una resignación realmente triste, y más teniendo en cuenta que se trata de una muchacha tan joven. Me quedé muy afligido. Luego, aun a riesgo de poder ofenderla, le pregunté si tenía suficiente dinero. Ella me dijo: "Ahorré un poco de mi salario de institutriz". Por la variación que noté en el tono de su voz, deduje que se estaba refiriendo a la época en que había vivido en Mount Morven. Me sentí mal al pensar que la pobre muchacha estaba sin amigos, y que terminaría durmiendo en una de esas fondas miserables de Londres. Por fortuna, al llegar a la estación lo primero que había hecho la señorita Westerfield había sido acudir a mi despacho. Todavía no tenía decidido dónde hospedarse, así que pude serle útil. Mi pasante más veterano se encargó de dejar a la señorita Westerfield con una gente muy respetable, en cuya casa de huéspedes estaría segura y podría alojarse por muy poco dinero. No voy a darle a usted las señas de la fonda. Creo que es mejor que la señorita Westerfield no sea molestada.
Al cabo de una semana, vino a visitarme un gran amigo: el bueno de Randal Linley.
Ese mismo día, Randal había visto a la señorita Westerfield. Ella le había contado la conversación sostenida conmigo, y le había formulado la misma petición que yo creí prudente no satisfacer. Por el contrario, sí confesó los motivos que a mí no quiso explicarme. Randal quedó tan impresionado por el sacrificio de esta mujer redimida, que de inmediato se mostró dispuesto a proporcionarle el paradero de la señora Norman.
Sin embargo, después de darle vueltas al asunto, Randal entendió que, pr puros y desinteresados que fueran los motivos de la señorita Westerfield, que sin duda lo eran, él no tenía derecho a provocar un encuentro que podía tener consecuencias fatales para la propia señorita Westerfield. De modo que a lo único que quiso comprometerse fue a transmitirle a la señora Norman lo que la señorita Westerfield había dicho, y a informar posteriormente a la joven acerca de los resultados de dicho trámite.
En los ratos en que mi trabajo me dejaba un respiro, me sentía a veces un poco intranquilo al pensar en el futuro de la señorita Westerfield. El bueno de su hermano logró que por fin yo me sintiera más tranquilo a este respecto.
Randal me propuso lo siguiente: que dejásemos a la señorita Westerfield al cuidado de un viejo y querido amigo de su difunto padre, el capitán Bennydeck. Como ella se había separado de usted voluntariamente, Randal y el capitán vieron llegado el momento que tanto tiempo habían estado esperando. En aquellos días, el capitán Bennydeck estaba navegando en su barco. A su regreso, él o Randal se encargarían de preguntarle a la señorita Westerfield su opinión al respecto y ella, sin duda, no dejaría pasar la oportunidad de conocer al amigo de su padre.
Esto es todo cuanto puedo explicarle en respuesta a las preguntas que me ha formulado usted. Permítame que le dé un buen consejo: haga lo único que puede hacer para desagraviar a esa pobre muchacha: resígnese a una separación, será lo mejor para ella y para usted.
CAPÍTULO XXXIX
ATENDIENDO A RAZONES
La respuesta del hotelero le dejó un poco sorprendido.
Hacía unos días el barco había aparecido de nuevo en la bahía. El capitán, que tenía buen aspecto, había bajado a tierra para coger el primer tren a Londres. El patrón del barco había informado al hotelero de que tenía órdenes de llevar de nuevo la nave a puerto. El hecho de que el capitán hubiese cambiado de planes, terminando la travesía un mes antes de lo previsto, dejó a Randal confuso. Fue a la casa del capitán, pero lo único que le dijeron los criados era que no sabían nada de su señor. Randal se quedó unos días en Londres, con la vaga esperanza de que Bennydeck fuera a visitarle.
Durante este intervalo, su paciencia fue recompensada por un hecho inesperado. Se enteró del paradero de su amigo el capitán a través de una carta de Catherine, remitida desde el Hotel Buck de Sydenham. En la carta, Catherine, después de regañar cariñosamente a Randal por no haberle escrito ni una vez, y no haberla visitado, le invitaba a comer. Y terminaba con estas palabras:
Solamente estaremos tú, yo, y un amigo tuyo, que también lo era mío, al menos la última vez que nos vimos. El capitán Bennydeck ya se ha cansado del mar. Está hospedado en este hotel porque ha decidido que le dé un poco el aire de Sydenham; y parece que le sienta muy bien.
Randal se quedó pensando muy seriamente en lo que acababa de leer.
Afirmar que Bennydeck "se había cansado del mar", y que estaba deseoso de respirar el aire de un arrabal de Londres, cuando a él lo que le gustaba era la suave brisa del Canal, era una veleidosa y absurda invención. Nadie que conociera al capitán lo podría haber creído. A pesar de la apariencia de candidez que la carta de Catherine dejaba traslucir, Randal llegó a la conclusión de que la verdadera razón por la que su amigo había interrumpido su travesía marítima podía hallarse en la propia Catherine. La estancia junto al mar, y el paso del tiempo, le habían devuelto a Catherine su encanto personal, el que poseía antes del tiempo de las penas y las preocupaciones. El hecho de que Catherine se hubiera cambiado de nombre era sin duda la explicación de que Bennydeck, un hombre tan devotamente religioso, no se hubiera alarmado ante el asunto del divorcio de Catherine. ¿Qué le había ocurrido al capitán Bennydeck? ¿Se había quedado prendado de la belleza de Catherine? ¿Se estaba lo suficientemente prendado como para que ella se diera cuenta de ello? ¿Era secretamente correspondido ese interés?
Randal le escribió una carta a Catherine aceptando la invitación. Decidió, sin embargo, que iría un poco antes de la hora convenida, con la intención de hablar en privado con ella. Pensaba que así no tendría tiempo de preparar las respuestas a las preguntas que Randal quería hacerle.
En las jornadas anteriores al día del almuerzo, se produjo un suceso calamitoso que terminó de convencer a Randal de que había tomado la decisión idónea. Ocurrió que después de meses de no haberse visto, Herbert vino a visitarle.
¿Quién era este hombre huraño, desaseado, de aspecto mortecino y lastimoso que le miraba con los ojos enrojecidos? ¿Se trataba realmente de su hermano, el mismo al que Randal recordaba como un hombre de buena presencia, de trato agradable, y feliz? Randal se sintió tan apenado que por un momento pareció que se había quedado sin habla. Con un gesto, le pidió a su hermano que tomara asiento. Herbert se dejó caer sobre la silla demostrando una fatiga que resultaba alarmante.
Su modo de hablar resultó de lo más extraño, pues transmitía una rabia sólo comparable a la de un animal acorralado.
–Parece que te incomodo -dijo.
–Me pone nervioso verte así. No sabes cuánto.
–Dame un vaso de vino. He estado caminando horas y horas sin rumbo. Estoy muerto.
Bebió el vino con ansiedad. En cualquier otra circunstancia, Herbert habría sentido su efecto vivificante, pero aquel día no fue así, y su tono continuó siendo tenebroso y amenazador.
Cuando un hombre es moralmente débil y no es capaz de enfrentarse a la calamidad, ésta se abre camino a costa de su caballerosidad. Y es así como la desgracia termina mostrándose desnuda, como la propia naturaleza del hombre primitivo y salvaje a cuyo linaje no debemos olvidar que pertenecemos todos, pues de todos es antepasado.
–¿Te encuentras mejor, Herbert?
Herbert dejó el vaso vacío sobre la mesa, ignorando la pregunta que le había hecho su hermano.
–Randal -dijo Herbert-, tú sabes dónde está Sydney.
Randal admitió la verdad.
–Dame sus señas. La memoria me traiciona. Escríbelas.
–No, Herbert.
–¿No quieres escribirlas? ¿No quieres dármelas?
–Ni voy a dártelas ni a anotarlas. Y ahora vuelve a sentarte. No me asustan ni tu mirada de desafío ni tus puños apretados. La señorita Westerfield ha tomado una sabia decisión al separarse de ti. Y tú haces muy mal en querer volver con ella. Voy a explicarte las razones que tengo para pensar así, e intenta comprenderlas. Y una vez más: siéntate.
La gravedad de la situación se reflejaba en el rostro de Randal. Si su corazón se hallaba dolido por la situación que estaba atravesando su hermano, no le faltaban razones para sentirse enfadado, porque Herbert parecía haber escogido el camino a través del cual el sufrimiento del ser humano termina desembocando en envilecimiento.
El pobre Herbert se humilló ante la firmeza de voz y la mirada de Randal.
–No seas severo conmigo -dijo-. En la situación en que me encuentro, lo que necesito es compasión. Sobre todo de mi hermano. Yo no soy como tú. No estoy acostumbrado a vivir solo. Estoy acostumbrado a tener a mi lado a un mujer cariñosa que me hable, que me cuide. No sabes lo que es ver a una mujer hermosa, vestida con trajes elegantes, servicial, atenta, que nunca piensa en sí misma. No sabes lo que es haber tenido todo eso y de repente encontrarse, solo como me encuentro ahora. Ya no la tengo; mi esposa me ha abandonado, me ha quitado a mi hija, y ahora me han quitado a Sydney. Estoy solo. ¿Has oído lo que digo? ¡Solo! Coge ese atizador del fuego. Cógelo y reviéntame los sesos. Devuélveme a mi Sydney o mátame. Si tuviera suficiente valor, lo haría yo mismo. ¡Oh, por qué tuve que darle el empleo a esa institutriz! ¡Oh, Randal, yo era tan feliz con Catherine y con mi pequeña Kitty!
Herbert apoyó la cabeza en el respaldo de la silla. Parecía muy cansado, y Randal le ofreció otro vaso de vino. Pero él lo rechazó.
–Cuando bebo mucho vino me pongo frenético. Habrás oído el viejo dicho de que los hombres olvidan sus penas con la bebida. Ayer lo intenté hacer, pero lo único que conseguí fue que la cabeza me ardiera como el mismísimo fuego. Ese vaso que he tomado ahora creo que me ha sentado mal. ¡No! No me he desmayado. Déjame que descanse la cabeza un poco. Cógeme la mano, Randal. Tú y yo siempre nos hemos hablado con respeto, nunca nos hemos levantado la voz, y no deberíamos empezar ahora. Ya me he dado cuenta de que me estoy volviendo perverso. No sabía lo enamorado que estaba de Sydney hasta que la he perdido, hasta que la abandoné -hizo una pausa y se pasó la mano por la cara, que le ardía. ¿En qué estaría pensando Herbert? – Mi querido y viejo amigo, quiero que me hagas un favor. Quiero que me digas dónde vive mi esposa en estos momentos.
Randal se quedó perplejo.
–Sabes muy bien -respondió-, que Catherine ya no es tu esposa.
–¡Eso no tiene importancia! ¡Tengo que hablar con ella!
–No debes hacerlo en estas circunstancias.
–¿Y tú, podrías hacerle llegar un mensaje?
–Primero dime de qué se trata.
Herbert le lanzó una severa mirada y lo tomó del brazo. Por el modo en que pronunció las siguientes palabras, parecía que volvía a ser el mismo que su hermano había conocido:
–Dile que estoy muy solo. Dile que me moriré si nadie me consuela. Y pídele que me deje ver a Kitty.
Randal se sintió conmovido por la quebrada voz de Herbert.
–No puedo verte así, Herbert -dijo cariñosamente-. Haré que Catherine reciba tu mensaje, y haré todo cuanto pueda para convencerla.
–¿Lo harás ahora mismo?
–Sí, en cuanto me sea posible.
–¿Y no lo olvidarás? No, no lo olvidarás. Sé que no lo olvidarás -Herbert intentó levantarse de su silla, pero volvió a caer de espaldas-. Si no es molestia, permíteme que me quede un rato descansando -pidió-. Ya sé que no resulto una buena companía, ya lo sé. Me marcharé en cuanto me lo pidas.
Randal no quiso ni oír hablar de ese asunto.
–Te quedarás aquí conmigo. Y si yo salgo de casa, se quedará contigo alguien que te aprecia casi tanto como yo -mencionó a continuación el nombre de uno de los más antiguos sirvientes de Mount Morven que, tras la ruptura de la familia, había ido a servir a la casa de Randal-. Y ahora, descansa -dijo-. Te pondré este cojín para tu cabeza.
Herbert respondió:
–Me siento como si hubiese regresado a casa -y se acomodó para poder descansar un rato.
CUIDÁNDOSE EL TEMPERAMENTO
Después de leer uno o dos artículos sobre asuntos políticos, llegó a las páginas dedicadas a las "Noticias de Moda". Como no le interesaban nada ese tipo de cosas, comenzó a pasar rápidamente las páginas en busca de las gacetillas sobre literatura y teatro. Entonces le llamó la atención un nombre que le resultaba bastante familiar. Leyó toda la noticia. Decía lo siguiente:
La señora Norman, que luce encantadoramente su viudez, está pasando unos días en el hotel Buck, rodeada de los habituales personajes ilustres que suelen hallar reposo en sus habitaciones. Se comenta que la dama está a punto de casarse con un oficial retirado de la Armada, famoso por cierto episodio ocurrido en el Ártico, aunque probablemente todos ustedes le conozcan por ser de nuestros más importantes y conocidos filántropos.
La descripción de Bennydeck era tan exacta que no dejaba lugar al equívoco. Randal leyó una vez más la primera frase de la noticia: ¡La encantadora viuda! ¿Era posible que se estuvieran refiriendo a Catherine? Randal no podía imaginar que la crueldad de Catherine pudiera llegar hasta el extremo de hacerse pasar por viuda, de contestar a las inevitables preguntas de Kitty con la explicación de que su padre había muerto.
Randal llegó al hotel de Sydenham sin saber a qué atenerse. Su cabeza era una hoguera de suspicacias contradictorias. Pero algo le decía que al final todo se aclararía y que la encantadora viuda no sería Catherine sino otra mujer.
Pero cuando entró en el hotel ya le aguardaba una primera decepción. La señora Norman y su hijita habían salido a dar un paseo en coche con un amigo, y se les esperaba puntuales a la hora de comer. La señora Presty sí estaba en el hotel, probablemente en el jardín. Randal la encontró cómodamente sentada en la glorieta, haciendo calceta y leyendo el periódico que tenía en su regazo. La señora Presty se levantó y saludó a Randal con sonrisa y gesto amable, lo cual no era nada habitual en ella.
–¡Oh, Randal, eres muy amable al venir tan pronto! – comenzó diciendo la señora Presty, que enseguida se dio cuenta, gracias a su penetrante lucidez, de que a Randal no le había alegrado en exceso ser recibido con tan radiante sonrisa-. ¡No irás a decirme que has venido hasta aquí para estropear nuestro almuerzo con malas noticias! – añadió, mirándole con desconfianza.
–Eso depende de usted -contestó Randal.
–Esta pobre e inútil anciana se siente muy halagada por tus palabras. Pero a mí no me vengas con misterios, querido. Yo no pertenezco a esa generación que en un vaso de agua monta una tormenta de mil demonios; que confunde una banal escaramuza con una feroz batalla. ¡Habla sin rodeos!
Randal le dio la revista, abierta por la página que traía la información acerca de la viuda.
–Ahí tiene la noticia que quería darle -le dijo.
La señora Presty le echó un vistazo, y le devolvió la revista a Randal.
–No sabes cuánto lamento tener que estropear esta actuación tuya tan teatral -dijo ella-, pero deberías saber que, en lo que a noticias se refiere, aquí en Sydenham vamos solamente media hora retrasados respecto a Londres. Querido, debo informarte de que esta nueva es prematura. Lo que ocurre es que si estos tipejos que escriben en las revistas tuviesen que esperar hasta averiguar si una noticia es verdadera o falsa, ¡cuan escasos serían los chismes que encontraría nuestra sociedad en sus gacetillas preferidas! Además, lo que no es verdad hoy, lo es a la semana siguiente. El autor solamente dice: Se comenta. ¡Qué delicado por su parte! ¡Qué perfecto caballero!
–Señora Presty, ¿está usted diciéndome que Catherine…?
–Estoy diciéndote que Catherine es viuda. Una viuda creada por esta viejecita que tienes delante, ¡y bien que lo he hecho!
–Señora, si ésta es una de sus bromas…
–De ningún modo, caballero.
–¿Señora Presty, se da usted cuenta de que mi hermano…?
–¡Oh, no me hables de tu hermano! Herbert solamente es un obstáculo en nuestro camino, y no hemos tenido más remedio que deshacernos de él.
Randal se alejó unos pasos de la señora Presty. Era una anciana demasiado sabia para él; no lograba entenderla.
"¿Se habrá trastornado del todo esta mujer?" se preguntó en silencio Randal.
–Siéntate -dijo la señora Presty-. Veo que estás realmente empeñado en tomarte este asunto como algo personal, y que quieres que justifique cada palabra que digo; me da mucha pena que carezcas de sentido del humor. Pero si a pesar de todo sigues insistiendo, lo haremos a tu manera: me pondré a la defensiva. Así que ahora oirás cómo fueron tratadas mi hija divorciada y mi pobre nietecita en Sandyseal, después de tu marcha.
Después de narrarle los acontecimientos, la señora Presty le sugirió a Randal que antes de aventurarse a dar su opinión se pusiera en el lugar de Catherine.
–¿Tú te hubieses arriesgado a que te humillaran de nuevo y de la misma forma? – le preguntó-. ¿Habrías consentido que hiciesen sufrir a tu hija?
–Yo me habría retirado a vivir a algún lugar lejano y me habría quedado ahí para siempre -respondió él-. Ni un solo día habría andado yo con mi hija por ningún hotel lleno de desconocidos.
–¡No me digas! ¿Entonces habrías preferido condenar a tu pobre hijita a una miserable soledad? ¿Y la mirarías mientras se muere por estar en compañía de otros niños, y no sentirías compasión de ella? Me pregunto qué habrías hecho tú cuando el capitán Bennydeck vino a vernos a la costa. Alguien le presentó a la señora Norman, y a la hijita de la señora Norman, y a todas nos pareció un hombre encantador. Un día, el capitán y yo nos quedamos a solas. El se prendó de la hermosura de mi hija y naturalmente quiso saber dónde estaba el marido, el señor Norman. ¿Qué le habrías contado tú?
–Le habría dicho la verdad.
–¿Le habrías confesado que no había ningún señor Norman?
–Sí.
–¡Pues eso fue exactamente lo que le dije! El capitán, a quien anteriormente habían presentado a Kitty, llegó por sí solo a la concusión de que la señora Norman sólo podía ser viuda. Si yo le hubiese aclarado el asunto en ese momento, ¿qué habría sido de la reputación de mi hija? Si yo le hubiese explicado toda la verdad en este hotel, delante de toda esta gente que quería saber quién era esa hermosa y distinguida dama que se hacía llamar señora Norman, ¿tienes idea de lo mucho que habrían sufrido Catherine y su hijita? ¡No! ¡No! ¡Eso no! Espero que sepas reconocer que he resuelto esta espantosa situación lo mejor que he podido. Una mujer cruelmente ofendida, y su hijita, pueden estar tranquilas, y ha sido gracias a mí. No había otro posible desenlace más que éste. Me he visto obligada a tratar a tu hermano como a un personaje de novela. Lo he hecho desaparecer igual que a un náufrago, porque ése era el modo más fácil de responder a preguntas molestas. "Se encuentra nave a la deriva en medio del Atlántico, y a todos sus tripulantes ahogados". Peores historias se han publicado.
–¿Ha hecho usted todo esto con el consentimiento de Catherine? – preguntó Randal, levantándose de su silla.
–Mi hija es una mujer prudente, y sabe que hay ocasiones en las que hay que resignarse ante las circunstancias.
–¿Y Catherine está de acuerdo en contarle a Kitty que su padre está muerto?
La señora Presty se puso seria.
–¡Alto ahí! – respondió-. Antes de que Catherine consintiera en llevar a cabo mi plan, llegué a un acuerdo con ella. Le dije: ¿Permitirás que la niña vuelva a ver a su padre?
¡Ésa era exactamente la pregunta que Randal quería hacerle a Catherine! Tal y como le había prometido a su hermano.
–¿Y qué le respondió Catherine? – dijo él, inquisitivo.
–Fue muy sincera. Me dijo: "¡No me atrevo!" Esa respuesta fue suficiente para mí. Con ella, mi hija me daba permiso para hacerle saber a Kitty que jamás volvería a ver a su padre. No tardó mucho la niña en preguntar si su padre estaba muerto.
–Es suficiente, señora Presty. Veo que sigue usted utilizando unos argumentos que están a la altura de su modo habitual de hacer las cosas.
–Di mejor que están a la altura de la triste situación en que nos encontramos mi hija y yo por culpa del comportamiento del despreciable de tu hermano. ¡Di eso, y no estarás faltando a la verdad!
Randal no hizo caso a las palabras de la señora Presty.
–Cuando vea usted a Catherine, tenga la bondad de decirle que haría cualquier cosa por ella; pero que, después de lo que acabo de oír, ni me atrevo a sentarme a su mesa, ni a mirar a mi pobre sobrina a la cara.
La señora Presty volvió a hablar con osadía:
–Una sabia decisión -resaltó-. La amargura que se ve en tu rostro sólo serviría para estropear uno de los mejores almuerzos que se haya servido jamás en una mesa. ¿Tienes algún mensaje para el capitán Bennydeck?
Randal quiso saber si su amigo se encontraba en ese momento en el hotel.
Con una sonrisa muy significativa, la señora Presty respondió:
–En este preciso momento, no.
–¿Y dígame, dónde está?
–Donde cada día, a esta hora. Dando un paseo en coche con Catherine y Kitty.
Siendo tan íntimas las relaciones entre Catherine y Bennydeck, Randal se sintió aliviado al regresar a Londres sin haberse topado con su amigo.
Se despidió de la señora Presty con una simple inclinación, como si de una desconocida se tratara. Pero ella, vieja dama incorregible, lo despidió de modo cariñoso y familiar.
–Adiós, querido Randal. ¡Aguarda un momento! ¿Crees que podrías venir si te invitamos a la boda?
Cuando llegó a la estación del ferrocarril, Randal fue informado de que todavía habría de esperar el tren un buen rato. Mientras paseaba arriba y abajo por el andén, doblemente preocupado por su hermano y por Sydney, hizo su aparición en la estación el tren de Londres. Randal no se movió. Permaneció de pie mientras su mirada se perdía entre los pasajeros que en coches de caballos iban arribando a la estación del ferrocarril. De repente, entre todo aquel alboroto, reconoció una voz. Una voz que preguntaba por el camino que conducía al Hotel Buck. Rápidamente cruzó la vía y se topó de narices con Herbert.
RANDAL HACE LO QUE PUEDE
–¿Qué estás haciendo aquí? – preguntó Herbert sospechando algo-. ¿Has estado en el hotel? – preguntó con brusquedad-. ¿Has visto a Catherine?
Diciendo que no había visto a Catherine, no faltaba a la verdad.
Y eso fue precisamente lo que dijo.
–Que yo recuerde -dijo entonces Herbert- tú nunca le has mentido a tu hermano. Tengo que pensar que los dos hemos leído la misma revista, y tú has llegado el primero con la intención de aclarar las cosas. ¿Es eso lo que ha sucedido, verdad? Me pregunto quién debe ser esa tal señora Norman. ¿Has podido averiguarlo?
–No.
–De lo único que estoy seguro es de que no se trata de Catherine. Y sabiendo eso, me voy a ir a casa mucho más tranquilo -dijo Herbert cogiendo a su hermano del brazo y llevándolo hacia el andén-. ¿Sabes una cosa, Randal? Por un momento he llegado a pensar que esa mujer podía ser Catherine. ¡Así ardan en el infierno esos gacetilleros con su maldita revista! – sacó de su bolsillo el ejemplar, lo rasgó por la mitad y lo lanzó contra el suelo-. El pobre Malcolm me la dio con toda su buena intención -dijo refiriéndose al viejo criado-, pero sólo me ha hecho más desgraciado. El público, goloso, no se contenta con murmurar a escondidas, sino que tiene que devorar chismografía impresa. Y la demanda es tal que no ha nacido todavía el editor que pueda satisfacerla.
Randal recogió del suelo los trozos de papel que habían formado parte de la revista. No era la misma que él había comprado en la estación. La que Herbert había estado leyendo era la competencia de la que había comprado Randal. Estaba dedicada a las "Notas de Sociedad", y en ese último número había aparecido la misma información acerca de la boda de la señora Norman, salvo que aquí se habían atrevido a publicar el nombre del capitán Bennydeck.
–¿Y dices que Malcolm te ha dado esto? – preguntó Randal.
–Así es. Él y la doncella de la casa de al lado están suscritos a la revista. Malcolm debió pensar que leyéndola me distraería un poco. Pero cuando he leído eso de la tal señora Norman, he salido como un rayo hacia la estación del ferrocarril. ¡La verdad es que no sé como no me he vuelto loco en el momento mismo de haberlo leído!
–¡Tranquilízate, Herbert! ¿Y si fuese cierta esa información que has leído?
–¿Por qué habría yo de imaginar algo así, después de lo que me contaste?
–No te enfades, Herbert, y hazme el favor de no olvidar una cosa: después del divorcio, tanto tú como Catherine podéis volver a casaros si es vuestro deseo.
Herbert pareció salirse de sus casillas.
–¡El que quiera casarse con Catherine se las tendrá que ver conmigo! De todos modos, no es ésa la cuestión que aquí estamos tratando. Te olvidas de que a la mujer del hotel Buck la llaman la viuda. Y además, está Kitty: ¿cómo se las habría apañado Catherine para engañar a nuestra hija de ese modo? ¡Ésa pregunta era la que me volvía loco, Randal! Pero ahora ya estoy tranquilo. ¿Has visto a Catherine últimamente?
–No, hace tiempo que no la veo.
–Me imagino que estará tan hermosa como siempre. ¿Cuando irás a pedirle que me deje ver a Kitty?
–Ya me ocuparé de ello más adelante -fue la única respuesta que se atrevió a darle. Randal se sentía agobiado por el enorme enredo que se estaba produciendo a su alrededor, y siendo de naturaleza cándida no se veía capaz de desengañar a Herbert. Si le decía la verdad allí mismo, tan cerca del hotel, y en el estado de nervios en que se encontraba ¡quién sabe qué desgracias podían ocurrir!; si se lo contaba todo de regreso a casa, corría igualmente el mismo riesgo, y si decidía guardar el secreto, el desarrollo de los acontecimientos podía poner de relieve, en cualquier momento, todo lo que él estaba intentando ocultar. Por otro lado, no podía confiar en Catherine, una mujer que se había dejado embaucar por el tramposo proceder de su madre sin oponer resistencia. ¿Cabía la posibilidad de que Catherine terminara diciendo la verdad sobre su pretendida viudez, precisamente ahora que parecía dispuesta a corresponder al galanteo de Bennydeck? Randal pensó que quizás estaba traicionando a Catherine, pero finalmente decidió que debía obrar en contra de la mujer a la que había conocido y admirado, y en la que había confiado durante tantos años. A fin de cuentas, no había duda de que su segundo matrimonio habría de tener consecuencias desastrosas, y tarde o temprano la noticia llegaría a oídos de Herbert. Entretanto, la cruel mentira ideada por la señora Presty, inventada para que la pobre Kitty no hiciera demasiadas preguntas, había levantado un muro insuperable para el encuentro entre padre e hija.
Pero Randal tenía otros motivos para sentirse receloso. Le había prometido a su hermano hacer todo lo que estuviera a su alcance para convencer a Catherine de que se encontrara con Sydney. Ahora le parecía que esa promesa era una misión absolutamente imposible. Sydney no estaba preparada para tan controvertido encuentro, y podía cometer cualquier clase de imprudencia. Después de haber estado en Sydenham, Randal era de la opinión de que dejar a Sydney bajo la tutela de Bennydeck era algo que ya no podía prometerle a la joven. Nadie ponía en duda que el capitán había aceptado a la hija de Catherine, y que la quería como si se tratara de la suya propia. Pero mientras el capitán estuviera cortejando a Catherine, estaba claro que Sydney no recibiría el cariño que en otras circunstancias no le hubiese faltado. Fuera cual fuere el desenlace final, Randal pensó que sólo le quedaba una salida. Tenía que hacer que Sydney y Bennydeck se conocieran cuanto antes, y escribirle inmediatamente una carta al capitán para que estuviese preparado para el encuentro. Aun tratándose de un trámite en apariencia sencillo, Randal pensó que debía valorarlo en todos sus detalles.
¿Debía mencionar la información que relacionaba a Bennydeck con Catherine? Su sentido de la delicadeza le dictó que tomarse esa libertad no estaba en absoluto justificado, aunque Catherine fuese una íntima amiga suya. Si el capitán deseaba abordar en algún momento ese asunto, era una decisión que debía tomar él. Además, si tenía en cuenta el bien de Catherine, que ya había sufrido mucho, Randal no podía escapar a otros muchos interrogantes: ¿tenía derecho a no alegrarse por el segundo matrimonio de Catherine?, ¿acaso Bennydeck no era un hombre moral e intelectualmente superior al primer marido de Catherine?, ¿qué futuro más feliz podía imaginar para Catherine que haberse convertido en la esposa de su buen amigo el capitán?
Escrita en razón de esos argumentos, su carta contenía estas pocas palabras:
Estoy seguro de que se alegrará usted cuando oiga lo que le tengo que comunicarle. La hija de su viejo amigo ha dejado su vida pecaminosa, y ha hecho algunos sacrificios que demuestran la sinceridad de su arrepentimiento. Sin entrar en detalles, que es lo más misericordioso en este caso, permítame tan sólo informarle de que Sydney Westerfield se ha hecho inequívocamente merecedora del paternal interés que usted le profesa. Yo respondo por ella. Con su permiso, mañana, cuando me reúna con Sydney, le diré que muy pronto usted irá a verla. Creo que puedo tomarme esa libertad, pero de todos modos estoy seguro de que la pobre muchacha se sentirá más tranquila ante al encuentro si puedo garantizarle que todo cuanto yo le digo es con el consentimiento de usted.
En la posdata añadió las señas de Sydney, y esa misma tarde envió la carta.
La tarde del día siguiente, Randal recibió dos cartas timbradas en Sydenham. En una de ellas, la dirección estaba escrita con la letra de la señora Presty. El azar quiso que Randal cogiera esa carta primero, y que la lanzara inmediatamente al cesto, con lo cual su opinión acerca de la remitente quedaba del todo expresada.
La segunda carta, escrita con hosco estilo, la enviaba Bennydeck. No mencionaba para nada que tuviera pensado hacer cambios en su vida. En ella decía que no le iba a resultar posible marcharse de Sydenham antes de un día o dos, pero no mencionaba la causa de su demora. Quizás lo más razonable habría sido deducir de ello que sobre la boda nada estaba decidido todavía, y que el capitán se encontraba esperando la respuesta de Catherine.
Randal se guardó la carta en el bolsillo y se fue a la casa de huéspedes con la intención de ver a Sydney.
INTENTANDO PERDONARLA