CAPÍTULO VII

EL SUFRIMIENTO DE SYDNEY

Los Linley tenían algunos amigos en el sur que para las vacaciones de otoño solían ir de visita a Escocia. Se quedaban siempre unos días en las Tierras Altas, y Herbert y Catherine los invitaban a pasar unos días en Mount Morven. Para celebrar su llegada preparaban una comida a la que también invitaban a los vecinos de los Linley.

Llegó el día de esta fiesta anual. Los huéspedes estaban en la casa, y Herbert y Catherine andaban atareados haciendo los preparativos para el almuerzo y la fiesta. La señora Linley, que era una mujer con un indefectible sentido de la consideración hacia todos quienes la rodeaban, no se olvidó de Sydney y también a ella le envió una tarjeta de invitación.

–La mesa está al completo para la comida -le dijo a su marido-. Será mejor que Kitty y la señorita Westerfield se unan a nosotros para la cena.

–Supongo que sí -respondió Linley, vacilando.

–¿Qué pasa, Herbert. No pareces estar muy convencido.

–No, sólo estaba pensando.

–¿Pensando qué?

–¿Crees que la señorita Westerfield tiene algún vestido adecuado para la fiesta?

Catherine miró a su marido como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

–¡Vaya, sí que es curioso, un hombre preocupándose por esas cosas! Herbert, me dejas de una pieza.

Él se rió forzadamente.

–No sé por qué, pero me he puesto a pensar en ello. A lo mejor es porque lleva cada día el mismo vestido: muy aseado, pero bastante usado. No sé, a lo mejor me equivoco.

–¡Vaya, no sabía que te fijaras tanto en cómo va vestida la señorita Westerfield! ¡Y es curioso, porque tú nunca te has fijado en cómo voy vestida yo!

–Perdona, Catherine, pero yo ya sé que tú siempre te vistes con mucha elegancia.

Ese mínimo piropo logró que la señora Linley se olvidara de todo el asunto.

–Tengo que decirte -continuó ella, con su dulce sonrisa- que todo esto que dices yo ya lo había pensado antes. He hecho que mi modista se encargue de ello. El nuevo vestido será tu regalo para la señorita Westerfield.

–Lo dices en broma.

–No, no, lo digo muy en serio. Mañana es el cumpleaños de Sydney. Mira, éste es mi regalo -abrió un joyero y sacó un brazalete liso de oro, con un diminuto retrato de Kitty incrustado en él-. Lo ha elegido Kitty -añadió, mientras señalaba un marco con una foto pequeña de Kitty.

Herbert leyó la inscripción: "Para Sydney Westerfield, con el O riño de Catherine Linley". Él le devolvió el brazalete a su espfl| y quedó en silencio. Con un gesto más serio de lo habitual, tomó la mano de su esposa y la besó.

El día de la cena y la fiesta, marcó una época en la vida de Sydney.

Por primera vez en su vida, pudo mirarse al espejo y verse con un vestido bonito y un brazalete de oro en el brazo. Si tenemos en cuenta cómo los hombres (en cierta manera) y las modistas (de manera muy diferente) se aprovechan de la vanidad, ésta debería ser considerada no como un defecto sino como una virtud del sexo femenino. ¿Acaso hay alguna mujer que niegue que su primera sensación de vanidad satisfecha supuso para ella el más exquisito y eterno de cuantos placeres experimentó jamás?

Sydney cerró la puerta con llave, y se exhibió ante el espejo. De frente; luego de lado, y finalmente se miró por encima del hombro para verse la espalda. Le brillaban los ojos, le ardían las mejillas. Era una deliciosa mezcla de orgullo y asombro. Con el nuevo vestido puesto, ensayó cómo hacer reverencias a los desconocidos; probó a dar la mano con donaire, y de modo que el brazalete quedara bien visible. Pero de repente se quedó inmóvil frente al espejo. Se puso seria, y empezó a pensar en el simpático y cariñoso señor Linley. Mientras se preguntaba ansiosamente qué le parecería al señor Linley su nuevo vestido, Kitty, engalanada con sus nuevos adornos, y tan vanidosa y feliz como su institutriz, aporreó la puerta con los dos puños, y anunció a bombo y platillo que era la hora de bajar. Sydney se puso nerviosa ante la idea de encontrar en el salón a todas las otras damas, y se ruborizó. Pero ello hizo que estuviera todavía más encantadora. En lugar de encabezar la comitiva de dos que formaba junto a su pequeña acompañante, Sydney se situó tímidamente detrás de Kitty. Era tan atractiva, tan joven y tan bella, que cuando entró en el salón las damas interrumpieron sus conversaciones para contemplarla. Fueron pocas, sin embargo, las que examinaron a la institutriz de Kitty con mirada benevolente. La mayoría puso en duda la prudencia de la señora Linley al contratar a una muchacha tan joven y guapa. Pero Sydney, con su actitud recatada y modesta, y huyendo de las miradas, fue ganándose la simpatía de aquellas señoras que en un principio habían concebido algún prejuicio contra ella. Cuando la señora Linley la presentó a sus invitados, la señora MacEdwin, la más bella de todas, le hizo un sitio a Sydney en el sofá, y con amabilidad y tacto exquisitos, la ayudó a sentarse. Cuando hicieron su entrada los hombres, provenientes del comedor, Sydney ya se sentía lo bastante cómoda para admirar tranquilamente la deslumbrante escena. Igual que había hecho en su dormitorio, Sydney se preguntó una vez más qué le parecería al señor Linley su nuevo vestido.

No hace falta decir que el señor Linley ya se había fijado en ella desde el otro lado del salón.

Hubo un instante en que la miró con tanto fervor y admiración que Sydney (que le estaba muy agradecida a Herbert, con un sentimiento probablemente más pueril que otra cosa) sintió un inexplicable placer. El hizo incluso el gesto de acercarse, pero enseguida se detuvo para volver con los huéspedes. Mientras conversaba con unos y con otros, ella no le quitó la vista de encima. Pero a la única persona que el señor Linley no hizo el menor caso, a la única a la que ni siquiera volvió a mirar, fue a la pobre institutriz. En aquel salón solamente había una persona cuya aprobación a la institutriz le parecía más importante que el aire que respiraba. Nunca se había sentido tan infeliz como en ese momento ¡No, ni siquiera en casa de su tía!

La cariñosa señora MacEdwin le dio un golpecito en el brazo.

–Querida, está perdiendo su precioso color de cara. ¿Quiere que la acompañe hasta la otra habitación?

Sydney le agradeció muy sinceramente su amabilidad. A Sydney le dolía la cabeza y, con esa excusa, banal pero verdadera, pidió permiso para retirarse a la otra habitación.

Cuando se estaba acercando a la puerta, se encontró de cara con el señor Linley. Había salido para dar instrucciones a una de la criadas, y ahora regresaba al salón. Sydney se quedó quieta. Sentía un temblor y un helor que le recorría todo el cuerpo. Pero a pesar de encontrarse tan indispuesta, encontró el coraje suficiente para hablar con él.

–Tengo la impresión de que me evita usted, señor Linley -le dijo, hablándole con un respeto ceremonioso, y mirando al suelo-. Espero… -Sydney vaciló, y le miró con desesperación- no haber hecho nada que le haya ofendido.

Hasta esa miserable noche, todas las veces que Sydney había hablado con el señor Linley, éste siempre la había mirado con una sonrisa. Nunca lo había visto tan serio y distraído como ahora. Su mirada vagó por toda la habitación, y finalmente recayó sobre la señora Linley, que esa noche tenía un aspecto espléndido y no paraba de reírse alegremente. ¿Por qué cuando miraba a su esposa parecía como si se sintiera avergonzado? Sydney, con voz lastimera, insistió en su duda.

–Espero no haber hecho nada que le haya ofendido.

Pero parecía que él no quería hacerle caso ¡precisamente la noche en que estaba más resplandeciente que nunca! Sin embargo, finalmente le ofreció una respuesta.

–Querida niña, ¡cómo va a ofenderme! Me ha interpretado mal. No crea que…, por favor, no piense que han cambiado mis sentimientos por usted, o que alguien va a conseguir que cambien jamás.

Le dio la mano, como tratando de dejar bien claro que sus palabras estaban cargadas de buenas intenciones.

Sin embargo, seguidamente se alejó de ella. Y lo hizo sin ningún disimulo; pareció como si simplemente deseara alejarse. Sydney se dio cuenta de que el señor Linley apretaba los labios con fuerza y enarcaba las cejas: tuvo la impresión de que se estaba obligando a sí mismo a hacer algo que en el fondo aborrecía, o quizás hasta temía.

Desesperada, Sydney salió de la habitación.

El señor Linley se había mostrado muy amable, afirmando que sus sentimientos hacia ella no habían cambiado. ¿Acaso eso no era de por sí suficiente? A Sydney le pareció que no. Los hechos hablaban por sí solos: no tuvo la menor duda de que algo había hecho cambiar de opinión al señor Linley. Parecía como si la ansiedad, la pena o el remordimiento se hubieran apoderado de él. Sydney, que se había dado cuenta de la actitud alegre de la señora Linley durante toda la velada, sospechó que ésta desconocía los pensamientos secretos de su marido.

¿Qué significaría todo aquello? ¡Ay, qué desesperada e inútil le pareció a Sydney aquella pregunta! Pero aún así, no podía quitársela de la cabeza: ¿que significaría todo aquello?

Sintiéndose muy miserable, la institutriz se dirigió con paso lánguido a su habitación. Pero al llegar al final del pasillo, se detuvo.

A su derecha nacía el ramal ancho de escaleras de madera de encina que iban hasta los dormitorios de la segunda planta. A su izquierda, una puerta abierta dejaba entrever los escalones de piedra que descendían hasta la terraza y el jardín. La luz de la luna reposaba con todo su encanto sobre los parterres de flores recortados sobre la hierba. Sydney, sintiéndose maravillada, se detuvo a contemplarlas. Si se iba a dormir, sin duda alguna aquella iba a ser una noche de insomnio desesperante. El aire fresco de la noche subió por el túnel abovedado que quedaba debajo de las escaleras. La muchacha sintió en su corazón la enorme soledad del pensil iluminado por la luna. Miró hacia las escaleras que subían a los dormitorios. No parecía que hubiera ninguna criada preguntona por los alrededores; ninguna mirada inquisitiva que pudiera observarla desde las ventanas de la planta baja, un lugar abandonado y solitario en el que sólo entraban algunos turistas curiosos. Sydney se acercó al perchero que estaba en un hueco al lado de la puerta, cogió su sombrero y su capa, y salió al jardín.

CAPÍTULO VIII

LA SEÑORA PRESTY HACE UN

DESCUBRIMIENTO

La cena y la fiesta habían terminado. Los vecinos se habían marchado. Y las señoras de Mount Morven se habían retirado a sus dormitorios.

De camino a su habitación, la señora Presty llamó a la puerta de su hija.

–Quiero hablar contigo, Catherine. ¿Estás acostada?

–No, mamá. Pasa.

Vestida con un camisón en el que los colores azul y blanco se mezclaban delicadamente; y fastuosamente acomodada sobre un sillón con las almohadas más mullidas que el dinero podía comprar, la señora Linley se puso a meditar acerca de los acontecimientos de la tarde.

–Esta ha sido la mejor fiesta que hemos organizado jamás -le dljo a su madre-. ¿Y te has fijado que bonita y encantadora estaba la señorita Westerfield con su vestido nuevo?

–Precisamente de esa muchacha es de quien quiero hablarte -respondió secamente la señora Presty-. Tenía mejor opinión de ella cuando llegó a esta casa, que ahora.

La señora Linley le señaló a su madre que la puerta que daba al dormitorio contiguo y más pequeño que había al lado, estaba abierta.

–Más bajito -le dijo-, o despertarás a Kitty. ¿Qué ha hecho la señorita Westerfield para que haya cambiado tu buena opinión acerca de ella?

Con la discreción que a veces le era habitual, la señora Presty le pidió a su hija si podían dejar ese tema para otro momento.

–Por ahora, sólo quiero hacer alusión al cambio a peor que ha experimentado tu institutriz. Ha ocurrido mientras salía del salón esta tarde. Al llegar a la puerta, Sydney ha tenido una breve conversación con Herbert, y cuando cada uno se ha ido por su lado, él parecía haber montado en cólera.

Esta vez fue la señora Linley la que se acomodó sobre las almohadas y se puso a reír.

–¿Montado en cólera? ¡Pobre Herbert, si oyera cómo lo describes! Y mamá, por favor, no te ofendas.

–Al contrario, hija mía, estoy gratamente sorprendida. Tu pobre padre, que para casi todo lo demás era un hombre muy lúcido, sin embargo nunca creyó mucho en tu inteligencia. Pero parece que no estaba en lo cierto, porque resulta evidente que has heredado algo de mi sentido del humor. De todos modos, eso no es lo que quería decir. He venido a traerte buenas noticias. Cuando llegue el momento de deshacernos de la señorita Westerfield…

La señora Linley expresó su indignación con una mirada que sumió a su madre en el silencio. Pero la señora Presty, mujer que presumía de estar siempre a la altura de las circunstancias, se repuso enseguida y puso una cara inocente y sorprendida que habría aplaudido en el más exigente de los teatros.

–¿Qué te he hecho yo ahora? ¿Por qué te pones así? – preguntó-. Sin duda, tú y tu marido sois unas personas muy extrañas.

–¿Mamá, no le habrás dicho a Herbert lo mismo que me acabas de decir a mí?

–Pues claro. Se lo he comentado a Herbert en algún momento de la fiesta. Y tengo que decirte que ha sido muy grosero conmigo. ¿Sabes lo que me ha contestado? "Dígale a la señora MacEdwin que se ocupe de sus propios asuntos. Y usted haría bien en hacer lo mismo."

La señora Linley volvió a mirar a su madre.

–¿Y qué tiene que ver la señora MacEdwin con todo esto? – preguntó.

–Si no me interrumpieras constantemente ya te lo hubiera explicado. Catherine, no sé si te has dado cuenta de que la señora MacEdwin y yo hemos estado hablando durante la fiesta. A esta buena mujer le ha causado muy buena impresión la señorita Westerfield. Se ha quedado prendada, yo diría que hasta un poco trastocada. Bueno, ella ya está un poco mal de la cabeza; lo dicen hasta sus propias amigas. "La primera obligación de una institutriz", me ha dicho la muy tonta, "es hacerse merecedora del cariño de sus discípulos. Mi institutriz no ha logrado hacerse querer por mis hijos. Tiene un carácter terrible. Ya la he despedido. ¡Mire a esa dulce criatura junto a su nietecita! Tengo que reconocer que cada vez que veo lo bien que se entienden y lo mucho que se quieren, me entran ganas de llorar." Si te estoy citando al pie de la letra (como solíamos decir cuando estábamos en el Parlamento, en los tiempos del señor Norman) las tonterías que ha llegado a decir nuestra encantadora amiga, solamente es para abordar finalmente lo que realmente me interesa: si por cualquier causa, algún día tenemos una buena excusa para deshacernos de la señorita Westerfield, la casa de la señora MacEdwin está abierta para ella, cuando quiera y con las condiciones que quiera. Le he prometido a la señora MacEdwin que hablaría de este asunto contigo. Piénsalo, hija. Te lo aconsejo.

La señora Linley tenía muy buen carácter, pero se negó a seguir dándole vueltas a algo que le pareció absurdo.

–Puedes estar segura de que no voy a malgastar mi tiempo pensando en algo que no va a ocurrir jamás -dijo-. Buenas noches, mamá.

–Buenas noches, Catherine. Desde luego, cuanto mayor te haces, peor carácter se te pone. A lo mejor es que estás un poco alterada por todo el ajetreo de la fiesta. Intenta dormir un poco, antes de que Herbert suba del salón de fumadores y te alborote.

La señora Linley tampoco quiso pasar por alto ese comentario.

–Cuando Herbert llega tarde después de estar con sus amigos no me despierta nunca, porque es una persona considerada. Para esas ocasiones, como tú misma habrás advertido, tiene una cama preparada en su gabinete.

Al salir, la señora Presty pasó por el gabinete, que estaba junto al dormitorio.

–La cama parece muy cómoda -dijo, elevando el tono de voz para que su comentario llegara a oídos de Catheririe-. Me pregunto si a Herbert no le resultará un poco difícil cambiarla por otra.

La señora Presty se dirigía a su dormitorio cuando, al pasar por delante de la habitación de la pobre Sydney, vio que la puerta estaba abierta, lo cual le pareció ya de por sí una circunstancia bastante sospechosa.

Sea joven o anciana, una dama, cuando se acuesta, no deja nunca la puerta de su dormitorio entreabierta. La señora Presty, movida por su sentido del deber, se puso a escuchar desde afuera. Luego se acercó de puntillas hasta la cama. Estaba vacía. ¡Y hecha!

La anciana salió al pasillo muy excitada. Lo cual, todo hay que decirlo, la favorecía enormemente. Repasó mentalmente la lista de vicios y crímenes que puede cometer una institutriz, y por un momento pareció recrearse en la rememoración de ciertos recuerdos de su propia juventud.

La institutriz se había retirado antes de las once. Eran las doce y no estaba en su dormitorio. Estuvo un rato dándole vueltas al asunto, y llegó a la conclusión de que probablemente la señorita Westerfield estaría preparando los ejercicios para el día siguiente. La señora Presty bajó hasta el aula, que estaba en el primer piso.

El aula estaba vacía.

¿Dónde estaría la señorita Westerfield?

¿Era posible que Sydney fuera tan osada como para unirse a la reunión de hombres que estaba teniendo lugar en el salón de fumadores? La simple idea le pareció absurda.

Sin embargo, antes de un minuto ya estaba en la puerta escuchando. Los hombres discutían en voz alta sobre política. La señora Presty se puso a espiar por el ojo de la cerradura. No había duda de que los fumadores se habían quedado solos. Si no hubiese sido porque la casa se hallaba repleta de huéspedes, la señora Presty hubiese dado la voz de alarma en ese mismo instante. Pero sintió miedo a un posible escándalo del que luego la familia seguramente habría de arrepentirse, y optó por la precaución. En el sugerente retiro de su propia habitación llegó a una sabia y prudente decisión. Entreabrió la puerta unas pulgadas y colocó una silla justo detrás, de modo que si se sentaba en ella podía ver la puerta del dormitorio de Sydney. Dondequiera que estuviera, la criada habría de volver antes de que los otros criados se levantaran por la mañana para trabajar. De eso no tenía la señora Presty la menor duda. Siempre había una lámpara que se quedaba encendida en el pasillo toda la noche, y que daba muy buena luz. Además, una persona que se llamara a sí misma venerable, y que se sintiera guiada por el sentido del deber, estaba por encima de las tentaciones de la somnolencia. La señora Presty se retocó el cutis y, con gesto decidido, se puso el gorro de dormir. Luego, como precaución, apagó la vela de su dormitorio.

–Esta es una de esas situaciones en que es menester que mantenga bien alta mi dignidad -dijo para sí, mientras tomaba posición en su silla.

En el salón de fumadores un hombre parecía estar ya bastante harto de hablar de política. Ese hombre no era otro que el dueño de la casa.

Randal se dio cuenta de que su hermano tenía la mirada cansada, y además parecía preocupado. Y decidió dar por terminada la reunión. Al cabo de un momento le llegó la oportunidad que estaba esperando. Dos huéspedes, ambos miembros del Parlamento, se habían enzarzado en una discusión que se estaba deslizando a pasos agigantados hacia la pura y simple negación de la opinión del otro. Por si esto fuera poco, las opiniones de estos hombres no eran en absoluto originales. Otro de los invitados, conocedor de la fama de Randal de hombre políticamente moderado, se dirigió a él para pedirle que diera su opinión al respecto. Con un lenguaje muy sencillo, le explicó a Randal cuál era el tema de discusión.

–Cuál de nuestros partidos políticos merece la confianza de los ingleses.

Randal, no queriendo ser menos directo, contestó inmediatamente:

–El que baje los impuestos.

Sus palabras llegaron hasta el centro mismo de la encendida discusión, actuando como un aguacero. Como buenos miembros del Parlamento, los dos políticos no sentían ningún interés por las personas o los impuestos. Así que recibieron la nueva opinión con un silencio resignado. Los amigos que estaban escuchando la conversación empezaron a reír. El más viejo de ellos miró su reloj. Al cabo de cinco minutos las luces ya estaban apagadas y el salón de fumadores quedó vacío.

Linley, por supuesto, fue el último en retirarse. Al salir notó que todavía estaba muy excitado, probablemente por el efecto conjunto del humo y del ruido. Pero la verdad era que durante toda la tarde se había sentido atormentado. Salió al pasillo y se puso a caminar lentamente, igual que lo había hecho la señorita Sydney Westerfield unas horas antes que él. El señor Linley estaba desvelado; se notó intranquilo, irritable. Igual que Sydney, también él se detuvo ante la puerta abierta de la entrada y admiró la conciliadora belleza del jardín.

El somnoliento criado que había estado atendiendo a los huéspedes en el salón de fumadores le preguntó al señor si debía cerrar la puerta.

–Váyase a la cama, ya me encargaré yo -respondió Linley.

Linley subió despacio por las escaleras. Cuando llegó arriba, también él, como antes la señorita Westerfield, se sintió tentado por el aire fresco. Sacó la llave del cerrojo, salió afuera, cerró, se puso la llave en el bolsillo y bajó al jardín.

CAPITULO IX

ALGUIEN ABRE LA PUERTA

Linley cruzó el césped con paso lento. Normalmente era un hombre tranquilo. Pero esa noche estaba triste. Se sentía preocupado; se sentía culpable.

Al final del césped se iniciaban dos senderos. Uno llegaba hasta un seto de rara belleza. Le llamaban el Jardín Francés, porque tenía la misma forma que los viejos jardines de Versalles. El otro sendero conducía a una alameda, cuyo camino central estaba alfombrado de césped. La alameda, zigzagueando a su antojo, atravesaba un espesa maleza. A Linley le daba igual coger uno u otro sendero, así que se metió por entre los matorrales, simplemente porque era lo que tenía más cerca.

En algunas partes del camino la luz de la luna se colaba a través de unos pocos espacios abiertos entre el verde. Pero la mayor parte del camino, Linley anduvo en la más absoluta oscuridad. No sabía qué distancia había recorrido, cuando delante suyo, muy cerca, oyó que la hojarasca crujía levemente. Como la suave brisa había dejado de soplar hacía rato, Linley dedujo que la causa del ruido tenía que ser necesariamente alguna criatura nocturna capaz de volar o arrastrarse. Miró hacia arriba, y vio la luna brillando.

En ese mismo instante se dio cuenta de que aparecía una figura entre los matorrales. Se fue acercando a Linley. La luna la iluminaba. Cuando estuvo un poco más cerca, advirtió que tenía cuerpo de mujer. ¿Sería una de las criadas, apresurándose a regresar a casa después de haber ido a encontrarse con su amante? En la negrura en que se hallaba, y vestido con su oscuro traje de noche, se hallaba perfectamente oculto. ¿Qué podía hacer para que la mujer no se asustase? ¿Era mejor llamarla, o dejar que se le acercara en medio de aquella oscuridad? Decidió que lo mejor era llamarla.

–¿Quién anda por aquí a estas horas?

Se oyó un grito. La asustada figura se quedó quieta durante un instante, y luego dio media vuelta como si quisiera escapar corriendo. Pero permaneció inmóvil.

–No se asuste -dijo él-. Seguramente reconocerá usted mi voz.

Caminando bajo la luz de la luna, Linley se acercó hasta la silueta inmóvil. Era Sydney Westerfield.

–¡Es usted! – exclamó él.

Ella se puso a temblar. Una serie de palabras entrecortadas e ininteligibles fueron su única respuesta.

–El jardín estaba tan tranquilo y tan bonito. Pensé que no hacía ningún daño a nadie… por favor, déjeme volver, tengo miedo de que me cierren la puerta.

Sydney intentó pasar.

–¡Mi pobrecita niña! – dijo él-, ¿de qué tiene miedo? No es usted la única: también yo he tenido la tentación de salir a dar un paseo: hace una noche encantadora. Cójase de mi brazo. Aquí, entre los árboles, ¡hay tan poco aire! En cuanto lleguemos de nuevo al jardín ya verá como respira mejor.

Ella se cogió de su brazo. Linley sentía sobre su propio brazo los latidos del corazón de la muchacha. En silencio, caminando suavemente, la sacó de los matorrales y la llevó de nuevo al jardín. Por todos lados había sillas. Linley le propuso a Syd que se sentara a descansar un rato.

–Tengo miedo de que me dejen fuera -repitió ella-. Por favor, permítame volver.

Él accedió a sus deseos inmediatamente.

–Tiene que dejar que la acompañe -le explicó-. En casa ya están todos durmiendo. ¡No!, no tenga miedo. Tengo la llave de la puerta. La abriré y podrá entrar usted sola.

Ella le dedicó una mirada de agradecimiento.

–Qué bien que ya no esté usted enfadado conmigo, señor Linley -le dijo-. Vuelve a ser tan amable como siempre.

Subieron por las escaleras que llegaban hasta la puerta. Linley sacó la llave de su bolsillo y la hizo girar perfectamente dentro del cerrojo. Pero cuando fue a abrir la puerta, ésta no cedió. Empujó con todo su cuerpo, pero la puerta no se movió de sitio.

¿Era posible que al terminar la fiesta algún criado se hubiese quedado despierto hasta más tarde de lo habitual y, sin darse cuenta de que el señor Linley había salido al jardín, hubiese echado todos los cerrojos por dentro? Pues exactamente eso era lo que había ocurrido.

No había otra alternativa que rendirse a las circunstancias. Linley bajó de nuevo las escaleras, y le dijo a Sydney:

–Nos han cerrado la puerta.

Sydney le escuchó en silencio. Estaba consternada. Él, sin embargo, pareció tomarse con buena filosofía el asunto de su compartido infortunio.

–No es tan terrible -le explicó a Syd-. Los criados abrirán sus dependencias entre las seis y las siete. La temperatura es muy agradable, y en la glorieta del Jardín Francés, si no recuerdo mal, hay un sofá. Puede sentarse a descansar. Seguro que está cansada. Déjeme que la acompañe hasta allí.

Ella se alejó unos pasos y miró hacia la casa.

–¿No podríamos llamarles? – preguntó Syd.

–No nos oirían. Y además… -Linley estaba a punto de recordarle a Syd la malvada interpretación que podría hacerse del hecho de que aparecieran los dos juntos regresando del jardín a esas horas de la madrugada. Pero el aspecto cándido de ella hizo que Linley optara por no decir nada. Solamente añadió:

–Se olvida de que en nuestro viejo castillo todos los dormitorios están en el piso superior. Y no hay ninguna aldaba ni campanilla que pueda ser oída desde arriba. Venga a la glorieta. Dentro de una hora o dos amanecerá.

Ella se cogió de su brazo en silencio. Llegaron al Jardín Francés sin haberse dirigido la palabra en todo el camino.

La glorieta había sido diseñada según los gustos franceses del siglo anterior o, lo que es lo mismo, siguiendo los cánones clásicos. Era una simple copia de madera del Templo de Vesta en Roma. Linley le abrió la puerta a su Syd, y se quedó dudando en el umbral. Cualquier muchacha que hubiese sido criada por una madre cuidadosa habría comprendido, e incluso agradecido, las dudas de su acompañante. Y si en algún momento se hubiese sentido avergonzada, lo habría ocultado y le habría pedido a su acompañante que no regresara hasta el amanecer. En la ingenuidad y la pureza de la muchacha que había sido maltratada por su tía y, peor aún, por su madre, Sydney, incapaz de ver el peligro, hizo una pregunta que a cualquier persona que no conociese su vida le habría parecido cuando menos imprudente.

–¿Va a dejarme aquí sola? ¿Por qué no entra?

Linley pensó en su visita al colegio, y recordó a su detestable dueña. No culpó a Sydney por sus palabras: sólo sintió pena. Ella sujetó la puerta para que no se cerrara. Linley entró en la casa de verano. Se sentía muy seguro de sí mismo.

Como muestra de respeto, Sydney le ofreció el sofá al señor Linley. Era el único asiento cómodo que había en toda la glorieta. Él, después de insistir en que debía ser ella quien se sentara, buscó por toda la casa y encontró un taburete de madera. En la pequeña habitación circular entraba muy poca luz, y ellos dos estaban muy cerca, en silencio. Sydney estalló súbitamente en una risita nerviosa.

–¿De qué se ríe? – le preguntó Linley, contagiándose del buen humor de Sydney.

–Parece tan extraño, señor Linley, que estemos aquí fuera los dos solos.

En el instante mismo en que pronunció esas palabras, desapareció la expresión de alegría de su cara. La puerta de la glorieta estaba abierta; Syd quedó sobrecogida por el triste silencio de la noche.

–¿Qué habría hecho yo, si me hubiese quedado sola fuera? – se preguntó en voz alta. Luego miró tímidamente al señor Linley-. Ojalá supiera como devolverle su amabilidad -Syd no dijo todo lo que estaba pensando.

No obstante, Linley se dio cuenta enseguida de que Sydney escondía algo. Si en algún rasgo se parecen todos los hombres es en que no pueden ver llorar a una mujer. Linley adoptó una actitud paternal con la institutriz; le ofreció una sonrisa, le dio un golpecito en el hombro, y le dijo con tono optimista:

–Tú eres mi pequeña institutriz. Y eres una buena persona. No me cuesta ningún esfuerzo ser amable contigo. Así que no tiene ningún mérito en absoluto.

Linley le acercó su mano. Syd sintió un impulso, puro, limpio, e irrefrenable, y no pudo resistirse a él. Se inclinó y, en un gesto que en principio pareció de simple agradecimiento, besó la mano de Linley. El apartó la mano de los labios de Sydney, como quien la aparta del mismísimo fuego del infierno.

–¡Oh, espero no haber hecho mal! – dijo ella.

–No, querida.

El señor Linley se sentía avergonzado. De repente, se dio cuenta de que no había sido capaz de cumplir sus autoproclamadas intenciones de reprimirse de toda actuación como aquella. En ese instante, la vergüenza se convirtió en miedo. Sydney no era consciente de esta situación. Él apartó su taburete un poco, tratando de establecer una mayor distancia entre los dos. El mal momento elegido por Linley para esa separación no hizo sino asustar a la muchacha. Y humillarla. Sydney le interpretó mal: pensó que la intención del señor Linley no era otra que recordarle que todavía había clases sociales. ¿Qué clase de institutriz se habría tomado esas libertades con su amo?, pensó la muchacha, sintiéndose tremendamente avergonzada. Syd se puso a llorar; se levantó de su sillón, y salió corriendo de la glorieta.

Linley fue tras ella.

La encontró reclinada en el pedestal de una de las estatuas del jardín. Se acercó. Sydney temblaba y jadeaba como una criatura asustada. Hasta el más insensible de los hombres se habría conmovido ante esa imagen.

¡Sydney! – le dijo-. ¡Mi pequeña Sydney!

Ella intentó decirle algo, pero le fallaron las fuerzas, le traicionó la voz. Solamente pudo alzar la mano, en un vano intento de sujetarse al ancho pedestal. Un instante antes de caerse al suelo, Linley la cogió en sus brazos. La institutriz apoyó lánguidamente la nuca sobre el pecho de su patrón. La deliciosa luz de la luna se reflejaba en el rostro atormentado de Syd. Linley era una persona honrada, pero sintió que ya se había reprimido demasiadas veces. Sintió que era humano. Sintió que era un hombre. Y en un momento de locura, lo hizo. La besó apasionadamente. Era la primera vez que los virginales labios de Sydney sentían la calidez de los labios de un hombre. De repente, la ingenuidad, la maravilla, el misterio, el asombro, los que habían sido sus sentimientos hacia el señor Linley hasta entonces, se transformaron. En el momento supremo de ese beso, el amor alzó su velo, y la naturaleza reveló todos sus secretos. Syd se abrazó al cuello de Linley; emitió un leve suspiro de placer, y le devolvió el beso.

–Sydney -susurró él-. Te quiero.

Ella le escuchó embelesada, en silencio. Su respuesta la dio en el beso de retorno.

Fue la casualidad quien los rescató de ese momento crítico de sus vidas; una de esas pequeñas casualidades que ocurren todos los días. Mientras Sydney lo abrazaba, el muelle de su brazalete cedió. La resplandeciente joya cayó sobre la hierba, junto a los pies de Sydney. Él no se dio cuenta, pero ella sí. Y en ese mismo instante recordó a la señora Linley.

Se quedó pálida, helada. Sintió miedo, y se apartó inmediatamente de él, sumida en un silencio mortal.

También él estaba aterrado. Nervioso, con voz temblorosa, le preguntó:

–¿Te encuentras mal?

–No, mal no. Impúdica y pecaminosa, sí -respondió ella, mientras señalaba el brazalete en el suelo-. Recógelo tú. Yo no me atrevo ni a tocarlo. Mira lo que pone dentro.

Él recordó la inscripción: "Para Sydney Westerfield. Con el cariño de Catherine Linley". El señor Linley bajó la cabeza. Entendía muy bien lo que ella quería decir.

–Me desprecias -le dijo a Sydney-, y me lo merezco.

–No. Me desprecio a mí misma. He vivido entre gente malvada, y he terminado siendo tan malvada como ellos.

Sydney suspiró profundamente y se alejó unos pasos. ¡Kitty!, dijo para sí, ¡La pobrecita Kitty!

Linley se acercó a ella.

–¿Por qué piensas en la niña ahora? – preguntó.

Ella no se dio la vuelta; ni siquiera se detuvo. Había perdido toda confianza en sí misma. Y comenzaba a tenerle miedo a Linley.

–Solamente hay una manera de arreglar esto -dijo ella-. Que no nos veamos nunca más. Tengo que irme de aquí. Tengo que despedirme de Kitty. Tengo un destino. Ayúdame a cumplirlo. Ayúdame a marcharme.

Lejos de ponerle las cosas más fáciles a Syd, Linley se mostró poco o nada arrepentido de lo que había sucedido.

–¿Dónde estarás mejor que en esta casa? – preguntó.

–Lejos de Inglaterra. Cuanto más lejos estemos el uno del otro, mejor para los dos. Por tu propio bien, ayúdame. Haz que me envíen con los otros emigrantes al Oeste, al Nuevo Mundo. Ofréceme un horizonte, que no sea el de la vergüenza y la desesperación. Ayúdame a hacer algo bueno, algo con lo que no haga daño a nadie. Quién sabe, quizás en América pueda encontrar a mi pobre hermano. ¡Deja que me vaya, por favor! ¡Deja que me vaya!

Sydney parecía determinada a marcharse de Mount Morven. Linley subió las escaleras. Se acercó a Sydney.

–No me atrevo a decirte que te equivocas -dijo él, ruborizándose-. Sólo te pido que no hables más del futuro hasta que estemos los dos más calmados.

Le señaló la glorieta.

–Entra, estás muy cansada, pobrecita mía. Reponte un poco mientras yo intento pensar en algo.

Linley la dejó dentro y anduvo y desanduvo la alameda del jardín una y otra vez. Lejos de la presencia de Sydney, de la enloquecedora fascinación que sentía por ella, poco a poco fueron retornando a su mente la lucidez y la prudencia. Evitó pensar en ella con ternura.

Ya no se veía la luz de la luna. El cielo, sin estrellas, calinoso, esparcía su majestuosa oscuridad sobre la tierra. Linley miró asustado hacia el cielo del este. Tenía que tomar una decisión. La oscuridad le arredró, quizás porque en ella habitaba la sombra de su propia culpa. El indefinido color grisáceo del amanecer se hizo dueño y señor del cielo, y él se sintió más aliviado. Con el primer rayo de sol regresó a la glorieta.

–¿Te molesto? – le preguntó a Sydney, mientras esperaba fuera en la puerta.

–No.

–¿Podrías salir? Quiero hablar contigo.

Ella apareció en la puerta y aguardó a que él dijera lo que tuviera que decir.

–Debo pedirte que sacrifiques tus sentimientos -comenzó-. Recuerdas anoche, en el salón, cuando me alejé de ti, y mi extraño comportamiento te hizo temer que me hubieras ofendido… yo no podía dejar de pensar en todo lo que le debo a mi esposa. He estado pensando en ella. Creo que es una buena mujer, y debemos ocultarle lo que ha pasado. Ella está muy ocupada atendiendo a los huéspedes, y no creo que sea el momento. Dentro de una semana ya no quedará ningún invitado en la casa. Hasta entonces, ¿crees que podrás guardar las apariencias? ¿Te quedarás aquí con nosotros como de costumbre, hasta que tengamos la oportunidad de quedarnos solos?

–Así será, señor Linley. Sólo le pido un favor. Mi peor enemigo es mi propio corazón, miserable y perverso. ¿Oh, es que no lo entiende? ¡Me avergüenzo de mirarle!

A él le bastó con escuchar su corazón para conocer el significado de esas palabras.

–No digas más -respondió con tristeza-. Nos mantendremos tan alejados como nos sea posible.

Ella se estremeció ante esa franca constatación de que estaban unidos así en el amor como en la culpa. Se escapó corriendo de él para refugiarse en la casa de verano. No se dijeron una sola palabra hasta que la quietud de la mañana fue rota por el sonido de puertas desatrancándose, y el primer humo salió de la chimenea de la cocina. Entonces, él regresó y habló con ella.

–Ya puedes volver a la casa -dijo-. Sube por las escaleras de delante; es temprano, no te encontrarás con ningún criado. Pero si te vieran, llevas puesta la capa. Creerán que has salido a dar un paseo al jardín más temprano que de costumbre. Cuando pases al lado de la puerta del piso de arriba, abre los pestillos sin hacer ruido, para que yo pueda entrar.

Ella bajó la cabeza en silencio. Él se la quedó mirando mientras se alejaba por el césped, sabiendo que la admiraba, sabiendo más de lo que se atrevía a confesarse a sí mismo. Cuando Sydney desapareció de su vista, Linley se dio la vuelta y fue a esperar al mismo lugar donde ella había estado esperando. El sentido del deber hacia su esposa le pesaba sobre el pensamiento como una penitencia. Todavía guardaba vivamente en la memoria el beso de la fatalidad. ¡Soy un canalla!, se dijo a sí mismo, allí de pie, en la casa de verano, solo, mirando a la silla en la que ella ya no estaba.

CAPÍTULO X

EL CUMPLEAÑOS DE KITTY

Por más que cuente con las inestimables ventajas que le proporciona la experiencia de toda una vida, no hay anciana, por sabia que sea, que no tenga que someterse inevitablemente a las leyes de la naturaleza. A primera hora de la mañana, cuando el sueño es más poderoso que en ningún otro momento de la noche, la señora Presty se quedó dormida como un tronco.

Sydney subió las escaleras y entró en su habitación sin que nadie la viera.

Media hora después, Linley abría la puerta de su gabinete. Su esposa todavía estaba durmiendo.

Su suegra se despertó dos horas más tarde, y cuando miró el reloj se dio cuenta de que había perdido su ocasión. En circunstancias similares, cualquier otra dama se hubiese sentido abatida. Pero ella continuó creyendo en sus sospechas, incluso con más devoción que antes.

Se oyó la campanilla que marcaba la hora del desayuno. Al salir al pasillo, Sydney se encontró con la señora Presty, quien al parecer la estaba esperando para darle los buenos días.

–Me pregunto qué ha estado usted haciendo toda la noche, porque en su habitación no ha dormido -le soltó la anciana, con un tono tan cariñoso como envenenado-. ¡Ah, y no me lo niegue, porque se dejó la puerta abierta y miré dentro!

–¿Y por qué lo hizo, señora Presty?

–Jovencita, es evidente que estaba preocupada por usted. Y todavía lo estoy. ¿Estaba dentro, o fuera de la casa?

–Estaba admirando la luna.

–¿Admirando la luna?

–¡Sí, admirando la luna!

–Sola, por supuesto -sugirió la señora Presty.

Sydney se amparó en un subterfugio.

–¿Por qué habría usted de dudarlo?

La señora Presty no malgastó más tiempo en interrogarla. Se acordó, con placer, de las sabias palabras que le había dicho a su hija el día en que Sydney había llegado a Mount Morven: "¡Quién sabe las cosas que habrá visto, las veces que se habrá visto obligada a mentir!" En ese momento la señora Presty, sintiéndose más vanidosa que nunca, tomó a Sydney del brazo y, con una actitud maternal, como tratando de inspirarle confianza, la llevó abajo a desayunar. Al pie de las escaleras se encontraron con el señor Linley. Su suegra miró disimuladamente a Sydney, y después le dio cordialmente la mano a su yerno.

–¡Mi querido Herbert, qué pálido te encuentro! ¡Ese horrible hábito de fumar! Parece como si hubieses estado despierto toda la noche.

Esa mañana, la señora Linley hizo su acostumbrada visita a la sala de estudios.

Estaba agotada de atender a los huéspedes, así que durante el desayuno estuvo poco atenta. Lo único que le llamó la atención fue la ruidosa alegría exhibida por su marido. Si Linley era un hombre demasiado honesto como para manejar astutamente algún tipo de engaño, ¿por qué habría sobreactuado su papel de hombre que está perfectamente tranquilo? Su esposa, mujer confiada como pocas, estaba sencillamente sorprendida. "Le divierte todo esto de la vida social", pensó, "Herbert será joven toda la vida."

La señora Linley, todavía de muy buen humor por sus exitosos esfuerzos para entretener a sus amigos, abrió la puerta de la sala de estudios con mucho dinamismo.

–¿Cómo van esas lecciones? – pero sus palabras se detuvieron al instante-. ¡Kitty! – exclamó-. ¿Estás llorando?

La chiquilla corrió hacia su madre con los ojos llenos de lágrimas.

–¡Mira a Syd! Está enfadada, y llorando. No quiere hablar conmigo. Ves a buscar al médico, mamá.

–Pesada, no quiero ningún médico. No estoy enferma.

–Lo ves, mamá; antes nunca me había reñido así.

En otras palabras, la situación que se había creado en la sala de estudios suponía un cambio completo respecto al orden habitual. Sydney, que siempre era tan paciente, había perdido la calma; Sydney, que siempre era tan amable, estaba hablándole groseramente a la pequeña amiga a la que tanto quería. La señora Linley cogió una silla, se acercó a la institutriz y le tomó la mano. La muchacha, alterada de un modo ciertamente extraño, apartó la mano violentamente y estalló en un terrible llanto. Asombrada y asustada, Kitty siguió el ejemplo de su maestra (lo mejor que pudo para su edad). La señora Linley sentó a su hija sobre sus rodillas y le dio tiempo a Sydney para que se calmara. A pesar de que la señora Linley sólo pudo tomarle la mano a Sydney durante un breve instante, no le pareció que tuviese fiebre. Tampoco la cara parecía arderle. Así que pensó que lo más probable era que estuviese nerviosa por alguna causa y su llanto no fuera otra cosa que un intento histérico de aliviarse.

–Me temo, querida, que has pasado una mala noche -dijo la señora Linley.

–¿Mala? Peor que mala.

Sydney se detuvo. Miró aterrorizada a la buena de su señora y amiga. Confundida, hizo un esfuerzo para quitarle importancia a lo que acababa de decir. Con toda la sensibilidad, amabilidad y confianza del mundo, la señora Linley le explicó que lo único que necesitaba era reposo y silencio.

–Te voy a llevar a mi habitación -propuso-. Haremos que pongan el sofá en el balcón, y enseguida te quedarás dormida con el delicioso aire cálido de afuera. Kitty, puedes guardar tus libros. Hoy tienes fiesta. Ven conmigo, te voy a llevar al salón a que te mimen un poco las señoras.

Ni la institutriz ni la alumna fueron capaces de rechazar un ofrecimiento tan amable y sincero. Sydney, que todavía se sentía extraña y confusa, se excusó trivialmente y pidió permiso para salir a pasear por el parque. Cuando Kitty lo oyó, dijo que ella iba adonde fuera su institutriz. La señora Linley pasó sus dedos por el pelo de su hija, y dijo juguetonamente:

–Creo que estoy un poco celosa -para sorpresa de la señora Linley, Sydney la miró como si esas palabras se las hubiese dicho a ella. La señora Linley añadió:

–No tienes que querer más a tu institutriz que a tu madre -besó a la niña y, al ponerse de pie para marcharse, se dio cuenta de que Sydney se había ido al otro extremo de la habitación, junto al piano. La niña cogió una partitura y se tapó la cara. La señora Linley, que era una persona que no solía desconfiar de nadie, y menos de una persona que le interesara, salió de la habitación con la vaga sensación de que algo iba mal, y con la convicción de que debía pedirle consejo a su marido.

Al oír que la puerta se cerraba, Sydney miró a su alrededor. Ella y Kitty estaban de nuevo solas. La niña empezó a guardar sus libros, sin mostrar ninguna alegría ante la perspectiva de un día sin clase.

Sydney la cogió cariñosamente en brazos.

–¿Te quedarías muy triste si un día me viese obligada a marcharme? – en cuanto Kitty imaginó esa posibilidad, el color de su cara se desvaneció, y pereció atemorizada.

–¡Bueno, bueno!, ¡no ves que sólo estoy bromeando! – dijo Sydney, asustada ante el efecto que había producido su comentario acerca de una inminente separación-. Ven conmigo, cariño; iremos a pasear juntas por el parque.

La cara de Kitty se iluminó al instante. Y propuso que fueran más allá del parque, hasta la dehesa, para dar de comer a las vacas. Sydney enseguida estuvo de acuerdo. Cualquier entretenimiento que hiciera que la niña no estuviera tan pendiente de ella, era bienvenido.

Después de permanecer una hora en el parque, cuando regresaban a casa a través de una arboleda, la compañera de Sydney, que iba corriendo delante de ella, exclamó:

–¡Ahí está papá!

–Su primer impulso fue intentar retroceder hasta un árbol, con la esperanza de que el padre de Kitty no la viera. El señor Linley le pidió a Kitty que fuera a buscar un ramillete de margaritas, y se acercó a Sydney, que se había quedado inmóvil bajo los árboles.

–He estado buscándote por todas partes -le dijo-. Mi esposa…

Sydney le interrumpió:

–¡Lo ha descubierto!

–No tienes que preocuparte por nada -replicó él-. Catherine es demasiado buena y honrada como para sospechar de nosotros. Simplemente ha visto un cambio en ti que no comprende; me ha preguntado si yo también me había dado cuenta, y eso es todo. Pero su madre, es más astuta que el mismísimo diablo. Así que tienes que intentar dominarte.

Le hablaba en un tono tan severo que Sydney se asustó.

–¿Estás enfadado conmigo? – preguntó.

–¡Enfadado! Enfadarse contigo es sencillamente imposible.

–Quizás lo mejor para los dos sería que te enfadaras conmigo. Intentaré dominarme. ¡Oh, si supieras cómo sufro cuando la señora Linley se muestra amable conmigo!

El intentó hacerle ver que, mientras los invitados permanecieran en la casa, los dos corrían un serio peligro.

–Dentro de unos días, Sydney, ya nada nos obligará a continuar esta farsa. Hasta que llegue ese momento recuerda que la señora Presty sospecha de nosotros.

Antes de que pudieran añadir nada más, Kitty vino corriendo hacia ellos con las manos rebosantes de margaritas.

–Aquí tienes tu ramillete, papá. No; no quiero que me des las gracias. Quiero que me digas qué regalo me vas a hacer -su padre estaba preocupado por otras cosas. Miró a su hija con expresión ausente. La niña, herida en su orgullo, recurrió a su institutriz.

–¿Puedes creerlo? – le preguntó-. ¡Papá se ha olvidado de que el próximo jueves es mi cumpleaños!

–Tienes razón, Kitty. Y me merezco un castigo por haberme olvidado. ¿Qué regalo quieres?

–Quiero un cochecito para muñecas.

–¡Vaya! En mis tiempos nos conformábamos con una muñeca.

Se dieron la vuelta los tres. Otra persona se había unido a la conversación. Y por su voz, nadie tuvo la menor duda de que esa cuarta persona era la señora Presty. La anciana salió de entre los árboles, como si hubiera estado dando un paseo por el parque. ¿Habría oído la conversación que Linley y la institutriz habían mantenido mientras Kitty estaba cogiendo margaritas?

–¡Qué cuadro tan familiar! – resaltó la vieja y astuta dama-. Papá con un ramo de flores en la mano, como si fuera una imagen de un santo. La niña mimada de papá siempre pidiendo algo, y siempre consiguiéndolo. Y la institutriz de papá, tan dulce, joven y hermosa, que hasta yo me enamoraría de ella, si tuviera la suerte de ser un hombre. Sin duda te habrás dado cuenta, Herbert… ¿Ha sonado la campanilla, verdad? ¿Vamos a comer? Como te iba diciendo, Herbert, sin duda te habrás dado cuenta de que Catherine y la señorita Westerfield tienen un estilo ciertamente antagónico. Un contraste sin duda hechizador, pero también enorme. Me pregunto si alguna de las dos siente envidia por la figura de la otra. ¿Crees que alguna vez mi hija desearía ser la señorita Westerfield? ¿Y usted, cariño? ¿No ha deseado nunca ser como la señora Linley?

–Ya que estamos en ello, déjeme hacer una tercera pregunta -intervino el señor Linley-. ¿Alguna vez se ha dado usted cuenta de las tonterías que puede llegar a decir, señora Presty?

Con esa indelicada respuesta, Linley mostró su enfado. Pero Sydney se tomó el insulto de un modo muy distinto. Nunca se había sentido tan segura de sí misma como en ese instante. Ignoró a la irónica señora Presty con una actitud que ya la habría querido para sí la propia señora Presty.

–¿Y qué mujer no querría ser tan hermosa como la señora Linley, y tan buena?

–Gracias, querida, por piropear a mi hija de ese modo. Un piropo sincero, de eso no hay duda. Y nos viene muy bien -continuó la señora Presty- después de la salida de tono de mi yerno. Mi pobrecito Herbert, ¿cuando entenderás que yo no digo las cosas con mala intención? Lo que sucede es que soy una persona que se toma la vida con filosofía. Y procuro dejarme llevar siempre por ese maravilloso espíritu. Señorita Westerfield, créame si le digo que yo no sé lo que es estar preocupada. A mí los problemas, la muerte de algún pariente y esa clase de cosas, parecen no afectarme en absoluto. El pobre señor Norman solía atribuirlo al excelente funcionamiento de mi digestión. A mi segundo marido esa explicación siempre le pareció del todo absurda. Su alto ideal de las mujeres le impedía hacer cualquier alusión como ésa a sus estómagos. Solía decir palabras muy bellas (citando a algún poeta) acerca del resplandor de mi pecho. Quizás un poco abstractas, eso sí -dijo la señora Presty, mirando modestamente el paisaje natural que asomaba por debajo de su cuello-, pero un regalo para mis oídos. Yo diría que ha sonado otra vez la campanilla para el almuerzo. Iré delante y les diré que no vais a tardar mucho. A algunas personas les gusta comer a la hora. Yo misma, por ejemplo, si queréis que os diga la verdad, no soporto que me toque la cola del abajo del pescado. ¡Au revoir! ¿Se acuerda, señorita Westerfield, de cuando le pedí que dijera au revoir para ver cómo pronunciaba usted el francés? Entonces no le di mucha importancia a su acento. ¡Ay, pobre de mí, si le hubiese dado más importancia a su acento!

Kitty, miró a su opulenta abuela con respeto, admiración e ingenuidad. Tiró de la cola del abrigo de su padre, y le dijo seriamente al oído:

–¡Oh, papá, qué hermosas palabras dice la abuela!

CAPÍTULO XI

LINLEY HACE VALER SU

AUTORIDAD

Al cabo de una semana, cuando el lunes por la tarde el último de los invitados salió de Mount Morven, la señora Linley se dejó caer sobre una silla (en "la paz celestial del salón desértico", como Randal lo describió) y admitió que el esfuerzo por atender a los huéspedes la había dejado completamente extenuada.

–Parece absurdo que a mi edad -dijo con una sonrisa lánguida- me pasen estas cosas. Pero lo cierto es que estoy tan cansada que hoy voy a acostarme antes de que se haga de noche. Como cuando era una niña.

La señora Presty estaba sentada en silencio, en un rincón, alejada de todos. Desde allí observaba con una mirada maliciosa a la institutriz. Se acercó a su hija rápidamente. Parecía tener algo muy importante que decirle. Y Linley no tenía la menor duda de lo que era.

–¿Puedes hacerme un favor, Catherine? – comenzó la señora Presty-. ¿Podemos ir a tu habitación para hablar?

–¡Por favor, mamá, ten un poco de piedad de mí, y déjalo para mañana!

La señora Presty aceptó a regañadientes el contratiempo, pero no sin poner una condición.

–Doy por sentado -estipuló la anciana- que lo primero que harás mañana por la mañana será hablar conmigo.

La señora Linley estaba dispuesta a aceptar esa condición y cualquier otra que le garantizara una noche de reposo ininterrumpido. Se acercó a su marido, que estaba al otro lado de la habitación, y se agarró a su brazo.

–Estoy tan cansada, Herbert, y nuestras escaleras son tan empinadas, que no creo que pueda subirlas sin tu ayuda.

Mientras subían juntos, Linley supo que su esposa tenía sus razones para irse del salón.

–Estoy cansada y quisiera irme a la cama -le explicó-, pero antes me gustaría hablar contigo acerca de la señorita Westerfield. No, no hace falta que nos detengamos aquí, en el rellano. ¿Sabes? creo que ya sé porqué nuestra pequeña institutriz está tan nerviosa. Herbert, pareces asustado.

–No.

–Yo misma estoy sorprendida -continuó la señora Linley- de lo estúpida que soy por no haberme dado cuenta antes. Tenemos que ser más cariñosos que nunca con esa pobre niña. ¿No adivinas por qué? ¡Mi cielo, qué tonto eres! ¿No te has enterado de que entre nuestros invitados había dos hombres solteros? Uno de ellos es viejo y queda descartado. Pero el otro, me refiero a Sir George, por supuesto, es joven, guapo y simpático. ¡Cómo lo siento por ella, Herbert! Pero estoy casi segura de que se ha enamorado de él. Aunque ya sabrás que Sir George ha dilapidado toda su fortuna, y dudo que quiera casarse algún día si no es por dinero. Tengo que hablar con Sydney mañana mismo. Confío en poder ganarme su confianza. ¡Gracias a Dios, por fin hemos llegado a la puerta! Por ahora no puedo decirte nada más. Estoy muerta. Buenas noches, cariño. Tú también pareces cansado. Ya sé que es agradable tener amigos, ¡pero qué aliviada me siento después de haberme deshecho de ellos!

Le besó, y lo dejó marchar.

Cuando Linley se quedó solo se puso a pensar en el ingenuo error de su esposa y en el terrible esclarecimiento que la aguardaba. Sintió que desfallecía; se apoyó en la barandilla fantásticamente cincelada que protegía el lado exterior del rellano, y miró abajo a lo lejos, al vestíbulo de piedra. Por un momento, Herbert deseó que la vieja obra de carpintería cediera bajo su peso. De ese modo en cuestión de segundos, sus problemas habrían terminado para siempre.

El recuerdo oportuno de Sydney hizo que volviera en sí. Por el amor que sentía hacia ella estaba decidido a evitar que la señora Presty se encontrara con su esposa la mañana siguiente.

Al bajar las escaleras se encontró con su hermano en el pasillo del primer piso.

–Precisamente quería hablar contigo -dijo Randal-. Dime una cosa, Herbert, ¿qué le pasa a la vieja, que está tan extraña?

–¿Te refieres a la señora Presty?

–Sí. Justo ahora me estaba contando que nuestra amiga, la señora MacEdwin, se ha encaprichado con la señorita Westerfield, y que nada le agradaría más que privarnos de nuestra hermosa institutriz.

–¿La señora Presty ha dicho eso delante de la señorita Westerfield?

–No. Me lo ha dicho poco después de que tú y Catherine salierais de la habitación. La señorita Westerfield también se había ido. Es probable que me equivoque, ya que no he tenido mucho tiempo para pensarlo, pero por la actitud de la señora Presty, yo diría que a la vieja le gustaría echar a la pobre muchacha de esta casa.

–No te preocupes, Randal, mañana hablaré con ella de este tema.

–Sí.

–¿Te ha dicho alguna otra cosa?

–No se lo he permitido. La señora Presty no me cae bien. Herbert, pareces cansado, preocupado. ¿Ha ocurrido algo?

–Si ha ocurrido no te preocupes, ya te enterarás mañana.

Y con esas palabras se fueron cada uno por su lado.

Cómodamente sentada en el salón, la señora Presty acababa de abrir su periódico preferido. El negro perro de aguas de Linley descansaba a sus pies. Era su única compañía. Cuando la puerta se abrió, el perro se levantó, fue a hacerle arrumacos a su dueño y le miró a la cara. Si la señora Presty hubiese prestado atención a esa escena tal vez habría visto, en el retraimiento repentino y silencioso de la leal criatura, una señal del humor con el que venía su yerno. Pero la anciana estaba interesada en su lectura, o al menos eso fue lo que quiso aparentar. En un acto deliberado, hizo como si no viera que Linley acababa de entrar. Después de esperar un poco, Linley le quitó suavemente el periódico de las manos.

–¿Qué significa esto? – preguntó la señora Presty.

–Significa, señora, que tengo que decirle algo.

–Por lo que parece, algo que no puede decirse de un modo civilizado. Puedes ser todo lo maleducado que quieras. Ya empiezo a estar acostumbrada.

Linley, inteligentemente, vio que lo mejor era no hacer caso de ese comentario.

–Desde que vive usted en Mount Morven -continuó-, creo que siempre ha encontrado en mí a un hombre con el que en general resulta fácil llevarse bien. Pero no olvide usted que soy quien manda en esta casa.

La señora Presty cruzó plácidamente las manos sobre su regazo, y preguntó:

–¿Manda a quién?

–Mando sobre sus sospechas respecto a la señorita Westerfield. Por supuesto que es usted libre de pensar lo que quiera de ella y de mí. Lo que le estoy prohibiendo es que exprese sus pensamientos, ya sean insinuaciones hechas a mi hermano, o afirmaciones dirigidas a mi esposa. No crea usted que a mí me da miedo la verdad. La señora Linley sabrá más de lo que usted piensa, y lo sabrá mañana mismo. Pero no será usted quien se lo cuente, sino yo.

La señora Presty movió la cabeza en un gesto de compasión.

–Querido, me conoces lo suficiente como para saber que no te vas a deshacer de mí tan fácilmente. ¿O tengo que recordarte que la madre de tu esposa "es más astuta que el mismísimo diablo"?

Linley reconoció sus propias palabras.

–¡Así que estaba usted detrás de los árboles, escuchándonos!

–Sí, y de lo único que me arrepiento es de no haber escuchado más. Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Creo que como madre mi deber es apartar a mi hija mancillada de tus manos. No están limpias, señor Linley. Tengo un deber que cumplir, y lo haré mañana.

–No, señora Presty, usted no va a hacer nada mañana.

–¿Y quién me lo va a impedir?

–Yo se lo voy a impedir.

–¿Ah, sí? ¿Y cómo, si puede saberse?

–No tengo por qué responder a esa pregunta. Mis criados recibirán las instrucciones oportunas, y yo me encargaré de supervisarlas personalmente.

–Gracias. Empiezo a entenderlo. Me vas a echar de la casa. Muy bien. Ya veremos qué dice mi hija.

–Señora Presty, usted sabe tan bien como yo que si su hija se ve obligada a elegir entre usted y yo, se quedará con su marido. Tiene usted toda la noche para pensarlo. No tengo nada más que decirle.

Si la señora Presty tenía una virtud, ésa era sin duda la de saber tomar decisiones con rapidez. Antes de que Linley hubiese abierto la puerta para salir, le llamó.

–Siento molestarte de nuevo -dijo la señora Presty-, pero esta noche no tengo ninguna intención de perturbar mi descanso pensando en ti. Lo tengo todo muy claro, y no necesito darle más vueltas. Cuando a un hombre se le olvida cuál es su deber con eI sexo débil, hasta el punto de amenazar a una mujer, a esa mujer no le queda otra alternativa que someterse. Tú sabías que yo lo había arreglado todo para ver a mi hija mañana por la mañana. Sólo me queda rendirme ante la fuerza bruta. Señor Linley, dile a tu esposa que la cita queda cancelada. ¿Estás contento, ahora?

–Bastante -dijo Linley. Y salió de la habitación.

La señora Presty siguió a su yerno con la mirada del juez que acaba de dictar sentencia. Luego, sonrió alegremente.

–¡Menudo idiota!

Pareció como si tras esas dos solitarias palabras hubiese algún significado oculto. Quizás relacionado con lo que tendría que ocurrir a la mañana siguiente. En cualquier caso, la señora Presty sintió que esas dos palabras le producían un cosquilleo justo en la región en que los frenólogos creen que está situada la autoestima.

CAPÍTULO XII

DOS PERSONAS DUERMEN MAL

Kitty estaba esperando a que Sydney entrara en su dormitorio para darle, como era habitual, las buenas noches. Pero a quien vio llegar del pasillo, caminando de puntillas, y con un paquete pequeño de papel en la mano, fue a su abuela. Kitty se quedó muy sorprendida.

–¡Habla en voz baja! – dijo la señora Presty, señalando hacia la puerta que comunicaba con la habitación de la señora Linley-. Aquí tienes tu regalo de cumpleaños. No debes abrirlo hasta mañana por la mañana -puso el paquete debajo de la almohada y, en lugar de darle las buenas noches, cogió una silla y se sentó.

–¿Puedo enseñarle mi regalo a mamá cuando vaya a verla mañana por la mañana?

El regalo que había debajo del envoltorio de papel era un libro de láminas de seis peniques. La abuela de Kitty desaprobaba el despilfarro de dinero en regalos de cumpleaños para niños.

–Claro que puedes enseñárselo. Y cuídalo lo mejor que puedas -respondió con seriedad la señora Presty-. Cariño, ¿y los otros regalos? ¿no los quieres ver también mañana por la mañana?

La señora Presty, a quien todavía le remordían los recuerdos de la conversación con su yerno, tenía sus razones para meterle a la niña esas ideas en la cabeza. Su intención era levantar ciertos obstáculos familiares para evitar que el señor y la señora Linley pudieran encontrarse en privado durante las primeras horas de la mañana. Habitualmente, a la niña se le entregaban los regalos después de la cena. Si esta vez se los daban después del desayuno, habría un período de espera antes de que pudiera producirse ninguna conversación privada entre el señor y la señora Linley. Para ese intervalo la señora Presty tenía preparado un plan para desafiar la autoridad del señor Linley. Para ello solamente tenía que lograr que Catherine se pusiera celosa de una vez por todas.

La pequeña y candorosa Kitty se convirtió al instante en cómplice de su abuela.

–Le voy a preguntar a mamá si me pueden dar mis regalos a la hora del desayuno.

–Y tu mamá, que es tan cariñosa, te dirá que sí -dijo la señora Presty, para redondearlo-. Desayunaremos temprano. Buenas noches, mi cielo.

Al cabo de un rato, cuando Kitty ya estaba medio dormida, su institutriz entró en la habitación, más tarde de lo acostumbrado.

–Creí que te habías olvidado de mí -dijo bostezando y alargando sus bracitos rollizos.

A Sydney se le partió el corazón sólo de pensar que al día siguiente habrían de separarse. Pero se sobrepuso, no sin esfuerzo, a su desesperación.

–Ojalá pudiera olvidarte -le respondió a la niña, sin darse cuenta de lo miserables y temerarias que podían resultar sus palabras.

La niña estaba demasiado adormecida para entender nada.

–¿Qué has dicho? – preguntó. Sydney la rodeó cariñosamente con los brazos, la levantó un poco de la cama y se la comió a besos. Los ojos de Kitty, semicerrados por el sueño, se abrieron de repente.

–¡Qué frías tienes las manos! – dijo-. ¡Y cuántos besos me das! ¿Has venido para decirme buenas noches o para decirme adiós?

Sydney recostó de nuevo a la niña sobre la almohada, le dio un último beso y salió corriendo de la habitación.

Una vez en el pasillo le llegó la voz de Linley desde la planta baja. Le estaba preguntando a uno de los criados si la señorita Westerfield estaba dentro de la casa o en el jardín. El primer impulso de Sydney fue avanzar hacia las escaleras y responder ella misma. Una vez más, el recuerdo de la señora Linley hizo que se reprimiera. Regresó a su dormitorio. Los regalos que había recibido desde su llegada a Mount Morven estaban todos expuestos de modo que cualquiera que hubiese entrado en el dormitorio, mientras ella estaba ausente, los hubiera visto. Encima del sofá estaba el precioso vestido nuevo que se había puesto para la fiesta del atardecer. A ambos lados del vestido había otros regalos más pequeños, todos muy bien ordenados. Luego estaba el brazalete, encima del pedestal de una estatua; y un pedazo de papel en el que Sydney había escrito unas compungidas palabras de despedida para la señora Linley. Sobre el tocador, entre cepillos y peines, asomaban tres fotografías enmarcadas. Sydney se sentó a mirarlas. Lo primero que advirtió fue el parecido que había entre la señora Linley y Kitty.

Se fijó en sus semblantes y se preguntó si tenía ella algún derecho a que esas personas fuesen sus amigas.

No supo qué contestarse. Simplemente dejó caer unas lágrimas sobre las fotografías.

–Ya las he estropeado -pensó-. Eso es lo que hago con todo: estropearlo.

Hizo una pausa, y después cogió la tercera y última fotografía: la de Herbet Linley.

A estas alturas, ¿era pecado el simple hecho de mirar su retrato? Hasta ese momento ni le había pasado por la cabeza, dejar la fotografía ahí. Su decisión osciló entre dos posibilidades: guardarla como recuerdo o hacerla pedazos. Las dos le parecieron igual de miserables. Resignada a la idea de que un sacrificio más ya nasa importaba, cogió el marco de cartón con ambas manos y se dispuso a romperlo. El retrato habría terminado hecho pedazos sobre el suelo, de no ser porque el rostro de Herbert se la quedó mirando. Si hubiese cogido el retrato de Herbert al revés, ahora no estaría mirándole por última vez. Sus ojos se llenaron de deseo. Un frenesí se apoderó de su cuerpo, de su alma. Apretó sus labios sobre la fotografía con la pasión de un amor desesperado.

¿Y qué más da? – se preguntó-. Si yo no soy más que el objeto de su amabilidad; la pobre tonta ignorante que no ha sabido ver la diferencia entre agradecimiento y amor. ¿Qué hay de malo en que esta fotografía me acompañe mientras me muero de hambre por las calles, o en un asilo? El espíritu fogoso que había en ella; en la niña que no había conocido la disciplina cariñosa de una madre; que no había sentido nunca la simpatía de una amiga del alma, se alzó con rebeldía contra el malvado destino que había amargado su vida. Sus ojos reposaban aún en la fotografía.

–¡Acércate a mi corazón, tú que eres mi único amigo. Acércate y mátame! – y con esas indómitas palabras, llena de furia, se metió la fotografía dentro del escote del vestido y se dejó caer en el suelo. Ese acto de rabia, de abandono, en cierto modo era una burla a toda la cándida e infantil desesperación que había sufrido el día en que su madre la había dejado a merced de la crueldad de su tía.

En Mount Morven, esa noche, hubo otra persona que pasó las horas en vigilia, atormentándose en silencio.

Necesitaba estar solo. Iba y venía de un lado a otro de los lúgubres pasillos de piedra de la planta baja de la casa. Linley contaba las horas, reduciendo inexorablemente el tiempo que quedaba hasta la confesión que debía hacerle a su esposa. Todavía no había encontrado el momento de poder decirle a Sydney las únicas palabras de ánimo que se atrevería a decirle. Había preguntado por ella un poco antes del atardecer, pero nadie había sabido decirle dónde estaba.

Como todavía ignoraba que en casa de la señora MacEdwin tenía alguna posibilidad, por escasa que fuera, de hallar refugio, Sydney se ahorró las tortuosas dudas que carcomían a Herbert Linley.

¿Podía la noble dama, a la que ellos habían agraviado, permitir la expiación de su culpa y guardar su miserable secreto? ¿Podían confiar en su alma generosa al menos durante unas horas más? Cuantas más vueltas le daba Linley a estas incertezas, más lejos se hallaba de encontrar una respuesta.

CAPÍTULO XIII

KITTY RECIBE LOS REGALOS

Como era habitual a la hora de desayunar, toda la familia se hallaba reunida en la mesa del comedor.

Kitty, que prefería la sugerencia hecha por la señora Presty en el sentido de acelerar la entrega de sus regalos de cumpleaños, había logrado su propósito metiéndose en la cama de su madre por la mañana y exigiéndole que se lo prometiera antes de levantarse de la cama. Por expreso deseo de la niña, no le habían dicho qué regalos le tenían preparados:

–Escondédmelos -dijo Kitty, cual jovencita epicúrea entregada a las sensaciones del placer-, y esperad a que mi deseo de verlos sea tan fuerte que ya no pueda aguantar más.

Por todo ello, los regalos estaban dispuestos sobre el alféizar de una de las ventanas. El esperado momento había llegado: Kitty ya no podía resistir más.

Se dirigieron en procesión hacia los regalos.

La señora Linley fue la primera en llegar al biombo detrás del cual estaban escondidos los regalos; desapareció detrás de éste, y salió con una fantástica y linda muñeca. La maravillosa criatura llevaba un vestido muy atrevido, a la moda francesa; hacía reverencias con la cabeza; los ojos se le cerraban cuando se la acostaba y se le volvían abrir cuando se la levantaba. También tenía voz y, aunque sólo era capaz de decir dos palabras, éstas eran más preciosas que dos mil en boca de un simple mortal. Kitty dio un grito de alegría, se abrazó a su regalo con tanto fervor que presionó el muelle que hacía hablar a la muñeca, y ésta dijo con voz chirriante:

–¡Mamá! – luego, tras emitir un crujido, se puso a llorar, para terminar añadiendo-: ¡Papá!

Kitty se sentó en el suelo; no podía tenerse en pie.

–Creo que me voy a desmayar -dijo con un semblante bastante serio.

En medio de la risa general, Sydney se acercó silenciosamente a Kitty y dejó a su lado un nuevo juguete: una preciosa y diminuta imitación de un joyero. Luego se alejó rápidamente, con el fin de que la niña no la viera. Sydney tenía la cara pálida, le temblaban las manos, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la compostura. La única que se dio cuenta de todo ello fue la señora Presty.

Kitty estaba tan fascinada con el collar, los brazaletes, el reloj y la cadena de su nueva muñeca, que ni siquiera vio el joyero. Entonces, cuando se daba la vuelta para buscar a su querida Syd, su padre sacó un cochecito para la muñeca tanto o más bonito que la propia muñeca, y Kitty estalló de alegría. A continuación, su tío le dio una sombrilla, destinada a proteger el cutis de la muñeca cuando ésta saliera a pasear. Luego se produjo una pausa. ¿Dónde estaba el generoso regalo de la abuela? Nadie se acordó de él. Tuvo que ser la propia señora Presty quien se acercara hasta un banco de madera que estaba debajo de una ventana, lejos de donde estaban todos reunidos, para traer su inestimable libro de láminas de seis peniques.

–Estoy pensando en quedármelo -le dijo a Kitty- hasta que seas lo bastante mayor para apreciar su valor.

Por ir hasta la ventana, la suegra de Linley había perdido su oportunidad de ver cómo éste había susurrado algo al oído de Sydney.

Nos encontraremos en los matorrales dentro de media hora -dijo. Ella dio un paso atrás, asustada por tal proposición. Cuando la señora Presty estuvo de nuevo en medio de la habitación, Linley y la institutriz ya se habían alejado el uno del otro.

Kitty, ya repuesta, se puso de pie.

Y ahora -declaró la niña mimada, dirigiéndose a los presentes-, voy a jugar.

Puso la muñeca en el cochecito y empezó a pasearla por la habitación, mientras el señor Linley iba apartando todas las sillas del camino. Randal, a su vez, hacía de asistente con la sombrilla abierta, cumpliendo las estrictas órdenes que había recibido en el sentido de hacer ver "que era un día muy soleado". Una vez más el libro de láminas de seis peniques quedó abandonado. La señora Presty lo recogió del suelo, esta vez firmemente decidida a guardarlo hasta que la desagradecida de su nieta alcanzara la edad del libre albedrío. Lo puso en la estantería entre Don Juan de Byron y Vidas de los Santos de Butler. Desde la posición que ocupaba ahora, la señora Presty pudo ver que Linley se acercaba a Sydney:

–Lo que tengo que decirte -susurró-, afecta mucho a tu propio interés.

Si bien no logró enterarse de lo que estaba pasando entre ambos, la señora Presty sí pudo darse cuenta de que su yerno y la institutriz se entendían muy bien, al tiempo que parecían traerse algo entre manos. Miró con cautela a la señora Linley.

Kitty había cambiado de humor. Estaba ansiosa por quitarle la ropa a su espléndida muñeca y volvérsela a poner.

–Ven a ver mi muñeca -le dijo a Sydney-. Quiero que tú también te lo pases muy bien en mi cumpleaños.

Randal aprovechó que se había quedado solo para deshacerse de la sombrilla dejándola encima de una mesa cercana a la puerta.

Desde el otro extremo de la habitación, la señora Presty le hizo señas para que se acercara.

–Quiero que me hagas un favor -empezó. Antes de proseguir observó a Linley, cogió un periódico y pretendió estar pidiéndole a Randal su opinión acerca de una noticia que le había llamado la atención-. Tú hermano nos está mirando -susurró-. No debe sospechar que tú y yo tenemos un secreto.

A Randal le molestaban las excusas falsas.

–¿Qué quiere que haga? – preguntó sarcástico.

La respuesta no hizo sino aumentar su asombro.

–Observa a la señorita Westerfíeld y a tu hermano. Ahora, míralos ahora.

Randal obedeció.

–¿Qué es lo que hay que mirar? – inquirió.

–¿Es que no lo ves?

–Lo único que veo es que están hablando.

–¡Están hablando confidencialmente! Para que la señora Linley no pueda oírlos. Mira, míralos ahora.

Randal miró fijamente a la señora Presty, con una inequívoca expresión de desagrado. Antes de que él pudiera responder, su vivaz sobrinita tuvo una nueva idea. Hacía sol, las flores brillaban hermosas, ¡y la muñeca todavía no había estado en el jardín! Kitty salió corriendo la primera, e iba tan preocupada por llevar el cochecito en línea recta que se había olvidado de su tío y de la sombrilla. La señora Linley se entretuvo tan sólo un momento en la habitación, el tiempo justo para recordarle a su marido y a la señorita Westerfield que si permanecían dentro de la casa se iban a perder una preciosa mañana de verano. Luego, la señora Linley siguió a su hija. Con su salida, y sin quererlo, estaba obstaculizando la intenciones de la señora Presty. Después de consultarse mutuamente con una mirada, Linley y la institutriz fueron los siguientes en salir. Cuando la señora Presty se quedó a solas con Randal y tomó conciencia de que todo su plan, cuidadosamente elaborado, se venía abajo, perdió la paciencia y, señalando teatralmente con el dedo la puerta por la que Linley y la señorita Westerfield habían salido, dijo enfurecida:

–El matrimonio de mi hija se va a pique. ¡Y todo por culpa de esa vil criatura que tu hermano recogió en Londres! ¿Ahora me entiendes?

–Todavía menos -respondió Randal-. A no ser que haya perdido usted la cabeza.

La señora Presty recobró la calma.

En una mañana tan espléndida como aquella, era muy probable que su hija se quedara en el jardín hasta que repicara la campanilla para la hora del almuerzo. Linley sólo tenía que acercarse a su esposa y decirle que quería hablar con ella. Y de ese modo tan sencillo, finalmente habría de llevarse a cabo la conversación que el señor Linley tan groseramente había insistido en defender como de su derecho exclusivo. La única posibilidad que tenía de vencer a su yerno en su propio terreno era obligar a Randal a que intercediera. Pero antes tenía que convencerle de la culpabilidad de su hermano. El lenguaje moderado y la compostura constituían la única esperanza de lograr este propósito. La señora Presty adoptó el disfraz de mujer sumisa y paciente, y utilizó la irresistible capacidad de seducción que aportan el buen humor y el sentido común.

–Querido Randal, no tengo derecho a quejarme de lo que me acabas de decir -le contestó-. Me lo merezco por haber sido tan indiscreta. Reconozco que debería haber aportado pruebas, y haber dejado que fueras tú quien sacara sus propias conclusiones. Siéntate, por favor. No te entretendré más de cinco minutos.

Tanta amabilidad confundió a Randal, que tomó una silla y se sentó al lado de la señora Presty. Los dos quedaron de espaldas a la puerta que comunicaba el comedor con la biblioteca.

–No te voy a molestar más con mis opiniones -continuó la señora Presty-. Procuraré ceñirme sólo a lo que he visto y oído. Y si te niegas a creerme, ¡que te lo digan los propios culpables!

Justo cuando terminaba de pronunciar esas palabras a modo de introducción, la señora Linley entró por la puerta de la biblioteca con la intención de coger la sombrilla de la muñeca.

Randal le rogó a la señora Presty que hablara claro de una vez por todas.

–Habla usted de los culpables -le dijo-. ¿Está usted insinuando que uno de esos culpables es mi hermano?

La señora Linley avanzó un paso y cogió la sombrilla. Cuando oyó lo que decía Randal se detuvo un momento, sorprendida por la extraña alusión a su marido. Mientras tanto, la señora Presty contestó la pregunta que le había sido hecha.

–Sí -le dijo a Randal-. Estoy hablando de tu hermano, y de la amante de tu hermano, la señorita Westerfield.

La señora Linley volvió a dejar la sombrilla sobre la mesa, y se acercó a ellos.

En ningún momento miró a su madre. Su cara, pálida y rígida, estaba girada hacia Randal. A él, y solamente a él, le dirigió la palabra.

–¿Qué significan estas horribles palabras que acaba de pronunciar mi madre? – preguntó.

La señora Presty celebró su victoria. Después de todas las adversidades, ¡el azar había jugado finalmente a su favor!

–¿No te das cuenta -le dijo a su hija- de que aquí estoy yo para contestar esa pregunta?

La señora Linley continuó mirando a Randal, y siguió dirigiéndose solamente a él.

–Me resulta imposible exigirle a mi madre que me dé una explicación -continuó-. A pesar de lo que pueda sentir, no debo olvidar que es mi madre. Te lo vuelvo a preguntar a ti, que has estado escuchando lo que te decía ella: ¿qué es lo que ha querido decir?

La señora Presty, que se daba a sí misma una enorme importancia, no quiso permitir que la pasaran por alto de ese modo.

–Por más insolente que te pongas, Catherine, no voy a caer en tu provocación. Tu madre está obligada a hacerte abrir los ojos a la realidad. El amor de tu marido ya no es solamente para ti. Te ha salido una rival. Y esa rival es tu institutriz. Ahora haz lo que te parezca conveniente. Yo ya no voy a decir nada más.

Con la cabeza bien alta, como si de la Virtud en persona se tratara, la señora Presty salió del comedor.

Entonces Randal aprovechó su primera oportunidad para hablar.

Se dirigió a su cuñada amablemente y con respeto. Ella se negó a escucharle. Estaba tan indignada por culpa de su madre, que no atendía a razones.

–No intentes justificar ahora tu silencio -le dijo, muy injustamente-. Cuando he entrado en el comedor estabas escuchando lo que te decía mi madre y no has pronunciado una sola palabra de protesta. Veo que también estás implicado en esta vil calumnia.

Randal quiso defenderse, pero era un hombre considerado y pensó que lo mejor era no provocarla más mientras siguiera en ese estado, en el que era sin duda incapaz de entenderle.

–Cuando descubras que me has juzgado injustamente, te sabrá mal todo lo que me estás diciendo -dijo. Suspiró, y se fue.

Ella se dejó caer sobre una silla. Si había algo que no podía quitarse de la cabeza en ese momento, era a su marido. Estaba impaciente por verle; ansiaba poder decirle: "¡Amor mío, no creo una sola palabra de lo que dicen de ti!"

Cuando se había dirigido a buscar la sombrilla, su marido no estaba en el jardín. Y Sydney tampoco. Kitty, que también se había peguntado dónde podían estar su padre y la institutriz, le había pedido a la niñera que los buscara. ¿Qué había sucedido desde entonces? ¿Dónde los habían encontrado? Después de dudarlo un poco, decidió hacer venir a la niñera. Cuando apareció la muchacha y la señora Linley se dispuso a hacerle una de las preguntas que la habíam inquietado, le sobrevino un sentimiento de repugnancia.

–¿Has encontrado al señor Linley? – dijo, no sin tener que hacer un gran esfuerzo.

–Sí, señora.

–¿Dónde estaba?

–En los matorrales.

–¿Y el señor te ha dicho algo?

–Es que yo me he escapado antes de que pudiera verme, señora.

–¿Por qué?

–La señorita Westerfield estaba en los matorrales, con el señor. A lo mejor estoy equivocada, pero… -la muchacha se detuvo; parecía confundida.

La señora Linley intentó decirle que continuara. Tenía las palabras en la mente. Pero le falló la capacidad de pronunciarlas. Impaciente, le hizo una señal a la sirvienta. Y ella la entendió.

–A lo mejor estoy equivocada, pero me ha parecido que la señorita Westerfield estaba llorando.

Después de decir eso, pareció ansiosa por querer marcharse. Vio la sombrilla.

–La señorita Kitty está buscando esto y pregunta por qué no ha regresado usted al jardín para jugar con ella. ¿Puedo llevarle la sombrilla?

–Llévasela.

A la señora le había cambiado por completo el tono de voz. La sirvienta, cargada de dudas y miedo, la miró y le dijo:

–¿Se encuentra usted bien, señora?

–Me encuentro perfectamente.

La muchacha se fue.

La silla de la señora Linley se encontraba cerca de una ventana, desde donde podía ver el camino que iba hasta la entrada principal de la casa. Acababa de llegar un carruaje lleno de turistas habían venido a visitar la parte de Mount Morven que abierta a los forasteros. Los observó mientras salían, hablando y riendo, mirando a su alrededor. Todavía se sentía estremecida: era la primera vez que tenía que desconfiar de Herbert. Y encontró alivio echando un vistazo a los sucesos normales de cada día. Uno tras otro, los viajeros fueron desapareciendo bajo el porche de la puerta delantera de la casa. Luego el conductor se llevó el carruaje vacío, seguramente hacia el parador del pueblo, para dar de beber a los caballos. Ahora, desde las ventanas solamente podía ver una cosa: la soledad. Fuera y dentro de la casa, sólo había silencio, un horrible silencio. Volvió a sentir en su mente el peso del descubrimiento relatado por la sirvienta. Consideró las circunstancias. Y aun a su propio pesar, volvió a considerarlas. Su marido y Sydney Westerfield, juntos en los matorrales, y Sydney llorando. ¡Se habrían enterado de las abominables sospechas de la señora Presty?, o tal vez… ¡No! Cualquier otra mujer podía caer en la tentación de considerar esa segunda posibilidad. ¡Pero no la esposa de Herbert Linley!

Agarró el periódico y fijó la vista en él, con la esperanza de fijar después el pensamiento. Obstinadamente, desesperadamente, leyó sin saber lo que estaba leyendo. Cuando las líneas impresas comenzaron a mezclarse y nublarse delante de sus ojos, oyó que alguien abría la puerta y se sobresaltó. Se dio la vuelta. Era su marido.

CAPÍTULO XIV

KITTY Y HERBERT SIENTEN UN

DOLOR EN EL CORAZÓN

Linley avanzó unos pasos y se detuvo.

Su esposa se apresuró ansiosamente para salir a su encuentro, pero de repente se detuvo. Sintió desconfianza, o tal vez un temor irracional. Pero lo cierto es que vaciló en el momento en que se iba a acercar a él.

–Tengo que contarte algo, Catherine. Es algo que te va a doler -en ese preciso momento le falló la voz; miró a su esposa, y luego apartó la mirada. No dijo nada más.

Había dicho cuatro palabras sin importancia, y sin embargo todo estaba dicho. Ella vio la verdad en sus ojos, y la escuchó en su voz. Se puso a temblar. Linley avanzó, temiendo que su esposa pudiera desplomarse sobre el suelo. Pero ella logró dominarse enseguida, y le hizo una señal para que se alejara.

–¡No me toques! – dijo-. ¡No hace ni un momento estabas con la señorita Westerfield!

Ese reproche le alivió.

–Reconozco que estaba con ella -respondió él-. Me ha dicho que te pidiera una cosa.

–Me niego a concedérsela.

–Primero escucha de qué se trata.

–¡No!

–Por tu propio bien, escúchame. Te quiere pedir permiso para marcharse de la casa, para no regresar nunca. Te lo pide ahora que todavía es inocente.

Su esposa lo miró con desprecio. El se resignó, pero no permaneció callado.

–Catherine, un hombre que está haciendo una confesión como ésta, ¿crees que quiere ocultarte algo? La señorita Westerfield te ofrece la única compensación que está al alcance de sus manos; ahora que todavía es inocente de haberte ofendido, excepto de pensamiento.

–¿Eso es todo? – preguntó la señora Linley.

–Queda en tus manos el decidir si ella puede compensarte de algún otro modo que a ti te parezca más aceptable.

–Primero déjame ver si tengo claro lo que entiendes tú por compensación. ¿Ha puesto alguna condición la señorita Westerfield?

–Me ha prohibido expresamente que ponga ninguna condición.

–¿Y tiene pensado irse por ahí, sin amigos, sin nadie que pueda ayudarla?

–Sí.

Incluso en ese momento de terrible desgracia, la señora Linley demostró su nobleza con estas palabras:

–Dame tiempo para pensar en lo que me has dicho -le pidió-. He tenido una vida feliz. No estoy acostumbrada a sufrir de este modo.

Los dos se quedaron en silencio. Se oía la voz de Kitty, discutiendo con la sirvienta en las escaleras de la galería de retratos. Pero ni el padre ni la madre se dieron cuenta.

–La señorita Westerfield es inocente de haberme ofendido, excepto de pensamiento -continuó la señora Linley-. ¿Me das tu palabra de honor de que eso es así?

–Te doy mi palabra de honor.

Eso pareció satisfacer a la señora Linley.

–Mi institutriz -dijo-, ha querido traicionarme, pero no lo ha hecho. Eso no debo olvidarlo. Se tiene que ir, pero no se va a ir sola y desamparada.

Su marido dejó de sentirse cohibido.

–¡No creo que haya otra mujer como tú en el mundo! – exclamó.

–Las hay, y muchas -respondió ella con entereza-. Una vulgar arpía, cuando se siente herida, encuentra alivio en un estallido de celos y una feroz discusión. Tú has vivido siempre entre damas. Tendrías que saber que en la posición en la que me encuentro, cualquier esposa que se respete a sí misma se habría contenido. Yo simplemente intento no olvidar nunca lo que les debo a los demás y lo que ellos me deben a mí.

Se acercó al escritorio y cogió una pluma.

Linley se dio cuenta de que su situación era delicada, y se abstuvo de alabar abiertamente la generosidad de su esposa: decidió que hasta que mereciera ser perdonado no emitiría ninguna opinión sobre la conducta de ella. Pero su esposa malinterpretó su silencio. Tal como ella lo entendía, lo que él apreciaba era el sacrificio hecho por la señorita Westerfield, absteniéndose de felicitar a su esposa por lo que estaba haciendo. Enfadada, ésta vez sí, la señora Linley tiró la pluma al suelo.

–Has hablado en nombre de la institutriz -le dijo-. Pero, caballero, todavía no he oído nada de lo que piensas tú. ¿Fuiste tu quien la sedujo? Ya sabes lo agradecida que te está. ¿Te has aprovechado de su gratitud, dejando que se enamorara ciegamente de ti? ¡Qué malas entrañas tienes! ¡Defiéndete si puedes!

El no replicó.

–¿Por qué no te defiendes?¿Crees que yo no lo merezco? – estalló ella apasionadamente-. ¡Tú silencio me ofende!

–Mi silencio es una confesión -contestó él, tristemente-. Puede que ella acepte tu perdón; pero yo no puedo ni siquiera aspirar a tu clemencia.

Hubo algo en el tono de voz de Linley que a ella le recordó el pasado: aquellos días de amor impoluto y de confianza total, cuando ella era la única mujer en la vida de Herbert. Recuerdos guardados como tesoros; recuerdos de su vida de casada, que ahora le llenaban el corazón de ternura, y le oscurecían con lágrimas la feroz luz que había iluminado sus ojos. Cuando la esposa volvió a dirigirse a su marido, no había en su voz rastro de enfado ni orgullo alguno.

–¡Ay, esposo mío!, ¿te ha arrebatado ella tu amor por mí?

–Tú misma sabrás juzgar, Catherine, si el hecho de haberme resistido a la tentación no es prueba suficiente del amor que siento por ti, y si mi confesión no es ya reconocimiento suficiente de cuánto te debo.

Ella se acercó un poco a su marido.

–¿Es verdad lo que me estás diciendo?

–Ponme a prueba.

Ella no dudó un segundo en creerle.

–Cuando se haya marchado la señorita Westerfield, prométeme que no la vas a volver a ver.

–Te lo prometo.

–Ni a escribirle.

–También te lo prometo.

Ella regresó al escritorio.

–Mi corazón se siente más aliviado -dijo con sencillez-. Ahora puedo ser compasiva con ella.

Después de escribir cuatro líneas, se levantó y le entregó el papel a su marido. Él levantó la mirada con sorpresa.

–¡Dirigido a la señora MacEdwin! – dijo.

–Dirigido -respondió ella- a la única persona que conozco que siente un verdadero interés en la señorita Westerfield. ¿No te habías enterado?

–Sí, ahora recuerdo -dijo él, y continuó leyendo la carta-. Recomiendo a la señorita Westerfield como profesora de niños pequeños, habiendo probado suficientemente su capacidad, diligencia y buen carácter, durante el tiempo en que ha sido la institutriz de mi hija. Deja de trabajar a mi servicio bajo circunstancias que hablan a favor de su sentido del deber y su sentido de la gratitud.

–¿Crees que, después de todo lo que ha pasado, he dicho más de lo que podría decir sin faltar a la verdad y al honor?

Él se la quedó mirando en silencio. Nunca como en ese momento su silencio estaba tan cargado de significado. Cuando ella le cogió el papel de las manos, con su mirada pareció ya perdonarle.

Pero todavía faltaba la prueba final, y ella la afrontó decidida.

–Dile a la señorita Westerfield que deseo verla.

Cuando Herbert se disponía a salir de la habitación, la señora Linley llamó a su marido.

–Si por casualidad te encuentras con mi madre, ¿puedes decirle que venga a verme?

La señora Presty, que conocía de sobra a su hija, estaba fuera esperando a que Catherine la llamara.

Con ternura y respeto, la señora Linley se dirigió a su madre:

–La última vez que nos vimos tus palabras me parecieron muy precipitadas y crueles. Ahora sé que al menos una parte de lo que me dijiste, y digamos que me ofendió, era verdad. Sé que si te pusiste furiosa, fue por mi bien. Espero que sepas disculparme. Te dije cosas que no debería haberte dicho, y lo siento.

En una ocasión, tras una discusión y una posterior rectificación, Randal Linley le había dicho a la señora Presty: "¡Después de todo, tiene usted corazón!" Ahora, la respuesta de la señora Presty a su hija venía a demostrar lo acertado de esa visión de su carácter.

–No digas nada más, cariño -respondió-. Te dije cosas que no debería haberte dicho.

En ese instante entró Herbert en la habitación. Venía con Sydney Westerfield.

La institutriz se detuvo en medio de la habitación. Agachó la cabeza; su respiración compulsiva y acelerada rompía monótonamente el silencio. La señora Linley avanzó hacia el lugar en el que Sidney permanecía de pie. Se quedó mirando a la muchacha temblorosa. Había algo divino en su belleza. Le dio la mano.

Sydney se arrodilló. En silencio, cogió la generosa mano de su señora y se la llevó a los labios. En silencio, la señora Linley la levantó del suelo; cogió de la mesa la carta de recomendación, y se la entregó. Linley miró a su esposa y miró a la institutriz. Esperó, pero aún así ninguna de las dos pronunció una sola palabra. Herbert no pudo resistirlo. Primero se dirigió a Sydney.

–Procura darle las gracias a la señora Linley -le dijo.

Ella apenas pudo responder:

–¡No sé qué decir!

Luego se dirigió a su esposa:

–Dile unas palabras amables de despedida -pidió.

Ella hizo un esfuerzo, un vano esfuerzo por obedecerle. Pero un gesto de desesperación ya había hablado por ella cuando Sydney había dicho: "¡No sé que decir!"

Haciendo honor a la cristiana virtud del arrepentimiento, y a la cristiana virtud del perdón, los tres permanecieron juntos en el momento de la despedida, y obligaron a sus frágiles almas a sufrir y a arrepentirse.

En señal de gratitud hacia las mujeres, Linley reunió el suficiente coraje para despedirlas. Primero se dirigió a su esposa.

–Catherine, ¿puedo decirle a Sydney que le deseas suerte en la vida?

La señora Linley le apretó la mano a su marido.

El se acercó a Sydney, y le dio el mensaje de su esposa. Sintió de corazón que era su deber añadir algo igualmente amable. Sólo pudo decirle lo que todos hemos dicho (¡cuán sinceramente y cuán apesadumbrados, eso no podemos negarlo!): las palabras de siempre.

–¡Adiós! – y el deseo habitual para estas ocasiones-: ¡Que Dios te bendiga!

En el último momento la niña entró corriendo en la habitación en busca de su madre.

Cuando la vieron aparecer, se oyó un murmullo horrorizado. ¡Todos hubieran deseado que su inocente corazón se hubiese podido librar de la miserable escena de despedida!

Kitty se dio cuenta de que Sydney tenía puesto el sombrero y la capa.

–Te has vestido para salir -dijo. Sydney se dio la vuelta para ocultar su rostro. Pero era demasiado tarde; Kitty había visto sus lágrimas.

–¡Syd, Syd, no te marches, yo te quiero mucho! – miró a su padre y a su madre-. ¿Se marcha?

–Tuvieron miedo de contestarle. Con su pequeña fuerza, abrazó por la cintura a su amiga del alma y compañera de juegos.

–¡Yo te quiero, no te vayas, no me dejes! – la callada angustia que había en el rostro de Sydney hizo que Linley se sintiera apesadumbrado. Puso a Kitty en brazos de su madre.

–¡No, no la dejéis marchar!, ¡no la dejéis marchar! – el llanto penoso de la niña siguió a la institutriz mientras ésta salía de la habitación llevando dentro su propio martirio. Con el corazón dolorido, Linley observó a Sydney hasta que la perdió de vista.

–¡Ya se ha ido! – murmuró para sí- ¡Ya se ha ido para siempre!

La señora Presty oyó las palabras de su yerno, y contestó:

–Volverá.

SEGUNDO LIBRO

CAPITULO XV

EL DOCTOR

A lo largo de todo ese año, a los criados de Mount Morven les pareció que las semanas pasaban más lentamente de lo normal. Los habitantes de los pisos más altos de la casa tenían la misma impresión; sin embargo, la tendencia al aburrimiento en la que suelen caer habitualmente los pudientes hacía que éstos se hubieran resignado a las circunstancias en silencio.

¿Quién era el miembro más alegre y vivaz de la familia? Si esta pregunta hubiese sido hecha tiempo atrás, la respuesta habría sido unánime: Kitty. Si la pregunta se formulara en el momento presente, habría habido diferentes respuestas y opiniones. Pero lo que sí es cierto es que ninguno de los criados de la casa se habría atrevido a mencionar el nombre de la niña.

Desde que Sydney Westerfield se había marchado, Kitty no había levantado cabeza.

El tiempo logró silenciar el vehemente estallido inicial de angustia ante la pérdida de la compañera a la que tanto quería. Cuando la pequeña y fiel niña quiso saber por qué su institutriz se había ido de la casa, le hablaron con delicadeza y suavidad, pero con resolución, para que la niña no se hiciera ilusiones acerca de su regreso. Y así fue como dejó de quejarse y de hacer preguntas embarazosas. Pero todo el mundo veía que era imposible ayudarla a recuperar su ánimo. Solamente quería aprender sus lecciones si su madre estaba con ella. No aceptaba a ninguna institutriz. Se entretenía con sus juguetes y montaba en su pony.

Pero había perdido su maravillosa alegría. Y su risa. Kitty se había convertido en una niña silenciosa. Y lo que resultaba aún peor. Kitty se sentía muy a menudo fatigada.

Consultaron con el doctor.

Éste era un experto en la práctica médica de la auscultación. Aquélla que no se aprende en los libros, sino al pie de la cama. La opinión del doctor fue que la vitalidad de la niña estaba seriamente dañada.

–Aquí hay alguna causa -le dijo a la madre- que no logro entender. ¿Puede usted ayudarme?

La señora Linley enseguida se puso a su disposición.

–Mi hijita le tenía mucho afecto a su institutriz, pero ésta ha tenido que dejarnos.

Ésa fue su respuesta, y el doctor tuvo suficiente. Enseguida aconsejó que llevaran a la niña al mar, y que dejaran en casa todo cuanto pudiera recordarle a la amiga ausente (libros, regalos, incluso prendas de vestir que pudieran traerle viejos recuerdos). "Aire nuevo, vida nueva." Cuando al doctor le dieron pluma, papel, y tinta, ésa fue su fórmula magistral.

La señora Linley consultó con su marido qué lugar de la costa podía ser el más conveniente.

La idea de que Sydney debía partir había dejado a los criados y criadas sumidos en una sincera tristeza. Al señor y a la señora Linley también los alcanzó esa infelicidad, pero ninguno de los dos lo confesó abiertamente. La institutriz se había convertido en un tema prohibido para ellos. Cada uno esperaba que fuera el otro quien rompiera por primera vez el tabú. La tensión que producía esta situación de incertidembre, y los temores ocultos que iba alimentando, les llevó sin darse cuenta a cierto distanciamiento. Quien más se negaba, y no sin cierta morbosidad, a admitir esa realidad era Linley. Si a la hora de comer él se mostraba silencioso y aburrido en presencia de su mujer, lo atribuía a la ansiedad que le producía la ausencia de su hermano, que se hallaba en Londres solucionando unos asuntos difíciles relacionados con los negocios. Si a veces se marchaba de casa a primera hora de la mañana y regresaba cuando ya era de noche, era porque tenía que hacerse cargo de la administración de la granja debido a la ausencia de Randal. La señora Linley no hizo el menor intento de poner en duda tales excusas, y aceptó los cambios circunstanciales de su vida doméstica. Pero se sometió a ellos no sin preocupación. Secretamente, temía que Linley estuviera sufriendo por la ausencia de la señorita Westerfield. Deseó que el padre de Kitty se diera cuenta de que también él necesitaba cambiar de aires, y quiso que las acompañara a la playa.

–¿No vas a venir con nosotras, Herbert? – sugirió ella, después de que se pusieran de acuerdo sobre el lugar.

Él se había convertido en un hombre muy irritable. Sin querer, contestó a la inofensiva pregunta de su mujer de un modo grosero.

–¿Cómo queréis que vaya con vosotras, con todas las pérdidas que tenemos en la granja? ¿Quién se va a quedar aquí a arreglar todas estas cuentas ruinosas?

Naturalmente, a la señora Linley le vino enseguida a la mente la prolongada ausencia de Randal.

–¿Qué le puede haber retenido tanto tiempo en Londres?

Esta pregunta terminó con la paciencia de Linley.

–¿Es que no sabes -estalló- que las propiedades que he heredado de mi pobre madre en Inglaterra están en litigio en un tribunal? ¿Es que no has oído hablar nunca de retrasos y contratiempos y evasivas y falsas pretensiones saliendo al encuentro de desgraciados sin suerte como yo, que se ven en la obligación de acudir a la justicia? Sólo Dios sabe cuándo podrá volver Randal, o qué malas noticias traerá consigo cuando venga de una maldita vez.

–Estás muy nervioso, Herbert. Y yo debería haberlo tenido en cuenta.

El se sintió afectado por esa respuesta tan amable. Se disculpó lo mejor que supo; afirmó que tenía los nervios rotos y le pidió a su esposa perdonara sus malos modos. Ninguno de los dos sentía hostilidad hacia el otro; pero aún así no terminaba de producirse la reconciliación. La señora Linley dejó a su marido solo. En su interior se desató un conflicto sentimental. Por una parte estaba enfadada con él; pero por otra se sentía enfadada consigo misma.

Con buenas intenciones (como siempre), la señora Presty volvió a hacer uso de su picardía. Viendo que su hija estaba llorando, y sintiéndose realmente conmovida, pensó que su obligación era consolarla:

–Si lo que te preocupa es qué hace Herbert cuando sale de casa, puedes estar tranquila, cariño. Anteayer, cuando salió, le seguí. Una buena caminata para una vieja como yo, pero puedo asegurarte que, en efecto, cada día va a la granja.

Catherine se fiaba de su marido (y no se equivocaba al hacerlo), y contestó a la señora Presty con una mirada que ella recibió con callada indignación. Dejó para otro momento su ansiado estallido de dignidad, y salió de la habitación.

Cinco minutos después, a través de una nota, la señora Linley recibió la insinuación de que su madre estaba seriamente ofendida:

Veo que mi interés maternal por tu bienestar, y mi devoto esfuerzo por ayudarte reciben miradas furiosas como única recompensa. Asi que cuanto menos nos veamos, mejor. Permíteme que te dé las gracias por tu invitación y que te informe de que no voy a acompañarte cuando mañana te marches de Mount Morven.

La señora Linley contestó a la nota en persona. Al día siguiente, la abuela de Kitty repentinamente, como para fastidiar aún más, cambió de idea. Y disfrutó plenamente de su viaje al mar.

CAPÍTULO XVI

LA NIÑA

Durante la primera semana se produjo una mejoría en la salud de la niña, lo cual vino a justificar los pronósticos esperanzadores del doctor. La señora Linley, muy contenta, le escribió una carta a su marido.

Por otro lado, y por algún motivo sin duda inescrutable, lo mejor de la señora Presty pareció aflorar bajo la alentadora influencia del aire de mar. Puede parecer algo atrevido el decirlo, pero sin duda es del todo cierto que nuestras virtudes dependen en gran medida del estado de nuestra salud.

Durante la segunda semana, los mensajes enviados a Mount Morven fueron menos alentadores. La mejora en la salud de Kitty se mantuvo. Pero no progresó.

La tercera semana trajo unos resultados deprimentes. Ahora no podía haber ya la menor duda de que la niña estaba empeorando. Sintiéndose amargamente defraudada, la señora Linley le escribió una carta al médico, describiéndole los síntomas, y pidiéndole instrucciones. El doctor a su vez le contestó con una carta que decía lo siguiente: "Averigüen de dónde procede el suministro de agua potable. Si la sacan de un pozo, háganme saber dónde está situado. Contéstenme por telegrama."

La respuesta llegó pronto: "De un pozo cercano a la parroquia".

Y la réplica del doctor no se hizo esperar: "Vuelvan a casa en seguida".

Regresaron el mismo día, pero fue demasiado tarde.

Kitty pasó la primera noche en casa muy nerviosa y sin poder dormir. Tenía las manitas muy calientes, y una sed insaciable. El bueno del doctor, sin embargo, no dejó de hablar en términos esperanzadores, atribuyendo los síntomas al cansancio del viaje. Pero, a medida que fueron pasando los días, tuvo que visitarla cada vez más a menudo. La madre notó que su cara, siempre amable, iba cobrando una expresión cada vez más grave y angustiada, y le rogó que le dijera la verdad. Y la verdad fue dicha con dos temibles palabras: "fiebre tifoidea".

Uno o dos días después, el doctor habló en privado con el señor Linley. El estado de debilidad de la niña (esa ausencia de vitalidad que él ya había observado cuando había visitado a Kitty antes de recomendarle que fuera al mar) suponía un tremendo obstáculo para su resistencia al avance de la enfermedad.

–No le diga nada todavía a la señora Linley. Por el mometo no corre ningún grave peligro. A menos que la niña empiece a desvariar.

–¿Cree que puede suceder? – preguntó Linley.

El doctor movió la cabeza, y dijo:

–Sólo Dios lo sabe.

No hubo que esperar mucho para saberlo. Al atardecer siguiente, el peor de los síntomas hizo su aparición. Pero no fue un desvarío violento. Inconsciente de los sucesos pasados en la vida familiar, la pobre chiquilla creyó que su institutriz estaba viviendo en la casa como de costumbre, y preguntó apenada por qué su institutriz se había quedado ese día abajo, en la sala de estudio.

–¡Ay, por qué no me la dejáis ver! ¡Quiero que venga Syd! ¡Quiero que venga Syd!

Ése era su único lamento. Cuando por fin se calló debido al agotamiento, todos rezaron para que ése fuera el final de su triste desvarío. ¡Pero no! Cuando el lento fuego de la fiebre volvió a flamear, las mismas palabras salieron de los labios de la niña; el mismo tierno deseo hundido en su corazón.

El doctor hizo salir a la señora Linley de la habitación.

–¿Esa tal Syd, es la institutriz?

–Sí.

–¿Vive por aquí cerca?

–Está trabajando con una familia amiga, a unas cinco millas de aquí.

–¡Haga que la vayan a buscar inmediatamente!

La señora Linley lo miró con una expresión entre esperanzada y temerosa. Pero no estaba pensando en sí misma. De hecho, en ese momento ni siquiera pensó en la niña. ¿Qué iba a decir su marido, si ella (que le había hecho prometer que no iba a ver a la institutriz nunca más), traía a Sydney Westerfield de vuelta a casa?

El doctor hizo aún más hincapié en sus palabras.

–No me atrevo a preguntarle cuáles son los motivos personales que la hacen dudar en este momento en que debe seguir usted mis consejos -dijo-, pero estoy obligado a decirle la verdad. Mi pobrecita paciente está en serio peligro: cada hora que perdamos es una hora ganada por la muerte. Traiga a esa mujer junto a esta cama lo más rápido que su carruaje pueda, y veamos cuál es el resultado. Le digo muy claramente que si la niña reconoce a la institutriz, todavía podemos salvarla.

La decisión que acababa de tomar la señora Linley se vio reflejada en su cansada mirada de madre; que no había podido pegar ojo en muchas noches. Llamó a su doncella:

–Dígale al señor que quiero hablar con él.

La criada respondió:

–El señor ha salido.

El doctor observó el rostro de la madre, y no percibió en su expresión el menor síntoma de vacilación. Lo único que le importaba era su hija. Volvió a llamar a la doncella.

–Que preparen el carruaje.

–¿A qué hora quiere que esté listo, señora?

–¡Ahora mismo!

CAPITULO XVII

EL MARIDO

En el momento de pedir el carruaje, el primer impulso de la señora Linley fue el de ir ella en persona a casa de la señora MacEdwin. Pero una sola mirada a la niña le recordó que su libertad de movimientos empezaba y terminaba al lado de la cama de Kitty. Al menos se necesitaba una hora antes de poder traer a Sydney Westerfield de vuelta a Mount Morven. Sólo de pensar en lo que podía suceder en ese intervalo de tiempo, si ella se ausentaba, la llenó de horror. Le escribió una carta a la señora MacEdwin, y envió a su criada a que se la llevara.

Sobre el resultado de esta gestión, no se podía tener la menor duda.

El amor de Sydney por Kitty era tan grande que la institutriz habría hecho cualquier cosa por ella. Y por otra parte, la actitud de la señora MacEdwin hablaba por sí sola. Había recibido a la institutriz con suma amabilidad, absteniéndose generosa y delicadamente de hacer ninguna pregunta. Pero había una persona en Mount Morven que creyó necesario averiguar los motivos por los cuáles la señora MacEdwin había actuado de ese modo.

La mente inquisidora de la señora Presty alcanzó una conclusión, y su sentido del deber le hizo comunicársela a su hija.

–No puede haber la menor duda, Catherine, de que nuestra buena amiga y vecina ha oído hablar, probablemente por boca de los criados, de lo que ha ocurrido. Y teniendo en cuenta que ella también tiene un marido al que vigilar (¡los hombres son tan débiles!), opino que si se fía de nuestra fascinante institutriz, es porque sabe que el amor de la señorita Westerfield se ha quedado aquí, en esta casa. ¿No te parece que tengo razón?

La señora Linley le espetó:

–¡No vuelvas a decir eso nunca más!

Y la señora Presty respondió:

–¡Cómo se puede ser tan desagradecida!

Después de que partiera el carruaje, comenzó una espera terrible, que sólo se vio rota por un suceso doméstico.

La señora Linley pensó que quizás la señora Presty sabía por qué su marido había salido de casa, y mandó a la criada a que se enterara. La respuesta fue que Linley, tras haber recibido un telegrama en el que Randal anunciaba su regreso de Londres, había ido a la estación del ferrocarril a recogerle.

Antes de bajar al vestíbulo a darle la bienvenida a Randal, la señora Linley hizo una pausa para considerar cuál era su situación. La única alternativa que tenía era reconocer, a la primera oportunidad que tuviera, que había asumido la responsabilidad de enviar a alguien a buscar a Sydney Westerfield.

Catherine Linley se dio cuenta de que por primera vez en su vida estaba planeando lo que le iba a decir a su marido.

En ese momento recibió un segundo mensaje, en el que se le hacía saber que los dos hermanos acababan de llegar, y fue a reunirse con ellos en el salón.

Linley estaba solo en un rincón. El doctor le había explicado que la vida de la chiquilla corría peligro, y se había quedado completamente hundido. Todavía permanecía con la cabeza gacha cuando su esposa abrió la puerta. Randal estaba hablando con la señora Presty. La anciana, mujer de insaciable curiosidad, estaba ansiosa por saber cómo le había ido a Randal en Londres; sobre todo deseaba saber cómo se había entretenido cuando no estaba ateniendo los negocios.

Randal estaba apesadumbrado por la enfermedad de Kitty, y miraba tristemente a su hermano.

–No me acuerdo -respondió con aire ausente a la señora Presty. Otras mujeres tal vez se habrían percatado de que habían elegido un mal momento, pero la señora Presty, con la mejor de las intenciones, insistió.

–De verdad, Randal, tienes que animarte. Seguro que puedes explicarnos algo. ¿Conociste a alguna persona agradable mientras estuviste fuera?

–Conocí a una persona interesante -dijo, resignado y abrumado.

La señora Presty sonrió.

–¡Una mujer, por supuesto!

–Un hombre -contestó Randal-. Uno de los invitados a la cena del club.

–¿Y quién es?

–El capitán Bennydeck.

–¿Del Ejército?

–No, pertenecía a la Armada.

–¿Y hablasteis mucho rato?

La irritación de Randal empezó a notarse.

–No -dijo-. El capitán se retiró temprano.

La perspicaz inteligencia de la señora Presty descubrió un aspecto inverosímil en la historia de Randal.

–¿Entonces, cómo es posible que llegaras a sentirte interesado por él? – dijo, a modo de objeción.

Randal era una persona muy paciente, pero no pudo resistir más.

–Pues no lo sé explicar -dijo con malos modos-. Lo único que sé es que el capitán Bennydeck me cayó bien.

Tras esta respuesta se alejó de la señora Presty y fue a sentarse junto a su hermano.

–De veras lo siento -le dijo a Linley cogiéndole de la mano-. Debes tener fe.

La amargura y la desesperación que sentía el padre estallaron en su respuesta.

–Puedo soportar otros problemas, Randal, como la mayoría de los hombres. Pero este dolor me come por dentro. Hay algo tan horriblemente inhumano en el hecho de que la muerte amenace a una niña, mientras sus padres, que deberían morir antes, están vivos y en perfecto estado de salud -luego quiso añadir algo, pero se reprimió-. Mejor será que no diga nada más: sólo conseguiría incomodarte.

La señora Linley se conmovió al ver el rostro afligido de Herbert; se olvidó de las palabras conciliatorias que había preparado, y dijo:

–Haz como te dice Randal, cariño: ten fe. Porque donde hay vida hay esperanza.

Él se ruborizó, mientras sus oscuros ojos se iluminaban.

–¿Es eso lo que ha dicho el doctor? – preguntó él.

–Sí.

–¿Y por qué nadie me lo ha dicho antes?

–Porque cuando he mandado que te llamaran me han dicho que te habías ido.

A él no pareció interesarle demasiado esta explicación, y es probable que ni siquiera llegara a oírla.

–Dime qué es lo que ha dicho el doctor -insistió él-. Quiero que me lo expliques todo, hasta el último detalle.

Ella le obedeció, sin dejarse ni una coma.

Del siniestro cambio que se produjo en el rostro de Herbert, a medida que fue avanzando la narración, fueron testigos las dos personas que se hallaban presentes en el salón, además de su esposa. Ella esperaba que él le dijera alguna palabra amable para animarla. Pero él se limitó a decir:

–¿Y tú qué has hecho?

Ella le respondió con la misma frialdad.

–He enviado el carruaje a recoger a la señorita Westerfield.

Hubo una pausa, un silencio. Luego, la señora Presty le susurró a Randal:

–¡Ya dije yo que esa mujer iba a volver! La Maldición de esta familia: así es como yo llamo a la señorita Westerfield. ¡Así es como debería llamarse esa mujer!

Randal pensó que efectivamente era el nombre más adecuado, pero no para la señorita Westerfield, sino para la señora Presty. Pero no dijo nada, y miró con simpatía a su cuñada. Ella notó su ternura en aquellos momentos en que ese sentimiento era de un enorme valor. Le tembló un poco la voz cuando se dirigió a su marido, que permanecía en silencio.

–¿No te parece bien lo que he hecho, Herbert?

Él tenía los nervios a flor de piel debido a la pena y la incertidumbre, pero en esta ocasión hizo un esfuerzo por ser amable.

–¿Cómo quieres que diga eso -replicó-, cuando la vida de nuestra pobre chiquilla depende de la señorita Westerfield? Sólo te pido un favor: antes de que la traigas a esta casa, dame tiempo para marcharme.

La señora Linley lo miró asombrada.

Su madre le tocó el brazo. Randal intentó advertirle con una señal para que fuera cuidadosa. Tanto Randal como la señora Presty se habían fijado en que Catherine no se había dado cuenta de una cosa. Desde el punto de vista de Linley, el regreso de la institutriz era una prueba temible para sí mismo. Lo notaron en su mirada, su voz, y su actitud. Pero Catherine no lo había advertido.

Herbert había luchado contra su apasionada culpa (hasta qué punto había sacrificado sus sentimientos, sólo él lo sabía) y aquí estaba la tentación, justo en el momento en que con honor se estaba resistiendo a ella; ¡y además era su propia esposa quien le traía la tentación a casa! Los motivos que ella tenía para hacer venir a la institutriz estaban más que justificados y la eximían de toda culpa, pero sin duda habría gente que no lo vería con los mismos ojos.

Herbert, por su parte, sintió que la vieja lucha contra sí mismo corría peligro de reanudarse, y creyó ver que todo el terreno ganado hasta entonces empezaba a hundirse bajo sus pies.

A pesar de los bienintencionados esfuerzos llevados a cabo por los parientes para evitar que se produjera esta situación, la señora Linley cometió el peor de los errores que podía cometer. Justificó su actitud, en lugar de dejar que fueran los hechos los que se justificaran por sí mismos.

–La señorita Westerfield viene a esta casa -argumentó- con una misión irreprochable, una misión de misericordia. ¿Por qué habrías de marcharte tú de la casa?

–Porque no quiero ser injusto contigo.

La señora Presty no pudo contenerse por más tiempo.

–¡Pon fin a todo esto, Catherine! – le dijo en un susurro.

Catherine se negó a dejar el tema. La respuesta breve y grosera de Linley la había hecho enfadar terriblemente.

–Después de lo que ha pasado -insistió ella-, ¿crees que no hago bien en confiar en ti?

–También ha pasado -le recordó a su esposa- que te he prometido que no volvería a ver a la señorita Westerfield nunca más.

–Reconócelo de una vez por todas -estalló ella, no pudiendo ya resistir más las provocaciones-: a pesar de que yo quiero confiar en ti, eres tú quien no confías en ti mismo.

Por desgracia, la señora Presty volvió a entrometerse:

–No la escuches, Herbert. Apártate de la tentación, e irás por el buen camino.

Le dio un golpecito en la espalda, como si le acabara de dar un buen consejo a un muchacho. Y él expresó lo que sentía acerca de los buenos oficios de su suegra con un lenguaje que dejó a la señora Presty de una pieza.

–¡Y usted cierre el pico!

–¿Has oído eso? – preguntó la señora Presty, dirigiéndose indignada a su hija.

Linley cogió su sombrero.

–¿A qué hora llegará la señorita Westerfield? – le dijo a su esposa.

Ella miró el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea.

–Antes de la media. No te inquietes-añadió con un aire de simpática ironía-; tienes tiempo de sobras para escaparte.

Él avanzó hacia la puerta, y miró a Catherine.

–Sólo te pido que no te olvides de una cosa -dijo-: yo estaré en la granja, y cada media hora quiero que envíes a alguien para que me comunique cómo se encuentra Kitty. Veremos si la señorita Westerfield justifica el experimento que el doctor nos ha recomendado que intentemos.

Después de dar estas instrucciones, salió del salón.

La señora Linley se dejó caer en el sofá. Había perdido toda esperanza de que ya no hubiera nada entre Herbert y la institutriz. ¡Sydney Westerfield todavía era dueña del corazón de su marido!

Sin duda, su madre era la persona más adecuada para darle ánimos. Randal así se lo sugirió, pero el resultado no pudo ser peor. La señora Presty (a su edad, y en su condición de viuda de un ministro del Gobierno), no podía olvidar el modo en que Randal le había ordenado que cerrara el pico.

–¿Como voy a darle ánimos, después de cómo me ha insultado tu hermano? – le dijo a Randal. Y él fue lo suficientemente ingenuo para darle una explicación.

–Yo estaba hablando de la esposa de mi hermano -dijo Randal.

–La esposa de tu hermano ha permitido que me insultara.

Después de recibir esa contestación, Randal sólo podía darle vueltas a un asunto: esa mujer iba a misa cada domingo, y tenía el Nuevo Testamento, encuadernado con muy buen gusto, ¡encima del tocador! La ocasión bien merecía un poco de reflexión acerca del Sistema que produce en estos tiempos al cristiano corriente. La señora Presty no dijo nada más. La señora Linley permaneció absorta en sus propios y amargos pensamientos. En silencio, esperaron a que regresara el carruaje que habría de traer a la señorita Westerfield.

CAPÍTULO XVIII

LA NIÑERA

Ojerosa, pálida, ajada y ansiosa, Sydney Westerfield entró en la habitación, y miró de nuevo las caras que ya se había resignado a no volver a ver nunca. Pareció no darse mucha cuenta del esfuerzo que todos hicieron por darle una amable bienvenida con la intención de tranquilizarla lo mejor que supieron.

–¿Llego a tiempo? – fueron las primeras palabras que pronunció al entrar en la habitación. Le respondieron que sí, y ella se volvió hacia la puerta, ansiosa por llegar cuanto antes al piso de arriba, junto a la cama de Kitty.

La amable mano de la señora Linley se interpuso en su camino. El doctor había dejado ciertas instrucciones, advirtiéndole a la madre que se guardara de ningún accidente que pudiera recordarle a Kitty el día en que Sydney se había marchado. El día de aquella amarga despedida la niña había visto a la institutriz con el mismo vestido de paseo que ahora llevaba. La señora Linley le cogió el sombrero y la capa, y los puso en una silla.

–Debemos tomar todavía otra precaución -dijo-. Tengo que pedirte que esperes en mi habitación hasta que me parezca que puedes mostrarte sin ningún peligro. Ven conmigo.

La señora Presty las siguió, y rogó encarecidamente que le permitieran aguardar el resultado del experimento en la puerta del dormitorio de Kitty. Ya no mostraba una actitud vanidosa; muy al contrario, permanecía silenciosa, incluso humilde.

A medida que la oportunidad de salvar la vida de la niña se hacía realidad rápidamente, la abuela recuperaba lo mejor de su temperamento. Randal abrió la puerta y salieron los tres. La enfermedad de su pobre sobrinita le había puesto en ese estado de nerviosismo y locura en el que los hombres de carácter imaginativo pierden el control y dicen cosas extrañas e inapropiadas. Le imploró a su cuñada que le explicara lo que había ocurrido, y seguidamente asombró a la señora Presty con uno de sus comentarios familiares acerca de la inconsistencia del carácter de la anciana:

–Es usted una vieja desagradecida -murmuró Randal, al pasar junto a ella-, pero parece que después de todo tiene buen corazón.

Luego se quedó a solas, y no pasó ni un solo momento tranquilo. Los minutos corrían despacio en el silencio de la casa.

Se puso a caminar de un lado a otro de la habitación. Escuchó a través de la puerta. Cambió varias veces los muebles de lugar. Cuando la niñera bajó del piso de arriba con un mensaje de la señora Linley, Randal corrió a recibirla. Vio las buenas noticias en su cara sonriente y, por primera y última vez en su vida, besó a una de las sirvientas de su hermano. Susan, una joven bien criada, muy capaz casi siempre de decir, "¡No le da a usted vergüenza, señor!", al mismo tiempo que ponía cara de, "¡cójame por la cintura!", se puso en esta ocasión a temblar de miedo ante semejante recibimiento. El hermano del señor, que hasta ese día había sido un ejemplo de buen comportamiento, un hombre al que ella misma había definido en ocasiones como alguien incapaz de besar a una mujer a menos que tuviera el derecho a ello en su calidad de esposo, era evidente que se había vuelto loco. La pregunta ahora era: ¿la mordería a continuación? No. Sólo parecía confuso, y dijo (¡que extraordinario!) que no lo iba a volver a hacer nunca más.

Por fin, Susan le dio el mensaje muy seria. Estaba ante un hombre irreconocible, y sintió la necesidad de medir muy bien sus palabras.

–La señorita Kitty se ha quedado mirando fijamente a la señorita Westerfield. Ha permanecido así durante un instante, señor, como si no acabara de entender lo que estaba pasando. Y luego, de repente, la ha reconocido. En ese momento acababa de entrar el doctor. Ha descorrido las cortinas para que entrara luz, la ha observado, y ha dicho:

–Usted sólo preocúpese de cuidarla.

Entonces, Susan, muchacha de frágil corazón, empezó a llorar.

–Es que no puedo evitarlo, señor. ¡Queremos todos tanto a la señorita Kitty! ¡Y estamos tan felices de que se haya recuperado! Si me permite usted, esto es exactamente lo que le ha dicho el doctor a la señora Linley: "Usted sólo preocúpese de cuidarla, que yo respondo de su vida". ¡Ay, Dios mío!, ¿qué le habré dicho para que se vaya corriendo?

Randal se había marchado bruscamente, encerrándose en el salón. Susan tenía poca experiencia con los hombres, y por eso ignoraba que a todo caballero inglés que se precie le da vergüenza que le vean (especialmente sus subordinados) con lágrimas en los ojos.

Apenas había logrado tranquilizarse un poco cuando apareció un criado con otro mensaje.

–No sé si he hecho bien, señor -comenzó Malcolm-. Abajo, entre los forasteros que están mirando los cuadros y las habitaciones, hay un hombre que dice que le conoce a usted, y ha preguntado si era usted pariente del caballero que permite a los viajeros ver su interesante casa antigua.

–¿Y?

–Pues verá, señor, le he dicho que sí. Y entonces me ha preguntado si se encontraba usted en la casa en estos momentos.

Randal abrevió la historia del criado:

–Y tú has dicho que sí otra vez, y él te ha dado su tarjeta. Déjamela ver.

Malcolm sacó la tarjeta, y enseguida recibió instrucciones para hacer subir al caballero. Su nombre tenía que ver con la cena en el club social de Londres: Capitán Bennydeck.

CAPÍTULO XIX

EL CAPITÁN

El terso cutis que el capitán había tenido en su juventud estaba ahora curtido por el viento y la lluvia; su negra barba tenía ya algunos mechones grises, y su pelo había entrado en el indisimulable proceso de retirarse paulatinamente de su ancha frente.

No pasaba de la estatura media, pero su figura flaca estaba bien conservada. Emanaba un halo de fortaleza y poderío, quizás duramente puestos a prueba en algún momento del pasado. A pesar de que aparentaba más edad de la que en realidad tenía, todavía era, físicamente hablando, un hombre atractivo. Su mirada reposada tenía una expresión triste y cansada. Sólo adoptaba una mayor luminosidad cuando sonreía. En esas ocasiones, ayudado por este cambio y por su actitud sencilla y seria, su mirada decía mucho de él sin necesidad de que hablara.

Los hombres y las mujeres que, por ejemplo, se habían refugiado de la lluvia en algún portal junto al capitán Bennydeck, enseguida se sentían irresistiblemente tentados a charlar con él. Y, cuando el cielo se aclaraba, la mayoría se llevaban la misma impresión favorable de este hombre: "Es la clase de caballero con el que me gustaría encontrarme otra vez".

Si bien el capitán todavía guardaba alguna duda sobre qué clase de recibimiento iba a darle Randal, las primeras palabras de bienvenida de éste lo tranquilizaron en cuanto entró en el salón.

–Me alegra saber que guarda usted un recuerdo de mí tan bueno como el que yo guardo de usted -dijo el capitán Bennydeck cuando Randal le estrechó la mano.

–Puede estar seguro de que así es -dijo Randal.

El capitán, que era un hombre modesto, todavía tenía sus dudas.

–Verá, es que las circunstancias estaban un poco en mi contra. Nos conocimos en una cena muy aburrida, entre hombres mundanalmente tediosos, que sólo provocaban bostezos con tanto hablar de sí mismos. Todo era: "yo hice esto", y "yo dije aquello". Todos los caballeros que había en esa cena lo habían hecho siempre todo bien. Y los que no estaban, todo lo habían hecho mal. ¡Y qué decir de cuando empezaron con la política: cómo alardeaban de lo que habrían hecho ellos si fueran el primer ministro! ¡Y qué difícil era complacerles en el tema del vino! ¿Recuerda que me recomendó usted que pasara mis vacaciones en Escocia?

–Lo recuerdo perfectamente. Y debo reconocer que mi consejo fue egoísta. En verdad, lo que yo quería era verle de nuevo.

–¡Y ha visto usted cumplirse su deseo, en casa de su hermano! Y todo gracias a la guía de viajes que llevo conmigo. Primero vi su apellido, y luego continué leyendo y me enteré de que en Mount Morven había cuadros, y a los desconocidos les estaba permitido verlos. A mí me gusta mucho la pintura. Así que aquí me tiene.

Randal se acordó en ese momento de los dueños de Mount Morven.

–Me gustaría poder presentarle a mi hermano y a su esposa -dijo-. Pero desgraciadamente, la única hija que tienen está enferma.

El capitán Bennydeck se puso de pie enseguida.

–Lamento mucho haberle molestado -comenzó. Su nuevo amigo lo hizo sentarse de nuevo con un empujoncito y sin ningún ceremonial.

–Al contrario, no podía haber llegado usted en mejor momento, justo cuando la incertidumbre ha llegado a su fin. El doctor nos acaba de decir que la vida de la pobrecita niña ya no corre ningún peligro. Puede imaginarse lo contentos que estamos todos.

–¡Oh, ya pueden ustedes agradecérselo a Dios! – el capitán dijo esas palabras para sí mismo, con la voz temblorosa.

Randal se sintió avergonzado por un momento, y no lo pudo ocultar. Acababa de conocer otra faceta del carácter del capitán Bennydeck. Este se lo quedó mirando, se dio cuenta de lo que estaba pensando Randal, y volvió al tema de sus viajes.

–¿Se acuerda usted de cuando era pequeño y se iba de vacaciones, y luego tenía que volver al colegio? – le preguntó con una sonrisa-. Pues ahora que tengo que marcharme de Escocia y volver a Londres a trabajar, me pasa un poco eso mismo. Me cuesta decidir qué admiro más: si su hermoso país, o las gentes que lo habitan. He tenido unas conversaciones muy agradables con sus vecinos más pobres. Lo único que me habría gustado es que fueran un poco más respetuosos con sus obligaciones religiosas.

Era la primera vez que Randal oía a algún viajero hacer semejante objeción.

–Los hombres y las mujeres de las Tierras Altas son gente muy noble -dijo-. Si los conociera usted tan bien como yo, se daría cuenta de que son personas muy religiosas. Lo que pasa es que a ojos del forastero, no resulta tan notoriamente visible (iba a decir tan agresivamente notorio) como ocurre con el sentimiento de devoción que existe en las Tierras Bajas escocesas. Razas diferentes, temperamentos diferentes.

–En fin -añadió el capitán, serio y amable-, son almas que hay que salvar. Si yo les enviara a estas pobres gentes unos cuantos ejemplares del Nuevo Testamento, traducido a su propio idioma, ¿cree que aceptarían mi regalo?

A estas alturas, Randal empezó a sentir una enorme curiosidad por saber más acerca de esta desconocida faceta del capitán Bennydeck. Reconoció que le resultaba sorprendente observar que alguien pudiera interesarse tanto por unas gentes desconocidas. AI capitán, a su vez, le sorprendió que Randal sacara esa impresión de sus últimas palabras.

–Lo único que hago es intentar hacer el bien allá donde voy -respondió.

–Sin duda, debe llevar usted una vida muy feliz -dijo Randal.

El capitán Bennydeck se quedó mirando al suelo. La melancolía recorrió su rostro como una sombra. Sin necesidad de grandes palabras, volvió a poner a Randal en su sitio.

–No, señor.

–Discúlpeme -rogó el joven-, se lo he dicho sin pensar.

–Se equivoca usted conmigo -explicó el capitán-, pero la culpa es sólo mía. Mi vida es una penitencia por todos mis pecados de juventud. Mi último viaje fue una expedición al mar polar. Nuestro barco chocó contra el hielo. Caminamos con la esperanza de encontrar el lugar más cercano habitado por el hombre. Pero fue una lucha desesperada; de hombres muriendo de hambre, pudriéndose por culpa del escorbuto; una lucha contra las despiadadas fuerzas de la Naturaleza. Uno tras otro, mis camaradas fueron cayendo al suelo, y muriendo. Cuando llegó la expedición de rescate, de veinte hombres sólo quedábamos tres. Uno de ellos murió durante el viaje a casa; el otro vivió para llegar a su hogar y quedarse en la cama de por vida, rodeado de su esposa y sus hijos. Y el que queda, de esa banda de mártires de una causa desesperada, tan sólo vive para hacerse merecedor de la misericordia de Dios; e intenta hacer mejores y más felices cada día a los hijos de Dios; y que éstos se hagan cada día más merecedores de un mundo que está por venir.

Randal era un hombre bueno, y comprendió la sinceridad de Ias palabras del capitán.

–¿Puedo estrecharle la mano, capitán? – dijo.

Se dieron las manos en silencio.

Después, fue el capitán Bennydeck quien habló primero. Se sentía perturbado por una modesta desconfianza en sí mismo, aquélla que los hombres de alma noble y valiente están más expuestos a experimentar que los que no tienen esas cualidades. Se sintió exactamente igual que la primera vez que se había hallado en presencia de Randal.

–Espero que no me tome por un presumido -comenzó diciendo-. No es nada frecuente que hable tanto de mí como he hecho con usted.

–Nada me gustaría más que seguir escuchándole -replicó Randal-. ¿No podría usted aplazar su vuelta a Londres un día o dos?

Aquello no era posible de ninguna manera. El sentido ineludible del deber llamaba al capitán.

–En la ciudad tengo más posibilidades de encontrar a gente desconocida que se interese por lo que tengo que predicarles -dijo, refiriéndose sarcástica y complacientemente a los habitantes de las Tierras Altas.

–¿Y siempre es gente a la que no conoce? – preguntó Randal-. ¿No se ha encontrado nunca por accidente con alguna persona conocida?

–Todavía no. Pero puede ocurrir a mi vuelta.

–¿Por qué lo dice?

–Por lo que le voy a contar. He estado buscando a una pobre muchacha que ha perdido a su padre y a su madre. Me temo que la han dejado sola en este mundo. Su padre era un buen amigo mío; fue oficial de la Armada, igual que yo. Hace tiempo contraté a un detective, que no logró encontrarla. Ahora, ese mismo detective me escribe para contarme que tiene motivos para creer que la muchacha ha encontrado trabajo de maestra en una escuela de los arrabales de Londres; y yo voy a regresar allí (entre otros motivos) para ver si puedo seguir yo mismo esa pista. ¡Adiós, amigo! ¡De veras que siento tener que marcharme!

–La vida está hecha de despedidas -respondió Randal.

–Y de encuentros -le recordó sabiamente el capitán-. Cuando vaya usted a Londres, siempre que quiera puede preguntar por mí en el Club.

Deseándose mutua y sinceramente toda la suerte del mundo, Randal acompañó al capitán Bennydeck hasta la puerta. Luego, mientras regresaba al salón, no pudo evitar pensar en la insistente búsqueda de la muchacha perdida que se había propuesto el capitán.

¿Iba el bueno del capitán a encontrarla? Parecía una pregunta banal, pero aún así Randal no lograba eludir la cuestión. Tuvo la tentación de reírse de su propia ocurrencia, pero de repente tuvo una idea. ¿Qué le había contado su hermano acerca de la señorita Westerfield? Ella era hija de un oficial de la Armada; ella había sido maestra de escuela. ¿Era realmente posible que Sydney Westerfield fuese la muchacha que estaba intentando encontrar el capitán Bennydeck? Randal abrió la ventana que daba al camino de delante de la casa. ¡Demasiado tarde! El carruaje que había traído al capitán hasta Mount Morven se había perdido en el horizonte.

La otra posibilidad que tenía, era mencionarle el nombre del capitán Bennydeck a Sydney, y dejarse guiar por el resultado de esa revelación.

Mientras se acercaba a la campanilla para mandar a buscar a la institutriz, oyó que la puerta de detrás suyo se abría. La señora Presty había entrado en el salón (al parecer) para hablarle a Randal sobre algún asunto que tal vez podía ser de su incumbencia.

CAPÍTULO XX

LA SUEGRA

A pesar de que a Randal le había impresionado mucho el capitán Bennydeck, las primeras palabras de la señora Presty le hicieron olvidarse de todo. Le preguntó si tenía algún mensaje para su hermano.

Randal miró inmediatamente el reloj.

–¿Catherine no ha enviado a nadie a la granja todavía? – preguntó asombrado.

La señora Presty parecía no poder dejar de pensar en su hija.

–¡Ay, pobre Catherine! ¡Tener que pasar todos estos nervios al mismo tiempo que cuida de su hija! Una noche tras otra sin poder pegar ojo, una noche tras otra torturada por la incertidumbre. Pero como siempre, su anciana madre nunca la defrauda, y como es lógico me he hecho cargo de todas las tareas domésticas, hasta que se mejore.

Randal lo intentó de nuevo:

–Señora Presty, ¿me está usted diciendo que, después de las instrucciones tan claras que ha dado Herbert, nadie ha enviado todavía a ningún recadero a la granja?

Al oír el nombre de su yerno, la señora Presty alzó su venerable cabeza.

–No veo necesidad de tener tanta prisa -respondió enfadada- después del modo brutal en que Herbert se ha portado conmigo. Ponte en mi lugar, y trata de imaginarte cómo te sentirías si alguien te dijera que cerraras el pico.

Randal no quiso perder ni un segundo más con una mujer que hacía oídos sordos a cualquier reproche. Sintiendo la necesidad de introducir otro tema que resultara más agradable, preguntó dónde podía encontrar a su cuñada.

–He llevado a Catherine al jardín -anunció la señora Presty-. El doctor mismo lo ha recomendado. No, mejor dicho, lo ha ordenado. Teme que si Catherine no hace ejercicio y respira un poco de aire fresco, la siguiente en caer enferma sea ella.

Randal aconsejó a la señora Presty que, en interés de la propia Catherine, debía enviar un mensaje a través del recadero al señor Linley, explicándole que la señora Linley no tenía la culpa de la inexcusable demora que se había producido. Sin decir una sola palabra más a la señora Presty, salió de la habitación a toda prisa. Ella, mujer inveteradamente desconfiada donde las haya, le dijo que esperara un momento. Quería saber a dónde iba, y por qué con tanta prisa.

–Voy al jardín -respondió Randal.

–¿Para hablar con Catherine?

–Sí.

–Puedes ahorrarte el viaje, querido Randal. Catherine volverá dentro de un cuarto de hora, y antes de subir arriba pasará por esta habitación.

¡Para la señora Presty no era importante un cuarto de hora! Pero para Randal sí, de manera que salió resuelto hacia el jardín.

Su determinación hizo sospechar a la señora Presty, como era habitual en ella. Llegó a la conclusión de que la intención de Randal era poner a su hija en contra suya, y viceversa. Lo único que podía hacer en este caso era seguirle de inmediato. La inquieta viejecita salió corriendo de la habitación, con la convicción de que, después de todo, a lo mejor la Maldición de la familia ¡era el mismísimo Randal Linley!

Los dos habían tomado el camino más corto para llegar al jardín: a través de la biblioteca; luego por el pasillo, y finalmente por el tramo abovedado de escaleras desde el cual se podía salir directamente de la casa. De las dos puertas que había en el salón, una, la de la izquierda, daba a las escaleras principales y al vestíbulo; y la otra, la de la derecha, permitía el acceso a las escaleras traseras y a la entrada lateral de la casa, que tanto utilizaban los criados como los miembros de la familia que tenían prisa por salir.

Apenas se había vaciado el salón, cuando alguien abrió de repente la puerta de la derecha. Herbert Linley entró con el paso acelerado y vacilante. Cogió la silla que le quedaba más cerca y se dejó caer sobre ella, rendido por el nerviosismo y la fatiga.

Había venido al galope desde la granja, aterrorizado por el inexplicable retraso en la llegada del mensajero de la casa. Incapaz de soportar durante más tiempo el sufrimiento y el desconsuelo que le provocaba la incertidumbre, había decidido regresar para enterarse personalmente de lo que estaba sucediendo. Tal como él lo interpretaba, la negligencia en el cumplimiento de las instrucciones que había dado sólo podía deberse a que la última posibilidad de salvar a la niña había fallado y su esposa había tenido miedo de contarle la terrible verdad.

Permaneció sentado unos segundos, y después se levantó y se dirigió a la biblioteca.

Allí tampoco había nadie. Cerca de él estaba la campanilla. Levantó la mano para llamar, pero finalmente no lo hizo. A pesar de que era un hombre valiente, Herbert sintió miedo ante la idea de llamar a un criado y que éste le dijera que la niña había muerto.

El tiempo que permaneció en esa situación, solo y sin saber qué hacer, es algo que no recordaría después, al rememorar aquel momento. Todo lo que sabía era que en un instante dado oyó un sonido proveniente del salón. Se trataba simplemente del ruido de una puerta abriéndose.

El sonido provenía del lado de la habitación que estaba más cerca de la escalera del vestíbulo, y por lo tanto la más próxima a los dormitorios.

Alguien había entrado en el salón. Poco importaba que fuera un sirviente o un miembro de la familia: la cuestión era que por fin podría enterarse de lo que había sucedido durante su ausencia. Descorrió las cortinas de la entrada de la biblioteca, y miró.

Era una mujer. Estaba de pie y de espaldas a la biblioteca, cogiendo una capa que había sobre una silla. Al sacudir la capa, antes de ponérsela, cambió de posición. Herbert le vio la cara: la que no habría de olvidar jamás hasta el último día de su vida. Era Sydney Westerfield.

CAPÍTULO XXI

LA INSTITUTRIZ

Linley todavía dispuso de un instante para poder retirarse de nuevo a la biblioteca, y así evitar a tiempo que Sydney se diera cuenta de su presencia. Pero ni siquiera fue capaz de desearlo. El dolor y la incertidumbre le habían quitado la rapidez mental que posibilita que entre el pensamiento y la acción discurra tan sólo un breve momento. Permaneció indeciso, dudando durante unos segundos. Y entonces fue cuando ella alzó la mirada y vio a Herbert.

A Sydney se le escapó una ahogada exclamación, y se le cayó la capa de las manos. No sabía qué hacer. No sabía qué decir. Simplemente se quedó clavada al suelo.

Randal trató de dominarse. Sin ser apenas consciente de lo que estaba diciendo, solamente logró que sus disculpas parecieran las propias de un desconocido:

–Siento haberla asustado; no sabía que estaba usted en esta habitación.

Sydney le señaló con el dedo la capa tirada sobre el suelo, y el sombrero, que permanecía sobre una silla cercana a ella. Herbert, que cornprendió enseguida que Sydney estaba a punto de marcharse, sintió la necesidad de retenerla.

–Me alivia mucho poder verla -le dijo- antes de que se vaya. Se sentía ¡aliviado! al verla. ¿Por qué? ¿Qué significaba esa extraña palabra?, ¿por qué se sentía aliviado al verla? Sydney se Ievantó, y le hizo precisamente esas preguntas.

–Prefiero -respondió él-, que sea usted quien me comunique la mala noticia, antes que un criado.

–¿A qué mala noticia se refiere? – preguntó ella, sin salir de su asombro.

Herbert no pudo contenerse por más tiempo, y finalmente dejó salir todo el dolor que había en su interior. Sintió que se ahogaba: estaba perdiendo el convulsivo pulso que todo hombre mantiene contra sus propias lágrimas.

–Mi pobrecita niña -dijo con voz entrecortada-. ¡La única que tengo!

Sydney se olvidó al instante de todo cuanto antes le había podido parecer vergonzoso de aquella situación. Se acercó a él y, sin ningún temor, le puso suavemente la mano sobre el brazo.

–¡Oh, señor Linley, qué terrible error estamos cometiendo!

Sus oscuros ojos se posaron sobre ella con una expresión de pesadumbre e incerteza. Había oído sus palabras, y tenía miedo de creerla.

Ella sintió una angustia tan grande, y una autocompasión tan ciega, que dijo sin pensar:

–La niña, solamente oírme, me ha reconocido enseguida. Ahora la recuperación de Kitty es sólo una cuestión de tiempo.

Se echó hacia atrás; la expresión de su cara cambió ligeramente.

Las argucias de la señora Presty, habían dado resultado. Si en ese momento Linley hubiese dicho lo que pensaba, su argumentación habría sido probablemente ésta: "¡Y Catherine no me lo dijo!” ¡Con qué amargura pensaba ahora en la mujer que le había dejado en la incertidumbre! ¡Y cuán agradecido le estaba a la mujer que lo había aliviado de la más pesada de las cargas que había sentido jamás!

Sin sospechar la gratitud que en ese momento Linley sentía por ella, Sydney creyó que en su falta de discreción había obrado con una terrible torpeza.

–¡Qué desconsiderada, qué cruel he sido! – dijo-, debería haber tenido más cuidado antes de darle la buena noticia! ¡Ay, por favor, perdóneme!

–¿Tú, desconsiderada?, ¿tú, cruel? – ante el simple hecho de que Sydney pudiera hablar de ese modo de sí misma, él reaccionó acordándose de todo cuánto le debía a la mujer que tenía delante. Y no pudo contenerse por más tiempo. Se acercó a Sydney, y cubrió sus manos de besos en señal de agradecimiento.

–¡Querida Sydney! ¡Querida Sydney, qué buena eres!

Ella se apartó de él. No lo hizo bruscamente, como para no parecer ofendida. Su fino sentido de la inteligencia penetró en el significado de esos inofensivos besos: era solamente un irrefrenable estallido de alivio, un gesto sustitutivo de aquello que Herbert no podía expresar con palabras.

Pero Sydney habló de otras cosas. Le contó al señor Linley cómo su esposa había ordenado que pusieran caballos de refresco en el carruaje. Y que solamente faltaba el visto bueno del doctor para que ella pudiera regresar inmediatamente a casa de la señora MacEdwin.

Sydney se dio la vuelta para coger la capa. Linley se interpuso en su camino.

–No puedes abandonar a Kitty -dijo, de modo imperativo.

Una sonrisa apagada iluminó la cara de Sydney por un instante.

–Kitty se ha quedado dormida. Está en un sueño dulce y sereno. Así que creo que yo ya he cumplido con mi misión. La niñera está junto a la cama de su hija, y la señora Linley ha salido pero enseguida estará con la pequeña.

–No te vayas. Espera un poco -rogó-. Hacía tanto tiempo que no nos veíamos.

El tono con que él hablaba le hizo ver a Sydney que lo mejor que podía hacer era insistir en marcharse mientras su decisión fuera firme.

–Yo ya he acordado con la señora MacEdwin -comenzó- que si todo iba bien…

–Olvídate de la señora MacEdwin -la interrumpió él-; solamente dime si eres feliz.

Ella no respondió a esa pregunta.

–El doctor no ve ningún peligro en que me vaya durante unas horas. La señora MacEdwin se ha ofrecido para enviarme de nuevo por la tarde. Me quedaré a dormir con Kitty.

–No tienes buen aspecto, Sydney. Estás pálida y pareces fatigada. No eres feliz.

Ella comenzó a temblar. Por segunda vez, se dio la vuelta y quiso coger su capa. Por segunda vez, él se interpuso.

–No, todavía no -dijo el señor Linley-. No sabes lo desdichado que me siento de verte tan triste. Aún recuerdo los tiempos en que eras la criatura más feliz del mundo. ¿Te acuerdas tú también?

–¡No me pregunte eso! – fue lo único que pudo contestar.

Él la miró, y suspiró.

–Es terrible ver cómo estás malgastando tu juventud de un modo tan triste, entre desconocidos.

El nerviosismo de Linley iba en aumento. Finalmente, clavó en ella una mirada perturbada y llena de ansiedad. La joven tomó la firme decisión de hablarle con frialdad. Se dirigió a él como al "señor Linley", y se despidió.

Fue inútil. Él se puso delante de la puerta y no la dejó pasar. No hizo el menor caso de lo que Sydney había dicho: como si no lo hubiera escuchado.

–Ni un solo día -reconoció- he dejado de pensar en ti.

–¡No debería decir eso!

–¡Sí, ojalá pudiera contenerme! Pero tu sola presencia…

Ella, enfadada, le hizo una última petición.

–¡Por el amor de Dios, alejémonos el uno del otro ahora y para siempre!

A partir de ese momento, él comenzó a hablarle de un modo inequívocamente tierno, y con un lenguaje y un tono hechos para derribar las murallas que Sydney había levantado, provocando en ella un sentimiento de pena.

–¡Ay, Sydney, es tan difícil despedirse de ti!

–Déjeme -exclamó ella con pasión-. ¡No sabe cuánto me está haciendo sufrir!

–Sí que lo sé, mi vida, ¡porque yo también sufro! Solamente me gustaría saber si, alguna vez, tu has sentido por mí lo mismo que yo por ti.

–¡Herbert, por favor!

–¿Has pensado alguna vez en mí desde que nos separamos?

Sydney había luchado contra sus propios sentimientos y contra los de él. Pero en ese momento, ya no pudo resistir más. Desesperada, pero con arrojo, no dudó en decir la verdad:

–¡No pienso en otra cosa! Soy una miserable, y no he sabido ser agradecida después de todo el cariño que me habéis ofrecido. No me merezco que te preocupes por mí. Ni siquiera merezco tu piedad. Trátame como me merezco: échame de esta casa; ¡ten piedad de esta miserable criatura cuya vida ya tan sólo significa un interminable esfuerzo por olvidarte!

Herbert, enloquecido por la voz y la mirada de Sydney, la sentó sobre sus piernas y la abrazó. Ella luchó en vano para soltarse.

–¡Oh, Dios mío! – murmuró-, ¡qué brusco eres! Cariño, recuerda lo joven que soy, lo débil que soy. ¡Ay, Herbert! ¡Me muero, que me muero, me muero! – su voz se fue haciendo cada vez más lánguida; su cabeza se apoyó sobre el pecho de Herbert. Levantó la mirada y le susurró palabras de amor. Él la colmó de besos.

Las cortinas de la entrada de la biblioteca se abrieron silenciosamente. Sin que nadie oyera sus pasos, Catherine Linley cruzó el umbral y entró en la habitación.

Permaneció durante un instante quieta y silenciosa, horrorizada.

Luego, sin hacer el menor ruido, avanzó hacia ellos. Vaciló unos segundos, pero finalmente se acercó a su esposo y alzó la mano sobre él con la intención de tocar su hombro para advertirle de su presencia. Pero cambió de opinión, y tocó a Sydney.

Entonces, y sólo entonces, se dieron cuenta de que habían sido descubiertos.

Todo lo que en el pasado había unido a estas tres personas se acababa de hacer añicos en ese instante. Se miraron. Fue Herbert quien rompió el silencio.

–Catherine…

Con una mirada quieta, transparente y de infinito desprecio, su esposa le hizo callar:

–¡No digas nada!

Pero él no quiso callar.

–Yo soy el único culpable.

–No te molestes en encontrar una excusa -respondió ella-. No me hace ninguna falta. Herbet Linley: la mujer que una vez fue tu esposa, ahora te desprecia.

Luego miró a Sydney Westerfield.

–Y a ti quisiera decirte una última cosa. Mírame a la cara, si es que te atreves.

Sydney levantó la cabeza. Encaró a la ultrajada mujer con una mirada ausente, como si estuviera viéndola en sueños.

La señora Linley tuvo que hacer un gran esfuerzo para seguir dominándose. Situada entre su marido y la institutriz, continuó hablando:

–Señorita Westerfield, ha salvado usted la vida de mi hija -hizo una pausa sin dejar de mirar a la muchacha, terriblemente pálida. Señaló a su marido con el dedo, y dijo:

–¡Lléveselo!

Luego, ella salió de la habitación, y los dejó juntos.

TERCER LIBRO

CAPITULO XXII

RETROSPECTIVA

Las vacaciones de otoño habían llegado a su fin, y los turistas se habían marchado de Escocia dejándola a disposición de los escoceses.

Un día de esa melancólica estación, llegó un forastero al pueblo más cercano a Mount Morven. Sólo hasta ahí llegaban los carruajes. El forastero venía del norte y viajaba solo. Un cuaderno de dibujo y una cajita de colores formaban parte de su equipaje e indicaban su condición de artista. A la hora de cenar se puso a conversar con el camarero del hotel. Le hizo varias preguntas acerca de una pintoresca casa que había por los alrededores, lo que demostraba que el pintor era un buen conocedor de la fama de Mount Morven. Al comentarle al camarero que tenía pensado ir a visitar el viejo castillo fronterizo al día siguiente, éste respondió:

–La casa no se puede ver.

Cuando el viajero quiso saber porqué, el camarero, que era hombre de pocas palabras, sencillamente añadió:

–Silencio.

Luego se acerco el propietario con una botella de vino, y demostró ser más sociable con los forasteros. Brevemente, y en inglés, éstas (tal y como el propietario las explicó) fueron las circunstancias por las cuales Mount Morven había sido cerrado al público.

No mucho tiempo atrás, la familia se había dispersado por completo. Entre los vecinos de los alrededores no había ninguno en no lamentara tal pérdida. Ricos o pobres, todos sentían la misma simpatía por la buena de la señora Linley, que había sido tratada del modo más vergonzoso que podía uno imaginar por su marido y por una desgraciada jovencita que había trabajado como institutriz en la casa. Para decirlo claramente, los dos habían huido juntos. Alguna gente decía que se habían ido al extranjero; otros opinaban que estaban en Londres. En lo que todos coincidían, era en que el comportamiento del señor Linley resultaba del todo incomprensible. Siempre había hecho gala de un carácter excelente: era un buen terrateniente, un buen padre y un marido devoto. Y aún así, después de más de ocho años de matrimonio feliz, había decidido buscarse la ruina.

El día en que el párroco del pueblo dedicó el sermón a este tema, no logró sino atribuir esta extraordinaria explosión de vicio por parte de un hombre, hasta entonces tan virtuoso, a la posesión del diablo. Y, en este caso, utilizó la palabra "diablo" porque era el único modo discreto y clerical de poder mencionar desde el púlpito a la institutriz. El terrateniente no podía sino estar de acuerdo con el párroco. Por supuesto, después de lo que había ocurrido, era impensable que la señora Linley se quedara en la casa de su marido. Ella y su hijita, y su madre, vivían retiradas en un lugar que sólo conocía el abogado de la señora Linley, quien, siguiendo las instrucciones de ésta, se hacía cargo de la correspondencia.

Sin embargo, todavía había un miembro de la familia en quien confiar. Era el hermano pequeño del señor Linley, de quien se sabía que estaba de viaje por el Continente. Dos viejos criados cuidaban de Mount Morven. Y ésa era la historia de porqué la casa estaba cerrada.

CAPÍTULO XXIII

LA SEPARACIÓN

En una casa de madera a orillas de uno de los Lagos de Cumberland, se encontraban dos mujeres sentadas junto a la mesa del comedor. A través de la ventana divisaban un jardín que llegaba hasta las aguas del lago; y detrás de éste, un guardabotes y un muelle de madera. En el muelle, una niña estaba pescando. Cuidaba de ella una niñera. Después de varios días de lluvia, esa mañana el sol era cálido para la época del año en que estaban. La extensa sábana de agua se oscurecía y resplandecía alternativamente, según se fueran reuniendo o dispersando las nubes sobre el hermoso cielo azul.

Las dos mujeres habían terminado de desayunar. La mayor, es decir, la señora Presty, sacó la calceta y empezó a hacer punto mientras miraba en silencio a su hija. La señora Presty tenía una expresión entre angustiada e impaciente.

–¿Has vuelto a dormir mal, Catherine?

El atractivo físico de la señora Linley no era aquél que proviene de la belleza perecedera propia de la juventud y del disfrute de una buena salud. Estaba pálida y, sin embargo, sus rasgos llenos de distinción no habían perdido ni su gracia ni la simetría de sus formas. A pesar de que su aspecto era el de una mujer que había sufrido profundamente, a ojos de muchos hombres habría resultado una mujer digna de admiración, y hasta digna de ser amada.

–Últimamente es rara la noche que logro dormir bien- respondió ella con tono tranquilo.

–No te das ninguna oportunidad -repuso la señora Presty-. Mira qué mañana más bonita; ¿por qué no sales a navegar un poco por el lago? Mañana dan un concierto en el pueblo; ¿por qué no compramos entradas? Tienes que volver a disfrutar de la vida, Catherine. Precisamente ésa era la virtud que hacía de tu padre un hombre tan extraordinario. Y precisamente ésa, también, era la virtud que el señor Presty decía envidiar del señor Norman. ¡Fíjate en el vestido que llevas puesto! ¿Qué sentido tiene que una mujer de tu edad se ponga cada día esa ropa oscura? No se nos ha muerto nadie, pero tú haces todo lo posible para que todo el mundo crea que estás de luto.

–No me siento con el ánimo suficiente para llevar ningún vestido de color.

La señora Presty hizo ver que no oía ese comentario. Continuó haciendo punto, y únicamente interrumpió su trabajo en el momento en que la criada entró en el comedor con las cartas que habían llegado en el correo de la mañana. Solamente había dos, y eran para la señora Linley. Ante la falta de correspondencia para ella, la señora Presty se adueñó de las cartas de su hija.

–Una tiene la letra del abogado -anunció-, y la otra es de Randal. ¿Cuál quieres que abra primero?

–La de Randal, por favor.

La señora Presty la abrió deslizándola después por encima de la mesa hasta entregársela a su hija.

–Cualquier noticia vendrá bien contra el aburrimiento de esta casa -dijo-. Si no es algo secreto, Catherine, léela en voz alta.

No había nada secreto en la primera página.

Randal anunciaba que había llegado a Londres, después de su estancia en el Continente, y que pensaba quedarse ahí durante un tiempo. Se había encontrado con un amigo (un antiguo alto oficial de la Armada, al que se alegraba mucho de volver a ver: un hombre pudiente que utilizaba su fortuna para ayudar a sus prójimos más necesitados. En este momento se hallaba muy ocupado creando un "Hogar", según un innovador plan suyo. Y se estaba volcando con tanta devoción en la fundación de esa institución, que su doctor le había pronosticado que de seguir de ese modo no tardaría mucho en caer enfermo. Si lograba convencerle para que se tomara unas vacaciones, Randal tal vez regresaría al Continente como compañero de viaje de su amigo.

–Debe ser el amigo que conoció en el club hace tiempo -observó la señora Presty-. ¿Y bien, Catherine? Supongo que la carta dice algo más. ¿Qué pasa?, ¿malas noticias?

–Algo que ojalá Randal no hubiera escrito. Mamá, léelo tú misma, y luego olvidemos este asunto. La señora Presty leyó:

No sé nada de mi desafortunado hermano. Si crees que éste es un modo demasiado indulgente de referirme al hombre que tan vergonzosamente te ha ofendido, la única excusa que puedo ofrecerte es mi firme convicción de que en este momento ya está empezando a pagar por el crimen que ha cometido. En cierto sentido, creo que conozco a Herbert mejor que tú. Estoy convencido de que el respeto y la devoción que siente por ti no se ha perdido del todo. Se ha dejado embaucar por uno de esos enamoramientos pasajeros, de resultados desastrosos y hasta criminales, en los que los hombres suelen caer cuando se dejan llevar únicamente por sus sentidos. Eso es algo que las mujeres ni entienden ni podrán entender jamás. Temo poder ofenderte con lo que te estoy escribiendo. Pero creo que debo ser sincero, a pesar de todo. A Herbert le espera (si es que no lo está sufriendo ya) el más amargo de los arrepentimientos. No podrá sentir otra cosa cuando se encuentre atado a una mujer que no puede ni compararse contigo. Y digo esto, desde el más sincero sentimiento de lástima por la pobre muchacha, cuando pienso cuán miserable juventud ha tenido que pasar. Cómo acabará todo esto, es algo que no puedo predecir. Lo que sí puedo decirte es que yo no veo el futuro con la misma desesperanza que tú.

La señora Presty dejó la carta sobre la mesa, decidida secretamente a escribirle a Randal para decirle que guardara para sí sus convicciones acerca del futuro. Una mirada al rostro de su hija la hizo desistir de explicarle sus planes, y decidió cambiar de tema. Todavía quedaba la segunda carta.

–¿Te parece bien que miremos qué dice el abogado? – sugirió la señora Presty, abriendo el sobre.

El abogado no tenía nada que decir. Simplemente les enviaba una carta que había recibido en su oficina.

La señora Presty había pasado de sobras la edad en que ciertos sentimientos se expresan a través del sonrojo. Sin embargo, al ver la segunda carta, palideció.

La dirección estaba escrita de puño y letra de Herbert Linley.

CAPÍTULO XXIV

HOSTILIDAD

La señora Linley no había visto permanecer mucho tiempo en silencio a su madre, excepto cuando comía o dormía. Pero la señora Presty estaba ahora sumida en un profundo silencio. Su hija levantó la mirada.

Al ver la expresión en el rostro de su madre, la señora Linley enseguida se dio cuenta de que algo iba mal, y preguntó de qué se trataba.

–Mamá, me parece que alguna cosa te ha angustiado. ¿Es algo relacionado con la carta? – se inclinó sobre la mesa y miró la carta de cerca. La señora Presty le había dado la vuelta: de manera que la dirección quedaba oculta. El sobre permanecía cerrado.

–¿Por qué no lo abres? – preguntó Catherine.

La señora Presty dio una extraña respuesta:

–Estaba pensando en arrojarla al fuego.

–¿Mi carta?

–Sí, tu carta.

–Primero déjame verla.

–Es mejor que no la veas, Catherine.

Naturalmente, la señora Linley protestó.

–Me la envía mi abogado; ¿por qué no iba a poder leerla? ¿Por qué escondes la dirección? ¿Es de alguien cuya letra conocemos? – miró de nuevo a su madre, que permanecía silenciosa; reflexionó durante unos instantes, y luego pareció entenderlo todo.

–Dámela ahora mismo -dijo-. Mi marido me ha escrito una carta.

La señora Presty enarcó sus pobladas cejas en un gesto de enfado.

–¿Es posible -preguntó con tono de gravedad en su voz- que todavía estés tan enamorada de ese hombre como para que aún te preocupe lo que pueda escribirte?

La señora Linley alargó la mano para coger la carta. Su astuta madre intentó disuadirla esta vez por la vía de la persuasión.

–De acuerdo, cariño: ya que insistes, al menos déjame que sea yo quien la lea.

–De acuerdo, pero prométeme que la leerás de arriba abajo, hasta la última palabra.

La señora Presty lo prometió (no sin cierto recelo), y seguidamente abrió el sobre.

Después de leer las dos primeras palabras se detuvo, y empezó a limpiar sus lentes. ¿La estaban engañando sus propios ojos?, ¿o era cierto que Herbert Linley, el causante de la más dolorosa de las crueldades que puede causar un marido a su esposa, se estaba dirigiendo a su hija con esta expresión: "Querida Catherine"? Volvió a ponerse los lentes. Efectivamente, con esas palabras comenzaba su carta. ¿Se había vuelto loco? ¿O estaba bebido cuando la había escrito?

La señora Linley sentía ansiedad, pero se limitó a esperar sin mostrar ningún signo de impaciencia o sorpresa. Por su aspecto, no parecía que estuviera pensando en la carta de Herbert, sino en la de Randal.

–Quiero verla otra vez -y con esa sencilla explicación, volvió enseguida a la parte final de la carta de Randal, la que tanto le había ofendido al leerla por primera vez.

La señora Presty creyó saber qué era lo que estaba pasando por la cabeza de su hija.

–Tu marido te ha escrito -le dijo-, y ahora crees que tal vez merecería la pena volver a considerar la opinión de Randal, ¿no es cierto, hija?

Sin levantar la mirada de la carta, la señora Linley contestó:

–¿Por qué no empiezas? – y la señora Presty, saltándose el saludo de encabezamiento que su yerno hacía a su hija, leyó lo siguiente:

Confío en que cuando veas de qué trata esta carta, sepas perdonarme por haberla escrito. Hay algo que quiero contarte respecto a nuestra hija. A pesar de que he hecho méritos para que me tengas en la más baja estima, estoy seguro de que no me negarás que durante el tiempo que vivimos juntos mi amor por la pequeña Kitty fue un amor tan profundo como el tuyo. Sé que soy una persona malvada. Pero aún así, en mi corazón todavía queda un sentimiento de ternura para Kitty. No puedo soportar estar separado de mi hija.

La señora Linley se puso de pie. Hasta ese día había guardado alguna esperanza, alimentada por Randal, de que pronto habrían de llegar la expiación y la reconciliación. Pero después de leer la carta comprendió claramente lo que habría de suceder.

–Léela rápido -dijo-, o déjame leerla a mí.

La señora Presty continuó:

Yo, por mi parte, no deseo causarte ningún daño haciendo alusiones innecesarias a mis derechos como padre. Lo único que quiero es llegar a un acuerdo que sea igual de justo para ti que para mí. Te propongo que Kitty viva con su padre durante una mitad del año, y que vuelva junto a su madre durante la otra mitad. Te aseguro que no veo la razón por la que no pueda hacerse de este modo.

La señora Linley no pudo permanecer callada ni un segundo más. – ¿Es que no ve la diferencia -exclamó- entre su situación y la mía? ¿Qué otro consuelo me queda a mí, por el amor de Dios, qué otro consuelo me queda a mí en esta vida que mi niña? ¡Y me amenaza con quitármela seis meses al año! ¡Y encima presume que se trata de algo justo! ¿Es que los hombres no tienen vergüenza?

En circunstancias normales su madre habría tratado de tranquilizarla. Pero, mientras su hija hablaba, la señora Presty comenzó a leer en voz baja la segunda página de la carta.

Cuando vio lo escrito, se sobresaltó. Arrugó la carta y la lanzó al fuego. Pero, en vez de caer sobre el brasero, el papel cayó más abajo, sobre la ceniza. Con una agilidad asombrosa para su edad, la señora Presty atravesó la habitación para enmendar su error. Pero la señora Linley, más joven y rápida, llegó a la chimenea antes que su madre, y cogió la carta.

–¡Dice algo más! – exclamó-. Y tienes miedo de leerlo.

–¡No lo leas! – gritó la señora Presty.

Solamente quedaba una frase por leer:

Si por causa de tu amor de madre sientes alguna desconfianza, permíteme añadir una última cosa: mientras esté bajo mi techo, Kitty recibirá los cuidados de una mujer llena de amor. Sin duda recordarás el enorme cariño que sentía la señorita Westerfield por Kitty. Créeme igualmente si te digo que ahora siente más devoción que nunca por la niña.

–He intentado evitar que la leyeras -dijo la señora Presty.

La señora Linley miró a su madre con una mueca que imitaba una sonrisa.

–¡No me hubiese querido perder esto por nada del mundo! – dijo-. Me propone esta cruel separación, y espera que me someta ¡porque la querida de mi esposo siente mucho afecto por mi hija! – lanzó la carta con un furioso gesto de desprecio, para luego estallar en un histérico ataque de risa.

A su madre, cuya edad la había hecho sabia, el instinto, que no la razón, le dijo lo que debía hacer. Llevó a su hija hasta la ventana abierta, y llamó a Kitty. La niña, que estaba entretenida pescando en el lago, dejó la caña sobre las tablas. La señora Linley la observó mientras corría ágilmente sobre el pequeño embarcadero acercándose a la casa. Esa imagen logró lo que ninguna otra. El amor que sentía por su hija hizo que la enfurecida esposa se tranquilizara. La señora Presty acompañó a su hija para que se reuniera con Kitty en el jardín; esperó hasta verlas juntas, y sólo entonces regresó al comedor.

La carta de Herbert Linley estaba en el suelo, y la suegra, mujer discreta, la recogió. Ya no podía causar más daño a nadie. Y tal vez había razones para no echar al fuego la propuesta del marido.

–A menos que yo esté muy equivocada -concluyó la señora Presty-, no pasará mucho tiempo antes de que recibamos más noticias del abogado.

Guardó la carta bajo llave y se preguntó qué iba a hacer su hija después de todos aquellos acontecimientos.

La señora Linley regresó al cabo de media hora. Estaba pálida, silenciosa, y encerrada en su propio mundo.

Se sentó a la mesa y escribió una línea. Sin la menor vacilación, firmó con su nombre, y dobló el papel. Antes de que pudiera introducirlo en el sobre, la señora Presty se entrometió con una de sus clásicas injerencias.

–Supongo que esa carta es para el señor Linley -dijo-. ¿Puedo ver lo que has escrito?

La señora Linley le entregó la nota. La única frase que contenía, decía lo siguiente:

Me niego rotundamente a separarme de mi hija.

Catherine Linley

–¿Has considerado lo que puede suceder cuando reciba tu mensaje? – preguntó la señora Presty.

–No, mamá.

–¿Lo consultarás con Randal?

–Preferiría no hacerlo.

–¿Me dejarás que hable con él?

–Te lo agradezco, pero mi respuesta es no.

–¿Por qué no?

–Después de lo que Randal me ha escrito, ya no siento ningún interés por sus opiniones -y con esa respuesta puso la carta en el cajón de la correspondencia y se fue de nuevo junto a Kitty.

Tras este suceso, la señora Presty tomó la decisión de esperar a que llegara la respuesta de Herbert Linley, y de dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Comenzó a andar de un lado a otro de la habitación, deteniéndose de vez en cuando ante la ventana: pero lo que veía afuera de poco le servía para predecir el futuro. Kitty volvía a estar concentrada en su pesca, y su madre caminaba con paso lento de un extremo al otro del muelle, sumida al parecer en una profunda meditación. Ante esta llegada de nuevos acontecimientos, ¿tomaría, de entre todas las decisiones, la más difícil?