LA CONSULTA
Mañana vendré por un asunto que quiero consultarles personalmente.
Para llegar hasta Cumberland, el abogado de la señora Linley tuvo que sacrificar dos días de su preciado tiempo. No cabía la menor duda de que algo grave estaba sucediendo.
Pero, hagamos un alto en el camino. ¿Quién era este abogado?
Era el señor Sarrazín, de Lincoln's Inn Fields.
¿Era inglés o francés?
Era una curiosa mezcla de los dos países. Sus antepasados habían sido franceses que encontraron refugio en Inglaterra tras huir de las persecuciones de Luis XIV, el tirano que, manejado por el clero, había revocado el Edicto de Nantes.
Inglés de nacimiento, hombre del todo competente y cumplidor, el señor Sarrazín creía firme e irrenunciablemente que, bajo la influencia de nuestro clima y nuestras costumbres insulares, había perdido por completo su alma francesa. Por más que la vívida sangre francesa corriera por sus venas, y se manifestara con pasión precisamente en los momentos menos adecuados y en las más deplorables circunstancias, él nunca reconocía la existencia de este lado extranjero de su carácter. Su excelente ánimo; su talante simpático; su agilidad y brillantez de pensamiento (o sea, todas las cualidades que podían hacer desconfiar a los clientes ingleses, antes de conocerle mejor y de cambiar favorablemente su opinión acerca de él eran atribuidos por el señor Sarrazín a la estimulante influencia de su situación familiar y a su carrera profesional. Su esposa, inglesa de pura cepa; sus hijos, ingleses de pura cepa; sus bigotes; sus opiniones políticas; su paraguas; su banco reservado en la iglesia; su pastel de ciruelas, y su Times: todo ello lo convertía (como él mismo solía decir) en nativo de la gloriosa nación que goza con la caza del zorro y cree en el efecto benéfico de un sinfín de píldoras.
Así de espléndido era el hombre que acababa de llegar tremendamente fatigado después de su largo viaje, pero sin haber perdido por ello ni una pizca de su inigualable temperamento.
Y como muestra de su excelente humor, se sentó a la mesa a cenar. Si todavía quedaban epicúreos, el señor Sarrazín era sin duda uno de ellos. Así que cuando se encontró con que el plato que le servían para cenar era una chuleta, su ancestral sangre francesa se coaguló con la simple visión de la carne: sin embargo, el inglés de pura cepa que había en él se entregó heroicamente al plato nacional. Igualmente habría que añadir que el señor Sarrazín, por ser francés y, por tanto, hombre lleno de vida, se dio cuenta de que Kitty era su alma gemela, y le bastaron cinco minutos para hacerse amigo íntimo de la niña. Habló con ella y la escuchó como si fuera su cliente, olvidándose del motivo que le había traído de Londres. Para disgusto de la señora Presty, el señor Sarrazín, nada mas terminar la chuleta, dobló una esquina del mantel y empezó a hacer juegos malabares con los tenedores y los cuchillos. Y lo hizo con tal destreza que la pobrecita Kitty (que se aburría muy a menudo en las nuevas circunstancias de su vida) aplaudió con placer, y volvió a ser la alegre niña que había sido en otros tiempos más felices. La señora Linley, tocada en su amor y orgullo de madre, se olvidó de recordarle a este extraordinario abogado cuál era el asunto que había venido a tratar. Pero la señora Presty miró el reloj y vio que su nieta ya tendría que haberse ido a dormir hacía media hora.
–Es hora de irse a la cama -sugirió la abuela.
Sin embargo, la nieta no tenía la misma opinión.
–Oh, no, todavía no -rogó-. Quiero hablar con el señor… -habiendo oído el nombre del invitado una sola vez, y hallándose su memoria en cierto estado de desconcierto tras los juegos malabares, Kitty vaciló-. Usted es el señor Sarraceno, ¿verdad? – preguntó la niña.
–¡Casi! – exclamó el genial abogado-. Me llamo Sarrazín, pero hagamos una cosa: llámame Samuel.
–Ah, de acuerdo -dijo Kitty-. Abuela, antes de irme a dormir, quiero preguntarle una cosa a Samuel.
La abuela insistió en aplazar la pregunta hasta la mañana siguiente. Samuel quiso consolar a la niña antes de darle las buenas noches:
–Me levantaré temprano -susurró-, y antes de desayunar iremos a pescar al embarcadero.
Kitty le expresó su agradecimiento con la sinceridad que le era habitual:
–¡Oh, que simpático eres, Samuel! ¡Cómo me gustaría que vivieses aquí con nosotras! – la pobre señora Linley se rió por primera vez desde la catástrofe que había dejado deshecho su hogar. La señora Presty, sin embargo, quiso dar ejemplo. Cogió su silla, se sentó enfrente del abogado, y le dijo:
–¡Vamos a ver, señor Sarrazín!
El abogado, queriendo dar a entender que había comprendido lo que le había dicho la señora Presty, eligió una forma de expresarse ciertamente poco profesional:
–Estamos metidos en un buen lío -dijo-, y cuanto antes lo arreglemos, mejor.
–Lo único que quiero es que Kitty se quede conmigo -dijo la señora Linley-, y para ello estoy dispuesta a hacer lo que usted me ordene.
–Si, después de oír lo que le tengo que decir, realmente me hace usted caso, mi viaje hasta aquí no habrá sido en vano. En primer lugar, ¿me permitiría usted ver la carta que hace unos días tuve el honor de enviarle?
La señora Presty le dio la carta de Herbert Linley. Él la leyó con mucha atención y, al terminar, se dio un golpecito en el pecho.
–Si no fuera porque sé lo que tengo aquí -les advirtió- habría afirmado sin dudar: esta carta la ha escrito otra persona, y esa persona se llama señora Westerfield.
–¡Eso mismo pienso yo! – exclamó la señora Presty-. Y no me cabe la menor duda.
–Oh, pero no olvide usted que sí hay una gran duda respecto a eso. Y usted pensará igual que yo, en cuanto oiga lo que su cruel yerno amenaza con hacer -se volvió hacia la señora Linley-. Después de haber visto a esa guapísima amiguita mía que acaba de irse a la cama creo que ya sé cuál fue la contestación que le dio usted a su marido. Pero tal vez debería ver en qué términos se ha expresado usted en esa carta. ¿Tiene usted una copia?
–Al ser una carta tan breve, no me pareció necesario hacer una copia, señor Sarrazín.
–¿Quiere decir que recuerda lo que escribió?
–Puedo repetírsela palabra por palabra. Esta fue mi respuesta: Me niego rotundamente a separarme de mi hija.
–¿Y por toda respuesta escribió eso?
–Solamente eso.
El señor Sarrazín miró a su cliente con indisimulada admiración.
–Es la primera vez en mi dilatada experiencia -dijo-, que me encuentro con una dama capaz de escribir una carta que diga tanto en tan pocas palabras. ¡Qué gran abogada sería usted, señora Linley, si los derechos de la mujer invadiesen mi profesión!
Metió la mano en su bolsillo y sacó una carta dirigida a él.
Las dos mujeres observaron ansiosamente cómo el alegre rostro del señor Sarrazín se iba ensombreciendo poco a poco.
–Soy portador de infaustas noticias -comenzó diciendo-, y ése es el motivo por el que me embarga la inquietud. Vayamos al grano, y después olvidemos el tema lo antes posible. Aquí tengo una carta que me ha escrito el abogado del señor Linley. Si quieren seguir mi consejo, lo mejor es que les explique cuál es la esencia de su contenido y que después vuelva a introducirla en mi bolsillo. Señora Presty: dudo que una mujer esté detrás de estas instrucciones tan crueles; y, por lo tanto, dudo que una mujer esté detrás de la carta que fue la causa de tales instrucciones. Pero como les estaba diciendo, lo mejor será que vayamos al grano, pues estoy divagando. Un abogado es un ser humano: ésa es mi única excusa. Señora Linley, en dos palabras: su marido está empeñado en recuperar a la señorita Kitty, y cuando decida recurrir a la Ley ésta obrará como su humilde y fiel servidora.
–¿Quiere decir que la Ley me va a quitar a mi hija?
–Me avergüenzo, señora, sólo de pensar que vivo en el seno de la Ley; pero eso, debo reconocerlo, es exactamente lo que la Ley es capaz de hacer en este momento. Tranquilícese, se lo ruego. Llegará un día en que las mujeres les harán ver a los hombres que son ellas quienes traen al mundo a los hijos y quienes los alimentan; un día en que las mujeres no cejarán hasta demostrar que los más altos derechos son los derechos de una madre. Hasta que ese día…
–Hasta que ese día llegue, señor Sarrazín, no me someteré a la Ley.
–¡Bien dicho, Catherine! – exclamó la señora Presty-. Yo en tu caso haría exactamente lo mismo.
El señor Sarrazín escuchó pacientemente.
–Señoras mías: soy todo oídos -dijo con resignada amabilidad-. Y ahora explíquenme cómo tienen intención de hacerlo.
Las dos mujeres se quedaron mirándose la una a la otra con la expresión de quienes son conscientes de que una cosa es hablar y otra muy distinta poner en práctica lo dicho. El abogado, que tenía enorme corazón, quiso ayudarlas con una sugerencia:
–¿Acaso están planeando escapar con la niña y refugiarse en el extranjero?
La señora Linley aceptó de buen grado la insinuación.
–El primer tren sale a las siete y media de la mañana -dijo-. Podríamos llegar a tiempo de coger algún vapor extranjero que zarpara de la costa este de Escocia.
La señora Presty, sin quitarle el ojo de encima al señor Sarrazín, no estaba igual de dispuesta que su hija a tomar una decisión tan precipitada.
–Me temo -confesó-, que nuestro estimable amigo tiene algo que objetar. ¿De qué se trata?
–No pondría la mano en el fuego, señora, pero creo que el señor Linley y su abogado sospechan algo. Hablando claro, me temo que ya han contratado a espías para vigilarnos.
–¡Imposible!
–Me explicaré. Yo viajo siempre en segunda clase: además de ahorrar dinero, encuentra uno a gente con quien hablar. ¿Y qué precio hay que pagar? ¡Solamente el de tener que sentarse en un cojín duro! En el mismo compartimento viajaba una persona muy habladora, un hombre joven y listo con el pelo de un color rojo ciertamente llamativo. Cuando cogimos el carruaje desde la estación, todos los pasajeros bajaron en el pueblo excepto dos: el joven, y yo. Cuando me detuve en la verja de la casa de ustedes, el carruaje continuó unas yardas, y dejó a mi compañero de viaje en la posada. Debo confesarles, señoras mías, que, por defecto profesional, soy una persona astuta. No llamé a su puerta enseguida, sino que esperé; y cuando estuve seguro de que nadie podía verme crucé la carretera, fui hasta la posada y eché un vistazo desde fuera. Esta noche hay luna llena. Fui con mucho cuidado. El joven no me vio, pero yo vi una cabeza con el pelo rojo como el fuego, y un par de ojos azules y afables detrás de una de las persianas: justamente la de la ventana que tiene las mejores vistas de la verja de esta casa. ¡Simple suspicacia, dirán ustedes! No voy a negarlo, pero aun así tengo mis razones para seguir sospechando. Antes de partir de Londres, uno de mis amanuenses me siguió apresuradamente hasta la estación del ferrocarril, y me atrapó en el momento en que ya me disponía a subir al vagón: "Acabamos de enterarnos de algo", me dijo. "A usted y a la señora Linley les van a echar las cuentas". Con su permiso: echarle las cuentas a alguien significa, en el lenguaje detectivesco inglés, tomar la decisión de vigilarlo. Por supuesto, es posible que mi amanuense estuviera mal informado. Y que mi compañero de viaje haya hecho todo el trayecto desde Londres simplemente para maravillarse con el paisaje de Cumberland desde la ventana de una posada. ¿Qué opinan ustedes?
Sin duda resultaba más fácil cuestionar la Ley que las conclusiones del señor Sarrazín.
–Supongamos que decido viajar al extranjero, y llevarme a mi hija conmigo -insistió la señora Linley-. ¿Quién puede impedírmelo?
A regañadientes, el señor Sarrazín le recordó a la señora Linley que el padre tenía derecho a impedírselo.
–Ninguna persona, ni siquiera la madre, puede quitarle a un padre la custodia de su hija -dijo-, excepto con el consentimiento del propio padre. Su autoridad es la autoridad suprema.
–A menos que se dé la circunstancia de que la Ley le haya despojado de ese privilegio, otorgándoselo expresamente a la madre -interrumpió la señora Presty.
–¡Ajá! – exclamó el señor Sarrazín, revolviéndose en su silla y observando a la señora Presty con una mirada sutil-. Fíjese en su madre: ella ya se ha dado cuenta de adonde quiero ir a parar.
–Me he dado cuenta de más de lo que usted imagina -contestó la señora Presty-. Por lo que sé del carácter de mi hija, tengo que decirle que, más pronto que tarde, se hallará usted en una situación delicada.
–¿A qué se refiere, señora?
En los tiempos de la señora Presty, las personas se valían a menudo de metáforas para expresar sus opiniones. Al pedirle el señor Sarrazín que se explicara, ella lo hizo con ese recurso, convencida y satisfecha de su hallazgo literario.
–Nuestro erudito amigo aquí presente, mi querida Catherine, me recuerda a un viajero explorando un pueblo desconocido. Dobla una esquina, con la confianza de que ésta le recompensará con la aparición de algún lugar grato; pero, en lugar de eso, se topa con un callejón sin salida o, como dicen los franceses (yo hablo correctamente el francés), en un cul de sac. ¿Me explico claramente, señor Sarrazín?
–Señora, no entiendo absolutamente nada de lo que me está diciendo.
–¡Pues sí que es extraño! Tal vez me he dejado llevar demasiado lejos por mi gran imaginación. Déjeme que intente explicárselo más claramente.
–Déjeme decirle antes que la mía ve proféticamente lo que va a hacer usted, y le desea sinceramente lo mejor: es decir, que abandone esa idea. Y ahora, le ruego que continúe.
–Y yo le ruego que hable con más claridad que mi madre -añadió la señora Linley-. Si no he entendido mal lo que acaba usted de decir, existe una Ley que, al fin y al cabo, me puede otorgar la custodia de mi hija. No me importa cuánto dinero cueste: quiero que se aplique esa Ley.
–Si me lo permite, antes quisiera saber -convino el señor Sarrazín- si se mantiene usted firme en su decisión de no darle la menor oportunidad a su marido en este asunto de Kitty.
–Completamente.
–Si me lo permite, una última cuestión: he oído que su boda se celebró en Escocia. ¿Es eso verdad?
–Sí.
El señor Sarrazín mostró una vez más su carácter escasamente profesional. Aplaudió y exclamó ¡Bravo! como si estuviese en el teatro.
La señora Linley lo vio en ese momento todo más claro: ahora entendía por qué el abogado se mostraba tan eufórico:
–¡Qué tonta soy! – exclamó-. Hay una cosa que llaman "incompatibilidad de caracteres", y el marido y la esposa van al abogado y firman un papel y prometen no molestarse más el uno al otro mientras vivan. Y lo tienen que cumplir así tanto en Escocia como en Inglaterra. A eso se refiere usted, ¿verdad?
El señor Sarrazín creyó conveniente adoptar de nuevo su actitud más profesional.
–No, desde luego que no, señora -dijo-. Yo no sería digno de su confianza si no pudiera proponerle nada mejor que eso que usted dice. El único modo en que usted se puede asegurar la completa custodia de la pequeña Kitty es con la ayuda de un juez…
–Consígala inmediatamente -le interrumpió la señora Linley.
–Y solamente puede convencer al juez para que la escuche -procedió el señor Sarrazín- de una manera. Reúna todo su valor, señora, y pida usted el divorcio.
Se produjo un súbito silencio. La señora Linley se levantó temblando, como si delante suyo tuviese, no al bueno del señor Sarrazín, sino al mismísimo diablo.
–¿Has oído eso? – le dijo a su madre.
La señora Presty respondió con una simple inclinación.
–¡Piensa en el escándalo!
La señora Presty respondió con otra inclinación.
El abogado vio que había llegado su oportunidad.
–Bueno, señora Linley -preguntó-, ¿qué me dice usted?
–¡No, jamás! – esa fue su categórica respuesta y, anticipándose a cualquier intento de persuasión por parte de su madre o del abordo, salió de la habitación. Las dos personas que se quedaron en ella, sentadas la una frente a la otra, tenían opiniones bien distintas.
–No lo hará, señor Sarrazín.
–Lo hará, señora Presty.
LA DECISIÓN
El aire permanecía inmóvil; la perezosa niebla dormía en la orilla más alejada del lago. Solamente asomaban los oscuros picos de las montañas, como sombras derramadas por la mismísima tierra sobre un cielo gris y apagado. Más al alcance de la mano, las aguas del lago mostraban una superficie opaca; ningún pájaro volaba en medio de esta apagada calma; no había ningún insecto que tentara a los peces a saltar del agua. De vez en cuando, una solitaria hoja olvidada por el otoño en alguno de los árboles de la orilla caía silenciosamente y moría. No pasaba ningún coche por la desierta carretera; del pueblo no provenía ni una sola voz; de las chimeneas salían rectas trenzas de humo, y su vapor se perdía en el nublado cielo. El único sonido que perturbaba la espesa calma de la mañana, era el ruido de las pisadas del abogado, que andaba de un extremo al otro del embarcadero. Pensó en Londres y en el incesante tráfico de sus calles, y en el rugido del ir y venir de sus gentes, y se dijo a sí mismo, con la rotunda convicción del hombre que se ha criado en un pueblo: "¡Qué lugar tan miserable!"
Anduvo y desanduvo el embarcadero por quincuagésima vez. Y por quincuagésima vez miró con desagrado las melancólicas aguas del lago. En ese instante, desde el jardín, una voz gritó su nombre.
Kitty permanecía de pie detrás de la verja, con una caña de pesar en cada mano. A un lado de su cuerpecito llevaba una cajita de hojalata colgada con una correa; y al otro lado, una cesta. Cargada con todos esos impedimentos, pidió ayuda. Susan le había abierto la puerta de la casa, y ahora Samuel tendría que abrirle la puerta de la verja. La niña se sorprendió agradablemente al ver que a su amigo se le había enrojecido la nariz con la desapacible mañana. Y le enseñó la suya, como queriéndole mostrar su perfecta simpatía respecto a esa circunstancia. Kitty, presintiendo que su confianza en los conocimientos y la experiencia del señor Sarrazín como pescador era un error, le entregó las cañas de pescar.
–Tengo los dedos fríos -dijo-. Pon tú los cebos.
Él miró a su joven amiga con callada perplejidad. Y ella señaló la cajita de hojalata.
–Aquí hay mucho cebo, Samuel; el que mejor va son las queresas -el señor Sarrazín echó una ojeada al interior de la cajita con indisimulado disgusto; y Kitty hizo un inesperado descubrimiento.
–Parece como si no supieras nada -dijo. Y Samuel contestó cordialmente:
–¡Nada de nada! – al cabo de cinco minutos, Samuel estaba al lado de su joven amiga, con el cebo puesto en el anzuelo, con su hilo en el agua y con rigurosas instrucciones de no quitarle la vista de encima al corcho ni por un segundo. Comenzaron a pescar.
Kitty miró a su compañero, y luego apartó la mirada en silencio. Tratando de animarla a hablar, el bueno del abogado hizo alusión a lo que ella había dicho antes de acostarse.
–Anoche querías preguntarme algo -le recordó-. ¿Qué es?
Sin ningún preliminar que pudiera prevenirle, Kitty respondió:
–Quiero que me expliques qué ha sido de papá, y por qué Syd se ha marchado y me ha dejado. Tu sabes quién es Syd, ¿verdad?
La única alternativa que le quedó al señor Sarrazín fue alegar su ignorancia al respecto. Mientras Kitty le aleccionaba sobre quién era la institutriz, el abogado tuvo tiempo de considerar qué era lo mejor que podía decirle a la niña. El resultado añadió una más a la lista de oportunidades que el señor Sarrazín había perdido a lo largo de su vida.
–Mira -continuó la niña con tono grave-, tú eres listo y has venido a ayudar a mamá. Lo sé porque me lo ha dicho mi abuela. Pero no me ha querido explicar nada más. No me mires a mí: mira a tu corcho. Mi papá se ha ido y Syd me ha dejado sin decirme ni adiós, y hemos vendido nuestra vieja y bonita casa de Escocia y hemos venido a vivir aquí. ¿Sabes una cosa? Yo no entiendo nada de lo que está pasando. Si ves que el corcho empieza a temblar, y que luego de repente se sumerge un poco, como si fuera a hundirse, tira de la caña: seguro que al final del hilo hay un pez. Cuando le pregunto a mamá qué significa todo esto, ella me dice que hay una razón, pero que yo no soy lo bastante mayor para entenderla, y se pone triste, y me da un beso, y así se acaba todo. Mira tu corcho: han picado. No, no han picado: sólo es un mordisco. ¡Los peces son tan astutos! Pero mi abuela es aún peor. A veces me dice que soy una niña mimada; y a veces me dice que las niñas buenas no hacen preguntas. Eso es una tontería, y creo que no está bien que me hagan eso. ¿No te encuentras bien?, ¿es por mi culpa? No quiero molestar. Sólo quiero saber por qué se ha marchado Syd. Si yo fuera más pequeña, a lo mejor me habría creído que se la habían llevado las hadas. ¡Pero ahora ya no! Ya soy demasiado mayor. Así que ahora quiero que me lo cuentes todo.
El señor Sarrazín trató en vano de ganar algún tiempo: miró su reloj de pulsera. Kitty miró por encima del hombro del abogado.
–Oh, no hay ninguna necesidad de tener prisa: el desayuno no estará listo hasta dentro de media hora. Nos queda tiempo de sobra para hablar de Syd. Continúa.
El señor Sarrazín sabía que si había alguien más listo que un niño, era una niña. Pero, aun sabiéndolo, hizo lo menos inteligente podía hacer: intentó salir del aprieto, negándolo todo categóricamente.
–No sé por qué se ha ido -Kitty no tardó ni medio segundo en hacer la siguiente pregunta.
–Bueno, pues entonces dime qué piensas de todo esto.
Completamente desesperado y acosado, el señor Sarrazín dijo lo primero que le pasó por la cabeza:
–Creo que se ha marchado para casarse.
Kitty se indignó.
–¡Que se ha marchado para casarse y no me ha dicho nada! – exclamó-. ¿Qué quieres decir?
La experiencia profesional del señor Sarrazín en temas de mujeres y matrimonios no le ayudó a encontrar ninguna respuesta. Ante esa dificultad, se esforzó en buscar una solución imaginativa, y se inventó lo que ninguna mujer ha inventado todavía hasta el momento:
–Está esperando -dijo-, a ver cómo le va su matrimonio, antes de contárselo a nadie.
A Kitty le pareció que ésa era una explicación razonable.
–Espero que no se haya casado con un mal hombre -dijo Kitty, muy seria y meneando la cabeza en un gesto adivinativo-. ¿Y cuando sabré algo de Syd?
El señor Sarrazín probó suerte con otro embuste, obteniendo esta yez mejores resultados:
–La primera persona a quien le va a escribir será a ti, por supuesto -mientras pronunciaba esa mentira piadosa, el corcho de su caña empezó a temblar. Ahora tenía la oportunidad de cambiar de tema.
–¡Han picado! – exclamó.
Kitty tiró sobre las tablas su propia caña, y se lanzó a ayudar a su ignorante amigo. Un diminuto pescadito surgió del agua y empezó a colear en el aire.
–Es un escarcho -dijo Kitty.
–Está sufriendo; dámelo a mí -dijo el compasivo abogado.
Kitty liberó al pez del anzuelo y se lo entregó al señor Sarrazín.
En un gesto tierno, y con un movimiento suave, el señor Sarrazín depositó el pez en el agua.
–Vete, y que Dios te bendiga -dijo este admirable hombre, al tiempo que el escarcho desaparecía meneando jubilosamente Ia cola. Kitty estaba escandalizada.
–¡Eso no es justo! – dijo la niña.
–¡Oh, y tanto que lo es! Sobre todo para el pez.
Continuaron pescando. ¿Cuál sería la siguiente pregunta comprometedora de Kitty? ¿Querría que le explicaran por qué su padre la había abandonado? No; la última imagen que había guardado Kitty en su mente era la de Sydney Westerfield. Y todavía se hallaba pensando en ella cuando habló de nuevo.
–Me pregunto si tienes razón en lo de Syd -comenzó diciendo-. A lo mejor estás equivocado, ¿no? A veces me imagino que Sydney y mi madre han reñido. ¿Puedes preguntarle a mi madre si eso es cierto? – dijo la pequeña cariñosamente pero con cierta ansiedad-. ¿Lo ves? No puedo dejar de hablar de Syd; ¡es que la quiero tanto!; ¡y la echo tanto de menos! ¡Y tengo tanto, tanto miedo de no volver a verla nunca más! – en ese instante dejó caer la caña sobre el embarcadero, se tapó la cara con sus pequeñas manos y estalló en un llanto.
Alarmado y angustiado, el bueno del señor Sarrazín le dio un beso a la niña, y dijo otra mentira piadosa.
–No debes preocuparte, Kitty. Estoy seguro de que volverás a verla.
Sintió remordimientos por haber creado en Kitty una esperanza que él sabía falsa. ¡Eso no iba a ser posible nunca! A su entender, el propio de un ser humano con sus defectos y debilidades, Sydney había cometido el único pecado que merece ser perdonado. ¿Acaso la naturaleza humana está equivocada?, ¿o tal vez son las leyes humanas las que están mal hechas? Todo lo mejor y lo más noble de nosotros se deja alcanzar por el amor. Y son las reglas de la sociedad las que declaran que un accidente de posición social debe ser la circunstancia que decida si el amor es una virtud o un crimen.
Estos eran los pensamientos del abogado. Estaba preocupado y desesperanzado. Kitty le puso la mano sobre el brazo. El abogado se sintió aliviado. La pequeña se había secado las lágrimas, con esa tremenda facilidad con que los niños pasan de la risa al llanto y del llanto a la risa. Y parecía ahora más interesada por el cambio que se había producido en el tiempo.
–¡Fíjate en el lago! – exclamó-. ¡No se ve!
Una espesa niebla blanca se estaba cerrando sobre ellos. Sigilosamente, fue avanzando sobre el agua hasta que el guardabotes, al final del embarcadero, iba quedando progresivamente oculto. La crudeza y frialdad de la atmósfera dejó a la niña temblando. Cuando el señor Sarrazín se dio la vuelta y cogió de la mano a Kitty con la intención de llevarla adentro, se percató del perfil ya casi invisible del guardabotes, antes de que éste se perdiera definitivamente en la niebla.
Kitty le preguntó entonces:
–¿Ha visto usted algo?
Con el tono propio del hombre que está sumido en sus propios pensamientos, la respuesta del señor Sarrazín fue que ahí no había nada que ver. Tomaron el sendero del jardín que conducía a la casa. Al llegar a la puerta, el abogado echó de nuevo la vista atrás, en la dirección del ya invisible lago.
–¿Se utiliza ahora el guardabotes? – preguntó a Kitty-. ¿Hay alguna embarcación dentro?
–Hay un bote, que puede navegar a cualquier parte.
–¿Y hay algún hombre que sepa llevarlo?
–¡Claro!, el jardinero sabe. Había sido marinero, y además conoce el lago tan bien como… -Kitty no lograba encontrar una comparación adecuada.
–¿Igual que tú conoces la tabla de multiplicar? – añadió el señor Sarrazín, adoptando un tono menos serio.
Kitty hizo un gesto de exageración con la cabeza.
–¡Mucho mejor! – reconoció sinceramente.
Al abrir la puerta del comedor vieron a la señora Presty preparando café. Kitty salió de inmediato. Su abuela le tenía dicho que después de pescar debía desmontar las cañas y guardarlas inmediatamente en sus cestas del trastero. El señor Sarrazín aprovechó la ausencia de la niña para preguntar a la señora Presty si la señora Linley había tomado ya una decisión durante la noche acerca de solicitar el divorcio.
–No sé nada de mi hija -le respondió la señora Presty-, excepto que ha pasado muy mala noche. Sin duda habrá estado pensando en su sabio consejo -añadió la anciana dama, no sin esbozar una maléfica sonrisa.
–¿Sería usted tan amable de averiguar si su hija ha tomado ya alguna decisión? – se atrevió a pedir el abogado.
–¿No es ése su trabajo? – preguntó astutamente la señora Presty-. Puede escribirle una nota, y yo se la mandaré arriba.
El señor Sarrazín, hombre paciente donde los hubiere, escribió la nota. En ella pedía humildemente que se le dieran instrucciones, y aclaraba que le satisfaría mucho que se las dieran con una sola palabra: Sí o No. En caso de que la respuesta fuera Sí, pediría que le dejaran hablar unos minutos con la señora Linley lo antes posible. Eso era todo.
La respuesta que llegó implicaba un Sí:
Le recibiré en cuanto termine usted de desayunar.
LA RESOLUCIÓN
–Señora, ¿hay alguna habitación en el piso de arriba, que tenga vistas a la carretera que hay frente a su verja?
–¡Por supuesto!
–¿Puedo entrar en esa habitación sin causar molestias?
–¡Por supuesto! – repitió la señora Presty, enarcando las cejas en un gesto no tanto de sospecha como de sorpresa-. ¿Quiere subir ahora? – añadió-, ¿o prefiere esperar hasta después del desayuno?
–Con su permiso, me gustaría subir antes de que la niebla se haga más espesa. ¡Oh, señora Presty, nada más lejos de mi intención que molestarla! La criada puede mostrarme el camino hasta la habitación.
–¡No! – por primera vez en su vida, la señora Presty insistió en desempeñar el papel de criada. Tal era su curiosidad, que aunque hubiese sido coja de ambas piernas no habría dudado en subir las escaleras reptando con las manos-. ¡Aquí tiene! – dijo, abriendo la puerta de la habitación del piso de arriba, y situándose en el centro exacto de ésta, desde donde pudiera observarlo todo-. ¿Le sirve ésta?
El señor Sarrazín se acercó a la ventana; oculto detrás de la cortina, se asomó con precaución. Al cabo de medio minuto se dio la vuelta, dejando a su espalda el brumoso paisaje de la carretera, y dijo para sí:
–Justo lo que esperaba.
Otra mujer se habría interesado por los motivos de este misterioso proceder. Pero la señora Presty, que no abrigaba dudas sobre su dignidad, optó por descubrirlo por sí misma. Para sorpresa del señor Sarrazín, la señora Presty procedió a imitarle ante sus propias narices: avanzó hasta la ventana y se ocultó detrás de la cortina. Siguiendo su ejemplo, terminó dándose la vuelta.
–Ahora que los dos hemos mirado -le dijo al abogado, con su inimitable resuello-, ¿qué le parece si intercambiamos impresiones?
Lo hicieron sin ninguna dificultad, ya que ambos habían visto a los mismos dos hombres yendo y viniendo de una punta a la otra de la verja de la casa. Antes de que la amenazante niebla hiciera imposible su identificación, el señor Sarrazín había reconocido a uno de ellos como el afable joven que había sido su compañero de viaje desde Londres. En cuanto al otro, probablemente se trataba de un vecino que había sido reclutado eventualmente para ayudar al joven espía. Esta nueva circunstancia no hacía sino empeorar las cosas. La señora Presty preguntó qué era lo que debían hacer. El señor Sarrazín respondió:
–Bajemos a desayunar.
Al cabo de un cuarto de hora, los dos se hallaban en la habitación de la señora Linley.
La encontraron nerviosa y con los ojos enrojecidos, por lo que dedujeron que había pasado una mala noche. En el momento que el abogado se acercó a ella, la señora Linley se apresuró a cruzar la habitación hasta donde estaba él y, con un gesto trémulo, le tomó ambas manos.
–Es usted una buena persona, un hombre adorable -dijo impetuosamente-. No puedo sino sentir por usted un respeto y un aprecio muy grandes. Dígame, ¿tiene la certeza de que la única manera de que mi hija se quede conmigo es la que mencionó anoche?
El señor Sarrazín acompañó a la señora Linley hasta una silla y la invitó amablemente a sentarse.
Al verla tan triste, se sobrecogió y preocupó, y terminó por decirle con toda sinceridad, y hasta solemnemente, que la única alternativa que le quedaba era la que él le había explicado. Luego le pidió que se calmara, pero fue inútil. La señora Linley no le soltaba las manos, como si agarrándose a ellas se estuviera agarrando también a su última esperanza.
–¡Ahora, escúcheme! – exclamó ella-. Hay una cosa que quiero decirle: creo que hay otra forma de arreglar esto. Y quiero saber cuál es su opinión al respecto.
–¡Aguarde un momento! Le ruego que aguarde un poco.
–¡No! No hay tiempo que perder. ¿Cree que hay alguna posibilidad de hablar con el abogado del señor Linley? Déjeme acompañarle a Londres. ¡Convenceré a ese abogado de que utilice su influencia sobre el señor Linley; me arrodillaré delante de él; no me marcharé hasta haberle ganado para mi causa! ¡Me llevaré a Kitty conmigo; nos verá a las dos juntas, sentirá compasión por nosotras y nos ayudará!
–Sería inútil, sería verdaderamente inútil, señora Linley.
–¡Oh, no diga eso!
–No me deja usted otra alternativa, mi querida señora. El hombre del que está usted hablando es la última persona del mundo que se dejaría influir de ese modo que usted dice. Se trata de un célebre abogado, un hombre que conoce muy bien su oficio, créame. Si intentara usted darle lástima, él le diría sin vacilar: "Señora, yo sólo cumplo con mi obligación. Me debo a mi cliente". Y llamaría al servicio, y haría que la echaran inmediatamente. Sí, créame, lo haría sin vacilar, aunque usted se humillara y llorase a sus pies.
La señora Presty interrumpió por primera vez la conversación entre su hija y al abogado.
–Yo en tu lugar, Catherine -dijo-, empujaría a ese hombre al suelo y le pondría el pie en el cuello. Otórgale el divorcio a tu marido y tendrás a tu hija a tu lado.
La señora Linley estaba postrada en su silla. Toda la euforia que la había mantenido con vida hasta ese instante pareció abandonarla de repente, y con ella pareció irse también su última esperanza. Pálida, agotada, resignada, había alzado la mirada hacia su madre cuando ésta había dicho: "Otórgale el divorcio", y había respondido: "Se lo acabo de otorgar".
–Confíe en mí -dijo con vehemencia el señor Sarrazín-. Yo me encargaré de que se haga Justicia, y la protegeré hasta que llegue ese día.
La señora Presty hizo su pequeña contribución al consuelo de su hija:
–Después de todo -preguntó-, ¿qué es lo que te asusta tanto del divorcio? No tienes que preocuparte por lo que pueda decir la gente, puesto que aquí no tenemos ningún tipo de vida social. Y, por lo que respecta a la prensa, bastará con que procuremos mantenerlos bien alejados de la casa.
La señora Linley respondió con un momentáneo acceso de vitalidad:
–No es el temor al qué dirán lo que me atormenta -dijo-. Ayer, en la soledad de la noche, me detuve a escuchar a mi corazón, y éste me habló de Kitty. Sentí que valía la pena hacer cualquier sacrificio por ella. Pero lo que me resulta más difícil es escapar al recuerdo de mi matrimonio. Señor Sarrazín: eso es lo que no logro superar. Aquello que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Si le otorgo el divorcio, ¡estaré incumpliendo ese mandamiento! Estaré renunciando a los votos que me comprometí a respetar en Presencia de Dios. ¡Estaré desafiando a Dios! Estaré profanando el recuerdo de ocho años de felicidad bendecida con verdadero amor. ¡No!, no hace falta que me recuerde usted el daño que me ha causado mi marido. No he olvidado la crueldad de sus ofensas; no he olvidado que el único culpable de esta situación es él. Pero si obro como usted dice, ¿quién será la responsable del acto que destruirá definitivamente nuestro matrimonio? ¡Yo! ¡Y solamente yo! Perdóname, mamá; perdóneme, mi buen amigo: es el miedo que tengo lo que me hace hablar así. ¡Se acabó! Mi hija es el único tesoro que me queda. ¿Qué debo hacer? ¿Qué tengo que firmar? ¿Qué tengo que sacrificar? Dígamelo usted, y lo haré. ¡Me rindo! ¡Me rindo!
Con tono delicado y misericordioso, el señor Sarrazín respondió a la triste petición de la señora Linley. Recurriendo a toda su experiencia, conocimientos, y tesón, se dirigió a la señora Presty. La señora Linley tenía la posibilidad de escuchar esa conversación, o de no hacerlo, según su propio deseo. En cualquiera de los dos casos, el abogado iba a servir bien a sus intereses. El bueno del abogado besó su mano.
–Descanse, y repóngase -susurró. Luego se volvió hacia la madre de la señora Linley, y volvió a adoptar el talante de un hombre de negocios.
–Lo primero que voy a hacer, señora, es enviar un telegrama a mi agente en Edimburgo. Él lo arreglará todo para que el Tribunal oiga nuestro caso lo antes posible. Por lo demás, no debe usted preocuparse de nada.
Sin embargo, llegados a este punto, la señora Presty se mostraba ya del todo refrectaria a cualquier clase de consejo.
–A mí lo que me preocupa ahora es saber cómo se va a proceder con esos dos hombres que están afuera, vigilando la puerta -esas fueron sus únicas palabras.
Asustada, la señora Linley levantó la cabeza.
–¡Dos! – exclamó, mirando al señor Sarrazín-. Anoche dijo usted que había uno.
–Pues tenemos que añadir otro esta mañana. Descanse un poco, señora Linley. Ya sé que tiene usted muchas preocupaciones, ya sé que está muy confundida -el señor Sarrazín se giró de nuevo hacia la señora Presty.
–Uno de esos dos hombres me seguirá hasta la estación, y me verá partir hacia Londres. El otro la vigilará a usted, o a su hija, o a la criada, o a cualquier otra persona que intente salir a escondidas con la niña. Y los dos están muy cerca de la verja, porque temen perdernos de vista entre la niebla.
–Ojalá viviésemos en la Edad Media -dijo la señora Presty.
–¿Y de qué nos serviría eso, señora?
–Por el amor de Dios, señor Sarrazín, ¿es que no se da usted cuenta? En esa época de nobles hazañas habría cogido usted una daga, y el jardinero habría empuñado otra, y habrían salido ahí fuera y los habrían cosido a puñaladas sin pensárselo dos veces. ¡Y a esto de ahora lo llaman la era del progreso! El más vil de los tunantes es una persona sagrada cuya vida estamos obligados a respetar. Ay, ojalá que ese 5 de Noviembre nuestro héroe nacional hubiese apuntado con sus cañones donde tenía que apuntar. Siempre lo he dicho, y no dejaré de decirlo nunca: Guy Fawkes fue un gran hombre de Estado.
Entretanto, la señora Linley no estaba ni reposando ni escuchando las opiniones políticas de su madre, sino que escrutaba el rostro del señor Sarrazín.
–Nos amenaza un grave peligro -dijo-. ¿Cómo podemos escapar de él?
Como persistir en distraerla era sencillamente inútil, el señor Sarrazín decidió por fin darle una respuesta.
–El peligro de seguir los procedimientos legales para conseguir la custodia de la niña -dijo- es mayor de lo que he entendido que debía reconocer, al menos mientras ustedes seguían manteniendo dudas sobre qué decisión era la mejor. He tenido cuidado, quizás demasiado, en no influir con mis opiniones en un asunto de tan vital importancia para su futuro. Pero por fin ha llegado usted a una decisión. Y ahora no tengo más remedio que recordarle que debe pasar un tiempo antes de que el decreto de su divorcio sea pronunciado y la custodia de la niña se otorgue legalmente a la madre. Y ahí está el peligro. Si no siente usted miedo ante la perspectiva de llevar a cabo un acto arriesgado, que a buen seguro haría temblar a otras mujeres, estoy seguro de que encontraré el modo de frustrar las intenciones de los espías.
La señora Linley se levantó.
–Dígame qué tengo que hacer -exclamó-, y juzgue usted si se encuentra ante una de esas mujeres que se asustan con facilidad.
El abogado señaló con una sonrisa persuasiva la silla vacía de la señora Linley.
–Si permite que la excitación se apodere de usted -dijo-, terminará asustándome a mí. ¡Oh, haga el favor de sentarse de nuevo!
La señora Linley sintió la fuerza de tan cortés petición, y obedeció. La señora Presty sintió una admiración hacia el abogado como no la había sentido hasta entonces.
–¿Es así cómo amansa usted a su esposa? – preguntó.
El señor Sarrazín era uno de esos caballeros que sabe estar siempre a la altura de las circunstancias, cualesquiera que sean éstas y respondió:
–En la época en que estuvo usted casada, señora, ¿acaso revelaba los secretos de su vida conyugal? – luego se volvió hacia la señora Linley.
–Antes que nada, debo preguntarle algo -empezó-, y luego me gustaría que oyese lo que voy a proponerle. ¿Cuántos criados tiene a su servicio en esta casa?
–Tres. Nuestra ama de llaves, que también es cocinera; nuestra doncella, y la hija del ama de llaves, que hace las faenas de Ia casa.
–¿Y hay algún criado que no viva en la casa?
–Únicamente el jardinero.
–¿Son de su entera confianza esas personas?
–Según de qué se trate, señor Sarrazín.
–De un secreto que sólo le atañe a usted. ¿Cree que puede confiar en ellas?
–¡Por supuesto! La criada lleva con nosotros muchos años. No conozco a ninguna mujer tan honesta. Y por lo que se refiere a nuestra vieja ama de llaves, tengo que decirle que a veces incluso se sienta a beber el té con nosotras. Su hija se casará pronto, y el vestido de novia se lo he regalado yo. En cuanto al jardinero, deje que Kitty arregle el asunto con él, y yo respondo por lo demás. ¿Por qué señala usted hacia la ventana?
–Mire afuera, y dígame lo que ve.
–Veo niebla.
–Pues, señora Linley, yo lo que veo es la niebla. Mientras los espías están vigilando su verja, ¿qué le parece la idea de cruzar el lago?
CAPITULO XXVIII
EL SEÑOR RANDAL LINLEY
En general, la correspondencia estaba exclusivamente relacionada con procedimientos judiciales. Solamente había dos cartas que suponían una excepción a la regla. La primera llevaba la dirección escrita a mano con la letra de la señora Linley, y su matasellos pertenecía a la ciudad de Hannover. La madre de Kitty no sólo había conseguido alcanzar la orilla segura del lago, sino que ella y su hija habían logrado igualmente cruzar el mar hasta Alemania. Su carta estaba bien escrita. Y a pesar de que su autora era una mujer, su levedad permitía leerla en menos de un minuto:
Querido señor Sarrazín,
Le escribo con el tiempo justo para la recogida del correo de la noche. Nuestro excelente mensajero se ha asegurado bien de que el peligro de ser descubiertas ya ha pasado. Los miserables se han llevado un desengaño tan grande que ya están de vuelta a Inglaterra, para tumbarse a esperarnos en Folkestone y Dover. Mañana por la mañana nos vamos de este encantador lugar (¡oh, sin ningún deseo de ello!) para ir a Bremen, donde cogeremos el vapor a Hull. Le enviaré más noticias en cuanto lleguemos ahí. Atentamente suya, Catherine Linley.
El señor Sarrazín metió la carta en un cajón, y sonrió mientras lo cerraba con llave. ¿Se habrá decidido por fin?, se preguntó.
La segunda carta resultó ser una agradable sorpresa. En ella el remitente le anunciaba que acababa de regresar de Estados Unidos. Le invitaba a cenar esa misma noche, y estaba firmada Randal Linley. El señor Sarrazín siempre había apreciado mucho más a Randal que a su hermano Herbert. El abogado conocía a la señora Linley desde antes de su matrimonio, y siempre había pensado que Catherine habría hecho bien en casarse con el más joven de los hermanos, en lugar de elegir al mayor. Con Randal habían entablado enseguida una buena amistad. En cambio sus relaciones con Herbert nunca llegaron a ser íntimas: si bien es cierto que nació entre ellos una cordial y caballerosa relación, no puede decirse que llegaran a hacerse nunca amigos.
A las siete en punto de la tarde, los dos amigos se encontraron en la habitación de un hotel. Cuando se sentaron ante la pequeña pero cómoda mesa, ambos tenían un sinfín de preguntas que hacerse, y nada podía interrumpirles, excepto una cena de tan extraordinario mérito que uno no podía sino deleitarse con ella de principio a fin.
Comenzó Randal.
–Antes que nada -le dijo-, cuénteme cómo se encuentran Catherine y la niña. ¿Dónde están?
–De regreso a Inglaterra, después de haber estado un tiempo viviendo en Alemania.
–¿Y la anciana dama?
–La señora Presty se ha quedado en casa de unos amigos en Londres.
–¡Qué, ¿se han separado?, ¿se han peleado?
–No, ni mucho menos. Ha sido una separación amistosa, en el más estricto sentido de la palabra. ¡Oh, Randal!, ¿qué está haciendo? No le ponga pimienta a una sopa tan perfecta. Esta sopa es tan buena como la del Café Anglais de París.
–Sí, tiene usted razón. No me había dado cuenta. Pero, ahora, explíqueme lo de Catherine. Estoy ansioso por saber algo de ella. ¿Por qué se marchó al extranjero?
–¿Es que no ha tenido usted noticias suyas?
–Hace seis meses o más que no sé nada de ella. Creo que sin querer la hice enfadar al escribirle una carta en la que le daba demasiadas esperanzas con respecto a Herbert. La señora Presty respondió a mi carta aconsejándome que no volviera a escribirle más a su hija. Catherine no es de ésas que tienen malicia.
–¡Eso ni lo piense! – respondió el abogado con el gesto adusto-. Atribuya su silencio a una causa justa. Ha tenido que soportar una angustia terrible desde que usted partió a América.
–¿Y el causante de esa angustia ha sido mi hermano? ¡Oh, espero que no!
–Si quiere que le diga la verdad, él ha sido el único causante. ¿Todavía no sabe lo que ha hecho?
–¿Tiene que ver con la niña? ¡No me estará diciendo que Herbert le ha quitado la niña a su madre!
–Amigo mío: mientras yo sea el abogado de la madre de Kitty, su hermano no hará nada parecido a eso. Alzo esta primera copa de jerez para brindar por su regreso a Inglaterra. Buen vino, pero, para mi gusto, un poco seco. No, de momento dejaremos los problemas domésticos. Después de cenar se lo contaré todo. ¿Por qué motivo se fue a América? ¿No habrá estado dando conferencias, verdad?
–He estado disfrutando de la compañía de la gente más hospitalaria del mundo.
El señor Sarrazín movió la cabeza. En ese momento, tenía en sus manos la carpeta de un caso de derechos de propiedad sobre un obra literaria.
–A mí esa gente sólo me inspira un sentimiento: lástima -aseguró.
–¿Por qué?
–Porque su Gobierno se olvida de rendir tributo al honor de la nación.
–¿Cómo?
–De este modo: el honor de una nación que confiere derechos de propiedad a unos trabajos artísticos producidos por sus propios ciudadanos, sin duda debería proteger también del plagio a aquellas obras que han sido realizadas por otros ciudadanos.
–Pero de eso no tiene la culpa la gente.
–Desde luego que no. Ya le he dicho antes que la culpa la tiene el Gobierno. Y ahora, concentrémonos en el pescado.
Randal siguió el consejo de su amigo.
–Buena salsa, ¿no le parece? – dijo.
El epicúreo se permitió introducir una enmienda.
–¿Buena? – repitió-. Mi querido amigo, esta salsa es la perfección absoluta. No me gusta menospreciar la cocina inglesa. Pero, piense en la mantequilla derretida, y dígame si alguien que no fuera un extranjero (no me gustan los extranjeros, pero reconozco sus méritos) podría haber hecho esta salsa al vino blanco. Así que no viajó usted a América por ningún motivo en especial.
–Al contrario, tenía un motivo muy especial. ¡Acuérdese de cómo era mi vida cuando vivía en Escocia, y mire cómo es ahora! Ya no tengo Mount Morven; ni la granja; ni los buenos vecinos de las Tierras Altas. Tampoco puedo visitar a mi hermano, con la nueva vida que lleva. He herido los sentimientos de Catherine. He perdido a la pequeña Kitty. No tengo ninguna obligación de ganarme la vida (las desventajas son mayores que las ventajas). Me trae sin cuidado la política. Disfruto comiendo inofensivos animalitos, pero sin embargo no me produce ningún placer cazarlos. ¿Qué me queda, sino tratar de cambiar de lugar, e irme a conocer mundo, como una incansable criatura, sin ningún propósito en Ia vida? ¿He hecho algo mal de nuevo? Esta vez no he tocado la pimienta, y aún así me mira usted como si le hubiera ofendido.
De nuevo salió el lado francés del carácter del señor Sarrazín. Señaló indignado el plato de su amigo.
–¿Está usted apartando las trufas y poniéndolas a un lado? – preguntó.
–Bueno -reconoció Randal-, no me gustan las trufas.
El señor Sarrazín se levantó, con su plato en la mano y con el tenedor preparado para actuar. Rodeó la mesa hasta llegar junto a su amigo y transfirió reverentemente las trufas despreciadas a su propio plato.
–Randal, se arrepentirá de esto mientras viva -dijo solemnemente-. Entretanto, el que sale ganando soy yo -y no dijo ni una sola palabra más hasta terminar las trufas.
–Creo que las habría saboreado mejor -aclaró tras terminar el plato- con los ojos cerrados. Pero habría pensado usted que me estaba durmiendo -después de decir eso recobró su nacionalidad inglesa, hasta que trajeron el postre a la mesa, y el camarero se dispuso a salir de la habitación. En ese momento tan propicio tuvo otra recaída. Insistió en querer felicitar al cocinero y darle las gracias.
–Por fin -dijo Randal-, estamos solos. Ahora quiero saber por qué se marchó Catherine a Alemania.
EL SEÑOR SARRAZÍN
–¿Y qué dijeron las damas sobre ese plan? – preguntó Randal-. ¿Cuál de las dos fue la primera en hablar?
–¡La señora Presty, por supuesto! Dijo que ella no iba a arriesgar absurdamente su vida en ese lago y en medio de esa niebla. La señora Linley mostró, en cambio, una resolución que me dejó de una pieza. Solamente podía pensar en Kitty. Viendo que mi idea era buena, se fue de inmediato a consultar con el ama de llaves. Entretanto mandé llamar al jardinero, y le expliqué lo que teníamos pensado hacer. El hombre era uno de esos estólidos ingleses que posee recursos pero que no sabe expresarlos con propiedad. A juzgar por su rostro, diríase que el hombre estaba sucumbiendo al aburrimiento bajo los efectos de un sermón en lugar de estar escuchando a un abogado que le estaba proponiendo una estratagema. Cuando terminé, el hombre mostró la madera de la que estaba hecho. Con palabras sencillas, me hizo tres preguntas que dieron medida de su gran inteligencia: "¿Cuánto equipaje, señor?" "El menor que les resulte posible y conveniente", dije yo. “¿Cuántas personas?" "Las dos mujeres, la niña, y yo". "¿Sabe usted remar, señor?" "En cualquier tipo de agua, señor Jardinero: dulce o salada". ¡Habrase visto: preguntarme a mí, un perfecto atleta inglés, si sabía remar! Al cabo de una hora estábamos listos para embarcar, y la bendita niebla era más espesa que nunca. La señora Presty se sumó al plan a regañadientes; Kitty se divirtió extraordinariamente, y su madre permaneció callada y resignada. Pero ocurrió algo que no terminé de entender: en el embarcadero había un hombre con una pistola.
–¡No sería uno de los espías!
–Nada de eso. Todo el asunto fue idea del jardinero. Había sido marinero en sus tiempos, y ese es un arte que enseña a los hombres (si valen para algo) a pensar y actuar al mismo tiempo. Había estado vigilando a los canallas de delante de la casa, y había reconocido al más bajito de ellos: era un vecino del lugar que sabía perfectamente que junto a la casa había un guardabotes. "Ese tipo no es tan tonto como parece", pensó el jardinero. "Y si menciona lo del guardabotes, el otro tipo, el de Londres, puede que empiece a sospechar algo; así que he situado a mi hijo en el embarcadero (ese jovencito callado que está ahí con la pistola) para que eche un vistazo. Si ve otra embarcación (hay media docena a este lado del lago) que zarpa detrás nuestro, tiene órdenes de disparar para que nosotros podamos oírle desde aquí. Me he permitido esa licencia, señor, para evitar que nos sorprendan en la niebla. ¿Le parece a usted bien, señor?". ¡Qué si me parecía bien! En los tiempos en que la diplomacia era algo más que una solemne pretensión, ¡qué gran Congresista habría sido ese jardinero! Pues bien, armamos los remos y zarpamos. Y no precisamente a la deriva, pues disponíamos de una brújula. Empezamos a remar en perfecta línea recta hacia el pueblo que quedaba justo al otro lado de la orilla, llamado Brightfold. Durante el primer cuarto de hora no sucedió nada; y luego, ¡diablos! (disculpe la vulgaridad), oímos el pistoletazo.
–¿Qué hizo?
–Continué remando, y discutí el asunto con la señora Presty y la señora Linley. Esta vez resulté ser el más listo de la expedición. Los hombres estaban persiguiéndonos en la oscuridad. Pero tenían que adivinar qué rumbo habíamos tomado, y lo más probable es que supusieran (con el mal tiempo que hacía) que elegiríamos el camino más corto para cruzar el lago. Yo sugerí que variáramos el rumbo, y así lo hicimos. Arribamos a un pueblo grande, orilla arriba, llamado Tawley. Bajamos a tierra y nos cercioramos de que ningún barco nos había seguido. Los muy tontos no habían hecho sino ratificar la confianza que yo había depositado en ellos: se habían dirigido a Brightfold. Todavía disponíamos de media hora hasta que el próximo tren llegara a Tawley, y la niebla empezaba a disiparse a ese lado del lago. Estuvimos mirando tiendas, e hice una compra.
–Aguarde un momento -dijo Randal-. ¿En Brightfold hay estación de ferrocarril?
–No.
–¿Y hay oficina de telégrafos?
–Sí.
–Ahí no anduvo usted muy inteligente, ¿no? Lo primero que harían esos hombres al llegar a Brightfold sería telegrafiar a Tawley.
–No le quepa la menor duda. ¿Y cómo cree que nos descríbirían?
Randal respondió:
–Un caballero de mediana edad; dos damas, una de ellas mayor, y una niña pequeña. Lo suficiente para que les identificaran fácilmente en Tawley, en caso de que el jefe de estación entendiera el mensaje.
–¿Quiere que le cuente qué encontró, telegrama en mano, el jefe de estación? Pues, ni a una anciana dama; ni a un caballero de mediana edad; solamente a una dama y un niño pequeño.
A Randal se le iluminó la cara.
–Se separaron, por supuesto -dijo-, y disfrazaron a Kitty. ¿Cómo lo hicieron?
–¿No le acabo de decir que estuvimos mirando tiendas y que hice una compra? Un traje de muchacho. En un patio abandonado, la señora Linley se lo puso a la niña, y le recogió el pelo debajo de un sombrero de paja. Con ese tiempo, no había ni un solo curioso en los alrededores. Nos despedimos y nos separamos, sintiendo yo por ese hecho un gran temor, que al final (¡gracias a Dios!) resultó ser infundado e innecesario. Kitty y su madre se fueron a la estación, y la señora Presty y yo alquilamos un carruaje y nos dirigimos hacia la punta del lago, para coger el tren de Londres. ¿Sabe, Randal, que he cambiado mi opinión acerca de la señora Presty?
Randal sonrió.
–Vaya, parece que también usted ha encontrado algo bueno en esa vieja dama -dijo.
–Así es; parece que las circunstancias hicieron aflorar ese algo que no se aprecia a primera vista -resaltó el abogado-. Cuando propuse que debíamos separarnos en dos grupos y le expliqué las razones que tenía para ello, temí encontrar alguna dificultad para convencer a la señora Presty de que debía renunciar a la idea de acompañar a su hija y a su nieta en ese intrépido viaje. Le sugerí que se acordara de sus amigos en Londres, y que podía alojarse en casa de éstos, y lo único que logré fue que me regañara por tomarme tantas libertades: "No necesito que me recuerde que tengo amigos en Londres. ¡Andando!; yo ya estoy lista para irme. ¡Con usted!". Me cuesta reconocerlo, pero lo que yo esperaba es que ella dijera que cualquier sacrificio era poco cuando se trataba de su hija. Pero de sus labios no salió ni mucho menos una de esas soflamas solemnes y presuntuosas. Reconoció el verdadero motivo con tal altanería que se ganó mi más sincera admiración: "Haría cualquier cosa", dijo, "con tal de fastidiar a Herbert Linley y a esos espías que nos ha enviado". No puedo explicarle qué contento me puse de que la señora Presty obtuviera su recompensa ese mismo día. Llegamos tarde a la estación, y tuvimos que esperar al otro tren. ¿Y qué cree que sucedió? ¡Los dos canallas nos siguieron a nosotros en vez de ir detrás de la señora Linley! No cabe duda de que habían estado haciendo preguntas en la cochera donde habíamos alquilado el carruaje; de que nos habían reconocido por la descripción; y de que habían hecho el largo viaje a Londres en vano. La señora Presty y yo nos estrechamos las manos en la estación terminal de Londres, como dos excelentes amigos que han hecho un viaje juntos por el motivo más importante que pueda existir. Bueno, después de esto, creo que me merezco otro vaso de vino.
–¡Prosiga con su historia y se hará usted merecedor de otra botella! – exclamó Randal-. ¿Qué hicieron Catherine y la niña después de separarse de usted y de la señora Presty?
–Hicieron lo que resultaba más seguro para ellas: se marcharon de Inglaterra. La señora Linley actuó esta vez con mucha astucia. Tuvo la excelente idea de eludir los puertos de mar más populares, como Folkestone o Dover, que a buen seguro iban a estar vigilados, y decidió partir (si ello era posible) desde algún lugar de la costa del este. Después de hacer ciertas averiguaciones supimos que había una línea de vapores que iba de Hull hasta Bremen una vez por semana. El viaje en ferrocarril desde Cumberland fue tedioso, con varios y engorrosos transbordos, pero llegaron a Hull a tiempo de embarcar. Las primeras noticias que tuve de ellas me llegaron a través de un telegrama desde Bremen. Allí esperaron nuevas instrucciones. Las envié a través de un hombre muy capacitado y de mi plena confianza; un correo italiano, al que conozco desde hace veinte años. ¿Quiere que le diga la verdad? Yo pensaba que, mientras yo estuviera alejado de la señora Linley, lo mejor que podía hacer era procurarle un amigo.
–Creo que hizo usted muy bien -dijo Randal.
–Pues se equivoca usted. Cometí un error. Me había pasado de listo, y terminé pagando las consecuencias. ¿Se acuerda del consejo que le di a la señora Linley?
–Sí; la convenció usted, no sin grandes dificultades, de que solicitara el divorcio.
–Así es. Y cuando ya había hecho todos los preparativos necesarios para el juicio, recibí una carta de Alemania. Mi encantadora cliente había cambiado de opinión, y renunciaba a pedir el divorcio. ¡Esa fue la recompensa que obtuve por pensar que podía ser más astuto que nadie!
–No le comprendo.
–Mi querido amigo, esta noche le veo a usted un poco torpe. Verá: tan eficazmente había protegido yo a la señora Linley y a su hija, y tan encantador era el lugar que mi correo italiano les había encontrado para su retiro en uno de los arrabales de Hannover, que la señora Linley no veía ahora ningún motivo para emprender el traumático trámite que yo le había recomendado: es más, la sola idea le repugnaba, la enfrentaba a sus más íntimas convicciones; le parecía depravada y vergonzante, y portadora de más mal que bien. A esas alturas, ya se había convencido (gracias a mí) de que no había ningún riesgo de que descubrieran a Kitty y se la llevaran. Por lo cual me rogó que le escribiera a mi agente de Edimburgo, y que le dijera que anulara su petición a la Corte. ¡Ah!, veo que por fin va entendiendo usted el asunto. Esa obstinada mujer estaba corriendo un riesgo que me hizo temer lo peor. Cada día, al recibir el correo, temía encontrarme con la noticia de que la señora Linley había pagado el precio de su sandez, y que el hermano de usted había logrado arrebatarle a la niña. Aguarde un poco, antes de burlarse de mí. De no ser por el correo, eso es precisamente lo que habría ocurrido hace una semana.
Randal parecía asombrado.
–Pero llevaban ya muchos meses ocultas -objetó Randal-. ¿Cómo es posible que las descubrieran después de tanto tiempo?
–¡Eso es lo que me pregunto yo! Lo único que sé es que las encontraron. ¿Y por qué no habría de ser así? La suerte había empezado estando de nuestro lado. ¿Por qué no habrían de tener nuestros rivales su momento de suerte?
–¿Realmente cree usted en la suerte?
–Soy un devoto de ella. Un abogado debe creer en algo. No puede tener fe en la ley, porque la conoce demasiado. Y por otro lado, sus clientes le presentan (si es un hombre con sentimientos) una horrible visión de la naturaleza humana. Así que el pobre diablo prefiere creer en la suerte a no creer en nada. Yo pienso que fue más bien accidental el hecho de que la persona que trabajaba para el marido encontrara a la esposa y a la hija. Sea como fuere, la señora Linley y Kitty fueron descubiertas en las calles de Hannover; descubiertas, reconocidas, y seguidas. Casualmente, ese día el correo se encontraba con ellas. ¡Otra vez había tenido suerte! Durante treinta años, o todavía más, mi correo italiano había estado viajando por todos los rincones de Europa, y no había ni un solo posadero, por modesto que fuera, que no lo conociera y apreciara. "Pretendí que no me había dado cuenta de que nos seguían”, me explicó (en una carta que me envió desde Hannover para tranquilizarme), "y llevé a las damas a un hotel. En el apuro en que nos encontrábamos, el hotel ofrecía dos ventajas: tenía una salida por la parte de atrás, y el gerente era un buen amigo mío. Nos pusimos de acuerdo en lo que debía decir en el momento en que alguien se acercara a hacerle alguna pregunta; y durante tres días encerré en su habitación como a dos prisioneras a mis pobres damas. El modo en que acaba todo esto, es que el policía del señor Linley se marcha a vigilar el servicio de vapores del Canal, mientras nosotros volvemos tranquilamente por Bremen y Hull." Y ése es el relato del correo. Sólo me queda por añadir que la pobre señora Linley se ha llevado un buen susto, y parece ahora más decidida a escuchar mis consejos; hasta el punto de que ha cambiado de opinión y se ha vuelto a rendir a la evidencia de que tiene que solicitar el divorcio. Pero me temo que si no logramos que nuestro caso se escuche sin más demora, la señora Linley me saldrá con otra de sus sorpresas de última hora. ¿Cuando abren los juzgados? Usted ha vivido en Escocia, Randal…
–Pero no he vivido en los juzgados. Ojalá pudiera darle la información que me pide.
El señor Sarrazín miró su reloj.
–A menos que esté muy equivocado -dijo-, puede que estemos desperdiciando un tiempo precioso. ¿Me disculpa? Tengo que marcharme al club.
–¿Cree que ahí encontrará la información que busca?
–Así es. Tenemos a unos cuantos jugadores de cartas empedernidos que no se mueven del casino. Uno de ellos ejerció en los juzgados, si no me equivoco. Se me acaba de ocurrir que vale la pena intentarlo.
–¿Me informará del resultado de sus pesquisas? – preguntó Randal.
El abogado se despidió de él estrechándole la mano.
–¿Todo este asunto le causa a usted casi tanta ansiedad como a mí? – dijo.
–Si quiere que le diga la verdad, me siento un poco sobresaltado cuando pienso en Catherine. Si hay otra larga demora, ¿cómo sabemos lo que puede ocurrir antes de que la Ley le otorgue la custodia de la niña a la madre? Deje que envíe a uno de los criados para que le espere en el club. ¿Podría usted entregarle una nota explicando cuando se celebrará el juicio?
–Será un placer. Buenas noches.
Después de quedarse solo, Randal se sentó un rato junto al fuego pensando en el porvenir. Y le pareció que era un porvenir desalentador. Pensó que debía distraerse un poco, alejarse de tan densos pensamientos, y abrió su escritorio de viaje y extrajo dos o tres cartas. Le habían sido enviadas, durante su estancia en América, por el capitán Bennydeck.
El capitán había cometido un error del que todos hemos sido culpables alguna vez. Dedicándose con excesiva devoción al trabajo había descuidado por completo su salud. Había desatendido los consejos de su médico; los nervios le traicionaban y se ponía furioso a menudo. El hombre que por su poderío físico podía resistir al frío y al hambre en el yermo Ártico, se había venido abajo con la carga del trabajo intelectual que desempeñaba en Londres.
Esta era la noticia que contenía la primera de las cartas.
La segunda, escrita al dictado, aludía brevemente a los remedios sugeridos. Al capitán se le recomendaba aire fresco, por supuesto de mar. Al mismo tiempo se le prohibía recibir tanto cartas como telegramas mientras estuviera fuera de la ciudad, y hasta que el médico le diera su visto bueno. El capitán Bennydeck había pensado que lo mejor que podía hacer era alquilar un barco y navegar por puro placer.
En la tercera y última carta, el capitán anunciaba que había encontrado un barco y estaba dispuesto a zarpar en cuanto la nave estuviera lista.
Se había propuesto navegar por el Canal hacia donde los caprichos del viento lo llevaran. Se haría acompañar por amigos, todavía no sabía cuántos. El barco no era lo bastante grande para acomodar a más de uno o dos invitados a la vez. Cada pocos días, Ia nave echaría el ancla en la bahía del pequeño pueblo costero de Sandyseal, para acomodar a los amigos que bajaran o subieran bordo y (a pesar de los consejos médicos) para recoger la correspondencia. Seguramente habrá oído hablar de Sandyseal, escribió el capitán, puesto que es uno de los últimos hallazgos de los doctores de toda Inglaterra. Recomiendan su aire fresco a los pacientes enfermos de los nervios. El único hotel del pueblo, y las escasas cabanas en que se alquilan habitaciones, están atestadas, según he oído, y los especuladores construyen a un ritmo tal que en unos pocos meses no habrá quien conozca Sandyseal. Antes de que las hileras interminables de casas, las terrazas y los grandes hoteles conviertan el pueblo en uno de esos abrevaderos que tan de moda están, quiero echar un último vistazo a esos lugares que aún no han cambiado y que siento tan cercanos. Si se pregunta usted a qué viene ese deseo mío, se lo puedo explicar muy fácilmente. Dos millas tierra adentro de Sandyseal hay una solitaria y vieja casa rodeada de fosos. En esa casa nací yo. Cuando vuelva usted de América, escríbame a la oficina de correos, o al hotel (en ambos lugares, todos me conocen), y arreglemos un encuentro, aunque sea breve. Ojalá pudiera pedirle que viniera a ver mi casa natal. Fue vendida, hace años, por deseo de mi padre, y tal como dejó escrito en su testamento, fue adquirida por una comunidad de monjas, así que tendremos que conformarnos con verla desde fuera. Entretanto, no se preocupe usted por mi recuperación. El mar es ya un viejo amigo; y por otro lado tengo plena confianza en la misericordia de Dios.
Al final había una posdata que decía lo siguiente:
¿Ha tenido usted alguna otra noticia acerca de la hija de mi viejo amigo Roderick Westerfield, esa pobre muchacha cuya historia yo no habría conocido de no ser por usted? Estoy seguro de que tendrá usted sus buenos motivos para no decirme cómo se llama el hombre que la ha descarriado; o para no darme la dirección en la que puedo encontrarla. Quizás un día nada le impida romper su silencio. En tal caso, no tema usted por las dificultades que pueda encontrarme en el camino. No se ha inventado todavía nada que pueda desanimarme, cuando se trata de salvar a una pobre alma en peligro.
Randal regresó a su bufete con la intención de escribirle al capitán. Cuando llevaba escritas dos o tres frases, regresó el criado con la respuesta que el abogado le había prometido. El señor Sarrazín le comunicaba, alegre, la siguiente noticia:
Hoy creo más que nunca en la suerte. Si nos damos prisa -¡y no tenga usted duda de que así será!-, obtendremos el divorcio en tres meses, según mis cálculos.
EL PRESIDENTE DEL TRIBUNAL
Para decepción de la numerosa audiencia que se había congregado en la sala, no hubo ningún intento de defensa por parte del marido: una sabia decisión teniendo en cuenta que las pruebas de la esposa y de sus testigos eran irrefutables. No obstante, cuando estaba a punto de terminar el procedimiento, sucedió algo conmovedor: la señora Linley se sintió repentinamente enferma y tuvieron que sacarla de la sala, justo en el momento del proceso que había de resultar más interesante para ella: un instante antes de que el juez fuera a anunciar su veredicto.
Pero, a tenor de cómo iban a producirse posteriormente los hechos, la retirada de la pobre dama fue lo mejor que le podría haber ocurrido para su propio bien. Después de condenar el comportamiento del marido con una implacable severidad, el Presidente del Tribunal sorprendió a la mayoría de los presentes refiriéndose a la esposa en estos términos:
–Aun por gravosa que haya sido la ofensa cometida contra la señora Linley, las pruebas demuestran que tampoco ella está libre de culpa. Ella ha sido culpable, y estoy siendo generoso con mis palabras, de un acto de imprudencia. Cuando la criminal relación que había surgido entre el señor Herbert Linley y la señorita Westerfield le había sido confesada a la señora Linley, todo parece indicar que ella sobrevaloró de un modo irresponsable cualquier mérito suyo que podría haber conducido a la resistencia a Ia tentación final. Efectivamente, tan fuertes eran sus deseos de perdonar a los pecadores (sin esperar a ver si los acontecimientos justificaban el ejercicio de la misericordia), que ella misma reconoce que le estrechó la mano a la señorita Westerfield para despedirse, cuando no hacía ni siquiera media hora que le habían sido comunicadas por primera vez la falta de vergüenza y de modestia, y de los sentidos del deber y gratitud demostradas por la joven. Decir que éste fue un acto de una mujer irresponsable, culpable de imprudencia y, yo añadiría que culpable de cometer una gran torpeza, sería solamente decir lo que se merece. La siguiente de sus actitudes que me veo obligado a juzgar, fue todavía más censurable. Pues todo indica que fue ella la persona que situó la tentación en el camino de su marido, y por ello (en cierto grado, al menos) podemos igualmente entender que fue ella la persona que también provocó la catástrofe que la ha traído finalmente ante esta corte. Me estoy refiriendo, no es necesario que lo diga, al hecho de que la señora Linley invitara a la señorita Westerfield a regresar a la casa, justo cuando la institutriz estaba ya lejos de poder causar más daño a la familia Linley, puesto que en esos días se hallaba trabajando para otra dama; arriesgándose (lo que de hecho ocurrió) a que se encontrara de nuevo con el señor Herbert Linley sin la presencia de una tercera persona. Soy consciente de que las razones maternales que movieron a la señora Linley son consideradas por mucha gente lo suficientemente imperiosas para justificar ese acto tan reprochable; y yo mismo me he permitido (me temo que no sin cierta debilidad por mi parte) tener en cuenta esta consideración a la hora de pronunciarme sobre este caso de divorcio. Déjenme expresar mi más firme esperanza en que la señora Linley habrá aprendido la lección; y en que, si en el futuro se encuentra en alguna otra situación difícil, tendrá (y así se lo recomiendo yo) un mayor dominio sobre sus impulsos, que no son desde luego los propios de una mujer de su edad sino más bien los que podrían esperarse de una jovencita, y por tanto no gozan de excusa alguna.
Acto seguido, el Presidente del Tribunal, haciendo uso de la fórmula acostumbrada, le otorgó a la señora Linley el divorcio y la custodia de la niña.
En la puerta se encontró con la señora Presty. Iba acompañada de un desconocido, cuyos servicios médicos habían sido requeridos. Interesado profesionalmente en escuchar el resultado del juicio, este caballero se ofreció a comunicarle la buena noticia a su paciente. Antes de administrarle un brebaje, había querido esperar a que la señora Linley se liberara de la incertidumbre que pesaba sobre ella, con lo cual se hacía más razonable la esperanza de que el medicamento surtiera efectos benignos. Y después de dar esa explicación, salió de la habitación.
Mientras el doctor estuvo hablando, la señora Presty sacó sus propias conclusiones de la observación atenta del rostro del señor Sarrazín.
–Voy a hacer un comentario que podrá parecerle desagradable -anunció-. Señor, parece usted diez años más viejo ahora que cuando ha salido de aquí esta mañana para ir al Tribunal. Hágame un favor, acerqúese a la mesilla -después de que el abogado la obedeciera, la señora Presty llenó un vaso de vino-. Ahí tiene usted el mejor remedio -dijo- para cuando uno está preocupado por algo.
–"Preocupado" no es la palabra -aclaró el señor Sarrazín-. ¡Estoy furioso! No está bien que un abogado diga esto acerca de un Presidente de Tribunal, pero lo digo: ese hombre debería sentirse avergonzado.
–¿Qué es lo que ha hecho ese hombre -exclamó la señora Presty- para que hable usted de él de ese modo, después de que nos haya concedido el divorcio?
El señor Sarrazín repitió las palabras con las que el juez se había referido a la actitud de la señora Linley.
–En mi opinión -añadió-, un lenguaje como ese es un grave insulto para su hija.
–Pero aun así -repitió la señora Presty-, nos ha concedido el divorcio -se acercó de nuevo a la mesilla, llenó el segundo vaso del remedio contra las preocupaciones, y esta vez fue ella quien lo bebió-. ¿Qué clase de carácter tiene el Presidente del Tribunal? – preguntó dejando el vaso vacío sobre la mesa.
Teniendo en cuenta las circunstancias en que se hallaban, ésa no podía sino parecer una pregunta extraordinaria. Sin embargo, el señor Sarrazín la contestó de la mejor manera que pudo.
–Tiene muy buen carácter -dijo-. Precisamente por eso no logro entender su actitud. Tengo entendido que es uno de los hombres más cuidadosos y considerados que se ha sentado jamás en el Tribunal. Espero que sepa usted perdonarme, señora Presty, no era mi intención que se hiciera usted una idea equivocada.
–¿Qué idea equivocada, señor Sarrazín?
–He tenido la impresión de que en cierta manera entendía y excusaba usted la actitud del juez.
–Pues no se equivoca usted.
–¿Cree que hay alguna excusa para lo que ha dicho?
–Sí.
–¿Cuál, señora?
–El juez es de constitución débil, señor.
–¿Puedo preguntarle dónde reside exactamente esa debilidad?
–Claro que puede. Padece gota.
El señor Sarrazín creyó que por fin la había entendido.
–Conoce usted al Presidente del Tribunal -dijo.
La señora Presty lo negó rotundamente.
–No, señor Sarrazín. No ha sido así como he llegado a esa conclusión. Simplemente he recurrido a mi experiencia respecto a otro personaje político de alto rango, y he aplicado su caso al del Presidente del Tribunal. ¿Sabía usted que mi primer marido era Ministro del Gobierno?
–Se lo he oído decir, señora Presty, en más de una ocasión.
–Muy bien. Así también habrá oído usted que el señor Norman era miembro de una reputada familia. Tanto dentro como fuera del Parlamento, era una persona tan exquisitamente educada que en ocasiones su actitud resultaba incluso ofensiva. Un día, interrumpí a mi marido mientras estaba leyendo con fervor un Acta del Parlamento. Antes de poder disculparme (y esto se lo digo en la más estricta confianza), me lanzó el Acta del Parlamento a la cabeza. Noventa y nueve mujeres de cada cien le habrían devuelto el Acta del mismo modo. Pero yo, conociendo su constitución, decidí esperar un día o dos. Al segundo día, mis previsiones se cumplieron. El señor Norman tenía el dedo gordo del pie del tamaño de mi puño, y rojo como una langosta. Se disculpó por lo del Acta del Parlamento con lágrimas en los ojos. Suprimida la gota en el temperamento del señor Norman, suprimida la gota en el temperamento del Presidente del Tribunal. Se le hinchará el dedo del pie. Y, si consigo que mi hija vaya a verle, no tengo la menor duda de que le pedirá disculpas con lágrimas en los ojos.
Pero el destino quiso que este experimento no se llegará a realizar nunca. Acertada o errónea, la teoría de la señora Presty quedó como la única explicación de la severidad del juez. El señor Sarrazín intentó cambiar de tema. Pero la señora Presty no había terminado del todo.
–Todavía quisiera añadir otra cosa -procedió-. ¿Aparecerán en la prensa los comentarios del Presidente del Tribunal?
–Sin duda.
–En ese caso procuraré que, por el bien de mi hija, mañana no entre ningún periódico en esta casa. Por lo que respecta a las visitas, no hay nada de lo que debamos preocuparnos. No parece que Catherine vaya a salir de su habitación: sus preocupaciones acerca de esta cuestión tan desagradable la han dejado muy abatida.
En ese momento regresó el doctor.
Sin llegar a la pesimista conclusión a la que había llegado la anciana dama, el doctor sí admitió sin embargo que la paciente se hallaba desanimada y, a juzgar por la respuesta que le había dado a una pregunta que le había formulado, tenía razones para suponer que Escocia le traía tan malos recuerdos que su estancia en ese país no era en absoluto recomendable para su salud. Su consejo fue que debía marcharse de Edimburgo lo antes posible para ir hacia el sur. Si el cambio de clima no provocaba ninguna mejoría en su estado de ánimo, al menos estaría en el lugar adecuado para consultar a los mejores facultativos de Londres. En dos o tres días, preveía el doctor, la señora Linley estaría en condiciones de viajar, siempre teniendo en cuenta que no había que forzarla a hacer largos viajes en ferrocarril.
Después de dar este consejo, el doctor se despidió. Al poco rato de marcharse apareció Kitty con un mensaje de la señora Linley.
–¿Es que el médico no ha mandado todavía a tu madre a dormir? – inquirió la señora Presty.
Kitty negó con la cabeza.
–Mamá quiere marcharse mañana, y ningún médico la hará ir a dormir hasta que te vea a ti para arreglar los preparativos del viaje. Eso es lo que me ha dicho que te diga. Si yo me portara así con mi médico seguro que me ganaría una zurra.
La señora Presty salió de la habitación mientras su nieta la observaba con un gesto de preocupación que no resultaba en absoluto fácil de comprender.
–¿Qué te pasa? – preguntó el señor Sarrazín-. Hoy te veo preocupada.
Kitty levantó la mano a modo de advertencia.
–La abuela a veces escucha detrás de las puertas -dijo en voz baja-. No quiero que me oiga -esperó un poco, y luego se aproximó al señor Sarrazín, arrugando la frente de un modo misterioso-. Súbame a sus rodillas -dijo-. En esta casa está pasando algo malo.
El señor Sarrazín sentó a la niña sobre sus rodillas y le preguntó precipitadamente qué era lo que iba mal. La respuesta de Kitty lo dejó más confundido si cabía.
–Cada mañana, cuando me despierto, voy a la habitación de mamá -empezó diciendo la niña-. Me meto en su cama, y le doy un beso, y le digo "buenos días", y a veces, si no tiene prisa para levantarse, me quedo un rato en su cama y me vuelvo a dormir. Esta mañana mamá se ha pensado que yo estaba durmiendo. Pero yo no estaba dormida: sólo estaba callada. No sé por qué estaba callada.
El tono amable del señor Sarrazín la envalentonó:
–Bueno -dijo-, ¿y qué ha pasado después de eso?
–La abuela ha entrado en la habitación. Le ha dicho a mi madre que tratara de mantenerse animada. Y luego le dice: "¡Qué peso vas a quitarte de encima!" Y luego le dice: "¿Está dormida la niña?" Y mamá le dice: "sí". Entonces la abuela ha cogido una de las toallas de mamá. Y yo he pensado que iba a lavarse. ¿Qué habría pensado usted?
El señor Sarrazín empezó a dudar si resultaría conveniente discutir acerca de los motivos de la señora Presty para coger una toalla. Así que se limitó a decir:
–Continúa, Kitty.
–La abuela ha metido la toalla en el jarro -continuó Kitty, con un gesto de preocupación-, pero no se ha lavado. Ha ido hasta uno de los baúles de mi madre. Aunque es tan vieja, es terriblemente fuerte, te lo digo yo. En un momento ha borrado la etiqueta del baúl. Mi madre ha dicho: "¿Por qué haces eso?" Y la abuela dice, y ésta es la cosa terrible que quería contar; vaya, me acuerdo de todo: esto es como aprender la lección pero más divertido; la abuela le ha dicho: "Antes de que acabe el día, el nombre de los baúles dejará de ser tu nombre para siempre".
El señor Sarrazín se dio cuenta enseguida del laberinto en que su joven amiga lo había metido en un momento: el divorcio, y el inevitable regreso de la esposa (una vez que el esposo ya no fuera el esposo) a su antiguo nombre de soltera, era algo en lo que el asesor legal de la señora Linley no había pensado todavía.
El señor Sarrazín intentó bajar a la niña de sus rodillas. Ella se agarró de su cuello. Él pensó que un viaje en tren podía ser una buena excusa, y le dijo a la niña que tenía que ir a Londres. Ella lo sujetó un poco más fuerte. El abogado se levantó y dijo:
–Mi cielo, de verdad que no puedo quedarme -Kitty se amarró a él con brazos y piernas, y encontrando incómoda esa posición, perdió los nervios:
–Mamá va a tener un nombre nuevo -gritó, como si el abogado se hubiera vuelto sordo de repente-. La abuela dice que ahora tendrá que llamarse señora Norman. Y yo también tendré que ser la señorita Norman. ¡No quiero! ¿Dónde está papá? Quiero escribirle una carta. Sé que él no va a dejar que me cambien el nombre. ¿Me has oído? ¿Dónde está papá?
Se agarró con sus pequeñas manos al cuello del abrigo del señor Sarrazín, e intentó sacudirlo en un ataque de furia por querer saber qué significaba todo aquello. En ese momento crucial, la señora Presty abrió la puerta y se quedó de piedra.
–¿Qué haces ahí colgada del señor Sarrazín? – exclamó la anciana dama-. ¡Infeliz!, ¿qué eres, una niña o una mona salvaje?
El abogado bajó a la niña despacio.
–No te lo creas, Samuel -susurró mientras la dejaba en el suelo-. Yo no voy a ser la señorita Norman.
La señora Presty señaló con gesto severo la puerta abierta.
–¡Cómo se te ocurre chillar de esa manera, sabiendo que en este momento a tu madre le hace más falta que nunca que haya silencio en esta casa! Si te vuelvo a oír te pasarás lo que queda de semana a pan y agua, y sin muñecas.
Kitty se retiró avergonzada, y la señora Presty afiló su lengua para dirigirse esta vez al señor Sarrazín.
–Caballero, estoy asombrada de ver que se permite usted estas confianzas con la desvergonzada de mi nieta. Nadie diría que es usted un hombre casado y con hijos.
–Precisamente esa es la razón, mi querida señora -replicó sabiamente el señor Sarrazín-. Si juego con mis hijos, ¿por qué no habría de hacerlo con Kitty? ¿Puedo hacer algo por usted en Londres? – prosiguió, acercándose un poco más a la puerta-. Voy a salir de Edimburgo en el primer tren. Y se lo prometo -le dijo, con un sentimiento del agravio todavía brillando en sus ojos-: ésta será la última vez que mantenga una conversación a solas con su nieta. La próxima vez que la niña quiera hacerme alguna pregunta, se la enviaré a usted.
La señora Presty miró al abogado, que ya se marchaba, con una expresión de confusión. ¿Qué "conversación a solas" había sido esa?; ¿qué "preguntas" le había hecho? Después de considerar esos interrogantes durante un instante, y conociendo a su nieta como la conocía, pensó que con un poco de astucia obtendría enseguida los resultados deseados. Observó que sobre la mesilla había un pastel.
–Sólo tengo que perdonar a Kitty -decidió-, y la niña me lo contará todo sin rechistar.
EL SEÑOR HERBERT LINLEY
Uno de esos compañeros fieles, que no se habían desligado de él todavía, acababa de salir del hotel de Londres en el que Linley había reservado habitación para Sydney Westerfield y para sí mismo a nombre de señor y señora Herbert. Este viejo amigo estaba estremecido ante el empeoramiento que había notado en el fugitivo de Mount Morven. Linley ya no conservaba la esbelta figura de otros tiempos, como si hubiese padecido una larga enfermedad; el saludable color de su cara también había desaparecido; tenía que esforzarse de un modo penoso para adoptar las amables maneras que antes exhibía de un modo natural. "¡Después de haberlo sacrificado todo para hacer que una mujer sienta que su vida es verdaderamente decente y verdaderamente fructífera, a cambio no le queda nada, ni siquiera un asomo de falsa felicidad!" Con esa terrible conclusión, el invitado bajó por las escaleras del hotel, y salió a la calle.
Linley regresó a la lectura del periódico. Línea a línea, leyó el artículo que informaba a los miles de lectores de que su esposa se había divorciado de él y había obtenido la custodia legal de su hija. Palabra por palabra, escrutó con mórbida atención el juicio demoledor que el Presidente del Tribunal había tenido para Sydney Westerfield y para él. Palabra por palabra, leyó las recriminaciones infligidas a la infeliz mujer a quien él se había comprometido a amar. Como si eso no bastara, y atormentado por sus propias sospechas, buscó más información. En la página siguiente había un editorial sobre el juicio, escrito con un sublime y virtuoso tono lastimero, y situándose del lado de la mujer y en contra del juez, pero afirmando, al mismo tiempo, que ninguna condena de la conducta del marido y la institutriz podía ser demasiado piadosa, y que no había ninguna miseria que pudiera sobrevenirles en el futuro de la que no se hubieran hecho merecedores.
Tiró el periódico sobre la mesa, y reflexionó sobre lo que había leído.
En ese instante se dio cuenta de que había echado por la borda toda una vida. Cuando miró atrás, no vio otra cosa que esa vida malgastada. Cuando sus pensamientos se dirigieron al futuro, se enfrentaron a unas perspectivas vacías de promesas para un hombre todavía en la flor de la vida. Su esposa y su hija estaban tan lejos de él como si hubieran muerto, y la decisión de esa situación le correspondía a su esposa. ¿Tenía derecho a quejarse? No. No tenía el menor derecho. Como decían los periódicos, se lo tenía merecido.
El reloj marcó la hora, y él se sobresaltó.
Se levantó deprisa, y avanzó hacia la ventana. Al cruzar la habitación pasó junto a un espejo. Su tétrica desesperación se vio reflejada en él. "Ella volverá enseguida", se recordó a sí mismo. "¡No debe verme así!" Fue junto a la ventana para distraerse y tomar el aire. Observó la vida fluyendo por la calle. Entonces vio que en su vida la felicidad era tan sólo artificial. Y se dio cuenta también de que el amor que le demostraba a Sydney era solamente una simulación: en eso, y no en otra cosa, se había convertido su vida.
Si Herbert hubiese sabido que ella había salido de casa para alejarse durante unos minutos de sus propios temores; si él hubiese sospechado que ella también tenía pensamientos que frecuentemente ocultaba: tristes augurios de perder la custodia de su corazón, aterradoras sospechas de que él ya había empezado a compararla con la esposa que había abandonado, y de que la que salía perjudicada en esa confrontación era ella, la propia Sydney. Si él hubiese sabido todo eso, ¿cómo habría acabado todo? Pero lo cierto es que ella, hasta ese momento, no le había dado a Linley motivos para que desconfiara. Que ella lo amaba, él lo sabía. Que ella había empezado a dudar de que él la amara, él no lo habría creído, aunque su mejor amigo le hubiese traído pruebas irrebatibles de ello. Esa mañana, durante el desayuno, ella le había dicho:
–Recuerdo a una buena mujer que solía alquilar habitaciones aquí en Londres, y que fue muy amable conmigo cuando yo era niña -y le había pedido permiso para ir a esa casa a preguntar si su amiga la casera todavía vivía. Y lo hizo sin que notara él la rigidez de su sonrisa ni el tono trémulo de su voz. Sólo cuando salió a la calle le saltaron las reveladoras lágrimas, y sintió una enorme amargura por dentro, y sus miserias se mezclaron con la multitud que iba y venía por las calles de Londres. Mientras, él, que permanecía en la ventana, la vio cruzar la calle de regreso. Sydney entró en la habitación con el cuerpo erguido tras tanto caminar. Le dio un beso a Herbert, y dijo con su hermosa sonrisa:
–¿Te has sentido solo sin mí?
¿Quién habría supuesto que la tormentosa desconfianza, y el temor a ser abandonada, inundaban en ese mismo momento el corazón de esa mujer?
El le acercó una silla, y luego se sentó a su lado. Le preguntó si estaba cansada. Todas y cada una de las atenciones que ella pudiera desear del hombre que amaba le eran dadas con toda la apariencia de sinceridad. Ella se le acercó un poco y le respondió con tono aparentemente tranquilo.
–No, cariño, no estoy cansada, me siento feliz de haber vuelto a casa.
–¿Todavía vive tu antigua casera?
–Sí. ¡Pero está tan desmejorada, la pobre! Ha tenido que luchar mucho desde la última vez que la vi.
–Supongo que no te habrá reconocido.
–¡Oh, no! Me ha mirado, ha mirado mi vestido, con gran sorpresa, y me ha dicho que sus habitaciones no eran muy apropiadas para una joven dama tan elegante como yo. Ha sido muy triste. Le he dicho que conocía muy bien sus habitaciones, que había estado en una de ellas hacía mucho tiempo, y después le he explicado quién era. ¡Oh, el encuentro nos ha puesto muy melancólicas a las dos! Luego le he dado un beso, y ella se ha puesto a llorar. Y le he tenido que contar que mi madre había muerto, y que mi hermano continuaba desaparecido a pesar de todos mis efuerzos por encontrarle. Le he pedido que me dejara entrar en la cocina, creyendo que el cambio nos aliviaría un poco a las dos. En aquellos días, la cocina era un lugar de refugio para mí, un paraíso. ¡Era un lugar tan cálido para una niña medio muerta de hambre como yo! Ahí siempre había algo de comer para mí. No tienes ni idea, Herbert, de lo vacía y pobre que me ha parecido hoy esa cocina. Me he alegrado de salir rápidamente, e ir al piso de arriba. En lo más alto de la casa había una buhardilla. Yo siempre solía jugar ahí, sola. Cuando he abierto la puerta me he encontrado con que todo estaba cambiado.
–¿Estaba más bonito?
–¡Cariño, no podía estar peor! Mi antiguo cuarto de jugar, lleno de polvo y trastos, está limpio y arreglado; han quitado las tablas del suelo, y en un rincón hay una camita. El nuevo inquilino de la habitación es algún empleado de las oficinas del centro. Ojalá no hubiese entrado. Pero aún me aguardaba otra sorpresa, esta vez agradable. Al limpiar la buhardilla, adivina qué había encontrado la casera.
Herbert hubiera dicho cualquier cosa que la hiciera feliz; cualquier cosa que la hiciera creer que estaba más enamorado de ella que nunca.
–¿Era algo que te habías dejado ahí de pequeña? – preguntó.
–¡Sí!, lo has adivinado a la primera: un pequeño recuerdo de mi padre, tan sólo unas pocas hojas arrugadas de un libro de canciones para niños que él solía enseñarme a cantar; y un pequeño paquete de cartas, que mi madre probablemente dejó olvidadas ¡Mira!, las he traído conmigo; estoy deseando leerlas ahora mismo. ¿Te estoy aburriendo, cariño?
–Por supuesto que no.
Le dio esa considerada respuesta mecánicamente, como si estuviera pensando en otra cosa. Ella temió decirle claramente que había notado algo extraño en su comportamiento, y le comentó simplemente que tenía mala cara.
–Hace tiempo que lo vengo observando -le confesó-. Estás acostumbrado a vivir en el campo, y me temo que Londres no es tu lugar.
El, todavía con tono ausente, todavía pensando en el divorcio, reconoció que podía tener razón. Ella dejó el paquete de cartas y la pobre reliquia del viejo libro de canciones sobre la mesa, y se inclinó sobre él. Tiernamente, y con timidez, le echó los brazos al cuello.
–Creo que un poco de aire puro nos iría bien -sugirió-. ¿Qué te parece si vamos hasta el mar?
–¿Y a dónde quieres que vayamos?
–Oh, esa decisión te la dejo a ti.
–No, Sydney. Fui yo quien propuso venir a Londres. Esta vez quiero que seas tú quien decida.
Ella aceptó su propuesta y le prometió que pensaría en ello. Con un gesto de preocupación, cogió las canciones y se las guardó en el bolsillo. Al ir a recoger las cartas vio el periódico sobre la mesa.
–¿Hay algo interesante, hoy? – preguntó, mientras lo cogía con intención de hojearlo. Herbert se lo arrebató de las manos de golpe, casi a la fuerza. Enseguida se disculpó por su rudeza.
–No hay nada que valga la pena en el periódico -le dijo a Sydney después de pedirle disculpas-. No creo que te interese la política, ¿verdad?
En lugar de responder, ella se quedó mirándole.
El saludable color que había adquirido su rostro gracias al ejercicio, se desvaneció. Estaba pálida, callada. Herbert, sintiéndose confuso, sonrió incómodamente.
–Espero -comenzó, esforzándose por poner un poco de alegría en su voz- no haberte ofendido.
–¿Hay algo en el periódico que no quieres que lea?
Él lo negó, pero siguió aferrándolo.
Sydney, con la voz más apagada y el rostro más pálido que nunca, preguntó:
–¿Ha acabado todo? ¿Es eso lo que sale en el periódico?
–¿A qué te refieres?
–Me refiero al divorcio.
Él regresó a la ventana, y miró afuera. Era lo mejor que podía hacer para no tener que mirar a Sydney a la cara. Ella se le acercó por detrás.
–No quiero leerlo, Herbert. Únicamente te pido que me digas si vuelves a ser un hombre libre.
Después del tono quedo que había empleado Sydney, a él ciertamente no le quedaba otra alternativa que tratarla brutalmente o contestar a su pregunta. Sin apartar la mirada de la calle, Herbert dijo:
–Sí.
–¿Libre para volver a casarte si lo deseas? – insistió ella.
El dijo que sí de nuevo, y sostuvo la mirada lejos de la de ella. Ella aguardó un momento. Él no hizo ni dijo nada.
Aunque había podido sobrevivir a la muerte lenta de todas sus ilusiones, en el corazón de Sydney todavía permanecía intacta una última esperanza. La misma que murió con esa mirada cruel que se perdía en la calle.
–Intentaré pensar en algún lugar de la costa al que podamos ir -después de que él pronunciara esas palabras, ella se acercó lentamente a la puerta, pero recordó el paquete de cartas y regresó. Las cogió, se detuvo un momento, miró hacia la ventana. Él seguía interesado en la calle. Sydney salió de la habitación.
LA SEÑORITA WESTERFIELD
–Vaya abajo y pídale el periódico de hoy al primer camarero que vea. No me importa qué periódico sea, pero tráigalo enseguida.
Sydney estaba impaciente por leer la noticia del divorcio. Después de que le subieran el periódico, y de haber leído la noticia de arriba abajo, sólo pudo pensar en una cosa: en lo que había dicho el juez acerca de la señora Linley.
¿Por qué le hacían esos reproches, no solamente crueles sino además públicamente, a tan generosa amiga, a tan honesta esposa, y a tan devota madre? ¡A la señora Linley, que no había dudado ni un instante en perdonar a la miserable mujer que le había arrebatado a su marido!
No sabía qué hacer. Se arrodilló. Rezó con fervor.
–¡Oh, Dios mío, cómo puedo devolverle a esa mujer la felicidad que le he robado!
Había oído decir que rezar tenía efectos benéficos para las alma rotas. Pero no sucedió nada de eso. Se apoderaré de ella un incontenible deseo de solucionar aquello de una manera rápida y drástica. ¿Debía esperar a que Herbert Linley dejara de ocultar que ya estaba cansado de ella? ¿Debía esperar a que la desterrara de su lado? ¡No! Tenía que ser ella quien tomara la iniciativa de la separación. Ese pensamiento pareció darle fuerzas. Abrió la puerta de golpe y bajó las escaleras velozmente. Pero enseguida se acordó del terrible obstáculo que había en su camino: el divorcio.
Regresó a su habitación despacio y llena de tristeza: se había rendido.
No había manera de disfrazar la realidad: las dos personas que habían sido marido y mujer estaban ahora irrevocablemente alejadas por deseo de la esposa. ¿Y si él se arrepintiera sinceramente? ¿Y si él se mostrara dispuesto a volver? La mujer a quien Herbert Linley había traicionado, ¿querría aceptar sus disculpas? El divorcio, el miserable divorcio, hacía pensar en una única respuesta: ¡No!
Luego se tranquilizó un poco, y empezó a pensar en el matrimonio que ya había dejado de ser un matrimonio. Tenía cerca el tocador. Vio su mirada ausente reflejada en el espejo: estaba ojerosa. ¡En el espejo únicamente veía a una infeliz! Se sentía avergonzada de su maldad. Tenía deseos de sacrificarse por el bien de la que había sido su amiga hasta que ella la había traicionado. ¡Pero ahora ya era todo inútil! ¡Ya era tarde! ¡Ya era tarde! Sintió una profunda amargura. ¿Por qué se sentía de ese modo? Comparando las perspectivas de la señora Linley con las suyas propias, ¿había algo que justificara su pena por la esposa divorciada? Ella tenía a su dulce hijita para hacerla feliz; una enorme fortuna para criarla sin que tuviera que pasar ninguna sórdida necesidad; todavía era hermosa, todavía era una mujer atractiva. Mientras ella estaba en una posición inmejorable, ¿qué tenía ante sí Sydney Westerfield? La miserable pecadora acabaría como merecía. Absolutamente dependiente de un hombre que posiblemente estaría lamentando la pérdida de su esposa, ¿cuánto tardaría en encontrarse en la calle, sin ninguna amiga que la pudiera ayudar, sin esperanzas de recuperar su reputación, enfrentada al dilema de tirarse al río o envenenarse, igual que otras mujeres se habían envenenado o ahogado cuando la única perspectiva aceptable de sus vidas era descansar en paz?
Sydney rememoró la forma en que Herbert le había hablado, y el modo en que se había comportado con ella al regreso del paseo de aquella mañana. Había sido amable y considerado con ella; había escuchado su pequeña historia acerca de las reliquias encontradas en la buhardilla, como si a él le interesara todo aquello que le interesaba a ella. No se había sentido decepcionada por nada, no podía quejarse de nada, hasta que había querido saber si era un hombre libre para hacerla su esposa. Solamente podía culparse a sí misma de que él se hubiera mostrado distante y frío al haber oído hablar de ese delicado asunto el mismo día en que recibía la noticia de que el divorcio le había sido concedido a su esposa y de que le habían quitado a la niña. Pero a pesar de todo ello, podría haber encontrado una forma más amable de reprender a una persona sensible como Sydney que quedarse mirando la calle; ¡como si se hubiese olvidado de ella, y le interesara más mirar a los desconocidos que pasaban! Tal vez no estaba pensando en los desconocidos; tal vez estaba pensando cariñosamente en su esposa y sintiendo arrepentimiento por haberla abandonado.
Sydney se sintió confusa. ¿Acaso no podía dejar de pensar en sí misma y en su futuro?
Miró distraída alrededor de la habitación, y vio el paquete de cartas de su padre en la mesita de noche. Lo desató. Las tres primeras cartas que examinó eran breves, y estaban firmada con nombres que no le resultaban familiares. Todas estaban relacionadas con carreras de caballos, y hacían referencia a una serie de previsiones que sin duda habrían de hacer millonarios a los avispados apostantes. Siendo misericordiosa con la memoria de su padre, Sydney tiró las cartas al hogar, y luego les prendió fuego.
A continuación cogió otra del paquete. Ésta era más extensa, y estaba escrita a mano con letra clara y firme. En comparación con los garabatos llenos de manchas de tinta que acababa de quemar, le pareció que aquella carta pertenecía a un caballero. Buscó la firma. El extraño apellido la sorprendió: el autor se llamaba "Bennydeck".
No era éste un apellido común, pero aun así tampoco le resultaba del todo desconocido. ¿Se lo habría oído mencionar a su padre alguna vez cuando era niña? No lograba recordar de qué conocía ese nombre.
Leyó la carta. El caballero se dirigía amistosamente a su padre, llamándole "querido Roderick" y luego continuaba diciendo:
El retraso con que zarpará tu barco me brinda la oportunidad de escribirte de nuevo. En mi última carta te informaba de la muerte de mi padre. En ese momento no me sentí con fuerzas suficientes para contarte otro suceso. Prepárate para recibir una sorpresa. Nuestro viejo castillo fortificado de Sandyseal, en el que compartimos tantos veranos cuando éramos compañeros de clase, ha sido vendido.
Cuando oigas lo que tengo que decirte te sentirás tan apenado y asombrado como yo. Sandyseal se ha convertido en un convento de monjas ingesas, de la Orden de San Benedicto.
Ahora te imagino acabando de leer mi carta, y mirando fijamente al vacío con tus ojos negros, mientras te dices a ti mismo que todo esto que te cuento debe de tratarse de una de mis confusiones. Por desgracia (puesto que siempre he sentido un enorme cariño por la casa en que nací), lo que te cuento no es sino la pura verdad. En su testamento, mi padre dio órdenes terminantes de que Sandyseal fuera vendido. Esas órdenes son el resultado de una promesa que le hizo a su esposa hace muchos años.
Cuando mi pobre madre murió, tú y yo aún éramos muy jóvenes. Pero creo que recordarás que ella, al igual que el resto de su familia, era Católica, Apostólica y Romana.
Después de recordarte esto, puedo decirte que el castillo de Sandyseal era propiedad de mi madre. Formaba parte de su ajuar, y debía pasar a mi padre si ella moría antes que él, y si ella no dejaba ninguna hija. Yo soy su único hijo. La casa era la única propiedad de mi padre. Su herencia me deja a mí el dinero de la venta de ésta. Yo habría preferido quedarme antes con la casa que con el dinero.
¿Pero, por qué mi madre le hizo prometer a mi padre que vendería la casa si ella moría?
Una carta, adjunta a la herencia de mi padre, responde esta pregunta, y cuenta una historia muy triste. Por deseo expreso de mi madre, a mí se me ocultó mientras mi padre estuvo en vida.
Mi madre tenía una hermana más joven que ella, que era la más hermosa de la familia. Se dice que todos aquellos que la conocían, la amaban y admiraban. No me parece necesario alargar esta carta ya de por sí larga, explicando la triste historia de esta muchacha. Es una historia que ya habrás oído contar, una y otra vez, acerca de otras jóvenes: amó a un hombre y confió en él; luego éste la rechazó y abandonó. Ella quedó sola y sin amigos en un país que le era extraño y, sintiéndose denigrada y sin ninguna esperanza en el futuro, intentó ahogarse en el río. Todo esto ocurrió en Francia. Dio la casualidad de que la mujer más buena del mundo (una Hermana de la Caridad) estaba en ese momento cerca del río y la pudo salvar. Le dieron protección, cariño, la animaron a que regresara junto a su familia. Pero la pobre muchacha desamparada se negó. No podía quitarse de la cabeza que les había traído la desgracia. La buena de la Hermana de la Caridad se ganó su confianza. Desde entonces, su única ilusión fue apartarse del mundo y convertirse en una beata para el resto de sus días. Y su sueño se hizo realidad en el convento de monjas benedictinas de Francia. Allí halló la protección y la paz que buscaba. Allí pasó el resto de su vida entre sus amigas, las devotas hermanas, y allí murió tranquilamente, e incluso feliz.
Ahora entenderás por qué mi madre se sentía tan agradecida por la buena obra de la comunidad de las monjas; y no hará falta que te explique lo que pensó al recibir la promesa de mi padre, mientras sufría los últimos achaques de su enfermedad.
El le prometió inmediatamente regalar la casa a las benedictinas. Mi madre se lo agradeció, pero se negó a aceptar la propuesta. Estaba pensando en mí. "Si nuestro hijo no puede heredar la casa de su padre", dijo mi madre, "lo correcto sería que obtuviera el valor de la casa en dinero. Lo mejor sería vender la casa."
Así que aquí estoy. Ahora soy rico. Y con todo ese dinero en el banco.
Mi idea es invertirlo en los Fondos Públicos, y que vaya creciendo con el interés, hasta que me haga viejo y me retire de la Armada. En los últimos años de mi vida podría dedicarme tal vez a la fundación de alguna institución de caridad, de la cual yo mismo podría ser el presidente. Si muero antes de todo esto… ¡oh, no creas que no hay posibilidades! Puede haber una guerra naval, o podría convertirme en uno de esos locos incurables que arriesgan su vida en una expedición al Ártico. Así pues, en caso de que suceda lo peor, dejaría todo cuanto tengo en tus honestas y capacitadas manos. Deseando que tu viaje al extranjero sea bueno, atentamente tuyo.
Así terminaba la carta.
Sydney volvió a leer con atención la segunda mitad del escrito. La historia de la hija favorita pero infeliz de la familia tenía un tinte melancólico y siniestramente interesante. Sintió que, en muchos aspectos, se parecía a su propia vida, pero sin ese final lleno de paz. Pero ella, ¿en qué comunidad de mujeres misericordiosas podía ser acogida, en la situación de dolorosa necesidad que vivía? ¿Qué consuelo religioso la podía redimir? ¿Qué oraciones, qué esperanzas, podían reconciliarla consigo misma, en su lecho de muerte?
Dobló la carta del capitán Bennydeck, se la guardó en el pecho, y suspiró.
–Si mi destino hubiese caído en manos de gente bondadosa -pensó-, tal vez ahora estaría en la Iglesia que cuidó a esa pobre muchacha.
Se sintió triste. Se preguntaba en qué parte de Inglaterra estaría Sandyseal; se preguntaba si las monjas del viejo castillo fortificado abrían alguna vez sus puertas a mujeres cuya única petición a su caridad cristiana era la de ser compadecidas. En ese momento oyó los pasos de Linley acercándose a la puerta.
Su tono y su actitud eran amables. Parecía que volvía a tratarla con cariño. Estaba preocupado al no ver durante tanto rato a Sydney: temía que estuviera enferma.
–Sólo estaba pensando -dijo ella.
Él sonrió, se sentó junto a ella y le preguntó si había estado pensando en algún lugar al que pudieran ir una vez se marcharan de Londres.
LA SEÑORA ROMSEY