Modestamente, yo me permitiría señalar una diferencia. La intriga es un mecanismo que se dirige de modo implacable hacia una solución que exige haber inventado y acoplado las piezas de la novela desde el principio; es decir, exige resolver la novela antes de comenzarla.
El folletín, en cambio, parece actuar al contrario: parece buscar constantemente complicaciones que retrasen de continuo la llegada a su término de una historia que, en sí, suele ser bastante más pobre que la de una intriga. La intriga es siempre progresiva; el folletín puede serlo también, pero es, sobre todo, repetitivo. El artificio que inventa el autor de una intriga se somete a las necesidades de la solución final desde el principio; además, es un movimiento centrípeto. El movimiento del folletín, por el contrario, es centrífugo aunque, como en las lavadoras automáticas, girando dentro de unos límites determinados.
La reina del mal es un folletín, pero no es cualquier folletín. Lo que sucede es que Collins decide mover una intriga utilizando la técnica del melodrama. El melodrama se surte siempre de un tipo de escenas cumbre que jalonan el relato y esas escenas cumbre se resuelven siempre de la misma manera: por un malentendido que aleja lo que estaba a punto de acercarse. Esto suele hacerse de dos maneras; la primera es lo que llamaríamos un disparo de largo alcance; por ejemplo, en esta novela, la decisión de la señora Presty de hacer "enviudar" a su hija coloca al lector ante la evidencia de que la situación que origina reventará en el momento más inoportuno; la segunda es el disparo a bocajarro; por ejemplo, cuando dos personajes (el capitán Bennedyck y Randal Linley) que poseen una información decisiva que, compartida, aliviaría sensiblemente la situación de una tercera persona, Syd, se cruzan sin poderla compartir. Es decir, de cara a la historia que se cuenta, se trata de repetir periódicamente una situación que bien pudiéramos calificar de coitus interruptus hasta que, agotadas todas las posibilidades, el final feliz se consume.
Como comprenderán ustedes, esto es pan comido para un maestro de la intriga como Collins y lo normal, lo que sucede aquí, es que consiga manejar el ritmo -eso sí que es esencial para el folletín- con toda soltura. De hecho, en mi opinión, sólo se produce un cierto empantanamiento a lo largo del libro cuarto. Por otra parte, ya he dicho en ocasiones anteriores que la galería de malvados de Collins es insuperable. ¿Qué deberíamos pensar, entonces, de un libro titulado La reina del mal? Pues, paradójicamente -acaso porque estemos en un melodrama, es decir, en un sistema de tira y afloja lineal y unidireccional-, el carácter de la señora Presty se asemejaría, más que a un genuino "malo", al del destinatario de aquel epitafio que recogió Luis Carandell en su inolvidable Celtiberia show: "Aquí yace Fulano de Tal. En su vida hizo el bien y el mal. El bien lo hizo mal y el mal lo hizo bien".
La señora Presty se convierte en la referencia de la historia, aunque sus protagonistas sean otros por delante de ella; el mal, ya lo imaginan ustedes, es omnipresente, pero no es el protagonista o quizá sí, quizá sea lo que podemos llamar el protagonista de fondo, mientras que el bien corretea torpemente ante ese fondo, yendo de un lado a otro sin saber con certeza dónde está su sitio: por eso coloca a tantos personajes en situación de desamparo y confusión; en su conjunto, todos los personajes, aunque sean más bien de una pieza, como corresponde a las características del relato, cumplen su cometido con eficacia y se limitan a representar lo que deben representar.
Hay otros elementos característicos de las novelas de Collins, como el uso del correo no sólo como recurso expresivo, sino como elemento cualificado de la acción; pocas cosas hay tan emocionantes como una carta en las manos equivocadas o dos misivas que, conteniendo cada cual una de las dos partes de un destino, se cruzan en direcciones contrarias. Hay viajes, pretendientes, maledicencia social, hijas desamparadas, separaciones crueles, decisiones irrevocables… y hay, lo cual me parece reprochable, un cierre final cargado de explicaciones morales a cargo del abogado Sarrazin; una cosa es la explicitud, necesaria en este tipo de libros, y otra la grosería hacia el lector. Salvo esto, hay que decir que el autor no pretende más que lo que pretende, lo hace con profesionalidad y, diría yo, un cierto descaro, una alegre soltura que sin duda proviene de esa profesionalidad. Para ser precisos, tendríamos que denominar a ésta una novela "de enredo". Sí, eso es. Y así sentada su naturaleza, sepa el lector que, una vez más, una novela firmada por Wilkie Collins no le defraudará.
José María Guelbenzu
Afectuosamente dedicado a Holman Hunt
LA EDUCACION DE LA SEÑORITA
WESTERFIELD
1. EL JUICIO
Su Presidente se distinguía de todos ellos por ser el más brillante y el más elocuente, siendo por ello una persona muy respetada entre sus colegas. Por una vez, puede decirse que el hombre adecuado estaba en el cargo adecuado.
De los once hombres del jurado, cuatro tenían personalidades muy superficiales. Eran estos:
El Hambriento, que exigía constantemente que le trajeran la cena.
El Despistado, que hacía dibujos en su cuaderno de notas.
El Nervioso, que no se alteraba por nada.
Y el Callado, que era quien finalmente decidía el veredicto.
De los otros siete miembros del jurado, uno era un Soñoliento bajito que jamás solía causar problemas; otro era un Inválido con rauy mal humor que siempre hacía su trabajo a regañadientes, y cinco pertenecían a esa especie mayoritaria y feliz de la población que se deja gobernar con docilidad: de lo que no sabe, no opina.
Cuando el Presidente se sentó a la cabecera de la mesa, y sus colegas a ambos lados, el silencio cayó sobre ese jurado masculino. (Circunstancia que normalmente no se da en las reuniones de mujeres.) La clase de silencio que se produce cuando nadie se atreve a hablar en primer lugar.
Cuando sucedía esto, era obligación del Presidente hacer con sus cofrades deliberadores lo que acostumbramos a hacer cuando se nos para el reloj: darle cuerda al jurado, y ponerlo a trabajar.
–Caballeros. ¿Se han formado ya una opinión definitiva sobre el caso?
Algunos contestaron que sí y otros que no. El pequeño Soñoliento no dijo nada. El Inválido malhumorado exclamó:
–¡Vamos allá!
De repente, el Nervioso se puso de pie. Todos sus cofrades, temiendo la desgracia de que entre ellos hubiese un engorroso orador, se lo quedaron mirando. El Nervioso era básicamente un hombre educado, y se apresuró a tranquilizarles:
–Les ruego que no se asusten, caballeros. No voy a hacer ningún discurso. Pero como estoy un poco alterado, tendrán que disculparme si de vez en cuando observan que estoy inquieto en mi silla.
El Hambriento, que acostumbraba a almorzar muy temprano, miró su reloj:
–Las tres y media -dijo-. Por el amor de Dios, quiere hacer usted el favor de ir al grano.
El Hambriento era el más gordo de todos los presentes, y esto dio inspiración al Despistado, que no cesaba de hacer dibujos en su cuaderno de notas. Enormemente interesados en el creciente parecido entre el dibujo y la realidad, los miembros que se sentaban a ambos lados del Despistado miraban por encima de sus hombros. El pequeño Soñoliento se despertó sobresaltado, y pidió disculpas a todos. El Inválido malhumorado se dijo en voz baja:
–¡Pandilla de inútiles!
Y a todo esto, el Presidente, un hombre tranquilo, expuso el caso, no sin tomarse su debido tiempo.
–El preso que espera nuestro veredicto, caballeros, es el Honorable Roderick Westerfield, hermano menor de Lord Le Basque. Está acusado de embarrancar a propósito el buque John Jerniman, cuando se hallaba bajo su mando, con el objetivo de obtener fraudulentamente una parte del dinero del seguro, y posteriormente quedarse con ciertos diamantes brasileños que formaban parte de la carga. En pocas palabras, he aquí a un hombre perteneciente a una de las familias más ricas del país, acusado de ser un ladrón. Antes de pretender siquiera llegar a una decisión, y con el fin de hacerle justicia, deberíamos intentar formarnos una idea general de su carácter, basándonos siempre en las evidencias. Y sería justo que empezáramos por preguntarnos algo acerca de su relación con la noble familia a la que pertenece. Los testimonios, por el momento, no le son demasiado favorables. En aquellos días, el procesado, siendo oficial de la Marina Real, se casó con la camarera de una taberna, a pesar de la opinión contraria de su familia.
El miembro amodorrado del jurado, que en ese momento estaba despierto, sorprendió al Presidente con sus palabras:
–Hablando de camareras -dijo-, yo conozco a la hija de un cura militar. Está muy afligida, la pobre. Es camarera en alguna parte del norte de Inglaterra. Es curioso, ahora no recuerdo el nombre del pueblo. Si tuviéramos un mapa de Inglaterra… -En ese momento, uno de sus cofrades lo interrumpió con saña: -¿Y qué derecho tiene -exclamó el miembro goloso del jurado, hablando bajo la desesperante influencia del hambre- la familia del señor Westerfield para atreverse siquiera a suponer que una camarera no puede ser una mujer perfectamente virtuosa?
Al oír esto, el Nervioso, caballero incansable (en la ardua tarea de cambiarse de posición en la silla) donde los haya, se interesó repentinamente por el proceso:
–Discúlpenme por meterme en este asunto -dijo con muy buenos modales, como en él era costumbre-. Como abstemio que soy (no tomo jamás ningún licor fermentado), debo protestar enérgicamente ante las diversas alusiones que aquí han sido hechas a favor de las camareras.
–Pues yo, como cliente y consumidor habitual de licores fermentados -resaltó el Inválido-, afirmo que ojalá tuviera ahora mismo aquí delante una botella de champán y una camarera.
Sobreponiéndose a las interrupciones, el admirable Presidente prosiguió:
–Caballeros, cualesquiera que sean sus opiniones acerca del matrimonio del procesado, tenemos pruebas de que sus familiares le dieron la espalda a partir del momento en que se casó con la camarera. Con excepción de Lord Le Basque, cabeza de familia y hombre compasivo donde los haya. Fue él quien, haciendo uso de su influencia en el Almirantazgo, logró obtener para su hermano, que en ese momento estaba sin empleo, un destino en un barco. Todos los testigos afirman que el señor Westerfield hizo su trabajo con gran profesionalidad. Si hubiese sido capaz de dominarse a sí mismo, podría haber subido de rango en la Marina. Pero su temperamento le perdió. Terminó discutiendo con uno de sus superiores.
–Fue gravemente provocado -dijo uno de los miembros del jurado.
–Fue gravemente provocado -admitió el Presidente-. Pero si hemos de juzgar en base a las reglas de la disciplina, la provocación no puede ser una excusa. El procesado retó en el puente de mando al oficial de turno a un duelo en la orilla del mar. Y al recibir una desdeñosa negativa, le golpeó. Como es de suponer, el señor Westerfield fue juzgado por una corte marcial, y fue apartado del servicio. Pero Lord Le Basque era un hombre con una inagotable paciencia. El Servicio de Mercancías le dio al procesado una última oportunidad para que, al menos hasta cierto punto, recuperara su puesto. El señor Westerfield estaba hecho para la mar, y para nada más. Ante la encarecida petición de milord, los propietarios del John Jemiman, que transportaba mercancías entre Liverpool y Río, le dieron al señor Westerfield el puesto de segundo de a bordo, y él, haciendo honra a su reputación, justificó la confianza que su hermano había depositado en él. Durante una tormenta delante de la costa de África el capitán cayó al mar, y el señor Westerfield, segundo de a bordo, se puso al mando de la nave, y cumplió con su deber. Entretanto, los demás oficiales fueron incapaces de articular su capacidad de mando ante la situación peligrosa a la que se enfrentaban, y se quedaron paralizados. Fue el señor Westerfield, con su marinería y su valentía, quien salvó el barco. Le dieron el mando de la nave. Y desde ese día, tengan por seguro que no nos equivocaremos si afirmamos que fue un capitán ejemplar, si miramos el lado bueno de su genialidad.
Llegado a este punto, el Presidente hizo una pausa para recopilar sus ideas.
Ciertos miembros entre los reunidos (acaudillados por el Hambriento, que demandaba su cena, y por el Despistado, que en ese momento estaba enfrascado en la ilustración de un capitán de barco cayéndose por la borda en mitad de una tormenta), propusieron la absolución del procesado sin más consideraciones. El Inválido, malhumorado, exclamó:
–¡Cerrado! – y los cinco miembros del jurado que carecían de criterio propio, animados por la admirable brevedad con que el Inválido había expresado su opinión, gritaron a coro:
–¡Bravo! ¡Bravo, bravo!
El Callado, a quien habían ignorado hasta entonces, atrajo la atención de todos. Era un hombre calvo, de edad incierta, y con la levita abrochada hasta la barbilla. Durante el proceso no se quitaba los guantes ni un segundo. Cuando el coro de los cinco aplaudió, él sonrió misteriosamente. Todos se preguntaron qué podía significar esa sonrisa. El miembro silencioso del jurado se guardó su opinión. Pero desde ese momento empezó a ejercer una influencia subterránea sobre el jurado. Incluso el Presidente, al reanudar su discurso, no pudo evitar mirarlo.
–Después de un periodo de servicio, caballeros, sin que conozcamos ningún motivo de queja hacia el procesado, parece que finalmente sus méritos reciben su debida recompensa: le dan una parte de las acciones del barco que comanda, además de su sueldo como capitán. Así, con estas óptimas perspectivas parte de Liverpool en su último viaje a Brasil. Y nadie, ni siquiera su esposa, tiene la menor sospecha de que su marido se va de Inglaterra en circunstancias especialmente embarazosas. El testimonio de sus acreedores, y de otras personas con las que anduvo, prueban claramente que sus horas de ocio en tierra firme las empleó en jugar a las cartas y en apostar a las carreras de caballos. Después de una racha de suerte inhabitual, parece que ésta le abandona; empieza a perder importantes sumas, y se ve abocado a pedir préstamos con intereses muy altos, sin ninguna perspectiva razonable de poder devolver el dinero a los prestamistas, en cuyas garras termina cayendo. Cuando parte de Río para regresar a Inglaterra, no hay duda de que el procesado sabe que tendrá que enfrentarse a los acreedores, a los que, por otra parte, no puede devolverles el dinero. Ahí, caballeros, tenemos una característica destacable de su personalidad, que podríamos denominar faceta de jugador. Y a mi entender, esa faceta fue tratada por el juez con demasiada indulgencia.
El Presidente quiso poner la rúbrica a su discurso con una o dos palabras. Pero el Inválido, que parecía discrepar en algo, insistió en ser escuchado:
–En pocas palabras -dijo-, usted encuentra al preso culpable.
–En pocas palabras -replicó el Presidente-, me niego a contestar esa pregunta.
–¿Por qué?
–Porque no está entre mis atribuciones intentar influir en el veredicto.
–Señor, usted ha estado intentando influir en el veredicto desde el mismo momento en que ha entrado en esta sala. A todos los caballeros aquí presentes pongo por testigos.
El Presidente, indignado, perdió de una vez por todas la paciencia:
–Hasta que ustedes decidan si el procesado es culpable o inocente, de mis labios no saldrá ni una sola palabra más. Cuando tengan su veredicto, me limitaré a decir si estoy o no de acuerdo con su decisión.
El Presidente cruzó los brazos y se convirtió en la viva imagen del hombre que intenta cumplir con su palabra.
El Hambriento se reclinó sobre el respaldo de su silla, y emitió un quejido. El artista aficionado, que hasta ese momento había hallado una fuente de diversión en su cuaderno de notas, bostezó desatadamente y dejó caer su pluma sobre la mesa. El Nervioso, caballero afable que acostumbraba a alterarse fácilmente, pidió permiso para levantarse, y seguidamente se puso en pie y comenzó a andar de un lado a otro de la habitación. El crujido de sus botas despertó al pequeño Soñoliento, e irritó al Inválido. El coro de los cinco, más lejos que nunca de llegar a tener una opinión, miraron al Callado. Una vez más, éste sonrió misteriosamente, y ofreció una explicación de lo que estaba pensando; sólo que esta vez giró su cabeza calva en dirección al Presidente. ¿Simpatizaba tal vez con el hombre que, como él, había decidido permanecer en silencio?
Mientras tanto, nadie dijo ni hizo nada. Un silencio inescrutable se extendió hasta los cuatro rincones de la habitación.
–¿Por qué diablos no toma nadie la palabra? – exclamó el Inválido-. ¿Acaso se han olvidado todos ustedes de las pruebas?
Esta repentina pregunta hizo darse cuenta al jurado, si no de la obligación que tenían consigo mismos, sí al menos de la que provenía de su juramento como miembros de un jurado. Unos recordaron las pruebas de un modo, y otros de otro. Cada uno de ellos insistió en hacer gala de su excelente memoria, y en afirmar su propio e incontestable punto de vista sobre el caso.
El primero que habló empezó en el punto medio de la historia habían contado los testigos en la corte:
–Yo estoy por absolver al capitán, caballeros: hizo bajar los botes salvavidas, y puso a salvo a la tripulación.
–Pues yo estoy por hallarle culpable, porque el barco varó en una roca a plena luz del día, y sin que hiciera mal tiempo.
–Yo estoy de acuerdo con usted, señor. Las pruebas demuestran que la nave se acercó peligrosamente a la costa, por orden expresa del capitán, que era quien en ese momento estaba al mando.
–¡Caballeros, caballeros!, hagámosle justicia al capitán. La defensa alega que dio la orden pertinente, y en cuanto salió del puente de mando, sus subordinados le desobedecieron. Por lo que respecta a la insinuación de que abandonara el barco en un momento en que no hacía tan mal tiempo, las pruebas indican que él creía haber visto señales de que se acercaba una tormenta.
–Sí, sí, todo eso está muy bien. Pero, ¿cuáles fueron los hechos? Se informó de la pérdida del barco, y las autoridades brasileñas enviaron a un grupo de hombres al buque naufragado con la esperanza de salvar el cargamento. Pues bien, unos días después encontraron el barco. Estaba en el mismo lugar y en las mismas condiciones en que lo habían dejado el capitán y su tripulación.
–No olvide, señor, que cuando la expedición brasileña examinó el barco de arriba abajo, los diamantes ya habían desaparecido.
–De acuerdo, pero eso no prueba que el capitán los robara. Y, además, no habían rescatado ni la mitad del cargamento cuando llegó la tormenta y partió el barco en dos. Así que después de todo, el pobre sólo se equivocó al prever en qué momento iba a estallar la tormenta.
–Permítanme que les recuerde, caballeros, que el acusado estaba muy endeudado, y por tanto tenía mucho interés en robar los diamantes.
–Espere un poco, señor. No hay joya más preciosa que el juego limpio. ¿Quién estaba al mando del puente cuando el barco embarrancó? El segundo de a bordo. ¿Y qué fue lo que hizo el segundo de a bordo al oír que sus patrones habían decidido llevarles a juicio? ¡Se suicidó! ¿Acaso eso no prueba su culpabilidad?
–Quizás va usted demasiado deprisa, señor. El forense declaró qie el segundo de a bordo se quitó la vida en un estado de enajenación transitoria.
–¡Poco a poco! Nosotros no tenemos que hacer ningún caso de lo que dijo o pudo dejar de decir el forense. ¿Qué fue lo que dijo el juez al recopilar los hechos?
–¡No me venga ahora con qué dijo o dejó de decir el juez! El juez dijo lo que dicen todos los jueces: "Declaren al acusado culpable, si creen que lo hizo; y declárenlo no culpable si creen que no lo hizo". Y luego se retiró a su despacho a beberse tranquilamente una taza de té. Y mientras, aquí nos tiene a nosotros, padeciendo hambre, ¡y sin poder cenar con nuestras familias!
–Hable por usted, señor. Yo no tengo familia.
–Considérese usted un hombre afortunado. Yo tengo doce hijos, y le aseguro que mi vida es un tormento: no sabe usted lo difícil que es hacer que cuadren los números.
–¡Caballeros! ¡Caballeros! Estamos divagando otra vez. ¿Es o no es culpable el capitán? Señor Presidente, no ha sido intención de ninguno de nosotros ofenderle. Y ahora, si es usted tan amable ¿podría decirnos lo que piensa?
–Primero decidan ustedes -ésa fue su única respuesta.
Ante tal urgencia, el Nervioso, siempre afligido por sus sobresaltos, adoptó de repente una actitud de superioridad. Y planteó una idea nueva.
–¿Qué les parece si votamos a mano alzada? – sugirió-. Aquellos de ustedes que encuentren al procesado culpable que por favor levanten la mano.
Por este método, pudieron contarse tres votos incluyendo el del Presidente. Después de un instante de duda, el coro de los cinco manifestó su acuerdo con ese parecer, probablemente por la simple razón de que ésa era la primera opinión que alguien expresaba. De ese modo, las manos que se alzaban pidiendo la condena del acusado, ascendían ya a ocho. ¿Iba a tener algún efecto este resultado, sobre esa minoría indecisa de cuatro miembros? En cualquier caso, a continuación se les invitó a que expresaran su opinión. Se alzaron solamente tres manos. Un hombre, hermético donde los hubiere, se abstuvo de expresar su sentir aunque fuera con una leve señal: ¿hace falta decir quién era? El miembro en cuestión adoptó un aspecto misterioso, que le convirtió en objeto de mayor interés. Pero su sonrisa enigmática se desvaneció de inmediato. Permanecía inmóvil sobre su silla, con los ojos cerrados. ¿Estaba meditando profundamente? ¿O sencillamente estaba durmiendo? El avispado Presidente hacía ya tiempo que sospechaba que este miembro del jurado, siendo el más estúpido de todos, al menos tenía la astucia necesaria para morderse la lengua y ocultar de ese modo su propia torpeza. Pero el jurado no llegó a esa misma conclusión. Impresionado por la gran solemnidad de su semblante, creyeron que había quedado absorto en un entramado de reflexiones de la más elevada importancia para la decisión del veredicto. Tras un diálogo acalorado, decidieron pedirle al único miembro independiente da todos los que había en la sala (el miembro que no había tomado partido) que manifestara su opinión del modo más sencillo posible.
–¿Por qué veredicto se inclina usted, señor? ¿Culpable o no culpable?
Los ojos del discreto miembro del jurado se dilataron como los de un buho, con lentitud y solemnidad. Ante las dos alternativas, la de manifestar su opinión con una o con dos palabras, su sabiduría taciturna escogió la forma más breve:
–Culpable -respondió. Y cerró los ojos de nuevo, como si estuviese ya harto de todo aquello.
La sala se inundó de una indescriptible sensación de alivio. Se olvidaron las hostilidades y hubo un intercambio de miradas amistosas. Consecuencia de ese armonioso sentimiento fue que el jurado se puso en pie y regresó a la sala. El destino del acusado estaba sellado. El veredicto era: Culpable.
La señora Westerfield era lo que se dice una mujer hecha y derecha. Tenía una actitud altiva, una bonita figura, e iba elegantemente vestida, con colores oscuros. Sobre la frente le caían pequeños mechones rizados de una cabellera abundante y de color claro. Sus rasgos faciales eran grandes y firmes, pero delicados. La esposa no recompensó la curiosidad del público con ninguna emoción externa. Sus ojos, de color gris claro, soportaron la curiosidad general sin pestañear, incluso con osadía en la mirada. Para sorpresa del público femenino, la mujer había estado acompañada por sus dos hijos durante todo el juicio. La niña tenía diez años y era muy guapa. El niño, más pequeño, estaba sentado en la falda de su madre. Todo el mundo pudo observar que la señora Westerfield no le hacía el menor caso a su hija. Cada vez que decía algo en voz baja, lo cual hacía con frecuencia, era siempre para dirigirse a su hijo. Si el niño se inquietaba, ella le acariciaba. Sin embargo, ni una sola vez se dio la vuelta para ver si su hija, sentada al lado de su hermanito, estaba tan cansada del proceso como lo estaba el pequeño.
El juez se sentó, y se dio la orden de que el preso compareciera para escuchar el veredicto.
Hubo una prolongada pausa. El público se acordó de que la primera vez que el preso había entrado en la sala, estaba pálido. Entre los asistentes se oyeron comentarios en voz baja:
–Se ha puesto enfermo.
El público estaba en lo cierto.
El médico de la prisión subió al estrado de los testigos y, con tono fatigado y monótono, hizo su declaración.
El preso hacía años que padecía del corazón, pero la dolencia había sido desatendida. Incluso se había desmayado durante la espera larga y llena de incertidumbre anterior al veredicto. El desmayo había sido tan serio, que el testigo no quiso hacerse responsable de las consecuencias si el preso, con la emoción de enfrentarse a la corte y al jurado, volvía a caer desplomado.
Así las cosas, se leyó formalmente el veredicto, y la sentencia fue aplazada. Una vez más, los espectadores miraron a la esposa del acusado.
Se había puesto en pie con la intención de salir de la sala. Cuando ya se había hecho público el veredicto adverso, su marido solicitó despedirse de ella. El gobernador de la prisión, después de consultarlo con el médico, accedió a su petición. Cuando la esposa salió de la sala la gente se fijó en que llevaba a su hijo cogido de la mano, mientras que la niña los tenía que seguir detrás. Una dama compasiva se acercó y se ofreció a la madre para hacerse cargo de los niños mientras ella estuviera ausente. La señora Westerfield respondió fría y calmosamente:
–Gracias, pero su padre desea verlos.
El preso se estaba muriendo. Solamente hacía falta mirarlo para darse cuenta.
Cuando su esposa y sus hijos se acercaron a la cama en la que se estaba dejando morir, abrió los ojos fatigosamente. Era un hombre corpulento. Como un leño. Naufragado. Respiraba con dificultad, pero aun así logró decir algunas palabras:
–No te voy a preguntar cuál ha sido el veredicto -le dijo a su esposa-. Lo veo en tu cara.
En silencio, sin dejar caer una sola lágrima, esperó al lado de su marido. Él tan sólo la había mirado una vez, un instante. Todo el interés del preso parecía centrado en sus hijos. La niña era la que estaba más cerca de su padre, y él la miraba con una sonrisa desdibujada.
La pobre criatura parecía entender el significado del silencio de su padre. Llorando desconsoladamente, le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso:
–Papá, guapo. Ven a casa y yo te cuidaré.
El médico observó que en el rostro del padre se producía un cambio. Las demás personas presentes no lo advirtieron. Al preso se le puso el corazón en un puño; presintió que se acercaba el momento de la despedida.
–Llévate a la niña -le dijo a la madre en voz baja. El médico le ayudó a tomar un trago de coñac, y le tomó el pulso. Apenas lo notó. El preso se rehizo durante un instante, y buscó ansiosamente a su hijo.
–El niño -susurró-. Quiero ver a mi hijo.
Cuando su esposa le acercó el niño, el médico le dijo en voz baja a la mujer:
–¡Si tiene algo que decir a su marido, hágalo rápido!
Ella se puso a temblar, y cogió la fría mano de su esposo. Cuando el preso sintió el contacto, por un momento pareció recobrar fuerzas. Le pidió que se inclinara.
–Si te escribo ahora una carta aquí en la celda -le susurró-, querrán verla -hizo una pausa para coger aire, y pronunciando las palabras entrecortadamente, dijo:
–Cógeme el brazo izquierdo y remángame la camisa.
Ella le desabrochó el botón de la camisa de lino. En la cara interior del puño, escritas en rojo como de sangre, podían leerse las siguientes palabras: "Mira en la camisa que está en mi baúl".
–¿Para qué? – preguntó ella.
El preso la miró con miedo. Sus labios se desvanecieron en el vano intento de darle una respuesta. Ella se inclinó sobre él. Él suspiró. Y con el aire de su último suspiro movió los mechones de pelo que caían sobre la frente de su esposa.
El médico señaló a los niños:
–Llévese a estos pobrecitos a casa -dijo-. Han visto a su padre por última vez.
La señora Westerfield obedeció en silencio; tenía sus motivos para querer llegar a casa lo antes posible.
Lo primero que hizo al cruzar la puerta fue dejar a los niños al cuidado del criado. Luego se metió en la habitación de su difunto marido, echó el cerrojo y sacó la poca ropa que quedaba en el baúl.
Cogió una camisa. Estaba fabricada con un material ordinario, tenía el acostumbrado diseño a rayas blancas y azules. Buscó, pero sus dedos, quizás insuficientemente sensibles, no notaron nada en el reverso de la tela. Volvió el baúl hacia la luz y descubrió, en una de las rayas azules de la camisa, una mancha delgada y brillante que parecía un lamparón de goma seca. Se detuvo un instante para pensar; luego cogió un estilete e hizo un corte en la tela. Por la hendidura asomó algo de color blanco. Lo sacó. Era un trozo de papel doblado.
Una carta escrita a mano por su marido. Cuando la desdobló, una hoja pequeña de papel cayó al suelo. La recogió. En la carta aparecían letras, figuras y cruces, distribuidas en líneas, y mezcladas con tal confusión que no tenían, desde luego, ningún sentido.
Más bien, lo que quería decir era que su marido desconfiaba de ella. El señor Westerfield lo expresaba en estos términos:
Te escribo esta carta antes de que empiece el juicio. Si el veredicto me es favorable, destruiré lo que he escrito. Si me hallan culpable, tendrás que ser tú quien haga lo que debería haber hecho yo.
El inmerecido infortunio que ha caído sobre mí empezó con la llegada de mi barco a Río. Cuando nuestro segundo de a bordo terminó su servicio de ese día, pidió permiso para bajar a tierra, y desapareció para siempre. Ignoro por completo el motivo de su deserción. Yo quería sustituirle promocionando al mejor marinero de a bordo, pero los agentes de los dueños del barco no admitieron mi propuesta, y pusieron a un hombre de su confianza.
De qué nacionalidad era este hombre, es algo que también ignoro. El nombre que él me dio fue Beljames, y los informes decían que era un caballero arruinado. Fuera quien fuese, sus modales y su forma de hablar eran cautivadores. Caía bien a todo el mundo.
Después de la doble calamidad del embarrancamiento del barco y de la desaparición de los diamantes (valorados en cinco mil libras), regresé a Inglaterra en la primera ocasión que tuve, y Beljames se vino conmigo.
Poco después de llegar a mi casa de Londres, un buen amigo me advirtió, en privado, que mis patrones habían decidido querellarse contra mí por haber encallado el barco a propósito y, lo que resulta todavía más cruel, por haber robado los diamantes. Al segundo de a bordo, Beljames, que era quien estaba al mando del barco cuando éste enrocó, lo acusaron de lo mismo. Yo sabía que era inocente y, por supuesto, decidí afrontar el juicio. Lo que yo no sabía era qué haría Beljames. ¿Seguiría mi ejemplo? ¿O intentaría escapar a la menor oportunidad?
Pensé que mi obligación como amigo suyo era advertirle de la situación. Pero no sabía dónde encontrarle. Nada más llegar nuestro barco al puerto de Falmouth, en Cornwall, nos habíamos separado, y desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Le di mi dirección en Londres, pero él no me dio la suya.
Durante el viaje de vuelta, Beljames me contó que le habían dejado en herencia una casa pequeña con jardín en St. John’s Wood, Londres. Su agente le había escrito una carta informándole de que la casa estaba en ruinas, y le había aconsejado que buscara a alguien que quisiera adquirirla a buen precio. Esto parecía justificar su estancia en Londres, donde le iba a resultar más fácil encontrar un comprador.
Mientras yo no dejaba de pensar en todo esto, alguien me dijo que una dama deseaba verme. Resultó ser la dueña de la casa en la que Beljames estaba hospedado. Una mujer decente. Traía un mensaje inquietante. Beljames se estaba muriendo, y deseaba hablar conmigo. Fui inmediatatamente a verle.
Cuando uno tiene que contarle sus problemas a alguien, es mejor ser breve.
Beljames había oído hablar de la querella que querían ponernos. La muerte se encargó de que no tuviera tiempo de explicarme cómo se había enterado de ello. El pobre se había envenenado. Si fue por el terror que le infundía el juicio, o por remordimiento de conciencia, no es de mi incumbencia. Para desgracia mía, lo primero que hizo fue hacer salir de la habitación a la dueña y al médico. Y luego, cuando ya estábamos los dos solos, confesó que había cambiado el rumbo del barco a propósito, y que había robado los diamantes.
Si he de ser justo con él, tengo que reconocer que el pobre hombre se mostró en todo momento angustiado por los problemas que podría causarme con su delito.
Después de haber aliviado su mente con la confesión, me entregó la hoja de papel (escrita en lenguaje cifrado), que encontrarás dentro del sobre. "Ahí tienes la nota que explica donde están escondidos los diamantes", me dijo. Yo soy una de las muchas personas que no saben absolutamente nada acerca de mensajes cifrados, y así se lo dije. "Es así como guardo el secreto", dijo él. "Escribe lo que te voy a dictar, y sabrás lo que significa. Primero levántame." Cuando lo hice, empezó a mover la cabeza de un lado a otro. Estaba angustiado. Tenía muchos dolores. Pero se las compuso para indicarme dónde tenía la pluma, la tinta, y el papel. Estaban en una mesa que tenía a su lado, la misma en la que el médico había estado escribiendo. Le dejé un momento, para arrastrar la mesa hasta la cama. En ese momento lanzó un gemido, y pidió ayuda. Yo corrí hacia la habitación del piso de abajo a buscar al médico. Cuando volvimos, tenía convulsiones. Era el final de Beljames.
Los abogados de mi defensa han intentado conseguir expertos, como ellos los llaman, para descifrar el mensaje. Pero todos han fracasado. Si son llamados como testigos, declararán que los signos de la hoja de papel no se corresponden a ningún código conocido, y que son simples garabatos hechos al azar que no significan nada.
Por otra parte, la Ley no quiere tener en cuenta la confesión que me fue hecha, si no es por boca de un testigo. Podría probar que el rumbo del barco fue variado, en contra de mis órdenes, después de que yo me fuera abajo a descansar. Pero para ello necesito encontrar al hombre que estaba al timón en ese momento. Y sólo Dios sabe dónde está ahora.
Además, como tú sabes, en el pasado cometí algunos errores, y ahora debo dinero. Esas circunstancias juegan muy seriamente en contra mía. Parece que mis abogados han depositado una enorme confianza en un famoso asesor, a quien han encargado que actúe en mi defensa. Yo por mi parte, me enfrento a este juicio con poca o ninguna esperanza.
Si el veredicto es culpable, y tú no quieres olvidarte de mí, no descanses hasta encontrar a alguien que pueda interpretar estos signos cifrados. ¡Escucha mis ruegos!, haz por mí lo que yo ya no puedo hacer. Recupera los diamantes, devuélvelos, y muestra esta carta a mis patronos.
Da un beso a los niños de mi parte. Ojalá que cuando sean un poco mayores puedan leer este alegato mío y sepan que su padre era inocente. Y que los quería mucho. El bueno de mi hermano cuidará de ti. Sé que hará eso por mí. Entonces, nada más.
Y tomó una decisión:
–Si llego a ser capaz de leer este galimatías, ya sé lo que haré con los diamantes.
Ella no creía que, externamente, y según mandan las convenciones, la disminución del dolor tuviera que mostrarse paulatinamente: del negro al gris. Puso sobre la cama su mejor vestido azul de paseo, al lado su sombrero nuevo, y observó el conjunto con admiración y alegría. Dejó en el suelo la ropa a la que acababa de renunciar para siempre.
–¡Gracias a Dios, ya no te necesito más! – dijo, y apartó de una patada la ropa de luto enmohecida, mientras se dirigía hacia la chimenea para tocar la campanilla.
–¿Dónde está mi pequeño? – le preguntó a la casera, en cuanto ésta entró en la habitación.
–Está abajo conmigo en la cocina, señora. Le estoy enseñando a hacer un pastel de ciruelas. ¡Parece tan feliz! Espero que no quiera llevárselo en este momento.
–Ni mucho menos. Quiero que lo cuide usted mientras yo estoy fuera. Por cierto, ¿dónde está Syd?
La hija mayor había sido bautizada como Sydney por deseo de una familiar de su padre. A su madre no le gustaba el nombre, así que la llamaba siempre Syd, como si quisiera dejar el menor rastro posible de su nombre original. La casera miró a la señora Westerfield sin apenas ocultar la antipatía que sentía por ella, y respondió:
–Está arriba en el desván, la pobrecita. Dice que la ha enviado usted allí para sacársela de encima.
–Vaya si lo he hecho.
–Señora, en ese desván no hay chimenea. Me temo que ahí estará muy sola y pasando frío.
De nada le sirvió a la criada interceder por Syd: la señora Westerfield ni siquiera la estaba escuchando. Tenía toda la atención puesta en sus manos rollizas y hermosas. Cogió una pequeña lima del tocador, y se hizo los últimos retoques en las uñas.
–Haga traer un poco de agua caliente -dijo-. Quiero darme un baño.
La joven criada, que se encargó de subir el agua caliente, no estaba todavía familiarizada con el modo en que se hacían las cosas en aquella casa. Las instrucciones que la señora Westerfield había dado a la casera, una mujer bondadosa donde las hubiera, eran que, después de atenderla, la hiciese subir al piso de arriba.
–Encontrarás a una niña pequeña y guapa, sola. Dile que tan pronto como yo me haya marchado, baje a mi cuarto y se quede ahí quieta.
Todos los inquilinos de la casa sabían que la señora Westerfiel tenía a su hija abandonada. Incluso la nueva sirvienta había oído hablar de ello. Cuando abrió la puerta de la buhardilla, se detuvo en el umbral y miró cuidadosamente adentro.
Solamente vio trastos: dos baúles viejos, una silla rota, y un sucio volumen de sermones tamaño cuartilla, formato que hacía ya muchos años había caído en desuso. La buhardilla tenía un techo inclinado, y mugriento, que descendía hasta una ventana agrietada. Estaba repleto de manchas de la lluvia que se había abierto camino a través del tejado. El papel de la pared estaba desteñido, desconchado y desgarrado por la humedad. El zócalo estaba lleno de agujeros. Por uno de ellos se asomó la mirada tímida y reluciente del único amigo de la niña en la buhardilla: un ratón que se estaba alimentando de las migajas que la niña había guardado de su desayuno.
En el momento en que se abrió la puerta, el ratón se metió como una flecha en su agujero, y Syd miró hacia arriba.
–¡Lizzie! ¡Lizzie! – dijo muy seria-. Tendrías que haber entrado sin hacer ruido. Has asustado a mi hijito.
La buena mujer se echó a reír.
–Y dígame, señora, ¿tiene usted una familia muy numerosa? – le preguntó, animada por la broma.
Pero Syd no le veía la gracia:
–Sólo dos más -contestó con tono serio. Y recogió del suelo dos miserables muñecas, tan sucias y destrozadas como pueda uno imaginar-. Las mayores… -continuó la extraña niña mientras ponía las muñecas encima de uno de los baúles vacíos-. La más grande es una niña, y se llama Syd. El otro es un niño, que lleva la ropa muy sucia, como puedes ver. Su mamá es muy buena y, siempre que hacen algo mal, les perdona y les compra ponis para que monten. Y cuando tienen hambre siempre les da cosas para comer que están muy buenas. ¿Tú quieres mucho a tu mamá, Lizzie?, ¿es buena tu mamá?
Esas candorosas alusiones a la falta de atención que había sufrido Syd durante su niñez llegaron al corazón de la sirvienta. Se puso a recordar su infancia: también ella había crecido sin amigos, sin un fuego que la calentara, y no lo había podido soportar.
–Ay, cariño -dijo la sirvienta-, se te han puesto los bracitos rojos del frío. Ven aquí conmigo, que te los voy a calentar.
Sin embargo, la viva imaginación de Syd la protegía del frío mejor que la mano compasiva de cualquier mujer.
–Eres muy amable, Lizzie -respondió-. Pero cuando juego con mis hijos, no tengo ni pizca de frío. Procuro que hagan mucho ejercicio. Ahora, por ejemplo, iremos al parque a caminar un rato.
Cogió a sus muñecas de la mano y comenzó a caminar despacio de un lado a otro de la habitación, mientras iba señalando con el dedo a personas distinguidas y objetos de interés que tan sólo vivían en su imaginación.
–Esa de ahí, hijos míos, es la reina en su carroza de oro arrastrada por seis caballos. ¿Os habéis fijado que por la ventana de la carroza asoma su cetro? Con eso gobierna la nación. Hacedle una reverencia a la reina. Y ahora, mirad que agua tan bonita y resplandeciente. Ahí está la isla donde viven los patos. Los patos son criaturas felices. Siempre se salen con la suya en todo, y cuando se mueren son muy buenos para comer. Al menos así era antes, cuando papá estaba con nosotros y cenábamos siempre cosas tan buenas. Sólo intento que estas dos pobres criaturas se entretengan un poco, Lizzie. Su padre está muerto, y yo ahora tengo que ser madre y padre al mismo tiempo. ¿Tenéis frío, cariñitos míos?
Cuando oyó que Syd preguntaba eso a sus hijos imaginarios, la criada sintió un escalofrío.
–Ahora ya estamos otra vez en casa -cogió las muñecas y las llevó de la mano hasta la chimenea-. ¡En mi casa, siempre está el fuego encendido! – exclamó la niña, animosa y frotándose las manos alegremente ante el hogar vacío como un desierto.
La buena de Lizzie no pudo reprimirse más.
–¡La pobre, si al menos se quejara de algo -estalló- no sería tan horrible! ¡Oh, qué vergüenza!, ¡qué vergüenza! – lloró ante la asombrada mirada de la pequeña Syd-. Ven, hija mía, vamos al cuarto de abajo, que está calentito. Ahí está tu hermanito. ¿Tu madre? Me da igual, que nos vea. A esa me gustaría cantarle bien las cuarenta. ¡Bueno, nada, nada! No quería asustarte. Podemos hacer que yo era hija tuya, y era un poco mala. Pero que ahora me cogía un ataque de cariño, y tú cogías las muñecas, así, muy bien, y yo te cojo a ti. ¡Ay, cómo tiembla esta niña! Danos un beso a todas.
Syd no conocía la simpatía. Abrió los ojos como dos platos, con esa capacidad para maravillarse que sólo tienen los niños. Pero poco después, mientras bajaba por las escaleras con su buena amiga la sirvienta, pasaron por delante de la puerta de la señora Westerfield, y Syd adoptó esa expresión quebradiza de miedo que también pertenece exclusivamente a los niños.
–Si sale mi mamá -susurró la niña-, haz como si no la viéramos.
En la pequeña habitación caldeada se sintieron a salvo. Todos en la casa sabían que la señora Westerfield era la clase de mujer que, cualesquiera que fueran las circunstancias, nunca tenía prisa para vestirse. Pasó más de media hora antes de que se oyera el golpe con el que cerró la puerta de entrada. En ese momento, la amable casera, espiando desde la ventana, dijo:
–Ya se va. ¡Ahora sí que nos lo vamos a pasar bien!
–Tienes buen aspecto -dijo él, mirándola de arriba abajo-. ¿Has vuelto para trabajar otra vez de camarera?
–¿Te crees que eso es lo único que sé hacer? – respondió ella.
–Bueno, mi cielo, cosas más extrañas se han visto. Me han comentado que ahora vives de la renta de Lord Le Basque. Y la semana pasada venía en los periódicos la muerte de su señoría.
–Y los abogados de su señoría continúan dándome mi asignación.
Una vez le dejó bien claras las cosas al posadero, la señora Westerfield no creyó que fuera necesario añadir que ella, Lady Le Basque, también tenía pensado cumplir la condición que su marido le había puesto para seguir cobrando la asignación: que no volviera a casarse.
–Eres una mujer afortunada -resaltó el posadero-. Bueno, me alegro de verte. ¿Qué quieres beber?
–Nada, gracias. Quiero saber si últimamente has sabido algo de James Bellbridge.
El posadero gozaba de gran popularidad entre sus amigos. Probablemente porque era de la clase de hombres que no se reprimen nunca a la hora de hacer un chiste.
–¡A eso lo llamo yo ser constante! – dijo él-. ¡Ahora te pones melosa con James, después de haberle dado calabazas hace doce años! La señora Westerfield adoptó un aire de dignidad, y le contestó:
–Estoy acostumbrada a que me traten con respeto. Que tengas un buen día.
El posadero, que era un hombre campechano, le puso la mano en el hombro e hizo que se sentara de nuevo.
–No seas tonta -dijo-. James está en Londres. Se hospeda en mi casa. ¿Qué dices a eso?
Desde sus ojos grises, la señora Westerfield le dirigió una mirada llena de ansiedad, de osadía, de curiosidad.
–¿Me estás diciendo que ha vuelto otra vez aquí para trabajar como camarero?
–No, cariño, no tengo esa suerte. James es ahora todo un caballero que se hospeda habitualmente en mi casa.
La señora Westerfield prosiguió con sus preguntas.
–¿Ha venido de América para quedarse?
–No, James Bellbridge, no. Regresará para poner un saloon, como lo llaman ellos, con un socio. Dice que ha venido a Inglaterra por negocios. Me imagino que quiere que le dejen dinero para su nueva aventura. En Nueva York no son tontos, así que la única posibilidad que tiene de que le anticipen el dinero de las facturas es embaucando a sus amigos campesinos.
–¿Y cuándo tiene pensado marcharse al campo?
–Ya está ahí.
–¿Cuándo regresa?
–Vaya, parece que estás muy decidida a verle. Vuelve mañana.
–¿Se ha casado?
–¡Bueno, bueno!, parece que vamos llegando al meollo de la cuestión. Te diré que puedes estar tranquila. Muchas han sido las mujeres que le han exhibido sus armas de amar, pero él todavía no se ha dejado hacer prisionero. ¿Quieres que le dé recuerdos cariñosos de tu parte cuando lo vea?
–Sí -dijo ella fríamente-, todo lo cariñosos que tú quieras.
–¿Estás pensando en casarte con él? – preguntó el posadero.
–Pienso en el dinero -añadió la señora Westerfield.
–Dinero de Lord Le Basque.
–¡Dinero de Lord Le Basque! ¡Que te zurzan!
–¡Oye!, hablas igual que cuando eras camarera. ¿No estarás diciendo que te ha dejado una fortuna?
–Sí. ¿Podrías darle un recado a James?
–Haré cualquier cosa por una dama millonaria.
–Dile que venga a tomar el té con su antiguo amorcito. A las seis.
–No vendrá.
–Vendrá.
Y tras esa discrepancia en sus opiniones, la señora Westerfield se marchó de la posada.
–Ay, Jemmy, ¡qué feliz soy al verte! Cariño, por fin soy tuya.
–Eso, milady, siempre y cuando yo todavía te quiera. Suéltate de mi cuello.
El hombre que con esta protesta se rebelaba contra la prisión de los brazos de una elegante dama, podría decirse que era el perfecto inglés: la cara regordeta; el cutis sonrosado; los ojos azules y roqueños; poco pelo y amarillo; una sonrisa inexpresiva, y los hombros, el cuello, los puños, y los pies, enormes. En fin, todas las características físicas que solamente pueden verse juntas en un país como Inglaterra. Igual que cualquier otro hombre, los de esta casta poseen sistema nervioso; la diferencia es que no lo saben: sufren dolor sin sentirlo; son valientes sin sentir el peligro; se casan sin amor; comen y beben sin límite, y cuando los asola alguna enfermedad se hunden (con todo lo grandes que son), sin hacer siquiera el esfuerzo de vivir.
La señora Westerfield obedeció inmediatamente la orden, y se soltó del cuello de toro de su huésped. Era imposible no someterse a él: era muy bruto. Imposible no admirarle: era muy grande.
–¿Ya no sientes ni un poco de amor por mí? – fue todo cuanto se aventuró a preguntarle.
Él se tomó el reproche con buen humor.
–¿Amor? – repitió-. ¡Vaya, esa sí que es buena; que tú me hables de amor después de dejarme por un hombre con título y todo eso. ¿Cómo debería llamarte?, ¿señora o milady?
–Llámame como te apetezca. ¿Qué es lo que te parece tan gracioso, Jemmy? Antes me tenías cariño. Cuando me casé con Westerfield, tú te fuiste a América porque estabas enamorado de mí. ¡Oh, si hay algo de lo que estoy segura es de eso! Si tú supieras el cruel desengaño que he sufrido no serías tan malicioso conmigo.
De repente, él se mostró interesado y animado por lo que ella le estaba contando, y adoptó un tono más íntimo:
–Así que fue un mal marido, dices. Seguro que te dio sus buenas palizas, pero eso no me lo contarás.
–Estás muy equivocado, querido. El señor Westerfield hubiera sido un buen marido si yo me hubiese preocupado por él. Pero a mí nunca me ha importado nadie excepto tú. No fue Westerfield quien me convenció para darle el sí.
–Eso es mentira.
–No, te aseguro que no lo es.
–¿Entonces, por qué te casaste con él?
–Cuando me casé con él, Jemmy, había perspectivas. ¿Cómo podía decir que no? ¡Piensa en lo que supone ser uno de los Le Basque! ¡Mantenida, y con honor, por esa noble familia! ¡Hasta el final de mis días! ¡Estuviera mi marido vivo o muerto!
Al camarero todo esto le sonó como una monumental tontería. Su experiencia en la posada le sugirió una explicación muy simple a todo lo que estaba oyendo:
–Oye, pequeña, ¿has estado bebiendo?
La primera intención de la señora Westerfield fue levantarse indignada e ir hacia la puerta. Pero se sentía una mujer domada y le bastó la mirada de él para sentarse de nuevo.
–No entiendes lo tentadora que puede resultar una oportunidad como esa -le dijo dulcemente.
–¿A qué oportunidad te refieres?
–A ser madre de un lord, querido.
Al oírla hablar de su sueño de ser la madre de un lord, James, británico de pura cepa, le hizo instintivamente una reverencia a la mujer que le había dado calabazas.
–¿Y eso, María? – preguntó él educadamente.
Era la primera vez que él la llamaba por su nombre de pila. María se acercó a él.
–Cuando Westerfield me estaba haciendo la corte, su hermano (milord) estaba soltero. Tenía a una dama, si es que puede llamarse dama a ese bicho, viviendo bajo su techo. Le dijo a Westerfield que estaba muy enamorado de ella, pero que detestaba la idea de casarse. "Si el primer hijo de tu esposa es un varón", le dijo, "será él el heredero de la finca y de los títulos, y eso me hará posible el poder continuar como hasta ahora." Un mes después ya estábamos casados. Al cabo de un tiempo nació nuestra primera hija. ¡Tuve un disgusto muy grande! Yo sospecho que milord, persuadido por la mujer de la que antes te he hablado, decidió arriesgarse a esperar un año, y luego otro, antes de casarse. Durante todo ese tiempo no tuve ningún otro hijo ni quedé embarazada. Presionaron a mi cuñado para que se casara. ¡Cómo la odio! Su primer hijo fue un varón: un varón nervioso, saludable, grandote, ¡un bruto! Seis meses después nació mi pobrecito hijo. ¡Y ahora, Jemmy, dime si después de esta decepción tan grande que he sufrido no merezco ser una mujer feliz! ¿Es verdad que vas a volver a América?
–Es del todo cierto.
–Llévame contigo.
–¿Con dos niños?
–No, sólo con uno. A la niña la puedo colocar en Inglaterra. Piénsalo antes de decirme que no. ¿Necesitas dinero?
–Aunque así fuera, tú no puedes ayudarme.
–Cásate conmigo, y te haré rico.
Él la miró con atención, y se dio cuenta de que ella estaba nerviosa.
–¿A qué llamas tú una fortuna?
–Cinco mil libras.
James abrió los ojos. Abrió la boca. Se rascó la cabeza. El hombre de alma impenetrable estaba asustado.
–¡Cinco mil libras!
–Pidió con voz lánguida unas "gotas de coñac".
La señora Westerfield le tenía preparada una botella.
–Pareces un poco cansado -le dijo.
Pero él estaba tan profundamente concentrado en las virtudes restauradoras del coñac, que no le hizo ningún caso. Cuando se hubo repuesto dijo que no se creía lo de las cinco mil libras.
–¿Y cómo sé yo que eso es verdad? – dijo en tono severo.
Ella sacó la carta de su marido.
–¿Te has enterado de lo del juicio de Westerfield por haber embarrancado su barco? – le preguntó ella.
–He oído hablar de ello.
–Pues mira esta carta.
–¿Es larga?
–Sí.
–Entonces mejor que la leas tú.
El escuchó con toda atención. Ninguno de los dos puso en duda que debían hacerse con los diamantes (si es que lograban encontrarlos). Así pues, quedaba claro que los dos estaban tácitamente a favor de ello. Pero él tenía dudas sobre el valor de las piedras preciosas.
–¿Cómo sabes que valen cinco mil libras? – preguntó.
–¡Ay, que estúpido llegas a ser, cariño! ¿Acaso no lo dice el propio Westerfield en su carta?
–Léeme esa parte de nuevo.
Ella así lo hizo: Después de la doble calamidad del embarrancamiento del barco y de la desaparición de los diamantes (valorados en cinco mil libras) regresé a Inglaterra a la primera oportunidad que tuve.
Hasta aquí, él se mostró satisfecho. Pero enseguida quiso ver el criptograma. Ella se lo entregó con una condición:
–Será tuyo, Jemmy, el día que te cases conmigo.
Él se metió la hoja de papel en el bolsillo.
–Ahora ya lo tengo. ¿Qué pasa si decido quedármelo?
A una mujer que ha trabajado como camarera en una taberna, no es fácil cogerla desprevenida.
–En ese caso -respondió ella lacónicamente-, lo primero que haría sería llamar a la policía, y después enviaría un telegrama a los jefes de mi marido en Liverpool.
Él le devolvió inmediatamente el mensaje cifrado.
–Sólo estaba bromeando.
–Y yo también -repuso ella.
Se quedaron mirándose. En ese momento sintieron que estaban hechos el uno para el otro. Pero ni aún así dejó James de pensar en sus intereses.
–¿Y qué hacemos con este mensaje que no se entiende? Tú dices que todos los expertos que han intentado descifrar los signos han fracasado.
–Eso es cierto -añadió ella-, pero tal vez haya alguno que lo logre.
–¿Y cómo vas a encontrarlo?
–Déjame intentarlo. ¿Me das un plazo de dos semanas a partir de hoy?
–De acuerdo. ¿Algo más?
–Sí, una cosa más. Consigue la licencia de matrimonio cuanto antes.
–¿Por qué?
–Para demostrarme que vas en serio.
El estalló en una risotada.
–No creas que es tan descabellado lo que dices. Podría llevarte conmigo a América, eres la clase de mujer que necesitaríamos en nuestra cantina. Me haré con esa licencia. Buenas noches.
En el momento en que se ponía en pie, alguien llamó a la puerta con un golpecito suave. Una niña pequeña, que llevaba un vestido muy usado, se asomó en el umbral.
–¿Qué haces aquí? – le preguntó rabiosa su madre.
Como única explicación, Syd le ofreció su delgada mano con una carta. La señora Westerfield la leyó y, después de arrugarla hasta hacerla una bola, se la metió en el bolsillo.
–¿Uno de tus secretos? – le preguntó James-. Algo, no sé, ¿relacionado con los diamantes?
–Espera a ser mi marido -dijo ella-, y entonces podrás preguntar todo lo que quieras.
Su amado había acertado de lleno: durante el último año la señora Westerfield había probado suerte con varios expertos, pero hasta ahora no había podido sacar nada en claro. No hacía mucho, había oído hablar de un extranjero que se dedicaba a descifrar criptogramas, y le había escrito una carta para preguntarle cuáles eran sus condiciones. En su respuesta (que la señora Westerfield acababa de recibir), el extranjero no sólo le hablaba de sus elevadísimos honorarios, sino que además, como precaución, le hacía una serie de preguntas que a ella le parecía poco conveniente responder. Otro de sus intentos por descubrir el misterio del mensaje cifrado también había resultado en vano.
James Bellbridge también tenía sus buenos momentos, y precisamente entonces era cuando podía vérsele un poco más distendido. Como ahora, mientras contemplaba a la niña con curiosidad.
–Tiene aspecto de pasar hambre -dijo sin ninguna clase de emoción, como si estuviera hablando de un gato callejero-. ¡Hola, tú! Toma, cómprate un poco de pan.
Cuando Syd salía de la habitación, le lanzó un penique. Luego, aprovechó el momento para cerrar el trato con la madre de Syd.
–Mira, si te llevo a Nueva York conmigo, quiero que quede claro que yo no voy a cargar con tus dos hijos. ¿Es esa la niña que vas a dejar en Inglaterra?
La señora Westerfield sonrió con dulzura, y contestó:
–Sí, cariño.
Su apariencia física no decía verdaderamente mucho a su favor. Era un hombre viejo, desaliñado, achacoso, y pobre. Su humilde habitación estaba llena de libros muy desgastados. No parecía que al viejo le hubiera sonreído demasiado la vida, ni que le resultaran muy familiares los habituales gestos de cortesía social: ni le dio los buenos días, ni le ofreció una silla a la señora Westerfield. Cuando ella intentó explicarle que se había equivocado de persona, él la interrumpió de mala manera.
–Déjeme ver ese criptograma. Si antes no me parece que realmente vale la pena, no le puedo prometer que vaya a estudiarlo.
La señora Westerfield estaba asombrada.
–¿Se refiere a que quiere usted una suma importante de dinero? – preguntó ella.
–No, me refiero a que yo no soy como esos que pierden el tiempo con criptogramas facilones inventados por idiotas.
Ella puso la hoja de papel sobre el escritorio del viejo.
–Pues pierda un poco de su tiempo con éste -dijo ella satíricamente-, ¡creo que le va a gustar!
El hombre, de ojos legañosos e hinchados, examinó el criptograma. Luego se puso una lente de aumento. La única pista que le dio a la señora Westerfield sobre lo que pasaba por su cabeza en ese momento fueron sus movimientos: el viejo cerró su libro de golpe, y recreó la mirada en los signos y caracteres que tenía ante sí. De repente, miró a la señora Westerfield.
–¿De dónde ha sacado esto? – le preguntó.
–Eso a usted no le interesa.
–En otras palabras, tiene usted motivos personales para no responder a mi pregunta.
–Así es.
Mientras el viejo sacaba sus propias conclusiones acerca de una respuesta como esa, le ofreció a la señora Westerfield una horrorosa sonrisa, mostrándole los tres dientes amarillentos que le quedaban por toda dentadura.
–¡Ya veo! – dijo él, hablando solo. Luego miró el jeroglífico una vez más, y le hizo otra pregunta:
–¿Tiene usted alguna copia?
Hasta ese momento a ella no se le había ocurrido que eso habría sido sin duda una buena idea. El viejo se acercó a su silla. Parecía como si su único interés acerca del criptograma se limitara a la existencia de una copia.
–¿Sabe lo que podría ocurrir? – le preguntó a la señora Westerfield-. Que el único criptograma que me ha logrado interesar verdaderamente en los últimos diez años podría perderse, o alguien podría robármelo, o quemarse si hay un incendio en esta casa. Merecería usted un buen castigo por ser tan descuidada.
El viejo, finalmente, le dijo a la señora Westerfield cuáles eran sus deseos, pero hizo que pareciera un consejo:
–Más le valdría a usted hacerse una copia.
La señora Westerfield comprendió la importancia del consejo (expresado, por otra parte, de modo tan incivil). Su boda dependía de ese precioso pedazo de papel. Sí, se hallaba ante un hombre verdaderamente desagradable; de eso no cabía duda. Pero, al mismo tiempo, le pareció que podía confiar en él.
–¿Y tardará usted mucho en descubrir su significado? – preguntó ella, después de terminar la copia del criptograma.
Él puso la copia al lado del original, los comparó cuidadosamente, y después contestó:
–Pueden pasar días hasta que encuentre la clave. Así que, si no me da usted al menos una semana de plazo, ni lo voy a intentar.
Ella le pidió un plazo más corto. Él le devolvió los papeles, el original y la copia, con una mirada fría.
–Inténtelo con otro -le sugirió. Y seguidamente abrió de nuevo su libro. La señora Westerfield le dio, de mala gana, una semana de plazo, y a continuación volvió por segunda vez al tema de sus honorarios:
–¿Cuánto me va a costar?
–Se lo diré cuando haya terminado.
–¡No, no estoy de acuerdo! Primero tengo que saber la cantidad.
Él le volvió a devolver los papeles. La experiencia que tenía la señora Westerfield sobre le pobreza desde luego no incluía esta clase de libertades. Se quedó bastante sorprendida, pero volvió a dar su consentimiento. Él cogió el mensaje cifrado original, lo metió en un cajón de su escritorio y lo cerró bajo llave.
–Venga aquí dentro de ocho días, contando desde hoy -le dijo. Luego volvió a coger su libro.
–No es usted muy educado que digamos -le dijo ella al salir de la habitación.
–En cualquier caso -respondió él-, yo no interrumpo a la gente mientras está leyendo.
Pasó una semana.
Cuando la señora Westerfield fue a visitarle por segunda vez, seguía sentado a su mesa, seguía rodeado de sus libros, y seguía ignorando las atenciones que se deben ofrecer a una dama.
–¿Y bien?, ¿se ha ganado usted sus honorarios?
–He descubierto la clave.
–¿Cuál es? – exclamó ella-. Dígame qué dice básicamente. No puedo esperar a leerlo.
Él, sin inmutarse, continuó con lo que tenía que decirle.
–Pero hay algunas combinaciones menores que todavía tengo que descubrir para quedar del todo satisfecho. Quiero unos días más.
Ella se negó rotundamente a cumplir ese requerimiento:
–Escríbame lo más importante -le repitió-, y dígame qué le debo.
Él le devolvió el criptograma. Era la tercera vez que lo hacía.
Encontrar a una mujer capaz de guardar la debida compostura ante una provocación como esa es tan improbable como que un matemático sepa encontrar la cuadratura del círculo o que sea inventado el movimiento perpetuo.
Con una mirada furiosa, y una sola palabra, la señora Westerfield le expresó al filósofo cuál era su opinión acerca de él:
–¡Bruto! – pero el hombre no se alteró para nada.
–Yo -continuó el viejo-, si no puedo hacer bien mi trabajo, prefiero no empezarlo. Hoy es sábado día once. Podemos vernos, si a usted le parece bien, el próximo miércoles por la tarde.
La señora Westerfield se calmó un poco; al menos lo suficiente para poder repasar mentalmente los compromisos que tenía para la semana que empezaba. El jueves se iba a hacer efectiva la licencia de matrimonio, y podría celebrarse la boda. El viernes salía el tren expreso que llegaba a Liverpool justo a tiempo para que los pasajeros pudieran embarcar el sábado por la mañana en el vapor de Nueva York. Una vez hechos los cálculos, la señora Westerfield le preguntó, con huraña humildad:
–¿Le parece bien que venga el miércoles por la tarde?
–No. Déjeme su nombre y su dirección. Le enviaré el criptograma, descifrado, a las ocho.
La señora Westerfield dejó sobre la mesa una de sus tarjetas de visita, y se fue.
El lunes por la mañana, la señora Westerfield y su fiel James tuvieron su primera discusión. Ella se tomó la libertad de recordarle que había llegado el momento de acercarse hasta la iglesia para informarles de la boda, y de reservar plazas en el vapor para ella y para su hijo. James no le dio ninguna respuesta, sino que le preguntó si el experto estaba haciendo bien su trabajo.
–¿Ha descubierto ya tu viejecito dónde están los diamantes?
–Todavía no.
–En ese caso, esperaremos hasta que lo sepa.
–¿No crees en mi palabra? – preguntó enfadada la señora Westerfield.
James Bellbridge contestó lacónicamente:
–No.
La señora Westerfield se sintió insultada, y así se lo hizo saber; se puso de pie y le indicó dónde estaba la puerta.
–Puedes volver a América cuando te dé la gana -dijo, y ya veremos si eres capaz de encontrar tú solo el dinero que te hace falta.
Seguidamente, para demostrarle que estaba hablando en serio, se sacó el criptograma del escote del vestido y lo arrojó al fuego.
–El original está a salvo; me lo guarda mi viejecito -añadió-. Y ahora sal de esta habitación.
James se puso de pie con una docilidad sospechosa. Cuando salió ya tenía muy claro lo que debía hacer.
Media hora después, el viejecito descifrador de criptogramas vio interrumpido su trabajo por un hombre grueso y de aspecto canallesco al cual no había visto jamás hasta entonces.
El desconocido afirmó ser el prometido de la señora Westerfield, y a continuación le pidió (con muy malos modos) que le dejara ver el criptograma. El viejecito le preguntó si, a ese efecto, traía consigo una orden por escrito, firmada por la propia señora Westerfield. El señor Bellbridge puso los dos puños sobre el escritorio del viejecito, y le dijo:
–He venido aquí para ver el mensaje cifrado bajo mi propia responsabilidad, e insisto en que me lo enseñe usted inmediatamente.
–Antes permítame que le enseñe otra cosa -fue la respuesta que ofreció el viejo al ordeno y mando del señor Bellbridge-. ¿Señor, sabría usted reconocer una pistola cargada, si la viera?
Cuando el camarero se inclinó sobre el escritorio, el cañón de la pistola se acercó a una distancia de tres pulgadas de su enorme cabeza. Era la primera vez en su vida que lo cogían desprevenido. Hasta ese momento, a James no se le había ocurrido que un arrojado descifrador de criptogramas era una persona que podía estar expuesta a ciertos peligros, por ejemplo si alguien le confiaba algún secreto importante, por tanto era lógico que pudiera tomar sabias medidas para protegerse. Y para poder de persuasión, nada mejor que una pistola cargada. James salió de la habitación utilizando una serie de palabras que todavía no se han hecho un lugar en ningún diccionario inglés.
Pero cuando James estaba tranquilo, era una persona con al menos dos virtudes: sabía reconocer sus derrotas, y apreciaba como ninguna otra cosa en el mundo el valor de los diamantes. Cuando fue a ver a la señora Westerfield al día siguiente, le llevó una noticia que sabía que iba a provocar la piedad de María: la Iglesia había recibido la notificación de la boda, y había un camarote reservado para ella en el vapor.
Con todo arreglado según sus planes, la señora Westerfield tenía el camino libre para abandonar a la pobrecita Syd.
Se la dejaría a su hermana mayor, que estaba soltera, y era la prestigiosa dueña de un colegio barato para niñas situado en uno de los arrabales de Londres. Esta dama (conocida en su barrio como la señora Wigger) hacía ya tiempo que tenía la intención de poner a Syd como aprendiz de profesora.
–Voy a obligarla a aprender -prometió la señora Wigger-, hasta que sea capaz de hacerse cargo ella sola de las alumnas de primer curso. Así podrá pagarse la manutención y el alojamiento. Cuando sea mayor sustituirá a la directora titular y con ello me ahorraré un sueldo.
Una vez la señora Wigger le hubo planteado su propuesta a la señora Westerfield, sólo le quedó aguardar a que su hermana le diera una respuesta. Ésta simplemente le escribió una carta en la que le informaba que estaba de acuerdo:
Ven el próximo viernes a la hora que quieras antes de las dos, y Syd te estará esperando lista para marcharse.
P.D: El jueves me caso otra vez, y el sábado cogeré el vapor y me iré a América con mi marido y mi hijo.
La señora Westerfield echó la carta al correo y con ello, según sus propias palabras, se quitó otro peso de encima.
El miércoles, a medida que se iban acercando las ocho de la tarde, la señora Westerfield se iba poniendo cada vez más nerviosa. Para tratar de tranquilizarse se propuso hacer algo. Abrió la puerta de la sala de estar y se puso a escuchar en la escalera. Cuando todavía faltaban unos minutos para las ocho, alguien llamó a la campana de la casa. Ella bajó corriendo a abrir la puerta, pero sucedió que la criada se encontraba en ese momento en el pasillo, y contestó. Pocos segundos después, la puerta se cerró de golpe.
–¿Quién era? – preguntó la señora Westerfield.
–No había nadie, señora.
Resultaba extraño. ¿Acaso ese miserable viejo la había engañado?
–Mira en el buzón -le gritó a la sirvienta-. Ella obedeció, y encontró una carta. La señora Westerfield abrió el sobre, en las mismas escaleras y de pie.
Contenía una cuartilla de papel común de carta, sobre la que había escrito el significado del criptograma. Decía así:
Recuerda, el número 12 de Purbeck Road de St. John's Wood. Ve hasta la glorieta del jardín trasero. Luego hasta la cuarta tabla del suelo, contando desde la pared del lado derecho, según se entra. Levántala haciendo palanca. Busca debajo del moho y los cascotes. Ahí encontrarás los diamantes.
El viejo no acompañaba el texto de la carta con ninguna otra explicación, ni tampoco le devolvía el criptograma original. El extraño viejo se había ganado sus honorarios; sin embargo, no había venido a reclamarlos. ¡Ni siquiera le hacía saber a la señora Westerfield dónde o cuándo podía hacérselos llegar! ¿Habría sido él en persona quien había traído la carta? Fuera él, o algún mensajero, el hecho era que había dejado la carta y se había ido antes de que la criada abriera la puerta.
De repente, a la señora Westerfield le sobrevino un sentimiento de desconfianza hacia el viejo, y se quedó paralizada. ¿Se habría llevado los diamantes? Cuando estaba a punto de mandar que fueran a buscar un coche de alquiler para ir hasta el hospedaje del viejo, entró James. Estaba ansioso por saber si había llegado el criptograma descifrado. Ella no le dijo nada acerca de sus sospechas, y simplemente se limito a informarle de que en sus manos tenía el mensaje descifrado. Él inmediatamente quiso verlo. Pero la señora Westerfield le dijo que no iba a mostrárselo hasta que él la hubiera hecho su esposa:
–Mañana por la mañana, cuando vayamos a la iglesia, llévate un formón escondido en el bolsillo -esa fue la única pista que le dio. Y ese fue el momento en el que más desconfiaron el uno del otro.
Al día siguiente, a las once en punto de la mañana, fueron unidos en matrimonio, teniendo por únicos testigos al dueño del hostal en el que habían trabajado los dos, y a su esposa. No permitieron que los niños asistieran a la ceremonia. Nada más salir por la puerta de la iglesia, la luna de miel de los recién casados comenzó con un viaje en coche hasta St. John's Wood. Cuando llegaron al lugar, observaron que en una ventana rota había un rótulo lleno de suciedad donde se leía: "Se alquila". Una señora les dijo, con muy malos modales, que podían ver la casa si lo deseaban.
La novia, que estaba de muy buen humor, le hizo ver al novio que para guardar las apariencias lo más conveniente era que vieran primero la casa. Una vez cumplido este trámite, ella se dirigió a la señora encargada de enseñar la casa, y con voz dulce le dijo:
–¿Podríamos ver el jardín?
La señora le dio una extraña respuesta:
–Es realmente curioso.
James habló por primera vez:
–¿Qué es lo que le parece tan curioso? – le preguntó, interrumpiéndola.
–En todo este tiempo han sido muchas las personas que han querido ver la casa -dijo la señora-, pero solamente ha habido dos que quisieran ver el jardín.
James dio media vuelta y se fue hacia la glorieta, dejando que fuera su esposa quien decidiera si valía la pena continuar con aquella conversación. A ella le pareció que el tema bien lo merecía.
–Es evidente que yo soy una de esas dos personas que se han interesado por el jardín. ¿Y la otra?, ¿quién es?
–El lunes vino un hombre mayor.
La amable sonrisa de la novia se desvaneció.
–¿Cómo era ese viejo? – pregunto ella.
Esta vez, la señora de los malos modales se irritó más que nunca.
–¡Ay, cómo quiere que se lo explique! ¡Era un verdadero animal! ¡Un bruto, eso es, un bruto!
"¡Un bruto!", pensó ella. La misma palabra que había utilizado ella misma hacía muy pocos días, cuando el experto había logrado ponerla de tan mal humor. Llena de recelo, se fue hacia el jardín.
James, siguiendo las instrucciones de su esposa, ya había empezado a trabajar con el formón. Sobre el suelo había una tabla suelta. Estaba apartando con ambas manos los cascotes y la tierra que había en el agujero. En cuestión de minutos, el escondite quedó al descubierto.
Miraron dentro. Se miraron el uno al otro. El agujero, vacío, hablaba por sí solo. Los diamantes habían desaparecido.
Ella volvió a poner los cascotes en el agujero, puso la tabla en su sitio, y recogió el formón.
–Vámonos James, no te quedes ahí parado.
Pero era inútil hablarle. Lo cogió por el brazo y se lo llevó al coche que estaba esperando en la puerta.
Cuando el conductor abrió la puerta para ayudarle a entrar, observó que en el asiento delantero había un papel. A veces, la gente, que intenta por todos los medios hacer publicidad, echa anuncios por las ventanillas de los coches.
El conductor lo cogió, y lo hubiera tirado al suelo de no ser porque la señora Bellbridge, al ver el reverso del papel, se lo quitó inmediatamente de la mano.
–No es ningún impreso -dijo-. Está escrito a mano.
Lo examinó de cerca y vio que estaba dirigido a ella. Era evidente que la persona que lo había dejado ahí la había tenido que seguir primero hasta la iglesia y luego hasta la casa de St. John's Wood. El autor de la carta se dirigía a ella por su antiguo nombre, y no por el que le acababa de ser concedido con el beneplácito del clero y de la ley.
La señora Bellbridge leyó la carta:
Señora, olvídese del asunto de los diamantes. Ha cometido usted un grave error contratando a la persona equivocada.
La nota no decía nada más. Lo suficiente, sin embargo, para llegar a la conclusión de que el viejo se había llevado los diamantes. ¿Valía la pena ir hasta su posada? Fueron; sin embargo, el experto estaba en viaje de negocios. Nadie sabía dónde.
Como de costumbre, el viernes por la mañana llegó el periódico. Para sorpresa de la señora Bellbridge, la noticia del robo aparecía con todo lujo de detalles en una de las primeras páginas. Decía lo siguiente:
Una vez más, ha quedado demostrado que la ficción supera a la realidad. Los hechos han ocurrido en Liverpool. A principios de esta semana, una muy respetable compañía naviera recibió una extraña carta. El autor de la misma les advertía de que tenía que informarles acerca de unos hechos importantes, y seguidamente pasaba a explicar lo siguiente: Un amigo suyo (relacionado con la literatura) al parecer se había encontrado la tarjeta de visita de una dama sobre su escritorio. Dicha tarjeta le había recordado (el motivo no es menester aquí explicarlo) un delito que en su momento había despertado el interés del público: a saber, el juicio al capitán Westerfield pon haber embarrancado a propósito el barco que estaba bajo su mando. El autor de la carta no había oído hablar jamás del caso, pero aconsejado por su amigo había consultado un archivo de periódicos, encontrando el reportaje que hacía referencia a ese suceso y se había dado cuenta de una cosa: cuando el equipo de salvamento inspeccionó la nave naufragada, de la carga que llevaba había desaparecido la colección de diamantes consignada a la compañía de Liverpool. Hasta entonces no se habían encontrado. Continuaba la carta diciendo que no podía explicar nada más acerca de los hechos tan importantes mencionados al comienzo de la misma, porque quería preservar el secreto profesional y porque no podía traicionar la confianza que habían depositado en él al darle a conocer el escondite en el que, con toda probabilidad, estaban ocultos los diamantes. Estas circunstancias no le habían dejado más alternativa, como hombre honrado que era, que estar del lado de las personas que a su entender planeaban el robo de las piedras preciosas. Por todo ello, había puesto los diamantes bajo su protección, hasta que fueran identificados y reclamados por sus propietarios legítimos. A continuación, apelaba a esos caballeros, estipulando que la reclamación debía ser presentada por escrito y dirigida a su persona, utilizando las iniciales de su nombre, en una oficina postal de Londres. Si quedaba satisfecho con la identificación de la propiedad perdida, se reuniría (en un lugar determinado y a cierta hora y día) con una persona que fuera de la confianza de la compañía naviera; tras lo cual devolvería personalmente los diamantes, y ni reclamaría ni permitiría que le fuera entregada recompensa alguna.
Las condiciones fueron cumplidas, y se llevó a cabo la tan esperada reunión. El autor de la carta, al que describieron como un viejo enfermizo y pobremente vestido, cumplió con su palabra: cogió el recibo, y se fue sin tan siquiera esperar a que le dieran las gracias. No sólo eso, sino que cuando, más tarde, los de la naviera contaron los diamantes, no faltaba ni uno solo.
En la miseria. La pareja de recién casados se hallaba en la más completa y merecida miseria. La fortuna que planeaban robar, la fortuna en la que tanta ilusión habían puesto, se les había escapado de las mismas manos. El camarote del vapor a Nueva York ya había sido reservado y pagado por otros pasajeros. James se había casado con una mujer que no podía darle nada excepto ella misma, además de un estorbo en forma de niño.
La misma tarde de la boda, después de descubrir que los diamantes habían desaparecido de la glorieta, y después de haberse repuesto un poco del disgusto, en lo primero que pensó James fue en recuperar el dinero de los pasajes de barco, para luego abandonar a su esposa y a su hijastro, y huir a América en un vapor francés. Con esas intenciones fue hasta las oficinas de la compañía inglesa diciendo que quería poner a la venta los billetes que había comprado. Pero una circunstancia jugaba en su contra: en esa época el tráfico de pasajeros a América era muy escaso, y el único beneficio lo aportaba el cargamento. Así que si todavía contemplaba la idea de abandonar a su esposa, desde luego tenía que resignarse a dar por perdido el dinero de los pasajes. La otra alternativa era, según sus propias palabras, "no renunciar a lo que ya está pagado, y una vez en Nueva York sacarle todo el jugo a su familia". Cuando esa tarde llegó a casa, todavía no había tomado ninguna decisión.
También la esposa sentía que se encontraba en una situación crítica y, al igual que su marido, quería explotar los pocos recursos de que disponía. Si era lo suficientemente tonta como para permitir que James se dejara llevar por uno de aquellos impulsos tan propios de él, lo más probable era que ocurriera una de estas dos cosas: si estaba de mal humor, la tumbaría de un manotazo; si estaba de buen humor, la abandonaría. En cualquier caso, la única esperanza que le quedaba para protegerse era conquistar al esposo. Mientras él estaba fuera aquella tarde, ella se armó sabiamente de las más irresistibles tentaciones propias de su sexo. Cuando el marido llegó a casa, se la quedó mirando. Nunca la había visto tan bien vestida, tan hermosa. También era la primera vez que los magníficos ojos de ella lo miraban de esa manera. James, que en ese momento era un hombre herido, se rindió a unas emociones para las que no estaba preparado. Se quedó mirando fijamente a su esposa. Estaba sorprendido. Indefenso. Ese inestimable momento de debilidad era todo cuanto ansiaba la señora Bellbridge. James quedó verdaderamente encandilado; hasta el punto de que a la mañana siguiente pudo vérsele leyendo el periódico, y abrazando sentimentalmente a su esposa por la cintura.
En un acto de refinada crueldad, a Syd no le habían dicho ni una sola palabra acerca del terrible cambio que se avecinaba a su joven vida. La pobrecita había visto cómo su madre hacía los preparativos para el viaje, poniendo sus cosas dentro de unas maletas, y se dispuso a imitarla. Cogió sus pocos vestidos, más bien trapos de ropa zurcida y rasgada, y lo subió con la intención de meterlos en uno de los viejos baúles destrozados que había en la parte de la buhardilla donde ella solía jugar. Antes de que pudiera terminar de hacer su equipaje, la criada la fue a buscar para llevarla de nuevo a la sala de estar, tal como le habían mandado hacer. Cuando Syd llegó al salón, vio a una extraña dama sentada en el sofá como una reina. Roderick, su hermano pequeño, estaba escondido detrás de una silla, sin disimular para nada su desagrado ante la presencia de la dama. Syd miró tímidamente a su madre. Ella solamente le dijo:
–Ésta es tu tía.
No sería en nada exagerado afirmar que el aspecto físico de la señora Wigger le habría bajado los humos al mismísimo Lavater, el altivo autor de ese famoso libro sobre Fisonomía. Bajo una capa de grasa blanducha había desaparecido completamente cualquier rasgo expresivo que su cara hubiese podido tener en su juventud. Esa ausencia, añadida a unos espejuelos verdes, hacía que sus virtudes (o sus vicios) se mantuvieran en secreto. Hasta que abría la boca. Su voz lo decía todo acerca de su personalidad; y eso que nadie era capaz de entender una sola palabra. Pero no vayan ustedes a pensar equivocadamente que se trataba de una mujer de naturaleza enfermiza.
–¡Haz tu reverencia, hija! – dijo la señora Wigger. La naturaleza había moldeado su voz para que estuviera a la altura del terror que infundía su rostro. Si no hubiese sido porque llevaba faldas, habríase dicho que se trataba de la voz de un hombre.
La niña se puso a temblar, pero obedeció.
–Ahora vendrás conmigo -dijo la dueña del colegio-, y bajo mi techo y mis enseñanzas aprenderás a ser una mujer de provecho.
Syd parecía incapaz de entender el destino que la aguardaba. Se escudó detrás de su desalmada madre.
–Yo me voy contigo, mamá. Contigo y con Rick.
Su madre la cogió por los hombros y la empujó hasta donde estaba su tía. La pequeña miró a la formidable criatura femenina con voz de hombre y anteojos verdes.
–Tú tienes que venir conmigo -dijo la señora Wigger intentando animarla- y he venido a buscarte.
Al oír esas horribles palabras, Syd sintió que un temblor recorría su pequeño cuerpo. Cayó sobre sus rodillas y se puso a llorar con tanta pena que hasta el peor de los salvajes hubiese comprendido su dolor.
–¡Mamá, mamá, no me dejes! No me lo merezco, yo no he hecho nada malo. ¡Oh, por favor, por favor, ten compasión de mí, por favor, mamá!
Incluso la madre más egoísta y desalmada que pueda uno imaginar no podría evitar que la más íntima y sagrada de todas las relaciones humanas, la maternidad, abriera una fisura en su corazón de piedra. Sus mejillas encarnadas se volvieron pálidas. Por un momento, no supo qué hacer.
La señora Wigger, que percibía la vida de un modo muy particular gracias a sus anteojos verdes, percibió enseguida ese instante de indecisión de madre, y vio que había llegado el momento de hacer valer su experiencia como maestra de jovencitas.
–Déjame hacer a mí -le dijo a su hermana-. Ni has sabido, ni sabrás jamás tratar a los niños.
La maestra dio un paso al frente, y Syd se tiró al suelo y se puso a chillar. La señora Wigger agarró a la niña con sus largos brazos, la levantó y empezó a sacudirla.
–¡Cállate, diablillo! – pero no hizo falta decirle que se callara. La cabecita de Syd, con su precioso pelo rizado, se hundió en el hombro de la maestra.
Syd fue llevada al exilio sin que de su boca saliera una sola palabra o un solo lamento. Simplemente, se había desmayado.
Syd fue cumpliendo años: aniversarios inexistentes de los que ni ella misma tuvo noticia; y así fueron pasando los años de martirio para Sydney Westerfield en el colegio. En todo ese tiempo no le había llegado ni una sola noticia de su madre, de su hermano, o de su padrastro, a Inglaterra. Ni una sola carta. Ni cuatro líneas siquiera. Sin amigos, y sin esperanzas, la hija de Roderick Westerfield estaba, en el sentido más triste de la palabra, sola en el mundo.
Las agujas del viejo y feo reloj del aula de la escuela se estaban acercando a la hora en que se acababan las lecciones matinales. Aburridas, esperando a que las liberaran, las colegialas del primer curso observaron un suceso diferente a todo cuanto habían visto hasta ese día en el colegio. La criada-para-todo se asomó audazmente por la puerta del aula, e interrumpió la lección de la señora Wigger.
–Con su permiso, señora. Hay un caballero ahí afuera…
La señora Wigger la interrumpió con un tremendo estallido de su voz. La criada se quedó muda.
–¿Cuántas veces te he dicho que no entres aquí en horas de clase? ¡Vete ahora mismo!
La criada, una mujer muy curtida después de toda una vida de trabajo duro y de recibir una bronca detrás de otra, mantuvo la compostura, y recuperó rápidamente el habla.
–Hay un caballero esperando en el salón -insistió. La señora Wigger quiso interrumpirla de nuevo.
–¡Aquí tiene su tarjeta de visita! – añadió la criada, elevando su voz sobre la de la señora Wigger.
Como todo mortal, la dueña del colegio sucumbía fácilmente a los dictados de la curiosidad. Se acercó a la muchacha y le quitó la tarjeta de la mano.
–Señor Herbert Linley, Mount Morven, Perthshire. ¡No sé quién es este hombre! – dijo la señora Wigger-. ¡Infeliz!, ¿ha dejado que entre un ladrón en casa, o qué?
–Un caballero. Y como ése, pocos más voy a ver en lo que me queda de vida. Sí, señora: ¡un verdadero caballero! – sostuvo la sirvienta.
–¡Quédate calladita! Y dime, ese caballero, ¿ha preguntado por mí? ¿Oyes lo que estoy diciendo?
–Me ha dicho usted que me quede calladita. No, no ha preguntado por usted.
–¿Y entonces por quién ha preguntado?
–Lo ha anotado en su tarjeta de visita.
La señora Wigger volvió a mirar la tarjeta y encontró las siguientes palabras, débilmente trazadas a lápiz: "Ver a la señorita S.W."
La dueña del colegio miró enseguida a la señorita Westerfield. La muchacha se levantó de su silla, situada delante de toda la clase.
Las sorprendidas alumnas, atónitas, contemplaban a la aprendiz de profesora: la consideraban su enemigo natural, determinada a colmarlas de toda esa información indeseada proveniente de libros indeseables. Se la quedaron mirando: estaban ante una de las hijas predilectas de la Madre Naturaleza. La mujer que estaba destinada a ser la persona más querida de la familia; la conquistadora de decenas de corazones masculinos, de todos los gustos y de todas la edades.
Pero Sydney Westerfield había vivido seis interminables años en ese tormento terrenal que la señora Wigger regentaba bajo el nombre de colegio. Y todos los brotes de belleza que tendrían que haber asomado por su joven cuerpo, habían quedado marchitos por el efecto glacial de la implacable superintendencia de su tía materna. Todos los brotes, excepto la inexpugnable belleza de sus cabellos y de su mirada. Tenía las mejillas hundidas, y sus finos labios habían perdido todo su color. Llevaba puesto un vestido zarrapastroso que le colgaba lisamente sobre el pecho. Cuando salía a la calle a dar un paseo con las otras niñas, a ningún viandante que se preciara de ser un buen observador le pasaba por alto la mirada triste y resignada de sus ojos dulces y oscuros. "¡Qué lástima!", solían decir entre ellos. Si no se la viese tan desgraciada y no estuviese tan delgada, sería una muchacha muy atractiva.
Perpleja ante la osadía demostrada por su aprendiz de profesora al levantarse de su sitio antes de que la clase hubiera terminado, la señora Wigger hizo valer su autoridad de una vez por todas. Y lo hizo con una sola palabra:
–¡Siéntese!
–Déjeme que le explique, señora.
–Siéntese.
–Por favor, señora Wigger, déjeme que le explique.
–Sydney Westerfield, está usted dando el peor de los ejemplos a su clase. Iré yo a ver a ese hombre. Usted haga el favor de sentarse en su sitio.
Sydney, que ya de por sí era una muchacha pálida, estaba blanca como la leche. Obedeció la orden, para satisfacción de las niñas de su clase: faltaban diez minutos para las doce del mediodía, que era cuando las niñas salían al patio a jugar durante media hora, mientras la criada ponía la mesa para comer. ¿Qué haría la aprendiz de profesora con media hora de libertad?
Entretanto, la señora Wigger entró en el salón haciendo una reverencia, la menos pronunciada que le fue posible. Con la cabeza levemente inclinada, echó un vistazo al forastero a través de sus anteojos verdes. Incluso a través de ese poco ventajoso medio de visión, el caballero tenía un aspecto que hablaba por sí solo. La descripción hecha por la criada no admitía ningún tipo de discusión. Tan excelentes eran los modales del señor Herbert Linley, que incluso fue capaz de disimular el sentimiento de alarma que le asaltó al encontrarse cara a cara con la espantosa mujer que había acudido a recibirle.
–Si es usted tan amable de decirme en qué puedo ayudarle -empezó diciendo la señora Wigger.
Con los años, los hombres, los animales y las casas se hacen viejos y se rinden a su triste destino. Cuando el tiempo osa decirle a una mujer que se está haciendo vieja, entonces, y sólo entonces, el tiempo se convierte en pura contradicción. Herbert Linley había ido demasiado lejos al pensar por anticipado que la "joven señorita", a quien había ido a ver, iba a ser efectivamente "joven" en el sentido literal de la palabra. Si en el momento en que se quedó frente a frente con la señora Wigger, la puerta hubiese estado abierta, él, con muchísimo gusto, se habría escapado en ese mismo instante de la casa.
–Me he tomado la libertad de llamar a su puerta -dijo él- en respuesta a un anuncio. ¿Podría usted decirme -hizo una pausa, y sacó un periódico del bolsillo de su gabán- si tengo el honor de estar hablando con la dama a la que aquí se hace mención?
Herbert Linley abrió el periódico y le mostró el anuncio a la señora Wigger.
Pero la mirada de ella no se posó sobre el pasaje indicado, sino sobre el paisaje que le ofrecía el guante del forastero. Tanta era la perfección con que se ajustaba a su mano, que le hizo pensar que se hallaba ante la clase de caballero que ha alcanzado esa posición en la vida que le permite llevar guantes hechos a medida. Él, muy educadamente, insistió de nuevo en indicarle la ubicación exacta del anuncio. Pero la señora Wigger, que continuaba sin hacerle ningún caso al periódico, puso sus anteojos en dirección a la ventana frontal del salón y descubrió un carruaje lujoso esperando en la puerta. Quedaba definitivamente claro: buenos guantes, tocan buen dinero. Armado de toda la paciencia del mundo, Linley señaló por tercera vez el periódico, y logró por fin atraer la atención de la señora Wigger en la dirección correcta. Ella leyó el anuncio:
Joven dama desea ser empleada en la educación de una niña pequeña. Poseyendo pocos conocimientos, y habiendo sido tan solo aprendiz de profesora en un colegio, ofrece sus servicios a prueba, dejando que su patrón decida el jornal que merece, en caso de que obtenga un empleo fijo. Dirigirse por carta a S.W., Delta Gardens, 14. N.E.
–¡Qué impertinente!
El señor Linley se quedó helado.
–¡Se lo repito, me parece de lo más impertinente! – insistió la señora Wigger.
El señor Linley intentó apaciguar a la terrible mujer:
–Debo de ser un poco estúpido, pero me temo que no la acabo de entender.
–Una de mis profesoras ha puesto un anuncio, y ha utilizado mi dirección sin habérmelo consultado antes. ¿Me he explicado mejor ahora, caballero? – en el momento de llamarle caballero, volvió a mirar el carruaje.
Ni siquiera Linley, que era un hombre muy capaz de contener sus emociones, pudo reprimirse de mostrar su alivio, visible en el resplandor de su cara, al descubrir que la dama del anuncio y ésa que lo tenía aterrorizado eran dos personas distintas.
–¿Me he explicado bien? – repitió la señora Wigger.
–Perfectamente, señora. Pero al mismo tiempo, tengo que expresarle que el anuncio me ha causado una impresión muy favorable.
–Pues la verdad, no sé qué le encuentra usted -resaltó la señora Wigger.
–La muchacha que lo ha escrito se expresa con mucha sinceridad; yo diría que incluso con ingenuidad. A mí me parece que se trata de una persona extraordinariamente modesta para hablar de sus méritos, y que tiene muy en cuenta los intereses de los demás, cosa poco habitual hoy en día. Espero que me permita usted…
Antes de que tuviera tiempo de añadir "ver a la joven", la puerta de la habitación se abrió, y entró una muchacha.
¿Era ella quien había escrito el anuncio? Algo le dijo a Linley que sí; algo que debió resultarle verdaderamente convincente: tal vez la circunstancia de que en el mismo momento en que la miró, se sintió enormemente interesado por ella. Era una clase de interés que Linley no había sentido nunca hasta entonces. No era para nada una muchacha atractiva, lo cual sin duda hubiera justificado si no la admiración, si al menos la afloración de ciertos sentimientos masculinos hacia la joven criatura pálida y ajada que permanecía de pie junto a la puerta, resignada de antemano a recibir cualquier clase de reprimenda. Cuando Linley vio a la pobre aprendiz de profesora, no pudo evitar pensar en su joven y feliz esposa, esperándole en casa, y en su preciosa niñita, la niñita mimada de toda la familia. Miró a Sydney Westerfield con un hondo sentimiento de compasión que les hacía honor a los dos.
–¿Qué pretendes viniendo aquí? – le preguntó la señora Wigger.
Sydney, la aprendiz de profesora y criada, le contestó a su tía y ama con desparpajo pero con respeto. Era evidente que el tono empleado por su tía no la había amedrentado en absoluto, al menos hasta ese momento.
–Me gustaría saber -dijo Sydney- si este caballero desea verme por el tema de mi anuncio.
–¿Su anuncio? – repitió la señora Wigger- ¡Señorita Westerfield! ¿Cómo se atreve usted a poner un anuncio mendigando un empleo sin mi permiso?
–En cuanto alguien hubiese contestado a mi anuncio yo se lo hubiese hecho saber a usted, señora.
Sydney siguió hablando sin perder la calma, pero también sin someterse a la insolente autoridad de la dueña del colegio. Y todo ello con una entereza más que admirable en una jovencita; especialmente si la cara de esa joven era el reflejo de un alma sensible. Linley se acercó a ella y, antes de que la señora Wigger pudiera entrometerse por tercera vez, le dijo a Syd con un tono amable:
–Me temo que me he tomado demasiadas libertades al venir a darle una respuesta personalmente, cuando lo más correcto hubiera sido enviarle una carta. La única excusa que puedo ofrecerle es que no he tenido tiempo de enviarle una carta para concertar una cita, porque mañana ya no estaré en Londres. Verá, yo vivo en Escocia, y me veo en la obligación de regresar esta misma noche para atender la correspondencia.
Hizo una pausa. Ella le miraba. ¿Entendía lo que le estaba explicando?
Demasiado bien lo entendía. Por primera vez en todos los miserables años que había pasado en ese colegio, la pobre muchacha vio como una mirada se posaba sobre la suya con una simpatía tan sincera que resultaba difícil describirla con palabras. Su admirable sentido de la resignación, cuyo aprendizaje había desarrollado bajo los malos tratos de su madre y luego fortalecido en la vejación diaria de sus desalmadas compañeras, se hizo añicos esta vez. Bastó que la mirada amable de un forastero derramara su bálsamo en el corazón apenado de la muchacha. Agachó la cabeza, y su maltrecho cuerpo se puso a temblar. Cuatro lágrimas cayeron lentamente sobre el escote de su vestido raído. Intentó dominar sus sentimientos, pero fue en vano:
–Le ruego que me disculpe, señor -fue lo único que logró pronunciar-. Es que no me encuentro muy bien.
La señora Wigger le dio un golpecito en el hombro y le señaló la puerta.
–¿Te encuentras lo bastante bien como para llegar hasta la puerta? – preguntó.
Lindley se volvió hacia la endiablada mujer con una mezcla de asombro y repugnancia.
–Por Dios, ¿qué ha hecho esta muchacha para que la trate usted así? – dijo.
A la señora Wigger se le abrió boca, y se le formaron nuevas arrugas en la frente. Pero esbozó una sonrisa.
Cuando un hombre considera que ha llegado el momento en que es imprescindible conocer a fondo el alma de una mujer, es decir, cuando piensa seriamente en la posibilidad de casarse con ella, su única oportunidad de llegar a una conclusión acertada consiste en dejarse provocar por unas circunstancias exasperantes, en dejarse llevar por la pasión. Si la joven se deja arrastrar por esa misma pasión, y se acerca a él, el pretendiente puede confiar en que los vicios de la muchacha quedarán más que compensados por sus virtudes. Si por el contrario la muchacha hace gala del más admirable de los comedimientos, a él no le quedará otro remedio que sentirse avergonzado y procurar que no se le olvide.
El comedimiento de la señora Wigger tuvo a Herbert Linley un tanto confundido; hasta que ella se tomó la molestia de tener en cuenta lo que él le había dicho.
–Si no me hubiera interrumpido con ese exabrupto -contestó ella-, tal vez me habría dado tiempo a explicarle que no pienso permitir que mi casa se convierta en una oficina de contratación de profesoras. Tal como yo lo veo, únicamente me queda recordarle que su carruaje le está esperando en la puerta.
Linley cogió su sombrero, y se dirigió hacia la única puerta que quedaba abierta: la de la salida.
Sydney dio media vuelta para salir de la habitación. Linley Ie abrió la puerta.
–No se desanime -le susurró cuando pasó a su lado-. Tendrá noticias mías.
Después se despidió de la dueña de la escuela con una reverencia. La señora Wigger alzó un dedo amenazante, y se le plantó delante. Él esperó, preguntándose qué era lo que iba a hacer a continuación. La señora Wigger llamó con la campanilla.
–Está usted en la casa de una dama respetable. Es costumbre que mi criada acompañe a las visitas cuando se marchan.
En ese momento llegó hasta el salón un delicado aroma de jabón. La criada entró en la habitación, secándose sus humeantes brazos en el delantal.
–Le deseo a usted un buen día. ¡Aire! – esa fue la última palabra de la señora Wigger.
Al salir de la casa, Linley se acercó a la criada y le deslizó una propina en la mano.
–Voy a escribirle a la señorita Westerfield -le dijo-. ¿Sería usted tan amable de hacerle llegar la carta?
–¡Vaya si se la daré!
A él le sorprendió que la muchacha fuera tan fervorosa en su respuesta. Linley, que no era en absoluto un hombre vanidoso, no tenía ni idea del valor añadido que su actitud conquistadora, sus ojos marrones y amables y su cálida sonrisa habían aportado a su pequeño regalo monetario. En el colegio de la señora Wigger, un hombre guapo representaba la octava maravilla del mundo.
En la primera papelería que encontró, detuvo el carruaje y escribió su carta.
Sin duda me alegraría mucho poder ofrecerle una vida más feliz de la que tiene ahora. Pero es usted quien debe ayudarme a conseguirlo. ¿Podría usted enviarme la dirección de sus padres, si residen en Londres, o el nombre de algún amigo con quien yo pueda arreglar las cosas para que usted pueda venir a trabajar como institutriz de mi hijita? Estaré por los alrededores del colegio esperando su respuesta. Si algún contratiempo le impide contestarme en seguida, aquí le anoto el nombre del hotel en el que estoy hospedado para que pueda enviarme un telegrama antes de que me marche de Londres esta noche.
El hijo del papelero, animado por la clandestina visión de una media corona, se fue a toda prisa y regresó, más deprisa aún, con la respuesta:
No tengo ni padre ni madre ni amigos, y me acaban de despedir del colegio. Como no tengo ninguna carta de recomendación, pienso que no debería aprovecharme de su generosa oferta. ¿Puede ayudarme usted a hacer más llevadera mi desgracia, permitiéndome venir a verle a su hotel, aunque sea sólo un momento? De verdad, señor, de verdad, no me olvido del respeto que le debo, ni del respeto que me debo a mí misma. Lo único que le pido es que me dé usted la oportunidad de convencerle de que no soy del todo indigna de la confianza que usted ha depositado en mí. S. W.
Con estas tristes palabras, Sydney Westerfield revelaba que su ciclo educativo había concluido.
PRIMER LIBRO
CAPÍTULO I
LA SEÑORA PRESTY
Lo que en una mansión moderna se llamaría el primer piso, está reservado a la familia. El gran vestíbulo de entrada, con su antiguo hogar de leña, y las viejas habitaciones que lo rodean, se enseñan libremente al forastero. Los viajeros cultivados expresan diferentes opiniones acerca de los retratos familiares, y de los techos elaboradamente tallados. El público poco instruido se abstiene de complicarse la vida haciendo cualquier tipo de crítica. Mira hacia arriba, hacia las torres y las aspilleras, el almenaje y las armas antiguas y oxidadas, testimonio de las contingencias del pasado, tiempos aquellos en los que la casa era una fortaleza. Entra en el tenebroso pasillo, camina a través de las habitaciones cuyo suelo era de piedra, se queda mirando fijamente los cuadros descoloridos, y se maravilla de las sublimes piezas de caza que se alzan inaccesibles en lo alto de la chimenea. A veces ese mismo público se sienta en las escaleras, que están tan frías y duras como el metal, o acaricia tímidamente las patas de mesas inamovibles que podrían muy bien ser las de algún elefante por lo que a su tamaño se refiere. Cuando ha terminado de admirar todas esas maravillas, termina también su aburrimiento. Entonces, los turistas, liberados, cierran las tapas de sus guías y salen a la luz y al aire. Es en ese momento cuando a todos les surge la misma e inevitable pregunta que nadie que visite Mount Morven consigue jamás eludir: ¿Cómo puede una familia vivir en un lugar como éste?
Si, a lo largo de su visita, a estos forasteros se les hubiese permitido subir al primer piso para dar las buenas noches a la hermosa hijita de la señora Linley, habrían podido ver las paredes de piedra del dormitorio de Kitty acogedoramente cubiertas de colgantes de terciopelo para mantener alejado el frío; habrían andado sobre una doble alfombra que desafía al helado suelo de piedra; habrían mirado la resplandeciente camita, de moderno diseño, digna del delicioso sueño propio de toda chiquilla. Tan sólo cuando hubiesen descorrido las cortinas de la ventana y se hubiese revelado ante ellos la diamantina solidez de los muros exteriores habrían podido sospechar que la habitación tenía trescientos años de antigüedad. Y si les hubieran permitido llevar un poco más allá sus averiguaciones, habrían encontrado, al lado mismo, el pasillo que conducía a la sala de estar de la señora Linley: aquí, un nuevo escenario metamorfoseado habría puesto ante su mirada más lujos modernos, presentados con la perfección que implica la sobriedad dentro de los límites del buen gusto. Pero en este caso, en lugar de la cabeza de una vivaz criaturita apoyada sobre la almohada, al lado de la cabecita de su muñeca, se habrían encontrado con una mujer de considerable tamaño, durmiendo como un tronco, y roncando, en un confortable sillón, con un libro sobre la falda. Aquéllos entre los turistas que fueran hombres casados habrían pensado que se trata de la suegra, y habrían optado por dar un buen ejemplo a los demás: es decir, habrían salido de la habitación.
La dama sosegada que estaba bajo el soporífero influjo de la literatura, tenía mucha importancia en la casa. Su rango era el de madre de la señora Linley. Otro motivo que la hacía digna de la atención de todos era que había estado casada dos veces y había sobrevivido a ambos maridos.
El primero de estos caballeros, el Honesto y Honorable Joseph Norman, había sido miembro del Parlamento, y había formado parte del Gobierno. La señora Linley era la única hija que le quedaba a Joseph Norman, que había muerto a una edad avanzada, dejando a su hermosa viuda (lo bastante joven, como a ella siempre le gustaba de decir, para ser su hija) bien provista y de muy buen ver, lo cual la hacía seguir siendo el objeto de aspiraciones matrimoniales a ojos de aquellos caballeros solteros que admiraban a las mujeres gruesas y adineradas. Después de dudarlo durante un tiempo, más bien poco, la señora Norman aceptó la proposición del hombre más feo y torpe de entre todos sus admiradores. Por qué se casó con el señor Presty (conocido en el mundo de los negocios por haberse enriquecido comerciando con vinagre), es algo que la señora Presty nunca fue capaz de explicar. Por qué motivo derramó lágrimas de sincero dolor cuando el señor Presty murió tras dos años de matrimonio, era un misterio que tenía confundidos a sus amigos más íntimos y queridos. Y por qué cuando se dedicaba a recordar su vida de casada (a lo cual era quizás demasiado aficionada) insistía en poner al oscuro señor Presty a la misma altura que el distinguido señor Norman, era un secreto que esta reconocida mujer aún no había revelado; o al menos no se tenía noticia de ello. A la señora Presty le gustaba explicar ("con toda la imparcialidad del mundo", según decía ella misma) que el ideal de la perfección masculina era la combinación de sus dos maridos, presamente por lo opuesto de sus caracteres. Es decir, los vicios del señor Norman eran las virtudes del señor Presty; y los vicios del señor Presty eran las virtudes del señor Norman.
Al volver al salón, después de haberle dado las buenas noches a Kitty, la señora Linley encontró a la anciana durmiendo. Vio que el libro que estaba sobre la falda de su madre empezaba a deslizarse, pero antes de que pudiera cogerlo el libro cayó al suelo y la señora Presty se despertó.
–¡Ay, mamá, lo siento mucho! Lo quería coger pero no he llegado a tiempo.
–No pasa nada, mi cielo. Supongo que si continuara leyendo esta novela no conseguiría sino dormirme otra vez.
–¿Tan aburrida es?
–¿Aburrida, dices? Está claro que tú ni te has enterado de lo que está haciendo esta nueva generación de novelistas. Le suministra al público sedantes.
–Mamá, ¿hablas en serio?
–Con toda seriedad, y con toda gratitud, Catherine. Estos nuevos escritores nos hacen mucho bien a las viejas. Nada de tramas que exciten nuestros nervios; nada de personajes indecorosos que nos pongan de mal humor; nada de situaciones dramáticas que nos asusten; y luego está ese exquisito manejo de los detalles (como dice la crítica), y esa magistral anatomía de las motivaciones humanas, las cuales… sé lo que quiero decir, mi cielo, pero no sé cómo explicarme.
–Creo que ya te entiendo, mamá. Una magistral anatomía de las motivaciones humanas, que ya por sí sola constituye una motivación para que cualquier ser humano se vaya a dormir. No voy a pedirte que me dejes la novela. No quiero irme a dormir todavía. Estoy pensando en Herbert en Londres.
La señora Presty miró su reloj de pulsera.
–Tu marido ya no está en Londres. Ya está de camino a casa. Dame el horario de trenes, y te diré a qué hora llega mañana. Puedes estar segura, Catherine, de que no voy a equivocarme. Los grandes conocimientos que el señor Presty tenía acerca de los símbolos me han sido de gran utilidad después de su muerte. Graciasa sus instrucciones, soy la única persona de esta casa que puede descifrar las indicaciones de los horarios de la red ferroviaria de ete país. Tu pobre padre, el señor Norman, nunca fue capaz de entender los horarios de los trenes, pero jamás intentó disfrazar sus deficiencias. No tenía ni una pizca de la vanidad (vanidad inofensiva, tal vez) que llevó al pobre señor Presty a expresar opiniones categóricas sobre temas que desconocía por completo, como la pintura y la música, por ejemplo. ¿Qué quieres, Malcolm?
El criado a quien iba dirigida la pregunta, contestó:
–Ha llegado un telegrama para la señora.
Cuando el criado se lo quiso entregar a la señora Linley, su destinataria, ésta retrocedió. Normalmente no era una persona muy expresiva, así que el sentimiento de sobresalto que se había apoderado de ella solamente pudo advertirse en el repentino cambio del color de su cara.
–¡Un accidente! – dijo lánguidamente- ¡Un accidente ferroviario!
La señora Presty abrió el telegrama.
–Si hubieses estado casada con un ministro del Gobierno -le dijo a su hija-, estarías demasiado acostumbrada a los telegramas como para que te dieran miedo. El señor Presty (que leía siempre los telegramas en su despacho) no fue muy justo con la memoria de mi primer marido: solía culparle porque me dejaba ver sus telegramas. Pero el alma del señor Presty tenía toda la poesía que le faltaba a la del señor Norman: él siempre veía el lado angelical de las mujeres, y pensaba que nosotras teníamos una misión más digna que todos esos telegramas y negocios y cosas así. Pero yo no entendí nunca cuál es exactamente esa misión que…
–¡Mamá, mamá! ¿Está herido Herbert?
–¡Deja de decir tonterías! ¡Ni hay heridos, ni hay accidente, ni hay nada de nada!
–¿Entonces por qué me envía un telegrama?
Hasta ese momento, la señora Presty solamente había leído el mensaje por encima. Esta vez se puso a leerlo atentamente hasta el final. Su cara adoptó una fría expresión de desconfianza. Meneó la cabeza.
–Léelo tú misma -le contestó-. Y recuerda lo que te dije cuando le confiaste a tu marido la tarea de buscar institutriz para mi nieta. Si recuerdas bien, entonces te dije: "Conozco a los hombres mejor que tú". Espero que no tengas que arrepentirte nunca.
La señora Linley estaba demasiado enamorada de su marido para dejar que eso sucediera jamás.
–¿Por qué no habría de fiarme de él? – preguntó-. Tenía que ir a Londres en viaje de negocios, y era una excelente oportunidad.
La señora Presty desechó con un movimiento de la mano este débil argumento de su hija.
–Lee el telegrama -repitió con un tono de dignidad-, y juzga por ti misma.
La señora Linley leyó:
He contratado una institutriz. Vendrá conmigo en el tren. Creo que debo advertirte que se trata de una clase de mujer que puede sorprenderte un poco. Es muy joven y muy inexperta. No se parece en nada a la típica institutriz. Cuando conozcas las enormes crueldades que ha tenido que soportar la pobre muchacha, estoy seguro de que te compadecerás de ella tanto como yo.
La señora Linley se guardó el telegrama en la mano, y sonrió.
–¡Pobre Herbert! – dijo tiernamente-. Después de ocho años de matrimonio, ¿todavía le asusta la idea de que me sienta celosa? ¡Mamá! ¿Por qué me miras con esa cara?
La señora Presty le quitó el telegrama a su hija y leyó algunos extractos, con un tono que dejaba ver su indignación.
–Viajan juntos en el mismo tren. Muy joven, y muy inexperta. Y siente compasión por ella. ¡Ya, claro! Catherine, conozco bien a los hombres, los conozco muy bien.
LLEGA LA INSTITUTRIZ
–¿Donde está la institutriz? – le preguntó después de saludarle.
–La he dejado en manos del ama de llaves para que la acueste, pobrecita -respondió Linley.
–¿Algo infeccioso tal vez, mi querido Herbert? – inquirió la señora Presty asomándose por la puerta del comedor.
En lugar de responder a la pregunta de su suegra, Linley miró a su esposa.
–Nada serio, Catherine. Solamente necesita ponerse un poco fuerte. Estaba tan fatigada, después de nuestro largo viaje nocturno, que no podía ni bajar del carruaje, y he tenido que cogerla en brazos.
La señora Presty parecía escuchar la conversación con mucho interés.
–Vaya, toda una innovación en el comportamiento de una institutriz -dijo-. ¿Y puede saberse cómo se llama?
–Sydney Westerfield.
La señora Presty miró a su hija y le mostró una satírica sonrisa.
La señora Linley le reprochó su actitud:
–¡Supongo que no tendrás nada que objetar al nombre de la muchacha!
–Todavía no me he formado ninguna opinión al respecto. Yo no creo en los nombres.
–Oh, mamá, ¿acaso sospechas que es un nombre inventado?
–Querida, no me cabe la menor duda de que ése no es su nombre verdadero. ¿Puedo hacer otra pregunta? – continuó la vieja dama, volviéndose hacia Linley-. ¿Qué carta de recomendación te ha dado la señorita Westerfield?
–Absolutamente ninguna.
La señora Presty se puso de pie con la presteza de una mujer joven, y se apresuró hacia la puerta.
–Haz como yo -le dijo a su hija, mientras salía del comedor-, y cierra con llave tu joyero.
Cuando Linley se quedo a solas con su esposa, dio un profundo suspiro de alivio.
–¿Por qué está tan desagradable tu madre esta mañana? – preguntó.
–Cariño, mi madre no aprueba que deje en tus manos la elección de una institutriz para Kitty.
–¿Dónde está Kitty?
–Está en las lomas montando en su pony. Herbert, ¿por qué has enviado un telegrama para prevenirme sobre la institutriz? ¿Creías de veras que podía sentirme celosa de la señorita Westerfield?
Linley estalló en una risa.
–Eso ni se me había pasado por la cabeza -le respondió-. No va contigo, mi cielo, eso de ser celosa.
La señora Linley no estaba muy contenta con esa particular visión de su carácter. El bienintencionado piropo que su marido le había dedicado le recordó que había circunstancias ante las cuales cualquier mujer, por más que fuera generosa y amable, debía sentirse necesariamente celosa.
–No tendrás tiempo de comprobarlo -le dijo a su marido-, porque… -Se interrumpió. No tenía ganas de discutir eternamente sobre un tema tan delicado. Con tono jocoso, su marido terminó la frase por ella:
–¿Porque no sabemos qué va a suceder en el futuro? – sugirió él, bromeando de nuevo cuando no debía.
La señora Linley volvió al tema de la institutriz.
–Yo no estoy ni mucho menos de acuerdo con lo que dice mi madre, pero, ¿no te parece que fue un poco imprudente que contrataras a la señorita Westerfield sin ninguna carta de recomendación?
–Puedo estar del todo equivocado -replicó Linley-, pero me parece que si tú hubieses estado en mi lugar, habrías sido tan imprudente como yo. Si hubieses visto el horror de mujer que la acosaba y la insultaba.
Su esposa lo interrumpió:
–¿Cómo sucedió todo esto, Herbert? ¿Quién te presentó a la señorita Westerfield?
Linley le habló del anuncio, y le explicó su entrevista con la dueña del colegio. Luego, después de hacerle saber que la señorita Westerfield había ido a verle en persona, le repitió todo lo que ella le había explicado acerca de la vida malgastada de su padre, y de su triste final. Esta parte de la historia sí que interesó a la señora Linley, quien deseó enseguida poder oír más. Su marido vaciló:
–Preferiría que el resto te lo contara la propia señorita Westerfield, cuando yo no esté presente.
–¿Por qué cuando tú no estés presente?
–Porque te hablará con más libertad si no estoy yo. Déjala que te cuente su vida, y después me dices si estoy equivocado. Pero ya te digo de antemano que, sea cual sea tu decisión final, yo la voy a respetar.
La señora Linley recompensó a su marido con un beso. Si algún forastero, casado, los hubiera visto en ese momento preciso, sin duda se habría puesto a recordar los viejos tiempos de su luna de miel.
–Y ahora -continuó Linley-, ¿qué te parece si hablamos un poco de nosotros? Todavía no he visto a ninguno de mis hermanos. ¿Dónde está Randal?
–Ha pasado estos días en la granja para cuidar de tus cosas. Ha dicho que vendría hoy. Ay, Herbert, no sabes cuánto le debemos todos a ese buenazo de tu hermano; ¡es tan cariñoso! Realmente su amabilidad no tiene límites. Sin decírselo a nadie, Randal le ha pagado el viaje a una familia pobre de la Tierra Alta que ha emigrado a América. La esposa me ha escrito, y me lo ha contado todo. Y a tu hermano le ha enviado un periódico americano: un pequeño detalle de atención de esta buena gente tan agradecida.
Al sacar el tema de los vecinos que habían emigrado de Escocia, la señora Linley se acordó de otras familias que se habían quedado. Se hallaba todavía relatando los sucesos del pueblo, cuando el reloj la interrumpió marcando la hora del almuerzo de los niños. ¿Dónde se habría metido Kitty? La señora Linley se levantó y llamó con la campanilla para averiguarlo.
Cuando el criado llegó, y hubo de responder por el paradero de la niña, simplemente dio media vuelta y señaló la puerta abierta. Se apartó un poco y, en el pasillo, apareció Kitty de la mano de Sydney Westerfield, que se mostraba tímida y no se atrevía a entrar en la habitación.
–Aquí está, mamá -exclamó la niña-. Me parece que tiene un poco de miedo de ti. Ayúdame a arrastrarla hasta dentro.
La señora Linley, amable, simpática e irresistible, (cualidades suyas que dejaban prendados a todos los desconocidos que se le acercaban) se adelantó para dar la bienvenida a la nueva empleada de la casa.
–Oh, no pasa nada -dijo Kitty-. Syd me cae muy bien, y yo le caigo bien a ella. ¿Sabes qué? Syd vivió en Londres con una mujer muy cruel que siempre le daba muy poco para comer. ¿Ves que buena soy? Le estoy dando de comer -Kitty sacó una cajita de su bolsillo y, con un golpecito en la tapa, el mismo gesto con el que los viejos caballeros regalaban un poco de tabaco a un amigo, le ofreció confituras a la institutriz.
–¡Cariño, no debes hablar así de la señorita Westerfield! Le ruego que la disculpe -dijo la señora Linley, volviéndose hacia Sydney con una sonrisa-. Siento que la haya venido a molestar a su habitación.
Sydney besó a su pequeña amiga. A la madre le llegó al corazón el gesto silencioso de la nueva institutriz.
–Espero que le permitan a la niña que me llame Syd -dijo dulcemente-. Es que me recuerda a unos tiempos más felices.
En ese instante, se le quebró la voz, y no pudo seguir hablando. Entonces Kitty, con el tono del adulto que trata de animar a un niño, dijo:
–Lo sé todo, mamá. Se refiere a cuando todavía vivía su papá. Syd se quedó sin papá cuando era pequeña, igual que yo. No la he molestado para nada, mamá, sólo le he dicho: "Me llamo Kitty. ¿Puedo saltar sobre la cama?" Y ella me ha dejado y hemos hablado y la he ayudado a vestirse.
La señora Linley hizo sentar a Sydney en el sofá y cortó la cháchara de su hija. A la madre, generosa por naturaleza, ya le habían llegado hasta lo más hondo del alma la mirada, la voz, y la forma de ser de la institutriz. Cuando su marido cogió a Kitty de la mano para llevársela de la habitación, al pasar junto a su esposa ésta le susurró:
–Creo que has acertado. Ahora sí que no tengo ninguna duda.
SEÑORA PRESTY CAMBIA DE
OPINIÓN
La fortuna había acompañado sus vidas de forma muy diferente, pero todavía era mayor el abismo entre el aspecto de una y de otra. En su mejor edad, alta y hermosa (resultaba difícil decir si eran más bellos su delicado cutis y sus ojos azules y claros, o su figura, madura y de formas perfectas), la señora Linley estaba sentada al lado de una criatura frágil de diminutos ojos negros, delgada, pálida, con un rostro ajado que llevaba escritas con resignación las tres privaciones más crueles que puede sufrir una mujer en su juventud: la falta de alimentación, la falta de aire fresco, y la falta de cariño. La dueña de la casa se preguntaba con tristeza, pero con dulzura, si esta niña abandonada era consciente de que en ese momento se abría claramente ante ella la perspectiva de una vida más feliz.
–He visto que estaba descansando y no he querido molestarla -dijo la señora Linley-. Me hubiese gustado ser yo quien la recibiera. Espero que mi ama de llaves la haya tratado tan bien como a mí me habría gustado hacerlo si la hubiese visto llegar.
–El ama de llaves ha sido todo lo buena y amable que se puede ser, madam.
–No me llame madam; suena demasiado formal. Llámeme señora Linley. Y no quiero que empiece a darle clases a Kitty hasta que se haya repuesto. Me doy perfecta cuenta de que no ha tenido una vida feliz. A partir de ahora, no quiero que piense en su pasado, ni que hable más de él.
–Perdone, señora Linley, pero es que mi pasado es precisamente la única razón por la que me he arriesgado a venir a esta casa.
–¿En que sentido, hija mía?
En el momento preciso en que la señora Linley le hacía esa pregunta, se abrieron silenciosamente las cortinas que separaban el comedor de la biblioteca. Un rostro gélido, rígido, con una marcada expresión de curiosidad y desconfianza, se asomó y clavó su penetrante mirada en la institutriz. Luego se escondió de nuevo tras las cortinas.
La señora Presty era de la opinión de que recibir a una forastera sin carta de recomendación alguna y permitir que se introdujera en la intimidad de la familia representaba una crisis en la historia de ese hogar.
Concienciada del peligro, y utilizando los métodos habituales para casos de urgencia, la suegra de Linley, oculta tras las cortinas, se dedicó a hurtar información. Pero ni falta hace decir que lo hacía todo por el bien de Linley.
Las dos mujeres continuaron hablando sin sospechar que alguien las estaba escuchando.
Sydney explicó su historia.
–Si hubiese tenido una vida más feliz, tal vez habría sido capaz de resistirme a la amabilidad del señor Linley. Al señor no le he ocultado nada. El desde el primer momento supo que yo no tenía ningún amigo que pudiera hablarle bien de mí, y también le conté que me habían despedido del colegio. ¡Oh, señora Linley, todo cuanto le dije hubiese hecho desconfiar a cualquier persona; pero aun creyó más en mí! Empecé a preguntarme si era un hombre o era un ángel. Si él no me hubiese frenado, yo me habría arrodillado ante el señor Linley. Créame, si él me hubiese hablado con dureza, si me hubiese mirado con severidad, yo lo hubiese soportado con paciencia. Pero hacía ya tantos años que nadie me miraba con ternura, que alguien me hablaba cariñosamente, que ya ni recuerdo cuando fue la última vez. Eso es todo cuanto le puedo decir. El resto lo dejo a su misericordia.
–A mi simpatía -respondió la señora Linley-, y déjalo estar así. Aunque hay una cosa que me gustaría saber. No me has hablado de tu madre. ¿Perdiste también a tu madre?
–No.
–Así que te crió tu madre.
–Sí.
–Seguro que te dio mucho cariño cuando eras pequeña.
La señora Linley, que hasta entonces se había mostrado del todo agradable, no merecía un tercer monosílabo por respuesta. Así que a Syd no le quedó otra alternativa que explicarle lo que su madre había representado para ella.
–¡Pensar que hay mujeres así en el mundo! – exclamó la señora Linley-. ¿Y dónde está tu madre ahora?
–Creo que en América.
–¿No estás segura?
–Mi madre se volvió a casar y se fue a América con su nuevo marido y con mi hermano pequeño. De eso hace seis años.
–¿Y a ti te dejaron aquí?
–Sí.
–¿Y no te ha escrito nunca?
–Nunca.
Esta vez, la señora Linley se quedó en silencio. Y no le resultó precisamente fácil. Pensó en la madre de Sydney y, no sin cierto morbo, pensó que su querida hijita bien podría estar en el lugar de Sydney. Sintió una viva impresión, y temió seguir hablando.
–Sólo pienso -replicó después de esperar un poco-, que ojalá hubiese existido alguna persona generosa que se compadeciese de ti y te ayudase cuando más sola te sentías. Supongo que después de eso, cualquier cambio fue a mejor. ¿Quién se hizo cargo de ti?
–Me fui a vivir con la hermana mayor de mi madre. Tiene un colegio para niñas. Cuando mi tía empezó a darme clases, dio comienzo la época más triste de mi vida: "Miserable, asquerosa, más te vale aprender, ¡y rápido!; si no te voy a dar una buena paliza y luego te dejaré una semana a pan y agua".
–¿Y a las otras niñas, también les hablaba de ese modo tan vergonzoso?
–No; ni mucho menos. Lo que ocurre es que mi caso era diferente. A mí mi madre me llevó a ese colegio a cambio de nada. Yo era joven, y mi tía quería que yo aprendiera a dar clases a las niñas de primero para ganarme así la comida y el techo. Las niñas me odiaban. Mi vida allí fue muy miserable: ni siquiera ahora me resulta fácil hablar de ello. Un día me escapé; pero me cogió y me dio un castigo ejemplar. Con la edad me volví más lista, e intenté encontrar otro empleo sin que ella se enterara. Las niñas mayores compraban esas historietas de un penique y las dejaban olvidadas por todas las habitaciones. Yo las leía siempre que podía. Incluso yo, que era bastante ignorante, me daba cuenta de lo absurdos y tontos que eran esos cuentos. Las otras chicas me animaron a que escribiera una. ¡En qué mal momento lo hice! Pero no hay mal que por bien no venga. Envié el manuscrito al editor. Lo aceptaron y lo publicaron, pero cuando le escribí una carta preguntándole si me podía pagar algo, él me contestó que no. Me dijo que había docenas de mujeres que habían escrito cosas para él a cambio de nada. No importaba de qué fueran las historias. Cualquier cosa servía para sus lectores, siempre y cuando los personajes fueran lores y damas, y hubiese mucho amor. La siguiente vez que intenté escaparme del colegio terminó con otra decepción. Había un pobre viejo, un actor retirado, que venía un par de veces a la semana a dar clases de declamación a las niñas, y de paso se ganaba unos chelines. Utilizaba un libro roto que desprendía el mismo olor que su pipa. Le llamábamos "profesor de literatura inglesa". Yo me aprendí de carrerilla uno de los escritos. Un día se lo recité, y le pregunté si creía que tenía alguna posibilidad de trabajar en los escenarios. Fue muy amable, me dijo la verdad: "Querida, tú no tienes ningún talento para el teatro. Que Dios te libre de tenerte que subir algún día a un escenario". Así que volví a mis historietas de penique, y probé suerte con otro editor. Al parecer, éste tenía más dinero que el primero. O a lo mejor sólo era más amable. Me dio diez chelines. Con ese dinero, lo intenté por última vez: puse un anuncio ofreciéndome para trabajar como institutriz. Si el señor Linley no hubiese visto el anuncio probablemente ahora estaría en la calle muriéndome de hambre. Cuando mi tía se enteró de todo insistió en que debía pedirle perdón delante de todas las niñas. ¿Usted cree que una puede volverse medio loca si no paran de perseguirla? Si es así, creo que ése debió ser mi caso. Me negué a pedirle disculpas y me echó del colegio, y de su casa. Ni siquiera me dio una carta de recomendación. Creerá usted que soy muy tonta, pero hoy, cuando me he despertado en esa cama tan suave, he vuelto a cerrar enseguida los ojos. Tenía miedo de que todo lo que había en la habitación fuese simplemente un sueño.
Syd miró hacia un lado, y se puso de pie.
–¡Oh, ha venido una señora! ¿Quiere que me vaya?
Las cortinas que colgaban de la entrada de la biblioteca se abrieron por segunda vez. Tranquilamente, con los andares de una dama rebosante de dignidad, la señora Presty entró en la habitación.
–¿Has estado leyendo en la biblioteca? – le preguntó la señora Linley a su madre. La señora Presty respondió:
–No, Catherine. He estado escuchando.
La señora Linley, ruborizada, se quedó mirando a su madre.
–Preséntame a la señorita Westerfield -dijo con frialdad la señora Presty.
La señora Linley se mostró un poco indecisa. ¿Qué iba a pensar la institutriz de su madre? A la señora Presty, desde luego, no le importaba en absoluto lo que la institutriz pudiera pensar de ella: atravesó toda la habitación y se presentó ella misma.
–Señorita Westerfield, yo soy la madre de la señora Linley. Y soy, por ciertas razones, una persona importante. Cuando me formo una opinión acerca de algo, y después me doy cuenta de que era una opinión propia de una tonta, no me avergüenzo lo más mínimo en reconocerlo. Respecto a usted, he cambiado de opinión. Estrécheme la mano.
Sydney obedeció respetuosamente.
–Vuelva a sentarse en su silla -Sydney obedeció de nuevo.
–Yo pensaba lo peor de usted -continuó la señora Presty-. Eso era antes de haber disfrutado del placer de oírla desde detrás de las cortinas. ¡Qué suerte haberlo hecho! ¿Cómo se llama? No lo ha dicho todavía, ¿verdad?, ¿o yo lo he olvidado? ¿Sydney ha dicho? ¿Sí, verdad? Pues lo que le quería decir, Sydney, es que yo, siendo aún muy jovencita, tuve la enorme suerte de estar íntimamente unida a dos destacadas personalidades. Le estoy hablando de mis dos maridos, quienes me enseñaron, y me enorgullece decir esto, a burlar la muerte. Entre los dos lograron hacerme pensar como un hombre. Juzgo las cosas por mí misma. Las opiniones de los demás (cuando no coinciden con la mía), para mí sólo son paja que debe ser esparcida al viento. No, Catherine. No estoy delirando. Esta joven, que tiene toda la vida por delante, tiene que saber lo importante que puede ser, en algunas ocasiones, el pensar libremente. Sydney, a partir de ahora considéreme su amiga y cuente conmigo para todo. Y ahora, póngase en pie. Mi nieta, que desde el mismo día en que nació no ha tenido que esperar nunca a nadie, la está esperando para que cene con ella. No deja de gritar que quiere que venga su institutriz; igual que en aquella ocasión en que el rey Ricardo (yo soy una gran lectora de Shakespeare) pidió a gritos un caballo. Fuera le está esperando la criada. La reconocerá enseguida: es una mujer fornida, que resopla todo el rato porque lleva el corsé demasiado apretado. Ella le mostrará el camino hasta el cuarto de juegos de la niña. Au revoir. ¡Espere!, vamos a ver cómo pronuncia usted el francés. Diga au revoir para que yo pueda oír su pronunciación.
–Gracias. Catherine, esta muchacha va muy floja de francés -dijo la señora Presty, después de que la institutriz cerrara la puerta-. Pero, claro ¿qué puedes esperarte de esta pobre desgraciada, después de la vida que ha llevado? Ahora que estamos solas, Catherine, voy a darte un consejo. Creo que podemos esperar muchas cosas buenas de la señorita Westerfield; pero no debemos engañarnos: hay algo en ella que me da miedo.
–¿Miedo? – repitió la señora Linley-. No te entiendo.
–No importa que me entiendas o no, Catherine. Quiero más información. Quiero saber lo que te ha explicado tu marido sobre esta jovencita.
Catherine se sorprendió de esa endemoniada curiosidad que parecía haber poseído a su madre, pero se lo contó todo. La señora Presty escuchó atentamente a su hija, y le fue señalando la lección moral que debía extraer de cada episodio, de acuerdo con su mundanal experiencia.
–Primer obstáculo para su desarrollo moral: su padre. Juzgado, encarcelado, y muriéndose en la cárcel. Segundo obstáculo: su madre. Mala donde las haya, no vaciló en maltratar a su hija y en abandonar la sangre de su sangre. Tercer obstáculo: su tía. Más malvada todavía que la madre. Aquellas personas que solamente miran las cosas superficialmente se preguntarán qué vamos a ganar investigando en el pasado de la señorita Westerfield. Es muy sencillo: la posibilidad de saber qué podemos esperar de ella en el futuro.
–Por lo que a mí respecta -se interpuso la señora Linley-, yo espero lo mejor de esta muchacha.
–Que tiene el alma de un ángel -respondió la señora Presty-, no te lo voy a negar. Pero te ruego que escuches lo que me dice mi experiencia acerca de todo esto. No me olvido de la vida que ha llevado, y me pregunto si algún ser humano habría sido capaz de aguantar lo que esa muchacha, sin quedar maltrecho. Sí, no dudo que esa pobre muchacha pueda tener alguna virtud, pero habiéndose criado entre esa gente tan asquerosa (te ruego que me disculpes, querida: el señor Norman utilizaba a veces un lenguaje soez, y a mí todavía se me escapa de vez en cuando), ¡quién sabe las cosas que habrá visto, las veces que se habrá visto obligada a mentir! Y estoy segura de que cuando empezó a sentir la insidiosa llamada de la pasión pueril, no le dieron otro consejo que… que… estoy repitiéndote lo que el señor Presty dijo acerca de una sobrina suya que fue a uno de esos colegios desvergonzados de París; el señor Presty, que era muy elocuente, cuando se emocionaba solía utilizar magníficas comparaciones, pero ahora no puedo acordarme de ellas. Pero entiende qué quiero decir. Me gusta la señorita Westerfield, y confío en que todo le va a ir bien. Pero no te olvides de que aquí va a llevar una nueva vida; una vida de lujo, querida; una vida cómoda, saludable, y feliz. Y sólo Dios sabe si la semilla del mal que posiblemente habrán plantado en su alma cuando era una niña no brotará bajo las nuevas impresiones que la aguardan. Te digo que debemos tener cuidado. Te digo que debemos mantener los ojos bien abiertos. Será lo mejor para ella. Y será lo mejor para esta casa.
La señora Linley no se dejó influir por el sabio consejo de su madre, quizás debido a su particular forma de expresarse, la cual, todo hay que decirlo, ayudaba poco a sus intereses. Por el contrario, y como era natural, la señora Linley se quedó muy sorprendida, y le contestó:
–¡Mamá, nunca pensé que pudieras ser tan injusta! No creo que hayas oído todo lo que la señorita Westerfield me ha contado. Tú no la conoces tan bien como yo. Tiene tanta paciencia, es tan poco rencorosa, y le está tan agradecida a Herbert.
–¡Tan agradecida a Herbert! – la señora Presty miró silenciosamente a su hija. No cabía la menor duda: la señora Linley era absolutamente incapaz de percibir el peligro que representaba ese sentimiento de agradecimiento de la institutriz, una mujer joven y muy sensible, hacia su marido, un hombre ciertamente bien parecido. Ante tal demostración de ingenuidad, la vieja perdió la poca paciencia que le quedaba, y se levantó dispuesta a irse.
–Tienes muy buen corazón, Catherine; pero por lo que respecta a tu cabeza…
–¿Qué le pasa a mi cabeza?
–Pues, querida, que la llevas siempre muy bien adornada, gracias a tu criada.
Con esa sutil alusión a la necedad de su hija, la señora Presty se despidió y salió del comedor en dirección a la biblioteca. Casi al mismo instante se abrió la puerta del comedor y entró un hombre joven que fue a darle cordialmente la mano a la señora Linley.
RANDAL RECIBE SU
CORRESPONDENCIA
–Desde que has vuelto, Randal ¿no te has dado cuenta de que hay una persona nueva en la casa? – fue lo primero que le dijo su cuñada. Randal le respondió que sí, que ya se había fijado en la Senorita Westerfield. Luego vino la pregunta inevitable:
–¿Y qué te parece?
–Te lo diré dentro de una semana o dos -replicó él.
–No, dímelo ahora.
–No me gusta juzgar a nadie por la primera impresión. Tengo la mala costumbre de sacar siempre conclusiones precipitadas.
–Anda, precipítate esta vez. Hazlo por mí. Dime, ¿crees que es guapa?
Randal sonrió y apartó la mirada.
–Tu institutriz -le contestó-, parece que está un poco falta de salud, y quizás sea ésa la razón de que no me haya fijado mucho en ella, y de que incluso me parezca un poco fea. Esperemos a ver qué pueden hacer por ella el aire fresco y la vida saludable de este lugar. Tratándose de una mujer tan joven como ella, no me extrañaría que cualquier mañana descubriéramos a alguien completamente diferente. Quién sabe, puede que antes de un mes estemos todos admirando a una señorita Westerfield bien hermosa. ¿Ha llegado alguna carta para mí mientras he estado fuera?
Randal entró en la biblioteca y volvió con sus cartas.
–Esto entretendrá a Kitty -dijo, mientras le entregaba a su cuñada un ejemplar del periódico ilustrado de Nueva York, al cual la señora Linley se había referido al hablar con su marido.
La señora Linley miró con atención los grabados, y volvió a una página anterior para ver de nuevo una ilustración que le había gustado especialmente. En esa misma página, le llamó la atención un párrafo. Cuando apenas llevaba leídas unas líneas, gritó asustada.
–¡Una noticia terrible para la señorita Westerfield! – exclamó-. Toma, léela.
Randal leyó lo siguiente:
La lista semanal de comerciantes insolventes incluye a un hombre inglés llamado James Bellbridge, que hace algún tiempo estuvo relacionado con un bar de mala reputación de esta ciudad. Se sospecha que Bellbridge es el responsable de la muerte de su esposa, ocurrida cuando éste sufría un ataque de delirium tremens. La desafortunada mujer había estado casada en primeras nupcias con Roderick Westerfield, miembro honorable de la aristocracia inglesa, cuyo enjuiciamiento por haber encallado el barco que tenía a su mando despertó en Londres un gran interés hace algunos años. Las tristes circunstancias del caso se han visto más agravadas si cabe por la desaparición, el mismo día del asesinato, del joven hijo que la mujer tenía de su primer matrimonio. La policía cree que el pobre muchacho huyó aterrorizado de su miserable hogar. Los agentes están intentando descubrir alguna pista sobre su paradero. Además, corre la voz de que otro hijo del primer matrimonio (una niña) vive actualmente en Londres. Pero se desconoce todo acerca de ella.
–¿Tu institutriz tiene algún pariente en Londres? – preguntó Randal.
–Solamente una tía, que la ha tratado del modo más inhumano que puedas imaginarte.
–Pues como tú misma has dicho, sí que son malas noticias para la señorita Westerfield. Y tal como yo lo veo, también son malas noticias para nosotros. He aquí a una muchacha sencilla, y sin amigos, dependiendo absolutamente de nuestra protección. ¿Qué vamos a hacer si algún día ocurre algo que nos haga cambiar de opinión acerca de ella?
–Eso no va a suceder -manifestó la señora Linley.
–Esperemos que así sea -dijo Randal, muy seriamente.
RANDAL ESCRIBE UNA CARTA A
NUEVA YORK
Herbert Linley, como cabeza de familia, fue el primero en hablar. Expuso su opinión sin vacilaciones: su instintiva bondad le hacía deplorar la idea de que la muchacha tuviera que rememorar los aspectos más tristes de su vida.
–¿Para qué afligir ahora a la pobre muchacha, cuando empieza a sentirse feliz entre nosotros? – preguntó-. Dame el periódico. No me sentiré tranquilo hasta que lo haya hecho pedazos.
Su esposa puso el periódico lejos del alcance de su marido.
–Tranquilízate, espera un poco -le dijo-, a lo mejor entre nosotros hay alguien que piensa que no es tarea nuestra ocultarle a nadie la verdad.
Para sorpresa de todos los miembros del consejo familiar, la señora Presty, que fue la siguiente en hablar, se mostró de acuerdo con su yerno.
–Creo que alguien debería hablar claro -manifestó la anciana- y voy a predicar con el ejemplo. Decir la verdad -se volvió hacia su hija con una mirada muy seria- es un asunto más complicado de lo que tú piensas. Por supuesto, es una cuestión de moralidad. Pero dentro de una familia, mi querida hija, a veces puede ser también una cuestión de conveniencia. ¿Es conveniente conmocionar a la institutriz de mi nieta, justo en el momento en que empieza con su nueva tarea? ¡A buen seguro que no! ¡Cielos! ¿Qué puede importarle a mi joven amiga Sydney que su monstruosa madre esté viva o muerta? Herbert, yo, con sumo gusto, respaldo tu propuesta: rompamos el periódico.
Randal estaba sentado junto a Herbert. Éste cogió cariñosamente a su hermano por el hombro, y le preguntó:
–¿Tú también estás con nosotros, Randal?
Randal vaciló.
–En principio, estoy de acuerdo -le dijo a Herbert-. Realmente me parece duro hacerle recordar a la señorita Westerfield lo miserable que ha sido su vida, y aún más con esta noticia tan cruel, que sin duda la dejará destrozada. Sin embargo…
–¡Oh, te has expresado muy bien! Ahora no quieras estropearlo mirándolo desde el lado contrario! – exclamó su hermano-. Ya lo has expresado admirablemente; así que mejor lo dejas tal como está.
–Sin embargo -insistió calmosamente Randal-, todavía no he oído una buena razón que nos dé derecho a ocultarle la noticia a la señorita Westerfield.
Este modo de enfocar el asunto, inaudito pero ciertamente inteligente, excitó enormemente a la señora Presty:
–No me gusta este hombre -afirmó, señalando a Randal-. No sé nunca con qué me va a salir. ¡Fíjate ahora mismo, por ejemplo! Ni él mismo sabe de que lado está.
–Del mío -dijo Herbert.
–¿Randal? Lo dudo.
Herbert le preguntó a su hermano.
–¿Que dices tú, Randal?
–No sé -respondió Randal.
–¡Lo veis! ¡Qué os decía yo! – exclamó la señora Presty.
Randal intentó poner un poco de luz en su extraña respuesta.
–Lo único que digo -aclaró-, es que necesito un poco más de tiempo para pensarlo.
Herbert se dio por vencido y se dirigió a su esposa:
–¿Todavía tienes el periódico americano? – le dijo-. ¿Qué vas a hacer con él?
La señora Linley le respondió despacio pero con firmeza:
–Voy a mostrárselo a la señorita Westerfield.
–¿En contra de mi opinión? ¿Y en contra de la opinión de tu madre? – preguntó Herbert-. ¿Es que te trae sin cuidado nuestra opinión? Cariño, ¿por qué no haces como Randal? Tómate unos días para pensarlo.
Ella respondió como habitualmente lo hacía, con un tono dulce y tranquilo:
–Aun a riesgo de parecerte tozuda, tengo ya una decisión tomada. Tengo muy claro cuál es mi deber.
Su marido y su madre la escucharon asombrados. Les pareció extraño que la señora Linley, una mujer tan afectuosa y tan feliz (y debería añadirse, tan perezosa) adoptara esa posición tan intransigente ante un asunto familiar de tanta trascendencia. Esta circunstancia era especialmente rara porque la señora Linley solamente mostraba el metal del que estaba hecha en las escasísimas ocasiones en que algún tema le tocaba en lo más profundo del alma. Todas las personas que la rodeaban la tenían por una mujer delicada y de temperamento dulce. Así que se quedaron muy sorprendidos ante la presteza y firmeza de su respuesta.
Pero Herbert, no dando su brazo a torcer, hizo un último reproche:
–¿Es posible, Catherine, que todavía no te hayas dado cuenta de que es una enorme crueldad enseñarle este periódico a la señorita Westerfield?
Pero ni siquiera apelando a su compasión cambió de parecer la señora Linley.
–No te preocupes, seré cuidadosa -fue su única respuesta-. Primero le hablaré cariñosamente, como si fuera hija mía; y luego le daré la triste noticia de América.
Oyendo hablar a su hija, la señora Presty mostró un repentino interés por el procedimiento que ésta iba a seguir.
–¿Cuándo tienes pensado empezar? – preguntó.
–Ahora mismo, mamá.
La señora Presty dio por finalizada la reunión al instante.
–Pues espérate a que yo me vaya -dijo, como queriendo dejar las cosas claras-. ¿Te importa que me coja del brazo de Herbert y que me acompañe? Las escenas angustiosas no son de su gusto ni del mío.
La señora Linley no puso ningún impedimento. Herbert se resignó (no tanto como pudiera parecer) a las circunstancias. Cogidos del brazo, Herbert y su suegra salieron de la habitación.
Randal no parecía tener intención de irse con ellos: se había dado un poco de tiempo para pensar.
–Los demás estamos todos equivocados, Catherine. La única que lleva razón eres tú. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
En señal de agradecimiento, Catherine cogió a Randal de la mano.
–¡Ay, Randal, tú siempre tan amable! ¡Siempre pensando en los demás! Hablaré con la señorita Westerfield en mi habitación. Tú espera aquí, por si te necesito.
Randal se hizo a la idea de que tendría que esperar un buen rato. Sin embargo, la señora Linley volvió al cabo de muy poco tiempo.
–¿Te ha apenado mucho? – preguntó, al ver que ella regresaba con rastros de lágrimas en sus ojos.
–Esa pobre muchacha maltratada guarda mucha nobleza en su interior. Enseguida se ha dado cuenta de por qué quería hablar con ella y lo primero que ha hecho ha sido pensar en mí. Incluso a ti, que eres un hombre, se te hubieran llenado los ojos de lágrimas si hubieses oído cómo me decía que por su culpa yo tenía que angustiarme tanto, y que… "Mañana, cuando nos volvamos a ver, ya no me verá usted triste." Y lo único que me ha pedido es que la dejara sola en su habitación el resto del día. Estoy segura de que si ella ha decidido no ponerse triste, se saldrá con la suya; pero aun así, ¡ojalá pudiera animarla! Parece que lo que más le duele no es la pérdida de su madre, pues al fin y al cabo toda la vida la estuvo maltratando de un modo vergonzoso. Sydney sufre sobre todo por su pobre hermanito, abandonado y perdido en un país desconocido. ¿Qué podríamos hacer para aliviarla de su ansiedad?
–Podría escribirle una carta -dijo Randal- a un conocido mío de Nueva York, un abogado con mucha experiencia.
–¡Ésa es precisamente la persona que necesitamos! Escríbele hoy mismo, por favor. Antes de que cierren Correos.
La carta fue enviada. Decidieron (con gran sabiduría, como quedaría demostrado un tiempo después), que no le contarían nada a Sydney hasta haber recibido una respuesta del abogado de Nueva York. Éste se demoró lo menos que pudo en enviarle una carta a Randal. Había llevado a cabo todas las investigaciones posibles, pero ninguna había dado fruto. No se había podido encontrar ni una sola pista del muchacho y, en opinión de la policía, era difícil que se encontrara alguna. Desde que había aparecido la noticia en el periódico de Nueva York, el único acontecimiento reseñable era que el loco de James Bellbridge había sido recluido en un manicomio. Y ahí seguía. Encerrado y atado. Nadie tenía esperanzas de que se fuera a recuperar jamás.
SYDNEY EMPIEZA A DAR CLASES
Cualquier institutriz que hubiese querido causarle a Kitty una impresión favorable, y al mismo tiempo ejercer sobre ella la autoridad imprescindible, desde luego no habría tenido una tarea fácil. Los hijos malcriados, por más que los moralistas se empeñen en decir lo contrario, son casi siempre sociables y cariñosos. Eso es así, siempre y cuando la persona encargada de proporcionarles los primeros conocimientos útiles sea la adecuada. El señor y la señora Linley eran conscientes de que habían cuidado a su única hija con demasiada devoción como para ahora someterla de golpe a cualquier tipo de disciplina, y no podían dejar de sentirse culpables. Por todo ello, no tenían grandes deseos de presenciar el momento en que la señorita Westerfield iba a impartir la primera lección a Kitty. Sin embargo, y para su sorpresa y alivio, al final se vio que no había motivo alguno de preocupación. Sin necesidad de hacer valer su autoridad, la nueva institutriz logró algo que otras institutrices más viejas y más sabias, no habían logrado nunca.
El secreto de este triunfo en contra de circunstancias adversas se hallaba oculto en la propia Sydney.
En la rutina diaria de Mount Morven, todo era causa de regocijo y asombro para la desafortunada criatura que durante seis años había sufrido tantas crueldades, insultos, y privaciones en el colegio de su tía. Allá donde miraba veía caras agradables y oía palabras amables. A la hora de las comidas, aparecían sobre la mesa maravillosos logros del arte culinario. Muchos platos no los había probado antes, por no decir que ni siquiera había oído hablar de ellos.
Cuando salía a pasear con su pequeña alumna, las dos eran libres de ir adonde les apeteciera, sin otra restricción que la de regresar a la hora de la comida. Respirar aire puro, contemplar el glorioso paisaje, eran placeres tan exquisitos y vigorizantes que, según había confesado la propia Sydney, incluso se mareaba un poco de tanto placer. Hacía carreras con Kitty, y nadie se lo reprochó. Exhausta, se tumbaba a descansar sobre la hierba, mientras la niña, más fuerte que ella, continuaba corriendo. No había ninguna voz desalmada que le gritara: "¡Déjate de gandulerías! ¡Venga, despabila, que no hay tiempo que perder!" Podía coger flores silvestres que no había visto nunca antes sin el temor de estar cometiendo algún pecado. Aprendió de Kitty los nombres de las flores y de los insectos de verano que revoloteaban y zumbaban en la brisa de la ladera. Tan contenta estuvo un día la pequeña de poder enseñarle todas esas cosas a su institutriz, que su excesivo ánimo hizo que de repente se pusiera a cantar.
–Ahora te toca a ti -exclamó feliz la niña cuando se quedó sin respiración-. ¡Canta, Sydney, canta! ¡Ánimo, Sydney!
Sydney no había vuelto a cantar desde aquellos días felices de su infancia en que su padre le contaba cuentos de hadas y le enseñaba canciones. Pero ya las había olvidado todas.
–No sé cantar, Kitty; no sé cantar -cuando Kitty oyó esta triste confesión, se convirtió una vez más en institutriz.
–Tú primero recita la letra de la canción y luego repite la tonada después de mí.
Se rieron mucho con la lección de canto. Hasta tal punto que el eco de las colinas se puso a imitar sus risas.
Un día, la señora Linley entró en el aula para ver como iban las lecciones, y pudo comprobar que la institutriz no había dejado a un lado la importante tarea de la enseñanza. Las lecciones avanzaban sin prisa pero sin pausa. Con un beso y una sonrisa, la amiga y compañera de juegos de Kitty conseguía que el aprendizaje resultara una tarea agradable. Y la pequeña se sentía incapaz de defraudar a su maestra. En la vida de estas dos criaturas tan sencillas la balanza de la autoridad estaba perfectamente equilibrada. En el aula, la institutriz era la maestra de la niña. Fuera de la clase, era la niña quien le enseñaba cosas a la institutriz. La división del trabajo era el principio que ponía un orden perfecto a las fuerzas productivas, ¡y nadie lo sospechaba!
Sin embargo, al cabo de unas semanas, toda la familia se percató de que estaba sucediendo algo digno de interés. La melancólica Sydney Westerfield de la que todos se habían compadecido, se había convertido en una bella mujer. No era un simple cambio, sino una transformación total. Kitty cogió el espejo de mano de la habitación de su madre, y le pidió una y otra vez a su institutriz que lo cogiera y se mirase en él.
–Papá dice que estás rellenita como una perdiz; y mamá, que estás fresca como una rosa; y el tío Randal hace así con la cabeza y dice que él ya lo veía venir. Ayer, cuando ellos se creían que yo estaba jugando con mi muñeca, oí que lo decían. Para mí tú eres la más guapa del mundo, pero me gustaría saber qué piensas tú de ti misma.
–Creo, cariño, que ahora deberíamos continuar con nuestras lecciones.
–Espera un poco, Syd. Quiero decirte otra cosa.
–¿Qué?
–Es sobre papá. ¿Te has fijado que ahora sale a pasear con nosotras muchas veces?
–Sí, claro.
–Antes de que vinieras tú, él no venía a pasear nunca conmigo. He estado pensando sobre esto, y estoy segura de que tú le gustas a mi papá. ¿Qué buscas en el cajón?
–Tus libros, cariño.
–Ya, pero es que todavía no he acabado. Papá habla mucho de ti, y tú nunca hablas de papá. ¿No te gusta mi papá?
–¡Kitty!
–¿Te gusta o no te gusta?
–¡Cómo no va a gustarme! Le debo toda mi felicidad.
–¿Te gusta más que mi mamá?
–Sería muy desagradecida si no sintiese el mayor de los afectos por tu madre.
Kitty se quedó un poco pensativa, y meneó la cabeza.
–Eso no lo entiendo -dijo categóricamente-. ¿Qué quieres decir?
Sydney limpió la pizarra, puso una suma, y no dijo nada.
Kitty llevó a cabo su propia interpretación del repentino silencio de su institutriz.
–A lo mejor es que no te gusta que yo sepa tantas cosas -insinuó-. O a lo mejor es que me quieres confundir.
Sydney suspiró, y respondió:
–Yo sí que estoy confundida.