CUENTOS Y RELATOS DIVERSOS


SABIDURÍA [3]

Fuera cesó de nevar. El cielo aparecía negro y bajo. El viento también dejó de soplar fieramente, y la atmósfera estaba inmóvil y muy enrarecida. Por las sierras del norte se veía el horizonte delineado con una claridad apacible y celeste, como si fuese de día; mas la aurora aún no despuntaba, y la obscuridad graznaba a grandes alas negras en la cordillera.
La señora se levantó y llegóse con sumo tiento a la cama del enfermo, enjugándose las lágrimas con un canto de su blusa de negro percal. Benites continuaba tranquilo.
–¡Dios es muy grande!– exclamó ella enternecida y en voz apenas perceptible. –¡Ay Divino Corazón de Jesús! –añadió levantando los ojos a la efigie y juntando las manos, henchida de inefable frenesí–. ¡Tú lo puedes todo, Señor! ¡Vela por tu criatura! ¡Ampárale y no le abandones! ¡Por tu santísima Haga, Padre mío! ¡Protégenos en este valle de lágrimas!
No pudo contenerse y se puso a llorar en silencio, de pie junto a la cabecera del enfermo, el que, con la espalda vuelta a la luz y la cabeza echada hacia atrás, inmóvil, reposaba profundamente.
Lloró enardecida por las fuertes conmociones de la noche, y al fin dio algunos pasos y fue a sentarse en un banco, rendida de cansancio y de pesar. Ahí se quedó adormecida por el abatimiento y el insomnio, cosas excesivas para su avanzada edad y su naturaleza achacosa.
Despertó de súbito, sobresaltada. La bujía estaba para acabarse y se había chorreado de una manera extraña, practicando un portillo hondo y ancho, por el que corría la esperma derretida, yendo a amontonarse y enfriarse en un solo punto de la palmatoria, en forma de un puño cerrado, con el índice alzado hacia la llama.

Acomodó la bujía la señora, y, como notase que el paciente no había cambiado de postura y que, antes bien, seguía durmiendo, se inclinó a verle el rostro por el lado de la sombra, donde estaba.
"Duerme el pobrecito", se dijo, y resolvió no despertarle.
Benites, en medio de las visiones de la fiebre, había mirado a menudo el cuadro del Corazón de Jesús que estaba al alcance de sus ojos, pendiente en su cabecera. La divina imagen se mezclaba a las imágenes del delirio, envuelta en un arrebol blanco y estático, semejante a un nevado: era la cal del muro donde se
diseñaba en la realidad. Las alucinaciones se relacionaban con lo que más preocupaba a Benites en el mundo tangible, tales como el desempeño de su puesto en las minas, su negocio en sociedad con Marino y el deseo de un capital suficiente para ir en seguida a Lima a terminar lo más pronto posible sus estudios de ingeniero. Vio que Marino se quedaba con su dinero y todavía le amenazaba pegarle, ayudado por todos los pobladores de Quivilca. Benites protestaba enérgicamente, pero tenía que batirse en retirada, en razón del inmenso número de sus atacantes; caía en la fuga por escarpadas rocas, y al doblar de golpe un recodo del terreno fragoroso, se daba con otra parte de sus enemigos y el pánico le hacía dar un salto. Entonces el Corazón de Jesús entraba en el conflicto, y espantaba con su sola presencia a los agresores y ladrones, para luego desaparecer instantáneamente, como un relámpago, y dejarle desamparado en el preciso momento en que el gerente de la "Mining Societed" se paseaba colérico en el escritorio del Cuzco y le decía: "Puede usted irse. La empresa le cancela el nombramiento en atención a su mala conducta. Es mi última decisión". Benites le rogaba cruzando las manos lastimeramente. El gerente ordenó a dos criados que le sacasen de la oficina. Venían dos indios sonriendo, como si escarneciesen su desgracia, le cogían por los brazos, le arrebataban y le propinaban un empellón brutal. Pero el Corazón
de Jesús acudía con tal oportunidad que todo volvía a quedar arreglado en su favor. El Señor se esfumaba después como en un vértigo.
En una de aquellas intercesiones milagrosas, Jesús se irguió en el fondo de un infinito espacio azul, rodeado siempre de un gran arco albar. Su sagrado corazón palpitaba con ritmo manso y melodioso y casi imperceptible, dejándose ver en toda su incorpórea celulación divina, a través de sus vestiduras. El Señor
miraba ahora en torno suyo con aquella tristeza pensativa con que, en las bellas granjas egipcias, siendo niño, contemplaba a José trabajar humildemente hasta la caída del sol, en su carpintería solitaria de cedros y sándalos de oriente. Su mirada era triste y pensativa, y en ella viajaba, en un reflujo eterno e incurable, la visión del patriarca ganando el pan de cada día. Al menos a Benites le daba esta impresión, aunque de una manera nebulosa y muy extraña, pues no podía poner los ojos en el Señor, que sólo estaba presente en tácita revelación, sin ser visto, oído ni tocado. Su figura llenaba de una gracia ideal y de un sentido esencial la copa del tiempo y la copa del alma.
De repente advirtió Benites que delante del Señor pasaban de una en una, en un desfile intermitente, algunas personas que él no podía reconocer. Entonces le poseyó un pavor repentino, al darse cuenta sólo en ese instante, que asistía a las últimas sanciones.
Pasada la primera impresión, y recuperado un tanto el dominio de sí mismo, angustiado y confuso todavía, se dio a recapacitar y a hacer un examen de conciencia que le permitiera entrever cuál sería el lugar de su eterno destino. Pero no tenía tranquilidad para ello. Ni siquiera podía coordinar sus ideas acerca del trance en que se hallaba, mucho menos acerca de su vida y conducta en el mundo terrenal, del cual apenas guardaba ahora un sentimiento obscuro e impreciso. Intentó de nuevo recordar su vida y sus buenas y malas acciones de la tierra, consiguiendo al fin obtener algunos perfiles. Los primeros en acudir fueron unos recuerdos risueños, a cuya presencia experimentó un poco de esperanza y de ánimo: eran sus buenos actos. Recogió tales recuerdos y los colocó en lugar preferente y visible de su pensamiento, por
riguroso orden de importancia; abajo, los relativos a procederes de bondad más o menos discutible o insignificante, y arriba, a la mano, sobre todos, los relativos a los grandes rasgos de virtud, cuyo mérito se denunciaba a la distancia, sin dejar duda de su autenticidad y trascendencia. Luego pidió a su memoria los
recuerdos amargos, y su memoria no le dio ninguno. "¿Es posible?", pensaba Benites vacilante. Sí. Ni un solo recuerdo roedor. A veces se insinuaba alguno, tímido y borroso, que bien examinado a la luz de la razón, acababa por desvanecerse en las neutras comisuras de la clasificación de valores, o que, mejor
sopesado todavía, llegaba a despojarse del todo de su tinte culpable, reemplazando éste, no ya sólo por otro indefinible, sino por el tinte contrario: tal recuerdo resultaba en el fondo ser el de una acción meritoria que Benites entonces reconocía con verdadera fruición paternal. Felizmente Benites era inteligente y
había cultivado con esmero su facultad dircursiva y crítica, con la cual podía ahora profundizar bien las cosas y darles su sentido verdadero y exacto.

De pronto sintió que se acercaba a Jesús, sin haberse dado cuenta, y lo que es más, sin avanzar, a su entender, paso alguno en tal propósito. Harto animado por el resultado de su examen de conciencia, poco se conturbó ante la inminencia de la hora tremenda que llegaba. Lanzó una mirada en busca del Señor, a
quien no veía y apenas presentía, llenando de su tácita presencia el infinito espacio azul. La divina figura de Jesús permanecía invisible siempre a los ojos, y Benites la creía solamente soñar, sin poder estar seguro de haberla visto ahí alguna vez. Pero un sentimiento extraordinario de algo jamás registrado en su
sensibilidad y que le nacía del fondo mismo de su ser, le anunció que se hallaba en presencia del Señor. Tuvo entonces tal cantidad de luz en su pensamiento, que lo poseyó la visión entera de cuanto fue y será, la conciencia integral del tiempo y del espacio, la imagen plena y una de las cosas, el sentido eterno y esencial de las lindes. Un chispazo de sabiduría le envolvió, dándole, servida en una sola plana, la noción sentimental y sensitiva, abstracta y terráquea, nocturna y solar, par e impar, fraccionaria y sintética, de su rol permanente, en los destinos de Dios. Y fue entonces que nada pudo hacer, pensar, querer ni sentir por sí mismo ni en sí mismo; su personalidad, como yo de egoísmo, no pudo sustraerse al corte cordial de sus flancos. En su ser se había posado una nota orquestal del infinito, a causa del paso de Jesús y su divino
oriflama por la antena mayor de su corazón. Luego volvió en sí, y al sentirse apartar de delante del Señor, condenado a errar al acaso, como número disperso, zafado de la armonía universal, por una gris e incierta inmensidad, sin alba ni poniente, un dolor indescriptible y nunca experimentado en su vida, le colmó el
alma hasta la boca, ahogándole, como si mascase amargos vellones de tinieblas, sin poderlas ni siquiera pasar. Su tormento interior, la funesta desventura de su espíritu no era a causa del perdido paraíso, sino a causa de la expresión de tristeza infinita y humanamente mortal que vio o sintió dibujarse en la divina faz
del Nazareno, al llegar ante sus plantas. ¡Oh qué mortal tristeza la suya, que de ser comparada a su goce en presencia de los niños, habría tirado de golpe la balanza, hacia el lado sin lado y sin platillo! ¡Oh qué humana tristeza la suya, cual la que vigiló, a la luz de una víspera fatal, en un yermo olivar de Galilea, su
oración muda y desolada, cuando goteó en el puro suelo su secreción de sangre augusta, al compás de estas cárdenas palabras: "¡Padre, aparta de mí este cáliz"! ¡Oh qué infinita tristeza la suya, y cómo no la pudo contener ni el vaso de dos bocas del Enigma! Por ella sufría Benites un dolor desmedido y sin orillas.
–¡Señor! –murmuró suplicante y bañado en llanto–, al menos que no sea tanta tu tristeza. Al menos, que un poco de ella pase a mi corazón. ¡Al menos, que las piedrecillas vengan a ayudarme a reflejar tu tristeza!
El silencio volvió a imperar en la gran extensión incierta.
–¡Señor! ¡Apaga la lámpara de tu tristeza, que me falta corazón para reflejarla! ¿Qué he hecho de mi sangre? ¿Dónde esta mi sangre? ¡Ay señor! ¡Tú me la diste, y he aquí que yo, sin saber cómo, la dejé empozada en los rincones de la vida, avaro de ella y pobre de ella!
Benites lloró hasta la muerte.
–¡Señor! Pero tú sabes de esa sangre, ni blanca ni negra, roja como los crepúsculos y las incertidumbres, y líquida y sin forma, obligada a tomar la forma del lugar que la cobija. Y tú sabes de los lugares de la tierra, con sus recodos agudos hasta casi confundir la entrada y la salida en un solo pasaje sin sentido, y con sus curvas tan cerradas y pequeñas que se las tomaría por simples puntos ciegos. ¡Ay señor! ¡Tú me diste la sangre, y yo fui para ella la curva ciega e inhóspita y el recodo sin entrada ni salida!
Se oía callar al silencio por el lado de la nada.
–¡Señor! Yo fui el recodo sin entrada ni salida y la curva ciega e inhóspita en la vida. ¡Cuando pude ser la tersura, el amor y la luz! ¡Cuando pude detenerme en la inocencia, a despecho deltiempo y del espacio! ¡Cuando puede cercenar las cosas por la mitad, tomarme sólo las caras y volver a sacar de los sellos otras
caras y otras más hasta la muerte! ¡Cuando pude borrar de una sola locura los puentes y los istmos, los canales y los estrechos, a ver si así mi alma se quedaba quieta y contenta, tranquila y satisfecha de su isla, de su lago, de su ritmo! ¡Cuando pude matar el matiz, y, convertido en zapador de lo probable, apostarme ante todos los tabiques, a blandir a dos manos el número 1, aunque cayese el golpe sobre la propia sombra de tal arma!
Benites lloraba un llanto lejano.
–¡Señor! Yo fui el pecador y tu pobre oveja descarriada.
¡Cuando estuvo en mis manos ser el Adán sin tiempo, sin mediodía, sin tarde, sin noche, sin segundo día! ¡Cuando estuvo en mis manos embridar y sujetar los rumores edénicos para toda eternidad y salvar lo Cambiante en lo Absoluto! ¡Cuando estuvo en mis manos realizar mis fronteras garra a garra, pico a pico:
guija a guija, manzana a manzana! ¡Cuando estuvo en mis manos desgajar los senderos a lo largo y al través, por filamentos, a ver si así salía yo al encuentro de la Verdad!
Una pausa descalza siguió a estas palabras.
–¡Señor! ¡Yo fui el delincuente y tu ingrato gusano sin perdón!
¡Cuando pude no haber nacido siquiera! ¡Cuando pude, al menos, eternizarme en los capullos y en las vísperas y en las madrugadas! ¡Felices los capullos, por que ellos son las joyas natas de los paraísos, aunque haya en sus selladas entrañas una flor de pecado en marcha! ¡Felices las vísperas, porque ellas no
han llegado todavía y no han de llegar jamás a la hora de los días definibles! ¡Felices las madrugadas, porque nadie puede tocarlas ni decir nada de ellas, aunque encoven soles maléficos! ¡Yo pude ser solamente el óvulo, la nebulosa, el ritmo latente e inmanente, Dios!
Estalló Benites en un grito de desolación y desesperanza sin límites, que luego de apagado, dejó al silencio mundo para siempre.
–¡Señor! ¡Pero mi vida ha sido triste y tormentosa! ¡Tú lo sabes! ¡Si tropezaba y golpeaba a un guijarro, éste se ponía a llorar, diciendo que él tenía la culpa! ¡Si llamaba a una puerta para ayudar a padecer, se me hacía pasar a un festín! ¿Qué he podido, pues, hacer, Señor?
Jesús respondió con estas únicas palabras:
–¡Ajustarte al sentido de la tierra!

EL NIÑO DEL CARRIZO

La procesión se llevaría a cabo, a tenor de inmemorial liturgia, en amplias y artísticas andas, resplandecientes de magnolias y de cirios. El anda, este año, sería en forma de huerto. Dos hombres
fueron designados para ir a traer de la espesura, la madera necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños, Miguel y yo, fuimos incluidos en la expedición.
Había que encaminarse hacia un gran carrizal, de singular varillaje y muy diferente de las matas comunes. Se trataba de una caña especial, de excepcional tamaño, más flexible que el junco y cuyos tubos eran susceptibles de ser tajados y divididos en los más finos filamentos. El amarillo de sus gajos, por la parte
exterior, tiraba más al amaranto marchito que al oro brasilero. Su mejor mérito radicaba en la circunstancia de poseer un aroma característico, de mística unción, que persistía durante un año entero. El carrizo utilizado en cada Semana Santa, conservado era en casa de mi tío, como una reliquia familiar, hasta que el del año siguiente viniese a reemplazarlo. De la honda quebrada donde crecía, su perfume se elevaba un tanto resinoso, acre y muy penetrante. A su contacto, la fauna vernacular permanecía en éxtasis subconsciente y en las madrigueras chirriaban, entre los colmillos alevosos, rabiosas oraciones.
Miguel llevó sus cinco perros: Bisonte, color de estiércol de cuy, el más inteligente y ágil; Cocuyo, de gran intuición nocturna; Aguano, por su dulzura y pelaje de color caoba, y Rana, el más pequeño de todos. Miguel los conducía en medio de un vocerío riente y ensordecedor.
A medida que avanzábamos, el terreno se hacía más bajo y quebrado, con vegetaciones ubérrimas en frondas húmedas y en extensos macizos de algarrobos. Jirones de pálida niebla se avellonaban al azar, en las verdes vertientes.
Miguel se adelantó a la caravana con su jauría. Iba enajenado por un frenético soplo de autonomía montaraz. Henchidas las redes de sus venas, separadas las hirsutas y pobladas cejas por un gesto de exaltación y soberanía personal, libre la frente de sombrero, enfebrecido y casi desnaturalizado hasta alcanzar la sulfúrica traza de un cachorro, se le habría creído un genio de la montaña. Cogía a uno de sus perros y lo arrancaba del suelo a dos manos, trenzando a gruesos manojos el juego de sus músculos lumbares y trazando con las ágiles muñecas, fisóideas crispaturas en el aire. El perro se retorcía y aullaba y Miguel corría de barranco en barranco, acariciando al animal, enardeciéndolo por el fuste dorsal, encendiéndolo en insólita desesperación. Los demás perros rodeaban al muchacho, disputándole al cautivo, enfurecidos, arañándole los flancos, arrancándole jirones de sus ropas, mordiéndolo y ululando en
celo apasionado. Parecían desconocerle. Miguel se arrojaba de pronto lajas abajo, rodando con el can entre sus brazos. Al sentirse golpeado en la roca fría, el perro se sumía en un silencio extraño, como si deglutiese un bolo ensangrentado e invisible. 
Entonces, el resto de la jauría callaba también. Los perros se paraban a cierta distancia, moviendo la cola y sacando la lengua amoratada y espumosa.
Más abajo, Miguel se perdía entre un montículo de sábila, para tornar a salir por una hendidura estrecha, arrastrándose en una charca y contrayendo el tronco en una línea sauna y glutinosa.
Forcejeaba y sudaba entre las zarzas. Sus perros le mordían las orejas y lo acorralaban en rabiosa acometida. Una iguana o un enorme sapo se escurría por entre sus brazos y sus cabellos, asustando los perros, que luego lo perseguían ladrando. Sonriente y embriagado de goce y energía, saltaba Miguel anchas zanjas.
Columpiábase de gruesas ramas, trozándolas. Cogía frutos desconocidos, probándolos y llenándose la boca de jugos verdes y amarillos, cuyo olor le hacía estornudar largo tiempo. Agarró una panguana tierna, de luciente plumaje zahonado, arisca y un poco brava, que luego se le escapó, aprovechando una caída de
Miguel, al saltar un barranco jabonoso. Iba como impulsado por un vértigo de locura. Al entrar en los puros dominios de la naturaleza, parecía moverse en un retozo exclusivamente zoológico.
Llegó el rumor de una catarata entre los ladridos de los perros.
Uno de los hombres dijo:
–Ya estamos cerca...
El sol había aparecido. El cielo se despejaba. Me asomé al borde de la vertiente. En un fondo profundo, formado por dos acantilados, velase una espesura de hojas envainadoras y cortantes, de la que partía un ruido cascajoso y seco.
–Aquel es el carrizo...
–Ese. Ese mismo...
–Ya vamos a llegar...
El viento vino pesado y un tanto sordo. Un soplo astringente nos dio en las narices y en los ojos. Era el aroma del cañaveral sagrado. La atmósfera subía de presión y calentábase más y más.
Bochorno. En algunos recodos y quebradas, el aire empezaba a morir, ahogándose de sol.
Sorprendimos en una de estas quebradas, al doblar la pendiente de un meandro, a Miguel. Arqueado en cuatro pies, tomaba agua de un chorro recóndito y azul, entre matorrales.
Junto a los labios del amo, Rana tenía sumergido el hocico. La lengua granate de Bisonte hería la linfa, azotándola. Bajo el agua, ondulaba su baba viscosa. Las pupilas del mozo y las de sus perros, al beber, se duplicaban y centuplicaban de cristal en cristal, de marco en marco, entre la doble frontera natural de la
onda y de los ojos.
Extraña anatomía la de Miguel, bebiendo en cuatro pies, el agua de la herbosa montaña... Muchas veces le vi así, saboreando las lágrimas rientes de la tierra. Trazaba entonces una figura monstruosa, una imagen que expresaba, acaso justificándola, el tenor de su naturaleza, su espíritu terráqueo, su inclinación al
suelo. Sediento y comido por los ardores de la sangre, Miguel doblaba los pedestales iliacos y extendía los brazos hacia adelante, hasta dar las manos en tierra. En esa actitud se extasiaba largo tiempo, sorbiendo a ojos cenados el agua fría.
Violentándose a tal ademán, las manos en un rol de nuevos pies, asentado en la tierra por medio de dos órdenes de columnas, Miguel modelaba la línea victoriosa de los arcos. Miguel hacía así el signo de todo lo que sale de la tierra por las plantas, para tornar a ella por las manos...

VIAJE ALREDEDOR DEL PORVENIR

A eso de las dos de la mañana despertó el administrador en un sobresalto. Tocó el botón de la luz y alumbró. Al consultar su reloj de bolsillo, se dio cuenta de que era todavía muy temprano para levantarse. Apagó y trató de dormirse de nuevo. Hasta las tres y media podía dar un buen sueño. Su mujer parecía estar sumida en un sueño profundo. El administrador ignoraba que ella le había sentido y que, en ese momento, estaba también despierta.
Sin embargo, los dos permanecían en silencio, el uno junto al otro, en medio de la completa oscuridad del dormitorio.
Pero pasados unos minutos, no le volvía el sueño al administrador, y su mujer, sin saber por qué, tampoco podía ya dormir, siguiendo con el oído los movimientos que, de cuando en cuando, hacía su marido en la cama y hasta el ritmo de su respiración y el parpadeo de sus ojos. Hacía dos años que eran casados. Una hijita de tres meses dormía en su cuna, en la habitación contigua, a cargo de una nodriza. El administrador
casó con Eva, no porque la quisiera, sino por conveniencia, pues esta tenía un lejano parentesco con don Julio, patrón de la hacienda. El administrador hizo, en efecto, un buen negocio:
apenas se casaron, el patrón lo había ascendido de simple mayordomo de campo, con 60 soles de sueldo y una simple ración de carne y arroz, a administrador general de la hacienda, con 150 soles mensuales y tres raciones diarias. De otro lado, aun cuando el parentesco en cuestión no contaba mucho a los ojos del
patrón -hombre duro, vanidoso y avaro- con el matrimonio cambió en parte el tratamiento que le daba a su ex-mayordomo de campo. Tenía para él una sonrisa, por lo menos, a la semana.
Solía también a veces dar a sus instrucciones, delante de los obreros y los otros empleados, repentinas entonaciones de deferencia. Una vez al mes, les estaba acordado al administrador y a su mujer, ir de visita a la casa-hacienda y comer en la mesa de los parientes pobres del patrón. Por último, el 28 de julio de cada año, día de la fiesta nacional, recibía el cajero orden de dar al administrador un sueldo gratis. Mas la dádiva mayor no había sido todavía recibida, aunque ya estaba prometida.
El día en que nació la hija del administrador, la mujer del patrón le dijo a su marido, a la hora de cenar:
–¿Sabes una cosa?
El patrón, cuyo despotismo y frialdad no exceptuaba ni a su mujer, movió negativamente la cabeza.
–Eva ha dado a luz esta mañana -añadió la patrona- y la criatura es mujercita.
–¡Zonza! -argumentó el patrón en tono de burla-. No sabe hacé hico. ¿Po qué no hacé uno muchacho hombre?
El patrón hablaba pronunciando las palabras como chino que ignorase el español. ¿Por qué tan singular costumbre? ¿Lo hacía acaso porque, en realidad, no pudiese articular bien el español?
No. Lo hacía por hábito de soberbia y de dominio. Cuando la hacienda estuvo aún en manos de su padre -un inmigrante italiano, que se hizo rico en el Perú, vendiendo ultramarinos al por menor- la mayor parte de los obreros del campo eran chinos.
Estos culíes eran tratados entonces como esclavos. El padre del actual patrón y cualquiera de sus capataces o empleados superiores podían azotar, dar de palos o matar de un tiro de revólver a un culí, por quítame allí esas pajas. Así, pues, el actual patrón creció servido por chinos y obedeciendo a un raro
fenómeno de persistente relación entre el lenguaje usado por aquel entonces en el trato con los culíes y la condición de esclavos en que don Julio se había acostumbrado a ver a los obreros y, de modo general, a cuantos le eran económicamente inferiores, se hizo hábito oír al patrón hablar en un español chinesco a todos los habitantes de su hacienda. Nada importaba que ahora no se tratase ya de culíes sino de indígenas de la sierra del Perú. Su lenguaje resultaba, por eso, de un ridículo no exento de una aureola feudal y sanguinaria.
Don Julio, aquella noche del nacimiento de la hija del administrador, había llamado a este a su escritorio después de cenar, y le dijo severamente:
–Tú tene ahora una hica. Por qué tú no hacé uno muchacho.
¡Tú ée zonzo!
El administrador de pie y en actitud humilde, se puso colorado de emoción, al sentirse honrado, con el hecho de que el patrón se interesase así por la vida de los suyos. Una mezcla de orgullo y de pudor le estremeció ante las palabras protectoras del patrón y no supo qué contestar. Sonrió penosamente y bajó la frente. El patrón añadió, entonces, paternalmente:
–Anda tú hacé uno hico muchacho, uno hico macho. Si tú hacé un chico home, yo date legalo di mil soles.
Después dio don Julio unos largos pasos con sus enormes piernas de gigante y salió del escritorio, sin dejarle tiempo al administrador para darle las gracias por tamaña promesa.
Desde entonces, el administrador vivía con la constante preocupación de engendrar un hijo hombre. Formulada la promesa por el patrón, se apresuró a comunicarla inmediatamente a su mujer, la cual, en su gran inconciencia, vecina de un impudor casi cínico, recibió la noticia con saltos de alegría y entusiasmo. Ambos cónyuges empezaron a soñar día y noche en aquel alumbramiento de un hijo hombre, que les traería los diez mil soles prometidos... día y noche. Esta perspectiva surgía ante ellos principalmente cada vez que se veían en apuros de dinero y en cuantas ocasiones hablaban de proyectos de futuro bienestar.
Necesitaban vestirse mejor que los Quesada. Necesitaban comprar muebles nuevos para la casa de Chiclayo. Además, convendría hacer un paseíto a Lima. ¿Por qué solamente los Herrera y los Ulercado tenían derecho a ir a pasear a Lima todos los años?
–Mira, Arturo -decía Eva, en un delirio de ilusión a su marido-, si llegamos a tener el chico este año, podríamos pasar la temporada de verano en Miraflores. ¡Oh, qué maravilla sería eso!
¡Cómo se morirían de envidia todas mis amigas!
En un transporte de entusiasmo, Eva echaba los brazos al cuello del administrador y acotaba, poniéndose seria:
–Pero creo que don Julio lo hace tal vez para que trabajes mejor y cumplas debidamente con los deberes de tu puesto.
¿Crees tú que está contento con tu trabajo?
–Ya lo creo que sí. Está contentísimo. De otra manera, no me habría prometido el regalo. El otro día, le hice ganar de nuevo a la hacienda un montón de dinero.
–¿Cómo, Arturito mío? ¿Cómo lo hiciste?
–La semana pasada, un equipo de braceros de la Contrata Puga trabajó seis días en un destajo de corte de caña. Yo lo sabía perfectamente. El caporal había también registrado en la planilla esas tareas. Pero el sábado por la tarde, pasé, como quien no hace la cosa, por la caja a la hora del pago de las planillas semanales.
Miré al azar las planillas sobre la mesa y al encontrarme con la de los cañeros, hice como que me sorprendía de verla. Llamé al caporal y le pregunté por qué se iba a pagar a esa gente un trabajo que yo ignoraba y que, sobre todo, yo no había ordenado que se hiciese. Se hicieron los esclarecimientos del caso y acabé diciendo que no se pagasen esos salarios, puesto que se trataba de un trabajo que yo no había ordenado. Y así se hizo. Total: unos cientos de soles ahorrados para la hacienda.
Eva se quedó pensativa y preguntó vacilante:
–Pero ¿y los obreros no cobraron su trabajo?
–Naturalmente que no. Si, precisamente, de eso es de lo que se trataba.
–Pero... ¡Pobrecitos! ¿Y el contratista tampoco les pagaría?
–¿Pagarles el contratista, dices? -exclamó el administrador con sarcasmo-. Bueno será Puga para desembolsar un dinero que él no ha recibido...
Eva quedó entonces con su marido en que el regalo prometido por el patrón no tenía nada que ver con los servicios del administrador, sino que era una cosa completamente desinteresada y generosa.

* * *

Y esta noche, en que el administrador ya no podía conciliar el sueño, vino a su mente de súbito la idea del regalo prometido por don Julio. Si el administrador lograba engendrar un hijo macho, sería una cosa formidable. Pero ¿cómo lograrlo? Más de una vez se habían hecho él y su mujer esta interrogación. ¿Cómo
engendrar un hijo hombre? Los dos pensaban que la cosa consistía en alimentarse bien. Otras veces creían que era cuestión de técnica y, en las horas de escepticismo, pensaban, siguiendo su experiencia, que eran estos designios de la suerte y que no había nada que hacer. La pareja pasaba noches ardidas de esfuerzo y ansiedad. Había ocasiones en que Eva, después de un espasmo heroico y calculado, como un teorema de raíz cúbica, se sumía en un silencio abstracto para luego exclamar de pronto, besando
sudorosa a su marido:
–¡Ya! ¡Yo creo que ya! ¡Siento que ahora sí, que ya! Lo siento.
¡Lo siento claramente!
–No -respondía Arturo, exhausto y desalentado-. Yo he sentido que no. Esto es una broma.
Otras veces era el administrador quien solía exclamar en el instante preciso de su goce:
–¡Ya!... ¡Ya!... ¡Ya!... ¡Ya!...
Eva, por el contrario, se mostraba escéptica, aunque no se atreviese a desalentar a su marido y, más bien, le respondía con jadeante y débil voz:
–Sí... Probablemente... Probablemente...
El administrador, al recordar esta noche de insomnio, todas estas escenas y luchas por los diez mil soles prometidos por don Julio, se puso de mal humor. Se dio una vuelta brusca en la cama y lanzó un bufido de cólera. ¡Habrase visto cosa más imbécil! No poder engendrar un hijo macho. ¡Era el colmo de la mala suerte!
Eva oyó el bufido rabioso de su marido y de golpe comprendió en qué estaba pensando Arturo. Meditó un momento y fingió despertar solamente en ese instante, acercando a ciegas sus carnes desnudas y cálidas al cuerpo de su marido. Después le echó el brazo sobre el hombro y siguió agitándose y rozándose con él. Por su parte, Arturo se dio a reflexionar en la necesidad de ser tenaz en su propósito y de no abandonar por ningún motivo la empresa de los diez mil soles. Unos minutos después, tomó, a su turno, por la cintura a su mujer y se besaron sin pronunciar palabras. Pero, esta vez, la empresa abortó completamente, pues
siete meses más tarde, Eva daba a luz una mujercita.

LOS DOS SORAS

Vagando sin rumbo, Juncio y Analquer, de la tribu de los soras, arribaron a valles y altiplanos situados a la margen del Urubamba, donde aparecen las primeras poblaciones civilizadas de Perú.
En Piquillacta, aldea marginal del gran río, los dos jóvenes salvajes permanecieron toda una tarde. Se sentaron en las tapias de una rúa, a ver pasar a las gentes que iban y venían de la aldea.
Después, se lanzaron a caminar por las calles, al azar. Sentían un bienestar inefable, en presencia de las cosas nuevas y desconocidas que se les revelaban: las casas blanqueadas, con sus enrejadas ventanas y sus tejados rojos: la charla de dos mujeres, que movían las manos alegando o escarbaban en el suelo con la punta del pie completamente absorbidas: un viejecito encorvado, calentándose al sol, sentado en el quicio de una puerta, junto a un gran perrazo blanco que abría la boca, tratando de cazar moscas… Los dos seres palpitaban de jubilosa curiosidad, como fascinados por el espectáculo de la vida de pueblo, que nunca habían visto. Singularmente Juncio experimentaba un deleite indecible. Analquer estaba mucho más sorprendido. A medida que penetraban al corazón de la aldea empezó a azorarse, presa de un pasmo que le aplastaba por entero. Las numerosas calles, entrecruzadas en varias direcciones, le hacían perder la cabeza.
No sabía caminar este Analquer. Iba por en medio de la calzada y sesgueaba al acaso, por todo el ancho de la calle, chocando con las paredes y aún con los transeúntes.
–¿Qué cosa? –exclamaban las gentes–. Qué indios tan estúpidos. Parecen unos animales.
Analquer no les hacía caso. No se daba cuenta de nada. Estaba completamente fuera de sí. Al llegar a una esquina, seguía de frente siempre, sin detenerse a escoger la dirección más conveniente. A menudo, se paraba ante una puerta abierta, a mirar una tienda de comercio o lo que pasaba en el patio de una casa. Juncio lo llamaba y lo sacudía por el brazo, haciéndole volver de su confusión y aturdimiento. Las gentes, llamadas a sorpresa, se reunían en grupos a verlos:
–¿Quiénes son?
–Son salvajes del Amazonas.
–Son dos criminales, escapados de una cárcel.
–Son curanderos del mal del sueño.
–Son dos brujos.
–Son descendientes de los Incas.
Los niños empezaron a seguirles.
–Mamá –referían los pequeños con asombro–, tienen unos brazos muy fuertes y están siempre alegres y riéndose.
Al cruzar por la plaza, Juncio y Analquer penetraron a la iglesia, donde tenían lugar unos oficios religiosos. El templo aparecía profundamente iluminado y gran número de fieles llenaban la nave. Los soras y los niños que les seguían, avanzaron descubiertos, por el lado de la pila de agua bendita, deteniéndose junto a una hornacina de yeso.
Tratábase de un servicio de difuntos. El altar mayor se hallaba cubierto de paños y crespones salpicados de letreros, cruces y dolorosas alegorías en plata. En el centro de la nave aparecía el sacerdote, revestido de casulla de plata y negro, mostrando una gran cabeza calva, cubierta en su vigésima parte por el solideo.
Lo rodeaban varios acólitos, ante un improvisado altar, donde leía con mística unción los responsos, en un facistol de hojalata.
Desde un coro invisible, le respondía un maestro cantor, con voz de bajo profundo, monótona y llorosa.
Apenas sonó el canto sagrado, poblando de confusas resonancias el templo, Juncio se echó a reír, poseído de un júbilo irresistible. Los niños, que no apartaban un instante los ojos de los soras, pusieron una cara de asombro. Una aversión repentina sintieron por ellos, aunque Analquer, en verdad, no se había reído
y, antes bien, se mostraba estupefacto ante aquel espectáculo que, en su alma de salvaje, tocaba los límites de lo maravilloso. Mas Juncio seguía riendo. El canto sagrado, las luces en los altares, el recogimiento profundo de los fieles, la claridad del sol penetrando por los ventanales a dejar chispas, halos y colores en los vidrios y en el metal de las molduras y de las efigies, todo había cobrado ante sus sentidos una gracia adorable, un encanto tan fresco y hechizador, que le colmaba de bienestar, elevándolo
y haciéndolo ligero, ingrávido y alado, sacudiéndole, haciéndole cosquillas y despertando una vibración incontenible en sus nervios. Los niños, contagiados, por fin, de la alegría candorosa y radiante de Juncio, acabaron también por reír, sin saber por qué.
Vino el sacristán y, persiguiéndoles con un carrizo, los arrojó del templo. Un individuo del pueblo, indignado por las risas de los niños y los soras, se acercó enfurecido.
–Imbéciles. ¿De qué se ríen? Blasfemos. Oye –le dijo a uno de los pequeños–, ¿de qué te ríes, animal?
El niño no supo qué responder. El hombre le cogió por un brazo y se lo oprimió brutalmente, rechinando los dientes de rabia, hasta hacerle crujir los huesos. A la puerta de la iglesia se formó un tumulto popular contra Juncio y Analquer.
–Se han reído –exclamaba iracundo el pueblo–. Se han reído en el templo. Eso es insoportable. Una blasfemia sin nombre…
Y entonces vino un gendarme y se llevó a la cárcel a los dos soras.

EL VENCEDOR

Un incidente de manos en el recreo llevó a dos niños a romperse los dientes a la salida de la escuela. A la puerta del plantel se hizo un tumulto. Gran número de muchachos, con los libros al brazo, discutían acaloradamente, haciendo un redondel en cuyo centro estaban, en extremos opuestos, los contrincantes:
dos niños poco más o menos de la misma edad, uno de ellos descalzo y pobremente vestido. Ambos sonreían, y de la rueda surgían rutilantes diptongos, coreándolos y enfrentándolos en fragorosa rivalidad. Ellos se miraban echándose los convexos pechos, con aire de recíproco desprecio. Alguien lanzó un alerta:
–¡El profesor! ¡El profesor!
La bandada se dispersó.
–Mentira. Mentira. No viene nadie. Mentira...
La pasión infantil abría y cerraba calles en el tumulto. Se formaron partidos por uno y otro de los contrincantes. Estallaban grandes clamores. Hubo puntapiés, llantos, risotadas.
–¡Al cerrillo! ¡Al cerrillo! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurra!...
Un estruendoso y confuso vocerío se produjo y la muchedumbre se puso en marcha. A la cabeza iban los dos rivales.
A lo largo de las calles y rúas, los muchachos hacían una algazara ensordecedora. Una anciana salió a la puerta de su casa y gruñó muy en cólera:
–¡Juan! ¡Juan! ¡A dónde vas, mocito! Vas a ver...
Las carcajadas redoblaron.
Leonidas y yo íbamos muy atrás. Leonidas estaba demudado y le castañeteaban los dientes.
–¿Vamos quedándonos? -le dije.
–Bueno -me respondió-. ¿Pero si le pegan a Juncos?...
Llegados a una pequeña explanada, al pie de un cerro de la campiña, se detuvo el tropel. Alguien estaba llorando. Los otros reían estentóreamente. Se vivaba a contrapunteo:
–¡Viva Cancio! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurraaaaa!...
Se hizo un orden frágil. La gritería y la confusión renacieron.
Pero se oyó una voz amenazadora:
–¡Al primero que hable, le rompo las narices!
–Voy a Juncos.
–Voy a Cancio.
Se hacían apuestas como en las carreras de caballos o en las peleas de gallos.
Juncos era el niño descalzo. Esperaba en guardia, encendido y jadeante. Más bien escueto y cetrino y de sabroso genio pendenciero. Sus pies desnudos mostraban los talones rajados. El pantalón de bayeta blanca, andrajoso y desgarrado a la altura de la rodilla izquierda, le descendía hasta los tobillos. Tocaba su
cabeza alborotada un grueso e informe sombrero de lana. Reía como si le hiciesen cosquillas. Las apuestas en su favor crecían.
Por Cancio, en cambio, las apuestas eran menores. Era este un niño decente, hijo de buena familia. Se mordía el labio superior con altivez y cólera de adulto. Tenía zapatos nuevos.
–¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!
El tropel se sumió en un silencio trágico. Leonidas tragó saliva. Cancio no se movía de su guardia, reduciéndose a parar las acometidas de Juncos. Un puñetazo en el costado derecho,
esgrimido con todo el brazo contrario, le hizo tambalear. Le alentaron. Recuperó su puesto y una sombra cruzó por su semblante. Juncos, finteando, sonreía.
Cancio empezó a despertar mi simpatía. Era inteligente y noble. Nunca buscó camorra a nadie, Cancio me era simpático y ahora se avivaba esa simpatía. Leonidas también estaba ahora de su parte. Leonidas estaba colorado y se movía nerviosamente, ajustando sus movimientos a los trances de la lucha. Cuando
Cancio iba a caer por tierra, a una puñada del héroe contrario, Leonidas, sin poder contenerse, alargó la mano canija y dio un buen pellizcón a Juncos. Yo le dije:
–Déjalo. No te metas.
–¡Y por qué le pega a Cancio! -me respondió, poniéndose aun más colorado. Bajó luego los ojos como avergonzado.
La lucha se encendió en forma huracanada. A un puntapié trazado por Juncos, a la sombra de un zurdazo simulado, respondieron los dos puños de Cancio, majando rectamente al pecho, a las clavículas, al cuello, a los hombros de su enemigo, en una lluvia de golpes contundentes. Juncos vaciló,
defendiéndose con escaramuzas inútiles. Corrió sangre. De una
pierna de Cancio manaba un hilo lento y rojo. La tropa lanzó
murmullos de triunfo y de lástima.
–¡Bravo! ¡Bravo, Juncos!
–¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo, Cancio!
–¡Uyuyuy! ¡Ya va a llorar! ¡Ya va a llorar!
–¡Déjenlo! ¡Déjenlo!
Volaron palmas. Crujió un despecho en alto.
Cancio se enardecía visiblemente y cobró la ofensiva. De una gran puñada, asestada con limpieza verdaderamente natural, hizo dar una vuelta a la cabeza contraria, obligando a Juncos a rematar su círculo nervioso, poniéndose de manos, a ciegas, contra el cerco de los suyos. Entonces sucedió una cosa truculenta. Un niño más grande que Cancio saltó del redondel y le pegó a este y un segundo muchacho, mayor aun que ambos, le pegó al intruso, defendiendo a Cancio. Durante unos segundos, la confusión fue
inextricable, unos defendiendo a otros y aquellos a estos, hasta que volvió a oírse estas palabras de alerta, que pusieron fin al caos y a los golpes:
–¡El profesor! ¡El profesor!...
Juncos estaba muy castigado y parecía que iba a doblar pico.
El humilde granuja, al principio tan dueño de sí mismo, tenía el pabellón de una oreja ensangrentado y encendido, a semejanza de una cresta de gallo. Un instante miró a la multitud y sus ojos se humedecieron. El verle, trajeado de harapos, con su sombrerito de payaso, el desgarrón de la rodilla y sus pequeños pies
desnudos, que no sé cómo escapaban a las pisadas del otro, me dolió el corazón. Al reanudarse la pelea, di una vuelta y me pasé a los suyos.
Acezaban ambos en guardia.
–Pega...
–Pega nomás...
Juncos hizo un ademán significativo. El verdor de las venas de su arañado cuello palideció ligeramente. Entonces le di la voz con todas mis fuerzas:
–¡Entra, Juncos! ¡Pégale duro!...
Le poseyó al muchacho un súbito coraje. Puso un feroz puñetazo en la cara del inminente vencedor y le derribó al suelo.
El sol declinaba. Había pasado la hora del almuerzo y teníamos que volver directamente a la escuela. A Cancio le llevaban de los brazos. Tenía un ojo herido y el párpado muy hinchado. Sonreía tristemente. Todos le rodeaban lacerados, prodigándole palabras fraternales. También yo le seguía de cerca, tratando de verle el rostro. ¡Cómo le habían pegado!
El grupo de pequeños avanzaba, de vuelta a la aldea, entre las pencas del camino. Hablaban poco y a media voz, con una entonación adolorida. Hasta juncos, el propio vencedor, estaba triste. Se apartó de todos y fue a sentarse en un poyo del sendero.
Nadie le hizo caso. Le veían de lejos, con extrañeza, y él parecía avergonzado. Bajó la frente y empezó a jugar con piedrecillas y briznas de hierba. Le había pegado a Cancio este Juncos...
–Vámonos -le dijo Leonidas, acercándose.
Juncos no respondió. Hundió su sombrero hasta las cejas y así ocultó el rostro.
–Vámonos, Juncos.
Leonidas se inclinó a verle. Juncos estaba llorando.
–Está llorando -dijo Leonidas. Le arregló el estropeado sombrero y le asentó el pelo, por sobre la oreja, donde la sangre aparecía coagulada y renegrida.

NOTA :
[3] Este relato apareció en la Revista “Amauta” (Nº 8, Lima, 1927, págs. 17-18) como “capítulo de una novela inédita”. Años después sería incluida en la novela “El Tungsteno” (1931).         (VOLVER)

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2009

LIMA - PERÚ