ESCALAS MELOGRAFIADAS [2]
CUNEIFORMES
MURO NOROESTE
Penumbra.
El único compañero de prisión que me queda ya ahora,
se sienta a yantar, ante el hueco de la ventana lateral de
nuestro calabozo, donde, lo mismo que en la ventanilla
enrejada que hay en la mitad superior de la puerta de entrada,
se refugia y florece la angustia anaranjada de la tarde.
Me vuelvo hacia él:
–¿Ya?
–Ya. Está usted servido –me responde sonriente.
Al mirarle el perfil de toro destacado sobre la plegada
hoja lacre de la ventana abierta, tropieza la mirada con una
araña casi aérea, como trabajada en humazo, que emerge en
absoluta inmovilidad en la madera, a medio metro de altura del
testuz del hombre. El poniente lanza un largo destello bayo
sobre la tranquila tejedora, como enfocándola. Ella ha tenido,
sin duda, el tibio aliento solar; estira alguna de sus
extremidades con dormida
perezosa lentitud y, luego, rompe a caminar a intermitentes
pasos hacia abajo, hasta detenerse al nivel de la barba del
individuo, de modo tal, que, mientras éste mastica, parece que
se traga a la bestezuela.
Por fin termina el yantar, y al propio tiempo, el
animal flanquea corriendo hacia los goznes del mismo brazo de
puerta, en el preciso momento en que ésta es entornada de
golpe por el preso. Algo ha ocurrido. Me acerco, vuelvo a
abrir la puerta,examino en todo el largo de las bisagras
y doyme con el cuerpo de la pobre vagabunda, trizado y
convertido en dispersos filamentos.
–Ha matado usted una araña –le digo con aparente
entusiasmo al hechor.
–¿Sí? –me pregunta con indiferencia–. Está muy bien;
hay aquí un jardín zoológico terrible.
Y se pone a pasear, como si nada a lo largo de la
celda, extrayéndose de entre los dientes, residuos de comida
que escupe en abundancia.
¡La justicia! Vuelve esta idea a mi mente.
Yo sé que este hombre acaba de victimar a un ser
anónimo pero existente, real. Es el caso del otro, que, sin
darse cuenta, puso al inocente camarada de presa del filo
homicida. ¿No merecen pues, ambos ser juzgados por estos
hechos? ¿O no es
del humano espíritu semejante resorte de justicia? ¿Cuándo
es entonces el hombre juez del hombre?
El hombre que ignora a qué temperatura, con qué
suficiencia acaba un algo y empieza otro algo; que ignora
desde qué matiz el blanco ya es blanco y hasta dónde; que no
sabe ni sabrá jamás qué hora empezamos a vivir, qué hora
empezamos a morir, cuándo lloramos, cuándo reímos, dónde el
sonido limita con la forma en los labios que dicen: yo... no
alcanzará, no puede alcanzar a saber hasta qué grado de verdad
un hecho calificado
de criminal es criminal. El hombre que ignora a qué hora el
1 acaba de ser 1 y empieza a ser 2, que hasta dentro de la
exactitud matemática carece de la inconquistable plenitud de
la sabiduría ¿cómo podrá nunca alcanzar a fijar el sustantivo
momento delincuente de un hecho, a través de una urdimbre de
motivos de destino, dentro del gran engranaje de fuerzas que
mueven seres y cosas enfrente de cosas y seres?
La justicia no es función humana. No puede serlo. La
justicia opera tácitamente, más adentro de todos los adentros,
de los tribunales y de las prisiones. La justicia, ¡oídlo
bien, hombre de todas las latitudes! se ejerce en subterránea
armonía, al otro lado de los sentidos, de los columpios
cerebrales y de los mercados.
¡Aguzad mejor el corazón! La justicia pasa por debajo de
toda superficie y detrás de todas las espaldas. Prestad más
sutiles oídos a su fatal redoble, y percibiréis un platillo
vigoroso y único que, a poderío del amor, se plasma en dos; su
platillo vago e incierto, como es incierto y vago el paso del
delito mismo o de lo que se llama delito por los
hombres.
La justicia sólo así es infalible; cuando no ve a través de
los tintóreos espejuelos de los jueces; cuando no está escrita
en los códigos; cuando no ha menester de cárceles ni
guardias.
La justicia, pues, no se ejerce, no puede ejercerse por
los hombres, ni a los ojos de los hombres.
Nadie es delincuente nunca. O todos somos
delincuentes siempre.
MURO ANTÁRTICO
El deseo nos imanta.
Ella, a mi lado, en la alcoba, carga el circuito misterioso de
mil en mil voltios por segundo. Hay una gota imponderable que
corre y se encrespa y arde en todos mis vasos, pugnando por
salir; que no está en ninguna parte y vibra, canta, llora y
muge en mis cinco sentidos y en mi corazón; y que, por fin,
afluye, como corriente eléctrica a las puntas...
De pronto me incorporo, salto sobre la mujer tumbada, que
me franquea dulcemente su calurosa acogida, y luego... una
gota tibia que resbala por mi carne, me separa de mi hermana
que se queda en el ambiente del sueño del cual despierto
sobresaltado.
Sofocado, confundido, toriondas' las sienes, agudamente
el corazón me duele.
Dos... Tres... ¡Cuaaaaaatrooooo!... Sólo las irritadas voces
de los centinelas llegan hasta la tumbal oscuridad del
calabozo.
Poco después, el reloj de la catedral da las dos de la
madrugada.
¿Por qué con mi hermana? ¿Por qué con ella, que a esta
hora estará seguramente durmiendo en apacible e inocente
sosiego?
¿Por qué, pues, precisamente con ella?
Me revuelvo en el lecho. Rebullen en la sombra
perspectivas extrañas, borrosos fantasmas; oigo que empieza a
llover.
¿Por qué con mi hermana? Creo que tengo fiebre. Sufro.
Ahora oigo mi propia respiración que choca, sube y
baja rasguñando la almohada. ¿Es mi respiración? Un
aliento cartilaginoso de invisible moribundo parece mezclarse
a mi
aliento, descolgándose acaso de un sistema pulmonar de
Soles y trasegándose luego sudoroso en las primeras
porosidades de la tierra... ¿Y aquel anciano que de súbito
deja de clamar? ¿Qué va a hacer? ¡Ah! Dirígese hacia un
franciscano joven que se yergue,
hinchadas las rodillas imperiales en el fondo de un
crepúsculo, como a los pies de ruinoso altar mayor; va a él, y
arranca con airado ademán el manteo de amplio corte
cardenalicio que vestía el sacerdote... Vuelvo la cara. ¡Ah
inmenso palpitante cono de sombra, en cuyo lejano vértice
nebuloso resplandece, último lindero, una mujer desnuda en
carne viva!...
¡Oh mujer! Deja que nos amemos a toda totalidad. Deja
que nos abrasemos en todos los crisoles. Deja que nos lavemos
en todas las tempestades. Deja que nos unamos en alma y
cuerpo.
Deja que nos amemos absolutamente, a toda muerte.
¡Oh carne de mis carnes y hueso de mis huesos! ¿Te
acuerdas de aquellos deseos en botón, de aquellas ansias
vendadas de nuestros ocho años? Acuérdate de aquella mañana
vernal, de soly salvajez de sierra, cuando, habiendo jugado tanto
la noche
anterior, y quedándonos dormidos los dos en un mismo
lecho, despertamos abrazados, y, luego de advertirnos a solas,
nos dimos un beso desnudo en todo el cogollo de nuestros
labios vírgenes; acuérdate que allí nuestras carnes
atrajéronse, restregándose duramente y a ciegas; y acuérdate
también que ambos seguimos después siendo buenos y puros con
pureza intangible de animales...
Uno mismo el cabo de nuestra partida; uno mismo el
ecuador albino de nuestra travesía, tú adelante, yo más tarde.
Ambos nos hemos querido ¿no recuerdas? cuando aun el minuto no
se había hecho vida para nosotros; ambos luego en el mundo
hemos venido a reconocernos como dos amantes después de
oscura ausencia.
¡Oh soberana! Lava tus pupilas verdaderas del polvo de
los recodos del camino que las cubre y, cegándolas, tergiversa
tus sesgos sustanciales. ¡Y sube arriba, más arriba, todavía!
¡Sé toda la mujer, toda la cuerda! ¡Oh carne de mi carne y
hueso de mis huesos!... ¡Oh hermana mía, esposa mía, madre
mía!...
Y me suelto a llorar hasta el alba.
– Buenos días, señor alcaide…
MURO ESTE
Esperaos. No atino ahora cómo empezar. Esperaos.
Ya. Apuntad aquí, donde apoyo la yema del dedo más largo de
mi zurda. No retrocedáis, no tengáis miedo. Apuntad no más
¡Ya!
Brrrum...
Muy bien. Se baña ahora el proyectil en las aguas de las
cuatro bombas que acaban de estallar dentro de mi pecho. El
rebufo me quema. De pronto la sed aciagamente ensahara mi
garganta y me devora las entrañas...
Mas he aquí que tres sonidos solos, bombardean a
plena soberanía, los dos puertos con muelles de tres
huesecillos que están siempre en un pelo ¡ay! de naufragar.
Percibo esos sonidos trágicos y treses, bien distintamente,
casi uno por uno.
El primero viene desde una rota y errante hebra del vello
que decrece en la lengua de la noche.
El segundo sonido es un botón; está siempre
revelándose, siempre en anunciación. Es un heraldo. Circula
constantemente por una suave cadera de oboe, como de la mano
de una cáscara de huevo. Tal siempre está asomado, y no puede
trasponer el último viento nunca. Pues él está empezando en
todo tiempo. Es un sonido de entera humanidad.
Y el último. El último vigila a toda precisión, altopado
al remate de todos los vasos comunicantes. En este último
golpe de armonía la sed desaparece (ciérrase una de las
ventanillas del acecho), cambia de valor en la sensación, es
lo que no era, hasta alcanzar la llave contraria.
Y el proyectil que en la sangre de mi corazón
destrozado cantaba y hacía palma, en vano ha
forcejeado para darme la muerte.
–¿Y bien?
–Con ésta son dos veces que firmo, señor escribano. ¿Es
por duplicado?
MURO DOBLEANCHO
Uno de mis compañeros de celda, en esta noche calurosa,
me cuenta la leyenda de su causa. Termina la abstrusa
narración, se tiende sobre su sórdida tarima y tararea un
yaraví.
Yo poseo ya la verdad de su conducta.
Este hombre es delincuente. A través de su máscara
de inocencia, el criminal hase denunciado. Durante su
jerigonza, mi alma le ha seguido, paso a paso, en la maniobra
prohibida.
Hemos entrambos festinados días y noches de
holgazanería, enjaezada de arrogantes alcoholes, dentaduras
carcajeantes, cordajes dolientes de guitarra, navajas en
guardia, crápulas hasta el sudor y el hastío. Hemos disputado
con la inerme compañera, que llora para que ya no beba el
marido y para que trabaje y gane los centavos para los
pequeños, que para ellos Dios verá… Y luego, con las entrañas
resecas y ávidas de alcohol, dimos cada madrugada el salto
brutal a la calle, cerrando la puerta sobre los belfos mismos
de la prole gemebunda.
Yo he sufrido con él también los fugaces llamados a
la dignidad y a la regeneración; he confrontado las dos caras
de la medalla, he dudado y hasta he sentido crujir el talón
que
insinuaba la media vuelta. Alguna mañana tuvo pena
el tabernario, pensó en ser formal y honrado, salió a buscar
trabajo, luego tropezó con el amigo y de nuevo la bilis fue
cortada. Al fin la necesidad le hizo robar. Y ahora, por lo
que arroja ya su instrucción penal, no tardará la
condena.
Este hombre es un ladrón.
Pero es también asesino.
Una de aquellas noches de más crepitante embriaguez,
ambuló a solas por cruentas encrucijadas del arrabal, y he
aquí que sálele al paso, de modo casual, un viejo camarada obrero
que a la sazón toma honestamente de su labor, rumbo al
descanso del hogar. Le
toma por el brazo, le invita, le obliga a compartir de su
aventura, a lo que el probo accede a su pesar.
Vadeando hasta diez codos de tierra, de madrugada vuelven
a lo largo de negros callejones. El varón sin tacha le arresta
al bebedor diptongos de alerta; le endereza por la cintura,
le equilibra, le increpa sus heces vergonzante.
–¡Anda! Esto te gusta. Tú ya no tienes remedio.
Y de súbito estalla flamígera sentencia que emerge de
la sombra:
–¡Aguántate!
Un asalto de anónimos cuchillos. Y errado el blanco
del ataque, no va la hoja a rajar la carne del borracho, y al
buen trabajador le toca por equívoco la puñalada mortal.
Este hombre es, pues, también un asesino. Pero los
Tribunales, naturalmente, no sospechan, ni sospecharán jamás
esta tercera mano del ladrón.
En tanto, él sigue ahora de pechos sobre su mosqueada
tarima, tarareando su triste yaraví.
ALFÉIZAR
Estoy cárdeno. Mientras me peino, al espejo advierto que
mis ojeras se han amoratado aún más, y que sobre los
angulosos cobres de mi rostro rasurado se ictericia la tez
acerbadamente.
Estoy viejo. Me paso la toalla por la frente, y un
rayado horizontal en resaltos de menudos pliegues, acentúase
en ella, como pauta de una música fúnebre, implacable... Estoy
muerto.
Mi compañero de celda liase levantado temprano y
está preparando el té cargado que solemos tomar cada mañana,
con el pan duro de un nuevo sol sin esperanza.
Nos sentamos después a la desnuda mesita, donde el
desayuno humea melancólico, dentro de dos porcelanas sin
plato. Y estas tazas a pie, blanquísimas ellas y tan limpias,
este pan aún tibio sobre el breve y arrollado mantel de
damasco, todo este aroma
matinal y doméstico, me recuerda mi paterna casa, mi
niñez santiaguina, aquellos desayunos de ocho y diez hermanos
de mayor a menor, como los carrizos de una antara, entre ellos
yo, el último de todos, parado junto a la mesa del comedor,
engomado y
chorreando el cabello que acababa de peinar a la fuerza una
de las hermanitas; en la izquierda mano un bizcocho entero
¡había de ser entero! y con la derecha de rosadas falangitas,
hurtando a escondidas el azúcar de granito en granito...
¡Ay!, el pequeño que así tomaba el azúcar a la buena
madre, quien, luego de sorprenderle, se ponía a acariciarle,
alisándole los repulgados golfos frontales:
–Pobrecito mi hijo. Algún día acaso no tendrá a quién
hurtarle azúcar, cuando él sea grande, y haya muerto su
madre.
Y acababa el primer yantar del día, con dos ardientes
lágrimas de madre, que empapaban mis trenzas nazarenas.
MURO OCCIDENTAL
Aquella barba al nivel de la tercera moldura de plomo.
CORO DE VIENTOS
MÁS ALLÁ DE LA VIDA Y LA MUERTE
Jarales estadizos de julio; viento amarrado a cada
peciolo manco del mucho grano que en él gravita. Lujuria
muerta sobre lomas onfalóideas de la sierra estival. Espera.
No ha de ser. Otra vez cantemos. ¡Oh qué dulce sueño!
Por allí mi caballo avanzaba. A los once años de
ausencia, acercábame por fin aquel día a Santiago, mi aldea
natal. El pobre irracional avanzaba, y yo, desde lo más entero
de mi ser hasta mis dedos trabajados, pasando quizá por las
mismas riendas asidas, por las orejas atentas del cuadrúpedo y
volviendo por el golpeteo de los cascos que fingían danzar en
el mismo sitio, en misterioso escarceo tanteador de la ruta y
lo desconocido, lloraba por mi madre que, muerta dos años
antes, ya no habría de aguardar ahora el retorno del hijo
descarriado y andariego. La comarca toda, el tiempo bueno, el
color de cosechas de la tarde limón, y también alguna masada
que por aquí reconocía mi alma,
todo comenzaba a agitarme en nostálgicos éxtasis filiales, y
casi podían ajárseme los labios para hozar el pezón eviterno,
siempre lácteo de la madre; sí, siempre lácteo, hasta más allá
de la muerte.
Con ella había pasado seguramente por allí de niño. Sí.
En efecto. Pero no. No fue conmigo que ella viajó por esos
campos.
Yo era entonces muy pequeño. Fue con mi padre, ¡cuántos
años haría de ello! Ufff... También fue en julio, cerca de la
fiesta de Santiago. Padre y madre iban en sus cabalgaduras; él
adelante.
El camino real. De repente mi padre que acababa de
esquivar un choque con repentino maguey de un meandro:
–Señora... ¡Cuidado!...
Y mi pobre madre ya no tuvo tiempo, y fue lanzada ¡ay!
del arzón a las piedras del sendero. Tornáronla en camilla al
pueblo.
Yo lloraba mucho por mi madre, y no me decían qué la
había pasado. Sanó. La noche del alba de la fiesta, ella
estaba ya alegre y reía. No estaba ya en cama, y todo era muy
bonito. Yo tampoco lloraba ya por mi madre.
Pero ahora lloraba más, recordándola así, enferma,
postrada, cuando me quería más y me hacía más cariño y también
me daba más bizcochos de bajo de sus almohadones y del cajón
del velador. Ahora lloraba más, acercándome a Santiago, donde
ya solo la hallaría muerta, sepulta bajo las mostazas maduras
y rumorosas de un pobre cementerio.
Mi madre había fallecido hacía dos años a la sazón. La
primera noticia de su muerte recibila en Lima, donde supe
también que papá y mis hermanos habían emprendido viaje a una
hacienda lejana de propiedad de un tío nuestro, a efecto de
atenuar en lo posible el dolor por tan horrible pérdida. El
fundo se hallaba en remotísima región de la montaña, al otro
lado del río Marañón. De Santiago pasaría yo hacia allá,
devorando inacabables
senderos de escarpadas punas y de selvas ardientes
y desconocidas.
Mi animal resopló de pronto. Cabillo molido vino
en abundancia sobre ligero vientecillo, cegándome casi. Una
parva de cebada. Y después perspectivóse Santiago, en su
escabrosa meseta, con sus tejados retintos al sol ya
horizontal. Y todavía, hacia el lado de oriente, sobre la
linde de un promontorio amarillo brasil, se veía el panteón
retallado a esa hora por la sexta tintura postmeridiana; y yo
ya no podía más, y atroz congoja arrecióme sin consuelo.
A la aldea llegué con la noche. Doblé la última esquina, y,
al entrar a la calle en que estaba mi casa, alcancé a ver a
una persona sentada a solas en el poyo de la puerta. Estaba
sola. Muy sola. Tanto, que, ahogando el duelo místico de mi
alma, me dio miedo.
También seria por la paz casi inerte con que,
engomada por la media fuerza de la penumbra, adosábase su
silueta al encalado paramento del muro. Particular revuelo de
nervios secó mis lagrimales. Avancé. Saltó del poyo mi hermano
mayor, Ángel, y recibiome desvalido entre sus brazos. Pocos
días hacía que había venido de la hacienda, por causa de
negocios.
Aquella noche, luego de una mesa frugal, hicimos vela hasta
el alba. Visité las habitaciones, corredores y cuadras de la
casa; y Ángel, aun cuando hacía visibles esfuerzos para
desviar este afán mío por recorrer el amado y viejo caserón,
parecía también gustar de semejante suplicio de quien va por
los dominios alucinantes del pasado más mero de la vida.
Por sus pocos días de tránsito en Santiago, Ángel
habitaba ahora solo en casa, donde, según él, todo yacía tal
como quedara a la muerte de mamá. Referíame también cómo
fueron los días de salud que precedieron a la mortal dolencia,
y cómo su agonía.
¡Cuántas veces entonces el abrazo fraterno escarbó
nuestras entrañas y removió nuevas gotas de ternura congelada
y de lloro!
–¡Ah, esta despensa, donde le pedía pan a mamá,
lloriqueando de engaños!–. Y abrí una pequeña puerta de
sencillos paneles desvencijados.
Como en todas las rústicas construcciones de la sierra
peruana, en las que a cada puerta únese casi siempre un poyo,
cabe el umbral de la que acababa yo de franquear, hallábase
recostado uno, el mismo inmemorial de mi niñez, sin duda,
rellenado y enlucido incontables veces. Abierta la humilde
portezuela, en él nos sentamos, y allí también pusimos la
linterna ojitriste que portábamos. La lumbre de esta fue a
golpear de lleno el rostro de Ángel, que extenuábase de
momento en momento, conforme trascurría la noche y
reverdecíamos más la herida, hasta parecerme a veces casi
transparente. Al advertirle así en tal instante, le acaricié y
colmé de ósculos sus barbadas y severas mejillas que volvieron
a empaparse de lágrimas.
Una centella, de esas que vienen de lejos, ya sin trueno,
en época de verano en la sierra, le vació las entrañas a la
noche.
Volví restregándome los párpados a Ángel. Y ni él ni la
linterna, ni el poyo, ni nada estaba allí. Tampoco oí ya
nada. Sentime como ausente de todos los sentidos y reducido
tan solo a pensamiento. Sentíme como en una tumba...
Después volví a ver a mi hermano, la linterna, el poyo.
Pero creí notarle ahora a Ángel el semblante como
refrescado, apacible y –quizás me equivocaba– diríase
restablecido de su aflicción y flaqueza anteriores. Tal vez,
repito, esto era error de visión de mi parte, ya que tal
cambio no se puede ni siquiera concebir.
–Me parece verla todavía –continué sollozando– no
sabiendo la pobrecita qué hacer para la dádiva y arguyéndome:
–Ya te cogí, mentiroso; quieres decir que lloras cuando estás
riendo a escondidas. ¡Y me besaba a mí más que a todos
ustedes, como que yo era el último también!
Al término de la velada de dolor, Ángel pareciome de
nuevo muy quebrantado, y, como antes de la centella,
asombrosamente descarnado. Sin duda, pues, había yo sufrido
una desviación en la vista, motivada por el golpetazo de luz
del meteoro, al encontrar antes en su fisonomía un alivio y
una lozanía que, naturalmente, no podía haber ocurrido.
Aún no asomaba la aurora del día siguiente, cuando monté
y partí para la hacienda, despidiéndome de Ángel que
quedaba todavía unos días más, por los asuntos que habían
motivado su arribo a Santiago.
Finada la primera jornada del camino, aconteciome
algo inaudito. En la posada hallábame reclinado en un
poyo descansando, y he aquí que una anciana del bohío, de
pronto,
mirándome asustada, preguntóme lastimera:
–¿Qué le ha pasado, señor, en la cara? ¡Parece que la
tiene usted ensangrentada, Dios mío!...
Salté del asiento. Y al espejo advertíme en efecto el
rostro encharcado de pequeñas manchas de sangre reseca. Tuve
un fuerte calofrío, y quise correr de mí mismo. ¿Sangre?
¿De dónde? Yo había juntado el rostro al de Ángel que
lloraba...
Pero... No. No. ¿De dónde era esa sangre? Comprenderase
el terror y el alarma que anudaron en mi pecho mil
presentimientos.
Nada es comparable con aquella sacudida de mi corazón.
No habrán palabras tampoco para expresarla ahora ni nunca. Y
hoy mismo, en el cuarto solitario donde escribo está la sangre
añeja aquella y mi cara en ella untada y la vieja del tambo y
la jornada y mi hermano que llora y a quien no beso y mi madre
muerta y...
...Al trazar las líneas anteriores he huido disparado a
mi balcón, jadeante y sudando frío. Tal es de espantoso
y apabullante el recuerdo de esa escarlata misteriosa...
¡Oh noche de pesadilla en esa inolvidable choza, en que
la imagen de mi madre muerta alternó, entre forcejeos de
extraños hilos, sin punta, que se rompían luego de solo ser
vistos, con la de Ángel, que lloraba rubíes vivos, por siempre
jamás!
Seguí ruta. Y por fin, tras de una semana de trote por
la cordillera y por tierras calientes de montaña, luego de
atravesar el Marañón, una mañana entré en parajes de la
hacienda. El nublado espacio reverberaba a saltos con lontanos
truenos y solanas fugaces.
Desmonté junto al bramadero del portón de la casa que da
al camino. Algunos perros ladraron en la calma apacible y
triste de la fuliginosa montaña. ¡Después de cuánto tiempo
tornaba yo ahora a esa mansión solitaria, enclavada en las
quiebras más profundas de las selvas!
Una voz que llamaba y contenía desde adentro a los
mastines, entre el alerta gárrulo de las aves domésticas
alborotadas, pareció ser olfateada extrañamente por el
fatigado y tembloroso solípedo que estornudó repetidas veces,
enristró casi horizontalmente las orejas hacia delante, y,
encabritándose, probó a quitarme los frenos de la mano en son
de escape. La enorme portada estaba cerrada. Diríase que
toquéla de manera casi maquinal. Luego aquella misma voz
siguió vibrando muros adentro; y llegó instante en que, al
desplegarse, con medroso restallido, las gigantescas hojas del
portón, ese timbre bucal vino a pararse en mis propios
veintiséis años totales y me dejó de punta a la Eternidad. Las
puertas hiciéronse a ambos lados.
¡Meditad brevemente sobre este suceso increíble, rompedor
de las leyes de la vida y la muerte, superador de toda
posibilidad; palabra de esperanza y de fe entre el absurdo y el
infinito, innegable desconexión de lugar y de tiempo; nebulosa
que hace llorar de inarmónicas armonías incognocibles!
¡Mi madre apareció a recibirme!
–¡Hijo mío! –exclamó estupefacta–. ¿Tú vivo?
¿Has resucitado? ¿Qué es lo que veo, Señor de los
Cielos?
¡Mi madre! Mi madre en alma y cuerpo. ¡Viva! Y con
tanta vida, que hoy pienso que sentí ante su presencia
entonces, asomar por las ventanillas de mi nariz, de súbito,
dos desolados granizos de decrepitud que luego fueron a caer y
pesar en mi corazón hasta curvarme senilmente, como si, a
fuerza de un fantástico trueque de destinos, acabase mi madre
de nacer y yo viniese, en cambio desde tiempos tan viejos, que
me daban una
emoción paternal respecto de ella.
Sí. Mi madre estaba allí. Vestida de negro unánime. Viva.
Ya no muerta. ¿Era posible? No. No era posible. De
ninguna manera. No era mi madre esa señora. No podía serlo. Y
luego
¿qué había dicho al verme? ¿Me creía, pues, muerto?
–¡Hijo de mi alma! –rompió a llorar mi madre y corrió
a estrecharme contra su seno, con ese frenesí y ese llanto de
dicha con que siempre me amparó en todas mis llegadas y
mis
despedidas.
Yo habíame puesto como piedra. La ví echarme sus
brazos adorados al cuello, besarme ávidamente y como
queriendo devorarme y sollozar sus mimos y sus caricias que ya
nunca volverán a llover en mis entrañas. Tomóme luego
bruscamente el impasible rostro a dos manos, y miróme así,
cara a cara, acabándome a preguntas. Yo, después de algunos
segundos, me puse también a llorar, pero sin cambiar de
expresión ni de actitud: mis lágrimas parecían agua pura que
vertían dos pupilas de estatua.
Por fin enfoqué todas las dispersadas luces de mi
espíritu.
Retiréme algunos pasos atrás. E hice entonces comparecer
¡oh Dios mío! a esa maternidad a la que no quería recibir mi
corazón y la desconocía y la tenía miedo; la hice comparecer
ante no sé qué cuando sacratísimo, desconocido para mí hasta
ese momento, y la di un grito mudo y de dos filos en toda su
presencia, con el mismo compás del martillo que se acerca y
aleja del yunque, con que lanza el hijo su primer quejido, al
ser arrancado del vientre de la madre, y con el que parece
indicarla que ahí va vivo por el
mundo y darla al mismo tiempo, una guía y una señal
para reconocerse entrambos por los siglos de los siglos. Y
gemí fuera de mí mismo:
–¡Nunca! ¡Nunca! Mi madre murió hace tiempo. No
puede ser...
Ella incorporóse espantada ante mis palabras y como
dudando de si yo era yo. Volvió a estrecharme entre sus
brazos, y ambos seguimos llorando llanto que jamás lloró ni
llorará ser vivo alguno.
–Sí –la repetía–. Mi madre murió ya. Mi hermano
Ángel también lo sabe.
Y aquí las manchas de sangre que advirtiera en mi
rostro, pasaron por mi mente como signos de otro mundo.
–¡Pero, hijo de mi corazón! –susurraba casi sin fuerzas
ella–.¿Tú eres mi hijo muerto y al que yo misma vi en su ataúd?
Sí.
¡Eres tú, tú mismo! ¡Creo en Dios! ¡Ven a mis brazos!
Pero ¿qué?... ¿No ves que soy tu madre? ¡Mírame! ¡Mírame
bien!
¡Pálpame, hijo mío! ¿Acaso no lo crees?
Contempléla otra vez. Palpé su adorable cabecita
encanecida.
Y nada. Yo no creía nada.
–Sí, te veo –la respondí– te palpo. Pero no creo. No
puede suceder tanto imposible.
¡Y me reí con todas mis fuerzas!
LIBERACIÓN
Ayer estuve en los talleres tipográficos del Panóptico,
a corregir unas pruebas de imprenta.
El jefe de ellos es un penitenciado, un bueno, como lo
son todos los delincuentes del mundo. Joven, inteligente, muy
cortés; Solís, que así se llama el preso, pronto ha hecho
grandesinteligencias conmigo, y hame referido su caso, hame
expuesto sus quejas, su dolor.
–De los quinientos presos que hay aquí –afirma–,
apenas alcanzarán a una tercera parte quienes merezcan ser
penados de esta manera. Los demás no; los demás son quizás tan
o más morales que los propios jueces que los condenaron.
Arcenan sus ojos el ribete de no sé qué platillo invisible, y
de amargura. ¡La eterna injusticia!
Viene hacia mí uno de los obreros. Alto, fornido,
acércase como alborozado y me dice:
–Señor, buenas tardes. Cómo está usted–. Y me tiende la
mano con viva efusión.
No le reconozco. Le pregunto por su nombre.
–¿No recuerda usted? Soy Lozano. Usted estuvo en la
cárcel de Trujillo cuando yo también estuve en ella. Supe que
lo absolvió el Tribunal y tuve mucho gusto.
En efecto. Ya le recuerdo. Pobre hombre. Fue condenado
a nueve años de penitenciaría, por ser uno de los coautores de
un homicidio.
Cuando se aleja de nosotros el atento, Solís me
inquiere sorprendido:
–¡Cómo! ¿También usted las había sufrido?
–También –le respondo–; también, amigo mío.
Y le refiero, a mi vez, las circunstancias de mi prisión
en Trujillo, procesado por incendio frustrado, robo y
asonada...
El sonríe y de nuevo me pregunta:
–Si usted ha estado en Trujillo, debe de haber conocido a
Jesús Palomino, oriundo de aquel departamento, que purgó aquí
doce años de prisión.
Hago memoria.
–Ahí tiene usted –añade– Aquel hombre era una
víctima inocente de la mala organización de la justicia.
Calla breves instantes y, después de mirarme a la cara
con mirada escrutadora, prorrumpe resueltamente:
–Voy a contarle a la ligera lo que a Palomino le sucedió
aquí.
La tarde está gris y llueve. Las maquinarias y linotipos
cuelgan penosos traquidos metálicos en el aire oscuro y
arrecido.
Vuelvo los ojos y distingo a lo lejos la cara regordeta de
un preso que sonríe bonachonamente entre los aceros negros
en movimiento. Es mi peón. El que está compaginando mi
obra.
Sonríe este desgraciado a toda hora. Diríase que ha perdido
el sentimiento verdadero de su infortunio, o que se ha vuelto
idiota.
Solís tose, y, con acento trabajoso, empieza su relato:
–Palomino era un hombre bueno. Sucedió que se vio
estafado en forma cínica e insultante por un avezado a tales
latrocinios, a quien, por ser de la alta sociedad, nunca le
castigaron los tribunales. Viéndose, de este modo, a la
miseria, y a raíz de un violento altercado entre ambos,
sobrevino lo inesperado: un disparo, el muerto, el Panóptico.
Luego de recluido aquí, el pobre tuvo que sobrellevar
tenebrosa pesadilla. Eso era horroroso.
¡Hasta los mismos que le veíamos, hubimos de sufrir su
contagio infernal! ¡Qué atrocidad! Más valiera la muerte. Sí,
señor. ¡Más valiera la muerte!...
El tranquilo narrador quiere llorar. Se nota que
revive nítidamente el pasado, pues se le humedecen los ojos, y
tienen que callar un instante para no demostrar en
la voz que está
sollozando en el alma.
–Cuando me acuerdo –agrega– no sé cómo pudo
Palomino resistir tanto. Porque aquello era un tormento
indescriptible. No sé por qué conducto fue noticiado de que se
le tramaba un envenenamiento dentro de la prisión, desde mucho
tiempo antes de ser alojado en ella. La familia del hombre que
él mató, le perseguía de esta manera hasta más allá de su
desgracia. No se contentaba con verle condenado a quince años
de penitenciaría y
arrastrar a su familia a una ruina clamorosa: llevaba su sed
de venganza aun más abajo. Y ahora se embreñaba en recova
por tras de los quicios de los sótanos y entre espora y espora
de los líquenes que crecen entre los dedos carceleros,
tanteando el resorte más secreto de la prisión; ahora se movía
aquí, con más libertad que antes a la luz del sol para la
injusta sentencia, e hincaba las pestañas de infame emboscada
en la atmósfera que
había de venir a respirar el condenado. Noticiado éste de
ello, sufrió, como usted comprenderá, terrible sorpresa; lo
supo, y nada pudo desde entonces ya desvanecérselo. Un hombre
de bien, como él, temía una muerte así, no por él, claro, sino
por ella y por ellos, la inocente prole atravesada de estigma
y orfandad.
De allí la zozobra de minuto en minuto y el sobresalto a
cada trance de su vida cotidiana. Diez años había pasado así,
cuando le ví por primera vez. Despertaba en el ánimo ese
atormentado, no ya lástima y compasión, sino un religioso y
casi beatífico transporte inexplicable. No daba piedad.
Llenaba el corazón de algo quizás más suave y tranquilo y
dulce casi. Mirándole, yo no sentía impulsos de deschapar sus
hierros, ni de encorecer sus llagas que crecían verdinegras en
el fondo de todos sus fondos.
Yo no habría hecho nada de esto. Mirando tamaño suplicio,
tan sobrehumana actitud de pavor, siempre quise dejarle así,
marchar paso a paso, a sobresaltos, a pausas, filo a filo,
hacia la encrucijada fatal, hacia la jurada muerte, tanto
tiempo ha revelada. No movía Palomino por entonces a socorro.
Sólo llenaba el corazón de algo quizás más vago e ideal, más
sereno y casi dulce; y era grato, de un agrado misericordioso,
dejarle subir
su cuesta, dejarle cruzar los pasillos y galerías en penumbra,
y entrar y salir por las celdas frías, en su horrendo juego
de inestables trapecios, de vuelos de agonía, al acaso, sin
punto fijo donde ir a parar. Con su barba roja a vellones y
sus verdes ojos de alga polar, el uniforme estropeado,
asustadizo, azorado, parecía atisbarlo todo siempre. Un
obstinado gesto de desconfianza resbalaba por sus labios de
justo pavorido, por sus cabellos bermejos, por sus sainados
pantalones y aun por sus dedos desvalidos, que buscaban en
toda la extensión de su capilla de condenado, sin poderlo
hallar nunca, un lugar seguro en qué apoyarse. ¡Cuántas veces
le ví quizás al borde de la muerte! Un día fue aquí, en la
imprenta, durante el trabajo. Callado, meditabundo, taciturno,
Palomino hallábase limpiando unas fajas de jebe negro, en un
ángulo del taller, y, de cuando en cuando, echaba una mirada
recelosa en torno suyo, haciendo girar furtivamente los globos
de sus ojos, con el aire visionario de los de un ave nocturna
que entreviese fatídicos fantasmas. De repente tuvo un brusco
movimiento. Uno de los compañeros de labor, en quien yo había
sorprendido repetidas ocasiones marcados gestos y extrañas
palabras de sutil aversión, tal vez inmotivada, hacia
Palomino, mirábale de hito en hito, desde el lado opuesto de
la estancia. Tal conducta, cuya intención no podía, desde
luego, serle grata a mi amigo, por los antecedentes que dejo
ya anotados, le hizo experimentar un brusco
movimiento de desasosiego y agudo escozor destempló todos
sus nervios. El gratuito odiador, a su vez, advirtióse
sorprendido, y, perdida la serenidad, con torpeza y turbación
asaz significativas, vertió de un pequeño frasco de vidrio,
algunas gotas; el color y la
densidad de éstas fueron envueltas y veladas casi
completamente por una alígera voluta de humo que en tal
instante venía del lado de los motores. No sé decir dónde
fueron a caer esas largas misteriosas lágrimas; pero quien las
había vertido siguió agitándose entre los objetos de su
trabajo, cada vez con más visible turbación, hasta el punto de
no tener posiblemente conciencia de lo que hacía. Palomino le
observaba estático, sobrecogido de presentimiento, con las
pupilas fijas, pendientes de aquella maniobra que inspirábale
intensa expectación y angustiosa zozobra. Luego las manos del
trabajador fueron a
ensamblar un lingote de plomo entre otras barras dispuestas en
la mesa de labor. Entonces Palomino cesa de aguaitarle, y,
atónito, abstraído, bajos los ojos, superpone círculos con la
fantasía herida de sospecha, desembroca afinidades, vuelve a
sorprender
nudos, a enjaezar intenciones fatales y rematar
siniestras escaleras.... Otro día ingresó de la calle una
desconocida visita, la cual acercóse al linotipista y le habló
largo rato; no se percibían sus palabras entre el ruido de los
talleres. Palomino saltó, plantóle la vista, analizándole de
pies a cabeza, a hurtadillas, pálido de temor... "¡Palomino!
¡Vea!" –le consolaba yo– "Olvide usted eso; creo que no puede
ser". Y él, por toda respuesta,
apoyaba las sienes entre ambas manos, tintas de encierro
y desamparo, vencido, sin fuerzas. A los pocos meses
de habérseme traído aquí, él era mi mejor amigo, el más leal,
el más bueno.
Solís se emociona visiblemente y yo también.
–¿Tiene usted frío?– me interroga con súbita ternura.
Hace rato, sin duda, la estancia está llena de una neblina
densa que azulea en extraños cendales en torno a las ampolletas de
luz roja. Por los altos ventanales vese que sigue lloviendo.
Hace mucho frío en verdad.
Suenan como entre apretados algodones impregnados
de limalla de hielo, notas dispersas de un solfeo distante. Es
la banda de músicos de la Penitenciaría que ensayan el himno
del Perú. Suenan esas notas, y desusada sugestión ejercen
ahora en
mi espíritu, hasta el punto de casi sentir la letra misma de
la canción, engarzada sílaba por sílaba, o como clavada
con gigantescos clavos en cada uno de los sonidos
errantes.
Las notas se cruzan, se iteran, patalean, chirrían, vuelven
a iterarse, destrozan tímidos biseles.
–¡Ah, qué suplicio el de aquel hombre!– exclama el preso
con creciente lástima. Y continúa narrando entre silencios
contínuos, durante los cuales sin duda trata de atrapar los
tremendos recuerdos:
–Era una obsesión indestructible la suya, cimentada sabe
Dios por quién, para no caer nunca. Muchos decían: "Está
loco Palomino". ¡Loco! ¿Puede acaso estar loco quien en
circunstancias normales, cuida de su existencia en peligro?
¿Y puede estarlo quien, sufriendo los zarpazos del odio, aun
con la complicidad misma de la justicia, precave aquel peligro
y trata de pararlo con todas sus fuerzas exacerbadas de hombre
que lo cree
posible todo, por propia experiencia de dolor? ¡Loco!
¡No!
¡Demasiado cuerdo quizá! ¿Quién, con qué
formidable persuasión, sobre cuáles incuestionables visos de
posibilidad, habíale infundido tal idea? A pesar de haberme
expuesto Palomino muchas veces los torvos alambres ocultos
que, según él, podrían vibrar desde fuera hasta el hilo de su
existencia, difícil me era ver claramente aquel peligro. "Como
usted no conoce a esos malvados",... refunfuñaba impertérrito
Palomino. Yo, luego de argumentarle cuanto podía, me callaba.
"Me escriben de mi casa –díjome otro día– y vuelven a dármelo
a entender; puede venir pronto mi indulto, y pagarían
cualquier precio por evitar mi salida. Sí. Hoy más que nunca,
el peligro está a mi lado, amigo mío..." Y sus últimas
palabras ahogáronle en desgarradores sollozos. La verdad es
que, ante la constante desesperación de Palomino, llegué a
sufrir, a veces, sobre todo en los últimos tiempos, repentinas
y profundas crisis de duda, admitiendo la posibilidad de
cualquiera alevosía, aun de la más negra para su vida, y
llegué hasta a asegurárselo, a mi vez, a los demás amigos de
la prisión, alegándoles, probándoles por medio de no sé qué
insospechados aportes de peso decisivo, la sensatez con
que razonaba Palomino. Más todavía. Hubo ocasiones en que ya
no era duda lo que yo sentía, sino seguridad incontrovertible
del peligro, y yo mismo salíale al encuentro con nuevas
sospechas y
vehementes advertencias de mi parte, sobre el horror de lo
que podía sobrevenir, y esto lo hacía precisamente cuando él
se hallaba tranquilo, en algún olvido visionario. Diríase,
que
entonces era en mí en quien se había metido el terror más
adentro que en él mismo. Yo le quería mucho, es cierto; yo me
interesaba intensamente por su situación, siempre de pie a la
cabecera de su espanto; y de tácito modo le ayudaba a
escudriñar los cárabos de
su pesadilla; en fin, yo llegué por último, a registrar de
hecho los bolsillos y los menores actos de numerosos
compañeros y empleados del establecimiento, tanteando el
escondido pelo de su tragedia inminente... todo esto es
verdad. Pero también verá
usted, por cuanto le refiero, que, a fuerza de interesarme
tanto por Palomino, iba convirtiéndome en su propio
torturador, en un verdadero verdugo suyo. "¡Tenga usted
cuidador– le decía yo con agorera angustia. Palomino daba un
salto, y trémulo volvíase a
todos lados y quería huir sin saber por donde. Y
ambos experimentábamos entonces, acerba, terrible
desesperación, vallados por los muros de piedra,
invulnerables, implacables, absolutos, eternos. Palomino,
desde luego, no comía casi. Cómo iba a comer. No bebía. No
hubiera respirado. En cada migaja veía latente el veneno
mortal. En cada gota de agua. En cada adarme de la atmósfera.
Su tenaz escrupulosidad sutilizada hasta la hiperestesia, le
hacía parecer los más triviales movimientos ajenos,
relacionados con los alimentos. Alguien, cierta mañana, comía
a su lado, pan del bolsillo. Palomino vióle llevarse a
los labios el mendrugo, y, tras una enérgica mueca de
repulsa, escupió varias veces y fue a enjuagarse. "¡Tenga
usted siempre cuidado"! –le repetía yo cada día con más
frecuencia. Dos, cuatro veces diarias este alerta resonaba
entre ambos. Yo me
desahogaba, sabiendo que de este modo, Palomino se
cuidaría más y alejaríase mejor del peligro. Me parecía, en
fin, que cuando yo no le había recordado mucho rato la
fatídica inquietud, él podría acaso olvidarla y entonces ¡ay
de él!... ¿Dónde estaba
Palomino?... Pues, llevado por mi vigilante fraternidad, de
un salto llegábame a él, y le susurraba al oído
atropelladamente:
"¡Tenga usted cuidado!"... Así me tranquilizaba yo, pues
podía estar cierto de que en algunas horas no le sucedería
nada a mi amigo. Un día se lo repetí más a menudo que nunca.
Palomino oíame, y, luego de la conmoción consiguiente, de
seguro me Io
agradecía en su pensamiento y en su corazón. Mas, tengo
que volver a recordárselo a usted; por este camino traspasaba
las lindes del amor y del bien por Palomino y me convertía en
su principal tormento; en su propio verdugo. Yo me daba cuenta
de este doble valor de mi conducta. Pero –me decía yo allá en
mi conciencia– sea lo que fuere: irrevocable imperativo de mi
alma, me ha investido de guardián suyo, de curador de su
seguridad, y no volveré atrás por nada. Mi voz de alerta
palpitaría siempre al lado suyo, en su noche de zozobra, como
un despertador para el escudo y la defensa. Sí. Yo no volvería
atrás, por nada. Una media noche, desperté sobresaltado, a
consecuencia de haber
sentido en mitad del sueño, un vivo espanto misterioso. Tal
una válvula abierta de golpe, que me arrojara en todo el pecho
un golpe de agua fresca. Desperté, poseído de gran alegría, de
una alada alegría, cual si de pronto me hubiera abandonado
un formidable peso agobiador, o hubiera saltado de mi cuello
una horca, hecha pedazos. Era una alegría ciega, de no se por
qué; y a tientas desperezábase y aleteaba en mi corazón,
diáfana, pura.
Desperté bien. Hice conciencia. Cesó mi alegría: había
soñado que Palomino era envenenado. A la mañana siguiente, el
sueño aquel me tenía sobrecogido, con crecientes palpitaciones
de encrucijada: la muerte – la vida. Sentíame en realidad
totalmente
embargado por él. Ásperos vientos de enervante
fiebre, corríanme el pulso, las sienes, el pecho. Debía yo
demostrar aire de enfermo, sin duda, pues harto me pesaban las
sienes, la cabeza y velaban mi ánima graves pesares. Por la
tarde, a Palomino y a mí toconos trabajar juntos en la
Imprenta. Como ahora, los aceros negros rebullían, chocaban
cual reprochándose, rozábanse y se salvaban a las ganadas,
giraban quizás locamente, con más velocidad que nunca. Durante
toda la mañana y hasta la tarde, el sueño aquel acompañóme
terco, irreductible. Mas, ignoro por qué, yo no lo rehuía. Lo
sentía a mi lado, riendo y llorando alternativamente,
enseñándome, sin son ni ton, una de sus manos,
la siniestra, negra; blanca, bien blanquísima la otra, y
ambas entrelazándose siempre con extraño isocronismo, en
impecable, aterradora encrucijada; ¡la muerte –la vida! ¡la
vida– la muerte!
Durante todo el día también– y también ignoro por qué– ni
una sola vez acudió a mis labios el velador alerta de
antes.
Absolutamente. Mi sueño anterior parecía sellar mi boca para
no verter tal palabra, por su propia diestra albicante y
luminosa, de una luminosidad azul, esfumada, sin bordes. De
repente,
Palomino murmuró a mis oídos, con contenida explosión
de lástima e impotencia: "Tengo sed". Inmediatamente,
empujado por mi solícita hermandad de siempre para con él,
apresté una escudilla de greda rojiza, y en ella fui a traerle
a que bebiese. El agradeció enternecido, asiéndose del asa de
la vasija, y sació su sed hasta que ya no pudo... Y al
crepúsculo, cuando esta vida de punzantes cuidados hacíase más
insoportable; cuando Palomino habíase agujereado ya toda la
cabeza, a punta de zozobras; cuando febril amarillez de un
amarillo de nuevo viejo, aplácabale el rostro desorbitado de
inquietud; cuando hasta el médico mismo declarado había que
aquel mártir no tenía nada más que
debilidad, motivada por malestar del estómago; cuando estaba
ya añicos ese uniforme sainado de excesiva, cediza agonía;
cuando hasta Palomino había esbozado ¡oh armonía secreta de
los cielos! a la vera de las arrugas de su propia frente,
fugitiva sonrisa alta,
que no alcanzó a saltar a las bajas mejillas, ni a la
humana tristeza de sus hombros; y cuando, como hoy, llovía y
había neblina por los libres espacios inalcanzables, y
arreciaba por aquí abajo un premioso y hosco augurio sin
causa... al crepúsculo, acercóse él y me dijo, a sangrantes
astillas de voz: "¡Solís...Solís... Ya... ya me mataron!...
Solís..." Al verle ambas manos sosteniéndose el vientre y
retorciéndose de dolor, sentí, antes que en el fondo de mi
corazón, caerme el golpe, en sensación de fuego devorador y
crepitante, dentro de mis propias vísceras integrales. Sus
quejas, apenas articuladas, como no queriendo fuesen
percibidas más que por mí solo, soplaban hacia mi interior,
como avivadas lenguas de una llama mucho tiempo
atrás contenida entre los dos, en forma de invisibles
comprimidos. ¡De tan seguro modo, con tan viva certidumbre
habíamos ambos por igual, esperado aquel desenlace! Mas, luego
de sentir como si el áspid hubiérase colado por las venas de
mi propio cuerpo, invadióme instantánea, súbita, misteriosa
satisfacción ¡Misteriosa satisfacción! ¡Si señor!...
En esto, Solís hizo una mueca de enigmática
ofuscación, mezclada de tan sorda ebriedad en la mirada, que
me hizo bambolear en el asiento, como con una pedrada
furibunda.
Después, enronquecido, a pulso, a grandes toneladas,
agregó misteriosamente:
–Y Palomino no amaneció al siguiente día. ¿Había, pues,
sido envenenado? ¿Y acaso con el agua que yo le dí a beber? ¿O
había sido aquello sólo un acceso nervioso suyo y nada más? No
lo sé.
Sólo dicen que al otro día, mientras yo vime obligado a
guardar cama en las primeras horas, a causa de los fuertes
golpes nerviosos de la víspera; dicen que entonces vino un
hijo suyo a noticiar a su padre habérsele concedido el
indulto, y ya no le encontró. Le había respondido la Dirección
del establecimiento:
"En efecto. Concedido el indulto para su padre, ha sido puesto
en libertad esta mañana".
El narrador tuvo en esto un mal contenido gesto de
tormento que me impulsó a decirle, solícito y
consternado:
–No... No... ¡No vaya usted a llorar!
Y, haciendo súbito paréntesis, volvió Solís a preguntarme
con honda ternura, como antes:
–¿Tiene usted frío?
Yo le interrumpo anhelante:
–¿Y después?
–Y después... nada.
Y luego, Solís calló hasta la muerte. Y luego, como
cosa aparte, lleno de amor y amargura a un tiempo,
añadió:
–Pero Palomino, que ha sido siempre un hombre bueno y
mi mejor amigo, el más leal, el más bondadoso; a quien yo
quería tanto, por cuya situación me interesaba intensamente, a
quien le ayudé a escudriñar su futuro amenazado, y por quien
llegué hasta
registrar de hecho los bolsillos y los actos de los
demás; Palomino no ha vuelto más por aquí, ni se acuerda de
mí. Es un ingrato. ¡Qué le parece!
Se oye de nuevo a la banda de músicos de la
Penitenciaría tocar el himno del Perú. Ahora ya no solfean. El
coro de la canción es tocado por toda la banda y en su
integral sinfonía.
Suenan las notas de ese himno, y el preso que permanece
en silencio, sumido en sus hondas cavilaciones, agita de
pronto los párpados en vivo aleteo y exclama con gesto
alucinado:
–¡Es el himno el que tocan! ¿Lo oye usted? Es el himno.
¡Qué
claro! Parece hacerse lenguas:
Soo-mos-liii-bres...
Y al tararear estas notas, sonríe y ríe por fin con
absurda alegría.
Luego vuelve a la reja inmediata los encandilados ojos, en
los que está brillando un brillo de lágrimas ardidas. Salta
del asiento, y, tendiendo los brazos, exclama con júbilo que
me estremece hasta los huesos:
–¡Hola Palomino!...
Alguien avanza hacia nosotros, a través de la cerrada
verja silente e inmóvil.
EL UNIGÉNITO
Sí. Conocí al hombre a quien luego aconteció
mucho acontecimiento. Tanto tuvo, pues, haberme ido en lo
sucedido a aquel sujeto, en verdad, siempre digno de
curiosidad y holgadas meditaciones, a causa del aire de
espantadiza irregularidad de su modo de ser... La ciudad le
tenía por loco, idiota o poco menos. A ser franco, diré que yo
nunca le tuve en igual concepto. Yerro. Sí le tuve como
anormal, pero sólo en virtud de poseer un talento grandeocéano
y una auténtica sensibilidad de poeta.
Cierta vez hasta almorzamos juntos en el hotel. Otra
vez comimos. Y tomamos desayuno otro día. Y así durante cuatro
o cinco meses seguidos, que vivió solo, por ausencia de los
suyos del lugar. Lato humor el de nuestra mesa. Hasta las
finas lozas pálidas y los cristales, sonríen con brillo
inteligente en su límpida dentadura de turno. Un charlador
endemoniado el señor Marcos Lorenz. Yo estaba lindo. A poco le
llegué a tener cariño y a
extrañarle harto, cuando faltaba al restorán.
El señor Lorenz era soltero y no tenía hijo alguno. A la
sazón contaba diez años, como enamorado de una aristocrática
dama de la ciudad. Diez años. No sonriáis. Sí. El señor Lorenz
amaba a su amada hacía una década. El mismo habíamelo
declarado, así
como también que ella, a pesar de no haber estado juntos
jamás, lo sabía todo, y quizá, a su vez, le amaba un tanto,
pues el señor Lorenz la escribía su cariño a menudo. Viejo
amor flamante siempre aquél, vibrando día tras día, desde el
mismo traste, desde el mismo sostenido en sí bemol, hasta
haberse evado en todos los oídos del distrito, donde nadie
ignoraba semejante historia neoplatónica, a la que, desde la
primera a la última página,
exornaba un texto igual, con sólo ligeras variaciones
tipográficas y, posiblemente, hasta gramaticales. ¡Viejo amor
flamante siempre aquél!
–¡Acaso me ama un poco!– repetíase en la mesa el
señor Lorena, ovalando un mordisco episcopal sobre el sabroso
choclo de mayo, que deshacíase y lactaba, de puro tierno,
entre los cuatro dígitos del tenedor argénteo. Por que, en
verdad, mi excelente contertulio no parecía estar muy seguro
de lo que sentiría por él la dama de su corazón. Tanto, que
muchas veces, su tranquilidad ante esta incertidumbre, y la
longevidad de semejantes relaciones estadizas, tornábanme
descreído, y hacíanme pensar que todo no podía pasar acaso de
un reverendísimo boato de vanidad inofensiva, de parte del
señor Lorenz, ya que él era apenas un ciudadano más o
menos herbolario, y ella un divino anélido de miel, hecho para
volverle agua la boca al más ahito de los salomones de la
tierra. Mas vino
prueba en contrario, una mañana en que ingresó el señor
Lorenz al restorán. ¿Qué le pasaba al señor Lorena? ¿Qué cara
traía, tan a crespas facciones trabajada?
–¿Algún borrón en la tela, amigo mío?
–Nada –respondióme en un mugido– Sólo que acaba de
pasar ella, acompañada de un bribón, de quien ya me han
noticiado como novio suyo....
–¿Cómo? –aducíle sarcásticamente– ¿Y usted? ¿Y sus
diez años de amor?
El señor Lorena salióme entonces al encuentro, pidiendo
un antipasto de jamón del país y sardinas. Servido éste,
añadió regocijado:
–Parece estar mejor que el de ayer.
Y, como si se vendase una ligera picazón de insecto,
voceó:
–¡Mozo! ¡Whisky!
No obstante lo cual, notificado quedaba yo, con roja cédula
de celos, que, verdaderamente, lo que el señor Lorenz sentía
por aquella dama, era una pasión a todo cuadrante. No cabía
duda.
¡Viejo amor flamante siempre el suyo!
Una tarde leí, poco después, en uno de los diarios
locales:
Enlace concertado.– Ha quedado concertado el enlace
del señor Walter Wolcot, con la señorita Nérida del Mar.
¡Pesia! ¡Pobre señor Lorena! Qué amargas calabazas
le florecían. Calabazas decenarias. Aquel divino anélido de
miel iba a subjuntivar su áureo nombre aqueo, al rápido de
trusts del bribón de quien ya habían noticiado al señor
Lorena, como prometido de Nérida.
Terrible pesar sobrevino a mi amigo, como podrá
suponerse, ante el anuncio de aquel matrimonio. Acabáronse las
sobremesas plácidas; y las aguas de oro y los espumosos
benedictines de antes, quizás sólo lloraban ahora, estancados
en las pupilas de
este nuevo José Matías, que, desde entonces, parecía
estar siempre pronto a verter lágrimas de desesperación.
Acabóse el buen humor que arcenara, en jocunda guardilla
tornasol, la fraternal efusión de los almuerzos soleados y las
florecidas cenas retardadas: pues, aun cuando el apetito por
las buenas viandas arreciaba con fuerza mayor en el señor
Lorena, a raíz de su sétima caída romántica, quijarudo Pierrot
punteaba ahora en su
alma herida, ahora que los días y las noches le aporreaban
con ocasos moscardados de recuerdos, y lunas amarillas de
saudad.
No volvió el señor Lorenz a decir palabra alguna sobre
Nérida.
Caviloso, callado, sólo de vez en tarde, enventanaba
la taciturnidad del yantar, para estornudar algún versículo
del Eclesiastés, entre cuyas cenizas aventaba, con aire
confinado de orfandad, su desventura. Ante éste, que podría
llamarse trágico palimpsesto de amor, tenté, en más de una
ocasión, escarbar el secreto de sus pensares, a fin de ver si
en algo podría yo aliviarle.
Pero nada. Siempre que resolvíame a interrogarle, sentía
al hombre trancarse a piedra y lacre, pecho adentro, para
toda pregunta o confidencia.
Luego, dos mil ciento sesentidós horas.
Y un domingo al medio día, la orquesta lanza una
torreada marcha nupcial, entre las pilastras de rancias
molduras provinciales, y bajo los domos iluminados del templo,
cuyo altar mayor resplandece enguirnaldado de albos azahares
goteantes de
campo y de rocío.
Veíase, por la pompa del cortejo, que eran Nérida y el
señor Walter Wolcot, quienes, en tales instantes, recibían la
bendición del Todopoderoso, en matrimonio; y que, a un tiempo
mismo, el destino del muy amado señor Lorenz, calados el
lúgubre clac de unto y los guantes negros, asistía al sepelio
de diez sarcófagos ingrávidos, en cuyos labrados campos de
azabache, habrían, decorados a la usanza etrusca, verdes ramas
de miosotys
florecido portadas por piérides mútilas y suplicantes;
boscajes de rumorosas uvas vivas, bajo el cielo de puras
anilinas anacreónticas; vientos encontrados desnudando árboles
de otoño; y montañas de hielos eternos. Dentro de los diez
sarcófagos, irían diez relojes difuntos...
Y todo era así, en verdad. Los novios eran Nérida y
el caballero de la cuádruple V: él, calvete prematuro,
sanguinoso tipo congestionado de clubman empedernido que
duerme hasta las tres de la tarde; grandes ojos engallados
verdebotella, crónico gesto placentero, como si siempre
estuviese celebrando algo; flamante traje de una cuasi
mortuoria corrección británica. Ella... visiblemente
pálida.
¿Y el otro?... ¡Oh espectáculo de impiedad y de heroísmo!
El señor Marcos Lorenz también estaba allí. Le
hallé alarmantemente demudado. El, a su vez, me vio, pero no
pareció verme. Le saludé con una venia, y no me hizo caso. Muy
cerca de la pareja, erguíase aquel hombre, rígido, petrificado
en dantesca laceria.
Monseñor, revestido de finísima pelliza de gran tono,
mayaba, con voz enronquecida, el sagrado latín del sacramento.
En los incensarios de plata antigua y cadenillas de oro,
ardían los granos de resinas místicas. La orquesta por segunda
vez doblaba la llave
del sol de la partitura; y, sudoroso, el acólito, murmuraba
como en sueños, de capítulo en capítulo sus sílabas
rituales.
De súbito, la triste desposanda hizo una extraña cosa. En
el preciso momento en que el tonsurado la hacía la pregunta
de promesa, alzó ella sus ardientes ojos de ámbar oscuro,
inundados en febril humedad, y derecho fue a clavarlos en el
otro, en el señor Lorenz. Tal, distraída por entero, no
contesta. Algunos del cortejo, notan el inesperado silencio,
y, siguiendo la dirección de la mirada de Nérida, la
encontraron posada en el pobre José
Matías. Y luego, todo como en la duración del relámpago,
el señor Lorenz recibió aquella mirada, quebró bruscamente
su rigidez tormentosa, de un solo tranco lanzóse hacia
Nérida, arrollando a cuantos tropezó a su paso, y, con
increíble destreza de ave rapaz, cogióla el rostro
estupefacto, y la dio un beso furioso en toda su boca virgen,
que entreabrióse como un surco...
Luego, el señor Lorenz cayó pesadamente a tierra.
Un revuelo de voces y una repentina parálisis en todos.
Y quienes, en son de airada indignación, acercáronse al
yacente besador, al inicuo intruso, oreja en pecho oyeron a la
Muerte fatigada y sudorosa sentarse a descansar en el corazón
ya helado de aquel hombre. ¡Pobre señor Lorenz! Sólo de esta
manera, y en sólo este beso fugaz, frotado y encendido por el
total de su vida, en la muerte, logró unir su carne a la carne
de su amada, que ¡ay!acaso no le había amado nunca en este
mundo.
El desposorio quedó frustrado. Ciega polvareda interpúsose,
a gran espesor, entre los que hubieran sido esposos. Nérida
también había sufrido en tal instante, seria conmoción
nerviosa, y, llevada al lecho de dolor, agravándose fue de
segundo en segundo, para
morir una hora después de la instantánea muerte del pobre
José Matías...
Y hoy, corridos ya algunos años, desde que abandonaran
el mundo aquellas dos almas, en esta dorada mañana de enero,
unniño fino y bello acaba de detenerse en la esquina de Belén,
un niño extrañamente hermoso y melancólico.
Pasa un ómnibus del cual bajan varios pasajeros. A uno
de ellos, señorón de amplio aire mundano, se le cae el bastón.
El niño, tan bello y, sobre todo, tan melancólico, gana a
recoger la caída caña, enjoyada de oro rojo casi sangre, y se
la entrega al
dueño que no es otro sino el propio señor Walter Wolcot.
Este advierte el rostro del pequeño, y sin saber por qué,
sufre fuerte sobresalto. Vacila. Tartamudo agradece, por fin,
la gentileza anónima, y, con desesperada vehemencia que
lagrimea de misteriosa inquietud, pregunta al niño:
–¿Cómo te llamas?
El infante no responde.
–¿Dónde vives?
El infante no responde.
–¿Cuántos años tienes?
El infante no responde nada.
–¿Tus padres?...
El niño se pone a llorar....
Una mosca negra y fatigada viene y trata de posarse en
la frente del señor Walter Wolcot, a punto en que éste se
aleja del niño. Muy distante ya, se la espanta varias
veces.
LOS CAYNAS
Luis Urquizo lanzó una carcajada, y, tragándose todavía las
últimas pólvoras de risa, bebió ávidamente su cerveza. Luego,
al poner el cristal vacío sobre el zinc del mostrador, lo
quebró, vociferando:
–¡Eso no es nada! Yo he cabalgado varias veces sobre el
lomo de mi caballo que caminaba con sus cuatro cascos
negros invertidos hacia arriba. ¡Oh, mi soberbio alazán! Es
el paquidermo más extraordinario de la tierra. Y más que
cabalgarlo así sorprende, maravilla, hace temblar de pavor el
espectáculo en seco, simple y puro de líneas y movimientos que
ofrece aquel potro cuando está parado, en imposible
gravitación hacia la
superficie inferior de un plano suspendido en el espacio. Yo
no puedo contemplarlo así, sin sentirme alterado y sin dejar
de huir de su presencia, despavorido y como acuchillada la
garganta. ¡Es brutal! Parece entonces una gigantesca mosca
asida a una de esas vigas desnudas que sostienen los techos
humildes de los pueblos ¡Eso es maravilloso! ¡Eso es sublime!
¡Irracional!
Luis Urquizo habla y se arrebata, casi chorreando sangre
el rostro rasurado, húmedos los ojos. Trepida; guillotina
sílabas, suelda y enciende adjetivos; hace de jinete, depone
algunas fintas; conifica en álgidas interjecciones las más
anchas sugerencias de su voz, gesticula, iza el brazo, ríe: es
patético, es ridículo: sugestiona y contagia en locura.
Después dijo:
–Me marcho– Y corriendo, saltó el dintel de la taberna
y desapareció rápidamente
–¡Pobre! –exclamaron todos–. Está completamente loco.
Urquizo, en verdad, estaba desequilibrado. No cabía duda.
Así lo confirmaba el curso posterior de su conducta. Aquel
hombre continuó viendo las cosas al revés, trastrocándolo
todo, a través de los cinco cristales ahumados de sus sentidos
enfermos. Las buenas gentes de Cayna, pueblo de su residencia,
hicieron de él, como es natural, blanco de cruel curiosidad y
cotidiana distracción de grandes y pequeños.
Años más tarde, Urquizo, por falta de cura oportuna,
agravóse en forma mortal en su demencia, y llegó al más
truculento y edificante diorama del hombre que tiene el
triángulo de dos ángulos, que se muerde el codo, que ríe ante
el dolor, y llora ante el placer: Urquizo llegó a errar
allende las comisuras eternas, a donde corren a agruparse, en
son de armonía y plenitud, los siete tintes céntricos del alma
y del color.
Por entonces, yo le encontré una tarde. Desde que le
avisté, pocos pasos antes de cruzarnos, despertóse en mí
desusada piedad hacia aquel desgraciado, que, por lo demás,
era primo mío en no sé qué remota línea de consanguinidad
materna; y, al cederle la vereda, saludándole de paso,
tropecéme en uno de los baches de la empedrada calle, y fui a
golpear con el mío un antebrazo del enfermo. Urquizo protestó
colérico:.
–¡Quía! ¿Esta usted loco?
La exclamación sarcástica del alienado me hizo reír; y
más adelante fue ella motivo de constantes cavilaciones en que
los misterios de la razón se hacían espinas, y empozábanse en
el cerrado y tormentoso círculo de una lógica fatal, entre mis
sienes.
¿Por qué esa forma de inducción para atribuirme
la descompaginación de tornillos y motores que sólo en él
había?
Este último síntoma, en efecto, traspasaba ya los límites de
la alucinación sensorial. Esto era ya más trascendental, sin
duda, desde que representaba, nada menos que un raciocinio, un
atar de cabos profundos, un dato de conciencia. Urquizo debía,
pues,
creerse a sí mismo en sus cabales; debía de estar
perfectamente seguro de ello, y, desde este punto de vista
suyo, era yo, por haberle golpeado sin motivo, el verdadero
loco. Urquizo atravesaba por este plano de juicio normal que
se denuncia en casi todos los alienados; plano que, por su
desconcertante ironía, hiere y escarnece los riñones más
cuerdos, hasta quitarnos toda rienda mental y barrer con todos
los hitos de la vida. Por eso, la zurda exclamación de aquel
enfermo clavóse tanto en mi alma y todavía me hurga el
corazón.
Luis Urquizo pertenecía a una numerosa familia del lugar.
Era, por infortunado, muy querido de los suyos, quienes le
prestaban toda suerte de cuidados y amorosa asistencia.
Un día se me notificó una cosa terrible. Todos los parientes
de Urquizo, que convivían con él, también estaban locos. Y
todavía más. Todos ellos eran víctimas de una obsesión común,
de una misma idea, zoológica, grotesca, lastimosa, de un
ridículo fenomenal; se creían monos, y como tales
vivían.
Mi madre invitóme una noche a ir con ella a saber del
estado de los parientes locos. No encontramos en la casa de
éstos sino a la madre de Urquizo, quien cuando llegamos, se
entretenía en hojear tranquilamente un cartapacio de
papeluchos, a la luz de la lámpara que pendía en el centro de
la sala. Dado el aislamiento y atraso de aquel pueblo, que no
poseía instituciones de beneficencia, ni régimen de policía,
esos pobres enfermos de la
sien salían cuando querían a la calle; y así era de verlos a
toda hora cruzar por doquiera la población, introducirse a las
casas, despertando siempre la risa y la piedad en todos
La madre de los alienados, apenas nos divisó,
chilló agudamente, frunció las cejas con fuerza y con cierta
ferocidad, siguió haciéndolas vibrar de abajo arriba varias
veces, arrojó
luego con mecánico ademán el pliego que manoseaba;
y, acurrucándose sobre la silla, con infantil rapidez de
escolar que se enseria ante el maestro, recogió los pies,
dobló las rodillas hasta la altura del nacimiento del cuello,
y, desde esta forzada actitud, parecida a la de las momias,
esperó a que entrásemos a la casa, clavándonos, cabrilleantes,
móviles, inexpresivos, selváticos, sus ojos entelarañados que
aquella noche suplantaban
asombrosamente a los de un mico. Mi madre asióse a mí
asustada y trémula, y yo mismo sentíme sobrecogido de
espeluznante sensación de espanto. La loca parecía
furiosa
Pero no. A la brusca claridad de la cercana
lámpara, distinguimos que aquella cara extraviada, bajo la
corta cabellera que le caía en crinejas asquerosas hasta los
ojos, empezaba luego a fruncirse y moverse sobre el miserable
y haraposo tronco, volviéndose a todos lados, como solicitada
por invisibles resortes o por misteriosos ruidos producidos en
los ferrados barrotes de un parque. La loca, después, como si
prescindiera de nosotros, empezó a rascarse y espulgarse el
vientre, los costados, los brazos, triturando los fantásticos
parásitos con sus dientes amarillos. De breve en breve
chillaba largamente, escrutaba en torno suyo y aguaitaba a la
puerta, como si no nos advirtiera.
Madre, transcurridos algunos minutos de expectación y
de miedo, hízome señas de retroceder, y abandonamos la
casa.
De esta lúgubre escena hacía veintitrés años
cumplidos, cuando después de haber vivido, separado de los
míos durante todo aquel tracto de tiempo, por razón de mis
estudios en Lima, tornaba yo una tarde a Cayna, aldea que, por
lo solitaria y lejana era como una isla allende las montañas
solas. Viejo pueblo de humildes agricultores, separado de los
grandes focos civilizados del país por inmensas y casi
inaccesibles cordilleras, vivía a
menudo largos períodos de olvido y de absoluta
incomunicación con las demás ciudades del Perú.
Debo llamar la atención hacia la circunstancia asaz
inquietante de no haber tenido noticias de mi familia, en los
seis últimos años de mi ausencia.
Mi casa estaba situada casi a la entrada de la población.
Un acanelado poniente de mayo, de esos dulces y
cogitabundos ponientes del oriente peruano, abríase de brazos
sobre la aldea que no sé por qué tenía a esa hora, en su
soledad y abandono exteriores, cargado olor a desventura,
tenaz aire de lástima. Tal una roña de descuido y destrucción
inexplicable rezumaba de todas partes. Ni un solo traseúnte. Y
apenas crucé las primeras
esquinas, opacáronse mis nervios, golpeados por una
súbita impresión de ruina; y sin darme cuenta, estuve a punto
de llorar.
El portón lacre y rústico de la mansión familiar
apareció abierto de par en par. Descendí de la cabalgadura, y,
jadeante de lacerada ternura, torpe de presagiosa emoción,
hablando al sudoroso lento animal, avancé zaguán adentro.
Inmediatamente, entre el ruido de los cascos, despertáronse en
el interior destemplados gritos guturales, como de enfermos
que ululasen en medio del delirio y la fatiga.
No podré ahora precisar la suerte de pétreas cadenas
que, anillándose en mis costados, en mis sienes, en mis
muñecas, en mis tobillos, hasta echarme sangre, mordiéronme
con fieras dentelladas, cuando percibí aquella especie de
doméstica jauría.
La antropoidal imagen de la madre de Urquizo
surgió instantáneamente en mi memoria, al mismo tiempo
que invadíame un presentimiento tan superior a mis fuerzas que
casi me valía por una aciaga certeza de lo que, breves
minutos después, había de dar con todo mi ser en la
tiniebla A toda voz llamé casi gimiendo.
Nada. Todas las puertas de las habitaciones estaban, como
la de la calle, abiertas hasta el tope. Solté la brida de mi
caballo, corrí de corredor en corredor, de patio en patio, de
aposento en aposento, de silencio en silencio; y nuevos
gruñidos detuviéronme por fin, delante de una gradería de
argamasa que ascendía al granero más elevado y sombrío de la
casa. Atisbé. Otra vez se hizo el misterio.
Ninguna seña de vida humana; ni un solo animal
doméstico.
Extrañas manos debían de haber alterado, con artimañoso
desvío del gusto y de todo sentido de orden y comodidad, la
usual distribución de los muebles y de los demás enseres y
menaje del hogar.
Precipitadamente, guiado por secreta atracción, salté
los peldaños de esa escalera; y, al disponerme a trasponer
la portezuela del terrado, la advertí franca también. Detúvome
allí
inexplicable y calofriante tribulación; dudé por breves
segundos, y, favorecido por los destellos últimos del día,
avizoré ávidamente hacia adentro.
Rabioso hasta causar horror, desnaturalizado hasta la
muerte, relampagueó un rostro macilento y montaraz entre las
sombras de esa cueva. Enristrando todo mi coraje –¡pues que ya
lo suponía todo, Dios mío!– me parapeté junto al marco de la
puerta y esforcéme en reconocer esa máscara terrible.
¡Era el rostro de mi padre!
¡Un mono! Sí. Toda la trunca verticalidad y el fácil
arresto acrobático; todo el juego de nervios. Toda la pobre
carnación facial y la gesticulación; la osamenta entera. Y,
hasta el pelaje cosquilleante, ¡oh la lana sutilísima con que
está tramada la inconsútil membrana de justo, matemático
espesor suficiente que el tiempo y la lógica universal ponen,
quitan y trasponen entre columna y columna de la vida en
marcha!
–Khirrrrr.... Khirrrrr....– silbó trémulamente.
Puedo asegurar que por su parte él no me reconocía.
Removióse ágilmente, como posicionándose mejor en el
antro donde ignoro cuando habíase refugiado; y, presa de una
inquietud verdaderamente propia de un gorila enjaulado, ante
las gentes que lo observan y lo asedian, saltaba, gruñía,
rascaba en la torta y en el estucado del granero vacío, sin
descuidarse de mí ni por un solo momento, presto a la defensa
y al ataque.
–¡Padre mío!– rompí a suplicarle, impotente y débil
para lanzarme a sus brazos.
Mi padre entonces depuso bruscamente su aire
diabólico, desarmó toda su traza indómita y pareció salvar de
un solo impulso toda la noche de su pensamiento. Deslizóse en
seguida hacia mí, manso, suave, tierno, dulce, transfigurado,
hombre, como debió de acercarse a mi madre el día en que se
estrecharon tanto y tan humanamente, hasta sacar la sangre con
que llenaron mi corazón y lo impulsaron a latir a compás de
mis sienes y mis
plantas.
Pero cuando yo ya creía haber hecho la luz en él, al
conjuro milagroso del clamor filial, se detuvo a pocos pasos
de mí, como enmendándose allá, en el misterio de su mente
enferma. La expresión de su faz barbada y enflaquecida fue
entonces tan desorbitada y lejana, y, sin embargo, tan fuerte
y de tanta vida interior, que me crispó hasta hacerme doblar
la mirada, envolviéndome en una sensación de frío y de
completo trastorno
de la realidad.
Volví, no obstante, a hablarle con toda vehemencia.
Sonrió extrañamente.
–La estrella...– balbuceó con sorda fatiga. Y otra vez
lanzó agrios chillidos.
La angustia y el terror me hicieron sudar glacialmente.
Exhalé un medroso sollozo, rodé la escalinata sin sentido y
salí de la casa.
La noche había caído del todo.
¡Es que mi padre estaba loco! ¡Es que también él y todos
los míos creíanse cuadrumanos, del mismo modo que la familia
de Urquizo! Mi casa habíase convertido, pues, en un manicomio.
¡El contagio de los parientes! ¡Sí; la influencia fatal!
Pero esto no era todo. Una cosa más atroz y asoladora
había acontecido. Un flagelo del destino; una ira de Dios. No
sólo en mi hogar estaban locos. Lo estaba el pueblo entero y
todos sus alrededores.
Una vez fuera de la casa, echéme a caminar sin saber
adónde ni con qué fin, padeciendo aquí y allá choques y
cataclismos morales tan hondos que antes ni después los ha
habido
semejantes que abatieran más mi sensibilidad.
Las calles tenían aspecto de tapiados caminos. Por
doquiera que salíame al paso algún transeúnte, saltaba en él
fatalmente una simulación de antropoide, un personaje mímico.
La obsesión zoológica regresiva, cuyo germen primero brotara
tantos años ha en la testa funámbula de Luis Urquizo, hablase
propagado en todos y cada uno de los habitantes de Cayna, sin
variar absolutamente de naturaleza. A todos aquellos infelices
les había dado por la misma idea. Todos habían sido mordidos
en la misma curva cerebral.
No conservo recuerdo de una noche más preñada de tragedia
y bestialidad, en cuyo fondo de cortantes bordes no había más
luz que la natural de los astros, ya que en ninguna parte
alcancé a ver luz artificial. ¡Hasta el fuego, obra y signo
fundamentales de humanidad, había sido proscrito de allí! Como
a través de los dominios de una todavía ignorada especie
animal de transición, peregriné por ese lamentable caos donde
no pude dar, por mucho que lo quise y lo busqué, con persona
alguna que librado hubiérase de él. Por lo visto, había
desaparecido de allí todo indicio de civilidad.
Muy poco tiempo después de mi salida, debí de haber
tornado a mi casa. Advertíme de pronto en el primer corredor.
Ni un ruido. Ni un aliento. Corté la compacta oscuridad que
reinaba, crucé el extenso patio y di con el corredor de
enfrente. ¿Qué sería de mi padre y de toda mi familia?
Alguna serenidad tocó mi ánima transida. Había que buscar
a todo trance y sin pérdida de tiempo a mi madre, y verla y
saberla sana y salva y acariciarla y oírla que llora de
ternura y que gozo al reconocerme, y rehacer, a su presencia,
todo el hogar deshecho. Había que buscar de nuevo a mi padre.
Quizás, por otro lado, sólo él estaría enfermo. Quizás todos
los demás gozarían del pleno ejercicio de sus facultades
mentales.
¡Oh, sí, Dios mío! Engañado habíame, sin duda, al
generalizar de tan ligero modo. Ahora caía en cuenta de mi
nerviosidad del primer momento y de lo mal dispuesta que había
estado mi excitable fantasía para haber levantado tan
horribles castillos en el aire. Y aun ¿acaso podía estar
seguro de la demencia misma de mi padre?
Una fresca brisa de esperanza acaricióme hasta las
entrañas.
Franqueé, disparado de alegría, la primera puerta que
alcancé entre la oscuridad, y, al avanzar hacia adentro, sin
saber por qué, sentí que vacilaba, al mismo tiempo que,
inconscientemente, extraía de uno de los bolsillos una caja de
fósforos y prendía
fuego.
Escudriñaba la habitación, cuando oí unos pasos que
se aproximaban por los corredores. Parecían
atropellarse.
La sangre desapareció del todo de mi cuerpo; pero no
tanto que ello me obligase a abandonar la cerilla que acababa
de encender.
Mi padre, tal como le había visto aquella tarde, apareció en
el umbral de la puerta, seguido de algunos seres siniestros
que chillaban grotescamente. Apagaron de un revuelo la luz que
yo portaba, ululando con fatídico misterio:
–¡Luz! ¡Luz!... ¡Una estrella!
Yo me quedé helado y sin palabra.
Más, de modo intempestivo, cobré luego todas mis
fuerzas para clamar desesperado:
–¡Padre mío! ¡Recuerda que soy tu hijo! ¡Tú no estás
enfermo!
¡Tú no puedes estar enfermo! ¡Deja ese gruñido de las
selvas!
¡Tú no eres un mono! ¡Tú eres un hombre, oh, padre mío!
¡Todos nosotros somos hombres!
E hice lumbre de nuevo.
Una carcajada vino a apuñalarme de sesgo a sesgo el
corazón.
Y mi padre gimió con desgarradora lástima, lleno de
piedad infinita.
–¡Pobre! Se cree hombre. Está loco...
La oscuridad se hizo otra vez.
Y arrebatado por el espanto, me alejé de aquel
grupo tenebroso, la cabeza tambaleante.
–¡Pobre! –exclamaron todos– ¡Está completamente loco!...
* * *
–Y aquí me tienen ustedes, loco– agregó tristemente el
hombre que nos había hecho tan extraña narración.
Acercósele en esto un empleado, uniformado de amarillo y
de indolencia, y le indicó que le siguiera, al mismo tiempo
que nos saludaba, despidiéndose de soslayo:
–Buenas tardes. Le llevo ya a su celda. Buenas tardes.
Y el loco narrador de aquella historia, perdióse lomo a
lomo con su enfermero que le guiaba por entre los verdes
chopos del asilo; mientras el mar lloraba amargamente y
peleaban dos pájaros en el hombro jadeante de la
tarde...
MIRTHO
Orate de candor, aposéntome bajo la uña índiga
del firmamento y en las 9 uñas restantes de mis manos,
sumo, envuelvo y arramblo los dígitos fundamentales, de 1 en
fondo,
hacia la más alta conciencia de las derechas.
Orate de amor, con qué ardentía la amo.
Yo la encontré al viento el velo lila, que iba diciendo a
las tiernas lascas de sus sienes: "Hermanitas, no se atrasen,
no se atrasen..." Alfaban sus senos, dragoneando por la ciudad
de barro, con estridor de mandatos y amenazas. Quebróse, ¡ay!
en la esquina el impávido cuerpo: yo sufrí en todas mis
puntas, ante tamaño heroísmo de belleza, ante la inminencia de
ver humear sangre estética, ante la muerte mártir de la
euritmia de esa
carnatura viva, ante la posible falla de un lombar que resiste
o de una nervadura rebelde que de pronto se apeala y cede a
la contraria. ¡Mas he allí la espartana victoria de ese
escorzo! Y cuánta sabiduría, en metalla caliente, cernía la
forja de aquese desfiladero de nervios, por todas las pasmadas
bocas de mi alma.
Y luego, sus muslos y sus piernas y sus prisioneros pies. Y
sobre todo, su vientre.
Sí. Su vientre, más atrevido que la frente misma;
más palpitante que el corazón, corazón él mismo. Cetrería
de halconados futuros de aquilinos parpadeos sobre la sombra
del
misterio. ¡Quién más que él! Adorado criadero de
eternidad,
tubulado de todas las corrientes historiadas y venideras
del pensamiento y del amor. Vientre portado sobre el arco
vaginal de toda felicidad, y en el intercolumnio mismo de las
dos piernas, de la vida y la muerte, de la noche y el día, del
ser y el no ser. Oh vientre de la mujer, donde Dios tiene su
único hipogeo inescrutable, su sola tienda terrenal en que se
abriga cuando baja, cuando sube al país del dólar, del placer
y de las lágrimas. ¡A
Dios sólo se le puede hallar en el vientre de la mujer!
* * *
Tales cosas decía ayer tarde un joven amigo mío, mientras
con él discurríamos por el jirón de la Unión. Yo me reía a
carcajada limpia. Es claro. El pobre está enamorado de una de
tantas bellas mujeres que cruzan por la arteria principal de
Lima, elegantes y distinguidas, de 5 a 7 de la tarde. Ayer el
ocaso ardía urente de verano. Sol, lujo, flirt, encanto
sensual por todas partes. Y mi amigo desflagraba romántico y
apasionado, hecho un poseído de
veras. Sí. Hecho un orate de amor, como él llamábase
entre orgulloso y combatido. Un orate de amor.
Despedíme de él, y, ya a solas, llegué a decirme para mí:
Orate de amor. Bueno. Pero ¿qué quería significar aquello de
orate de candor, apóstrofe de ironía con que inició su
jerigonza?
Anoche vino a mí el mozo.
–Escúcheme usted –me dijo, sentándose a mi lado
y encendiendo un cigarrillo–. Escúcheme cuanto voy a
referirle ahora mismo, ya que ello es harto extraordinario,
para quedar oculto para siempre.
Miróme con melancolía que taladraba y, echando
luego temerosas y repetidas ojeadas hacia los ventales del
aposento, con sigilo y gravedad profunda continuó de este
modo:
–¿Usted conoce a la mujer que amo?
–No– le repliqué al punto.
–Perfectamente. No la conoce. Pues ríase de como la
esbocé esta tarde. Nada. Esas frases eran sólo truncos
neoramas de la gran equis encantada que es la existencia de
tan peregrina criatura.
Y armando cinegético, disparado ceño de quien fuera
a capturar órbitas, hizo rechinar los dientes y hasta las
encías contra las encías, flagelóse desde los lóbulos de las
orejas
desoladas hasta la punta de la nariz con un relámpago
morado; clavó frenético ambas manos entre la greña de erizo
como para mesársela, y deletreó con voz de visionario que casi
me hace estallar en risotadas:
–Mi amada es 2.
–Sigue usted incomprensible. ¿Su amada es 2? ¿Qué
quiere decir eso?
Mi amigo sacudió la cabeza abatiéndose.
–Mirtho, la amada mía, es 2. Usted sonríe. Está bien. Pero
ya verá la verdad de esta aseveración.
–A Mirtho –agregó– la conocí hace cinco meses en
Trujillo, entre una adorable farándula de muchachas y
muchachos compañeros míos de bohemia. Mirtho pulsaba a la
sazón catorce setiembres tónicos, una cinta milagrosa de
sangre virginal y primavera. La adoro desde entonces. Hasta
aquí lo corriente y racional. Mas he allí que, poco tiempo
después, el más amado e inteligente de mis amigos díjome de
buenas a primeras: "¿Por qué es usted tan malo con Mirtho?
¿Por qué, sabiendo cuánto le ama, la deja usted a menudo para
cortejar a otra mujer? No sea así nunca con esa pobre
chica".
Tan inesperada como infundada acusación, en vez de
suscitar mi protesta e inducirme a reiterar mi fidelidad a
Mirtho, toméla, como comprenderá usted, solo en son de
inocente y alado calembour de amistad y nada más, y sonreí
para pasmo de mi amigo que, dada su austera y purísima moral
en materia de amor, tuvo entonces un suave mohín de reproche
hacia mí, arguyéndome que cuanto acababa de decirme tenía toda
seriedad.
Y, sin embargo, yo nunca había estado con mujer alguna que
no fuese Mirtho desde que la conocí. Absolutamente. La queja
de mi amigo carecía, pues, de base de realidad; y, si ella no
hubiera venido de un espíritu tan fraternal como aquél,
habríame dejado sin duda tranquilo y exento del escozor en la
conciencia. Pero el cariño casi paternal con que trataba aquel
amigo inolvidable todos los acontecimientos de mi vida,
investía a tan extraño reproche de un toque asaz inquietante y
digno de atención, para que él no me lastimase sin saber por
qué. Además por el gran amor que yo sentía hacia Mirtho,
dolíame que aquello viniese a perturbar así nuestra
dicha.
Desde entonces, continuamente aquel amigo repetíame
el consabido reproche, cada vez con más acritud. Yo, a mi vez,
reiterábale y pretendía patentizarle por todos los medios
posibles mi lealtad para Mirtho. Vanos esfuerzos. Nada. La
acusación marchaba, afirmándose con tal terquedad que empezaba
yo a creer a su autor fuera de razón, cuando llegó momento en
que todos los demás hermanos de bohemia fueron de uno en
uno
formulándome idéntica tacha a mi conducta.
–Nosotros, todo el mundo –recriminábanme
desaforadamente– te hemos sorprendido infraganti, y con
nuestros propios ojos.
Nada tienes que alegar en contrario. Tú no puedes negar
la verdad.
Y en efecto. Si a cuantos me conocían hubiera yo
interrogado sobre la verdad de este asunto, todos habrían
testificado mis relaciones de amor con la segunda mujer para
mí tan desconocida como irreal. Y yo habríame quedado aún más
boquiabierto ante semejante fosfeno colectivo, que no otra
cosa podía acontecer en el cerebro de mis acusadores.
Pero una circunstancia llamaba mi atención, y era que
Mirtho nunca me decía nada que diera a entender ni remotamente
que ella supiese de mi supuesta infidelidad. Ni un gesto, ni
una espina en su alma, no obstante su carácter vehemente y
celoso. De la ciudad entera ¿acaso sólo ella ignoraba mi culpa
y ni presentía a través de las generales murmuraciones? Muy
más, si, como me lo echaban en cara, diz que yo solía
presentarme por doquiera y sin escrúpulo alguno con la otra.
Por todo esto, la ignorancia de parte de Mirtho roíame el
corazón al otro lado de la acusación de los demás. En aquella
ignorancia, podría asegurar, radicaba de misteriosa manera y
por inextricable encadenamiento de motivos, la piedra de
toque, y quizás hasta la razón de ser de la imputación que se
me hacia.
Mirtho, sin duda alguna, no sabía, pues, nada de la otra.
Esto era incuestionable. Malhadada inocencia suya, en último
examen, porque ella, no sé por qué medios, vino a dar a la
habladuría azotante de los demás, una cierta vida, un calor y
¡vamos! un sabor de intriga tales, que yo no podía menos que
sentirme vacilar arrastrado hasta el filo de una ridícula
posición de desconcierto y de absurda atonía.
Ocasión llegó en que habiendo asistido en unión de Mirtho
al teatro, nos hallábamos ambos juntos en la sala, cuando en
uno de los entreactos, dieron mis ojos con uno de mis amigos.
Este dístinguióme a su vez e hízome señas para que saliese a
atenderle al foyer. Harto nos amábamos con ese muchacho para
que, por inusitada que fuera tal invitación en ese instante,
yo no la atendiese. Pedí perdón a Mirtho y salí a verle.
–¡Ahora no lo negarás! –exclamó aquel amigo desde
lejos–.
Allí estás ahora mismo con la otra... ¡Y cuánto se parece
a Mirtho!
Repliquéle que no, que él no se había fijado. Fue todo
inútil.
Despedíme riendo y volví al lado de Mirtho, sin haber
dado mayor importancia a lo que creí un simple juego de
camarada y nada más.
Varias veces, posteriormente, estando con ella, tuve, no
sin fuertes sobresaltos y alarmas que terminaban es cierto
en seguida, repentina impresión de hallarme en efecto ante
otra
mujer que no era Mirtho. Hubo noche, por ejemplo, en que
esta crisis de duda colmóse en álgida desesperación, por
haber percibido un inusitado arrebol de serenidad en el
desenvolvimiento de las ondas de un silencio suyo,
arrebol completamente extraño a todas las pausas de su voz, y
que chilló aquella noche en todo mi corazón. Pero, repito,
esas alarmas cedían luego, pensando que ellas deberíanse sin
duda a la sugestión obsesiva que podían ejercer los demás
cerca de mí.
He de advertir, por lo que esto pudiera dar luz a este
enredo, que por raro que parezca el caso, fuera de la vez en
que fui presentado a Mirtho, jamás la vi acompañada de tercera
persona, y aun más: cuando solía hallarse conmigo, nunca
estuvimos sino los dos únicamente.
Así continuaban las cosas, creciente pesadilla que iba
a volverme loco, hasta cierta mañana tibia y diáfana en
que hallábame en la confitería Marrón, tomando algunos
refrescos en compañía de Mirtho. Ante la parva mesa de albo
caucho
traslúcido estábamos a solas.
–Oye– la murmuré lacerado, como quien manotea a ciegas
en un precipicio, mientras las flotantes manos suyas, de un
cárdeno espasmódico, subieron a asentar el cabello en sus
sienes invisibles– ¿Quieres decirme una cosa?
Ella sonrió llena de ternura y acaso con cierto frenesí.
–¡Oye, Mirtho adorada!– repetíla titubeante.
Interrumpióme violentamente y me clavó sus ojos de
hembra en celo, arguyéndome:
–¿Qué dices? ¿Mirtho? ¿Estás loco? ¿Con cara de quién
me ves?
Y luego, sin dejarme aducir palabra:
–¿Qué Mirtho es esa? ¡Ah! Con que me eres infiel y amas
a otra. Amas a otra mujer que se llama Mirtho.
¡Qué tal! ¡Así pagas mi amor! Y sollozó inconsolable.
* * *
Calló el adolescente relator. Y, al difuso fulgor de la
pantalla, parecióme ver animarse a ambos lados del agitado
mozo, dos idénticas formas fugitivas, elevarse suavemente por
sobre la cabeza del amante, y luego confundirse en el alto
ventanal, y alejarse y deshacerse entre un rehilo telescópico
de pestañas.
CERA
Aquella noche no pudimos fumar. Todos los ginkés de
Lima estaban cerrados. Mi amigo, que conducíame por entre
los taciturnos dédalos de la conocida mansión amarilla de la
calle Hoyos, donde se dan numerosos fumaderos, despidióse por
fin de mí, y aporcelanadas alma y pituitarias, asaltó el
primer eléctrico urbano y esfumóse entre la madrugada.
Todavía me sentía un tanto ebrio de los últimos alcoholes.
¡Oh mi bohemia de entonces, broncería esquinada siempre
de balances impares, enconchada de secos paladares, el círculo
de mi cara libertad de hombre a dos aceras de realidad hasta
por tres sienes de imposible! Pero perdonadme estos desahogos
que tienen aún bélico olor a perdigones fundidos en
arrugas.
Digo que sentíame todavía ebrio cuando vime ya
solo, caminando sin rumbo por los barrios asiáticos de la
ciudad.
Mucho a mucho aclarábase mi espíritu. Luego hice la cuenta
de lo que me sucedía. Una inquietud posó en mi izquierdo
pezón.
Berbiquí hecho de una hebra de la cabellera negra y brillante
de mi novia perdida para siempre, la inquietud picó,
revoloteó, se prolongó hacia adentro y traspasóme en todas
direcciones.
Entonces no habría podido dormir. Imposible. Sufría el
redolor de mi felicidad trunca, cuyos destellos trabajados
ahora en férrea tristeza irremediable, asomaban larvados en
los más hondos paréntesis de mi alma, como a decirme con
misteriosa ironía, que
mañana, que sí, que como no, que otra vez, que bueno.
Quise entonces fumar. Necesitaba yo alivio para mi
crisis nerviosa. Encaminéme al ginké de Chale, que estaba
cerca.
Con la cautela del caso llegué a la puerta. Paré el oído.
Nada.
Después de breve espera, dispúseme a retirarme de allí,
cuando oí que alguien saltaba de la tarima y caminaba descalzo
y precipitadamente dentro de la habitación. Traté de aguaitar,
a fin de saber si había allí algún camarada. Por la cerradura
de la puerta alcancé a distinguir que Chale hacía luz, y
sentábase con gran desplazamiento de malhumor delante de la
lamparita de aceite, cuyo verdor patógeno soldóse en mustio
semitono a la
lámina facial del chino, soflamada de visible iracundia.
Nadie más estaba allí.
Dado el aspecto de inexpugnable de Chale, y, según el
cual, parecía acabar de despertar de alguna mala pesadilla
quizás, consideré importuna mi presencia y resolví marcharme,
cuando el asiático abrió uno de los cajones de la mesa y,
capitaneando de alguna voz de mando interior e inexorable, que
desenvainóle el cuerpo entero en resuelto avance, extrajo de
un lacónico estuche de pulimentado cedro, unos cuerpos blancos
entre las uñas
lancinantes y asquerosas. Los puso en el borde de la mesa.
Eran dos trozos de mármol.
La curiosidad tentóme. Dos trozos ¿de mármol eran? Eran
de mármol. No sé por qué, desde el primer momento, esas
piezas, sin haberlas tocado ni visto claramente y de cerca,
vinieron a través del espacio, a barajarse entre las yemas de
mis dedos,
produciéndome la más segura y cierta sensación del
mármol.
El chino las volvió a coger, angulando en el aire miradas
por demás febriles y de angustioso devaneo, para que ellas
no descorrieran ante mí ciertas presunciones sobre la causa de
su vigilia. Las cogió y examinólas detenidamente a la luz. Sí.
Dos pedazos de mármol.
Luego, sin abandonarlos, acodado en la mesa, desaguó
entre dientes algún monosílabo canalla que alcanzó apenas a
ensartarse en el ojo tajado, donde el alma del chino lagrimeó
de ambición mezclada de impotencia. Hala otra vez el mismo
cajón y aupado
acaso por un viejo tesón que redivivía por centésima vez,
toma de allí numerosos aceros, y con ellos empieza a labrar
sus mármoles de cábala.
Ciertas presunciones, dije antes, saltaron ante mí. En
efecto.
Conocía yo desde dos años atrás a Chale. El mongol era
jugador. Y jugador de fama en Lima; perdedor de millares,
ganador de tesoros al decir de las gentes. ¿Qué podía significar,
pues, entonces esa vela tormentosa, ese episodio furibundo de
artífice
nocturno? ¿Y esos dos fragmentos de piedra? Y luego, ¿por
qué dos y no uno, tres o más? ¡Eureka! ¡Dos dados! Dos dados
en gestación.
El chino labraba, labraba desde el vértice mismo de la
noche.
Su faz, entre tanto, también labraba una infinita sucesión
de líneas. Momentos hubo que Chale exaltábase y quería
romper aquellos cuerpezuelos que irían a correr sobre el
tapete
persiguiéndose entre sí, a las ganadas del azar y la suerte,
con el ruido de dos cerrados puños de una misma persona, que
se diesen duro el uno al otro, hasta hacer chispas.
Por mi parte habíame interesado tanto esa escena, que
no pensé ni por mucho abandonarla. Parecía tratarse de una
vieja empresa de paciente y heroico desarrollo. Y yo aguzábame
la mente, indagando lo que perseguiría este enfermo de
destino.
Burilar un par de dados. ¿Y bien?
Tanto se afirma sobre maniobras digitales y
secretas desviaciones o enmiendas a voluntad en el cubileteo
del juego, que, sin duda, díjeme al cabo, algo de esto se
propone mi hombre. Esto por lo que tocaba al fin. Pero lo que
más me intrigaba, como se comprenderá, era el arte de los
medios, en cuya disposición parecía empeñarse Chale a la
sazón, esto es la correlación que debía de prestablecerse,
entre la clase de dados y
las posibilidades dinámicas de las manos. Porque si no
fuese necesaria esta concurrencia bilateral de elementos,
¿para qué este chino hacía por sí mismo los dados? Pues
cualquier material rodante sería utilizable para el caso. Pero
no.
Es indudable que los dados deben de estar hechos de
cierta materia, bajo este peso, con aquel aristaje, exagonados
sobre tal o cual impalpable declive para ser despedidos por
las yemas de los dedos; y luego, estar pulidos con esa otra
depresión o casi inmaterial aspereza entre marca y marca de
los puntos o entre un ángulo poliédrico y el exergo en blanco
de una de las cuatro caras correspondientes. Hay, pues, que
suscitar la aptitud de la materia aleatoria, para hacer
posible su obediencia y docilidad a las vibraciones humanas,
en este punto siempre improvisadas, y triunfadoras por eso, de
la mano, que piensa y calcula aún en la más oscuro y ciego de
estos avatares.
Y si no, había que observar al asiático en su procelosa
jornada creadora, cincel en mano, picando, rayando,
partiendo, desmoronando, hurgando las condiciones de armonía y
dentaje entre las innacidas proporciones del dado y las
propias ignoradas potencias de su voluntad cambiante. A veces,
detenía su labor un punto, contemplaba el mármol y sonreía su
rostro de vicioso, melado por la lumbre de la lámpara. Luego
con aire tranquilo y amplio, golpeaba, cambiaba de acero,
hacía rodar el juguete monstruoso ensayándolo, confrontaba
planos tenaz, pacientemente y cavilaba.
Pocas semanas después de aquella noche, quienes hubo
que murmuraban entre atorrantes y demás círculos de la cuerda,
cosas estupefacientes e increíbles sobre grandes
acontecimientos recientemente habidos en las casas de juego de
Lima. De mañana en mañana las leyendas fabulosas crecían. Una
tarde del último invierno, en la puerta del Palais Concert,
refería un exótico personaje de biscotelas chorreantes, a un
grupo de mozos, que le oían por todas las orejas:
–Chale para poder jugar esos diez mil soles, no ha
jugado limpio. Yo no sé cómo. Pero el chino se maneja una
misteriosa, inconstatable prestidigitación sobre el tapete.
Eso no se puede negar. Fíjense ustedes –recalcó aquel hombre
con gravedad siniestra– que los dados con que juega ese chino,
jamás aparecen en la mano de otro jugador que no sea Chale.
Hablo sobre datos inequívocos de propia observación. Esos
dados tienen, pues,
algo. En fin…Yo no sé…
Una noche lanzóme la inquietud al antro donde jugaba
Chale.
Era una cosa de juego para los más soberbios duelos
del tapete.
Había mucha gente en torno de la mesa. La
cabestreada atención de todos hacia el paño ganglionado de
montones de billetes, díjome que esa era noche de gran
borrasca. Abriéronme paso algunos conocidos que entusiastas me
echaban a apostar.
Allí estaba Chale. Desde la cabecera de la mesa, presidía
la sesión, en su impasible y torturante catadura todopoderosa:
dos correas verticales por cuello, desde los parietales chatos
de ralo pelaje, hasta las barras lívidas de las clavículas;
boca forjada a la mala en dos jebes tensos de codicia, que no
se entreabrían jamás en sonrisa por miedo a desnudarse hasta
el hueso; camisa heroica hasta los codos. El latido de la vida
saltábale de un pulso al otro, buscando las puertas de las
manos para escapar de cuerpo tan
miserable. Livor nauseante sobre los pómulos de caza.
Podría decirse que allí se había perdido la facultad de
hablar.
Señas. Adverbios casi inarticulados. Interjecciones
arrastradas.
¡Oh cuánto quema a veces el resuello branquial de lo que
anda muerto, y sin embargo vivo en cada uno de nosotros!
Propúseme observar con toda la sutileza y profundidad de
que era capaz, las más mínimas ondas sicológicas y mecánicas
del chino.
Rayaba la una de la madrugada.
Alguien apostó cinco mil soles a la suerte. El aire
chasqueó como agua caliente estocada por la primera burbuja de
la ebullición. Y si quisiera yo ahora precisar cómo eran las
caras
circunstantes en aquellos segundos de prueba, diría que
todas ellas rebasáronse a sí mismas y fueron a ser refregadas
y estrujadas con el par de dados de Chale, encendiéndose
y afilándose allí, hasta urgir y querer arrancar una novena
arista milagrosa a cada dado, como ansiada sonrisa del
destino. Chale deshízose violentamente de los dados, como un
par de brasas que chisporroteasen, y rugió una hienada
formidable grosería que trascendió en la sala a carne
muerta.
Palpéme en mi propio cuerpo como buscándome, y me
di cuenta de que allí estaba yo temblando de asombro. ¿Qué
había sentido el chino? ¿Por qué arrojó los dados así, como si
le hubiesen quemado o cortado las manos? ¿El ánimo de
aquellos jugadores todos, como es natural, en contra suya
siempre, había, ante tan crestada apuesta, así llegádole a
herir de tal manera?
Mientras los dados estuviesen abandonados sobre el paño
de esmeralda, vinieron a mi memoria los dos trozos de mármol
que ví troquelar a Chale en ya lejana noche. Estos dados, que
ahora veía, provenían por cierto de las nacientes joyas de
entonces, porque he aquí que ellos eran de un mármol albicante
y traslúcido en los bordes y de brillo firme casi metálico en
los fondos. ¡Bellos cubos de Dios!
El chino, luego de corta vacilación, recogió otra vez los
dados y siguió su juego, no sin algún temblor convaleciente en
las sienes que quizás sólo yo percibí con harto trabajo.
Tiró una vez, Barajó. Volvió a tirar dos, tres, cuatro,
cinco, seis, siete, ocho veces. La novena pintó quina y
sena.
Todos parecieron descolgarse de una picota y resucitar.
Todos humanizáronse de nuevo. Por allí se pidió un cigarrillo.
Tosieron Chale pagó dos mil quinientos soles. Yo lancé un
suspiro. Luego tragué saliva. Hacía calor.
Formuláronse nuevas apuestas y continuó la trágica disputa
de la suerte con la suerte.
Noté que la pérdida que acababa de tener Chale no le
había inmutado absolutamente, circunstancia que venía a echar
aún mayor sombra de misterio sobre el motivo de su inusitado
rapto de ira anterior que, por lo visto, no podía atribuirse a
claro alguno
producido fogonazo nervioso, por incausado, al
parecer, socavaba mi espíritu con crecientes cavilaciones
sobre posibles inteligencias del chino con corrientes o
potencias que danse más allá de los hechos y de la realidad
perceptible. ¿Hasta dónde, en efecto, podría Chale parcializar
al destino en su favor por medio de una técnica sabia e
infalible en el manejo de los dados?
En el primer juego que siguió al de los cinco mil soles, fue
de nuevo esta misma cantidad, apuntada esta vez al azar.
Varios acompañaron con menores apuestas a las quinientas
libras. Y el ambiente de combate fuéle ahora aún más
enteramente hostil al banquero.
Los dados saltaron de la diestra del asiático, juntos, al
mismo tiempo, dotados de un impulso igual. Con un instrumento
de medida que pudiese registrar en cifras innominables las
humanas ecuaciones gestadoras de acción más infinitesimales,
habríase constatado la simultaneidad absolutamente matemática
con que ambos mármoles fueron despedidos al espacio. Y juraría
que, al auscultar la relación de avance que desarrollábase
entre esos dos dados al iniciar su vuelo, lo que hay de más
permanente, de más vivo, de más fuerte, de más inmutable y
eterno en mi ser, fundidas todas las potencias de la dimensión
física, se dio contra sí mismo, y así pude sentir entonces en
la verdad del espíritu, la partida material de esos dos
vuelos, a un mismo tiempo, unánimes.
Chale había arrojado los dados constriñendo toda su
escultura hacia una desviación anatómica tan rara y singular,
que ello turbó aún más mi ya sugestionada sensibilidad.
Diríase que en ese momento había el jugador estilizado toda su
animalidad,
subordinándola a un pensamiento y un deseo únicos a la sazón
en su juego.
En efecto. ¿Cómo poder describir semejante movimiento
de sus huesosos flancos, arrimándose uno contra otro, por
sobre la gritería misma de un silencio de pie suspenso entre
los dos guijarros de la marcha; semejante ritmo de los
omóplatos transfigurándose, empollándose en truncas alas que,
de pronto, crecían y salían fuera, ante la ceguedad de todos
los jugadores que nada de esto percibían y que me dejaban
¡ay!, sólo ante aquel
espectáculo que me castigaba en todo el corazón!... Y
aquella confluencia del hombro derecho, quieta, esperando que
la frente del chino acabase de ganar todo el arco que la
intuición y el cálculo mental de fuerzas, distancias,
obstáculos, elementos aceleratrices y hasta del máximun de
intervención de una segunda potestad humana, tendían,
templaban, ajustaban desde el punto más alto de la vidente
voluntad del hombre hasta los cercos
lindantes a la omnipotencia divina… Y esa muñeca
pálida, alambreada, neurótica, como de hechicería, casi
diafanizada por la luz que parecía portar y transmitir en
vértigo a los dados, que la esperaban en la cuenca de la mano,
saltando, hidrogénicos, palpitantes, cálidos, blandos,
sumisos, transustanciados tal vez, en dos trozos de cera que
sólo detendríanse en el punto del extendido paño, secretamente
requerido, plasmados por los dos lados que plugo al jugador…
La presencia entera de Chale y toda la atmósfera de
extraordinaria e ineludible soberanía que desarrolló en la
sala en tal instante, habíanme envuelto también a mí, como
átomo en medio del fuego solar del mediodía.
Los dados volaron, mejor, corrieron tropezándose entre
sí, patinando, saltando isócromos a veces, con el rehillo
punzante de dos tambores que batieran en redoble de piedra la
marcha de lo que no podía volver atrás, aun a pesar de Dios
mismo, ante las pobres miradas de aquella estancia, solemne y
recogida más que iglesia a la hora de alzar la hostia
consagrada…
Vibrante, grisácea línea trababa cada dado al rodar, Una
de esas líneas empezó a engrosar, fue desdoblándose en
manchas unas más blancas que otras; pintó sucesivamente 2
puntos negros, luego 5, 4, 2, 3 y plantóse por fin marcando
quina. El
otro mármol ¡oh los costados y el espaldar, el hombre y el
frontal del jugador! el otro mármol ¡oh la partida simultánea
de los dados! el otro avanzó tres dados más que el anterior, y
por parecido proceso de evolución hacia la meta insospechada,
fue a
presentar también 5 puntos de carbón sobre el tapete.
¡Suerte!
El chino, con la serenidad de quien lee un enigma
cuyos términos le fuesen desde mucho antes familiares, hizo
ingresar a su banca los cinco mil soles de la apuesta.
Alguien dijo a media voz:
–¡Es una barbaridad! Siempre las más altas paradas son
para Chale. No se puede con él.
El chino, repetí para mí, no hay duda, tiene completo
dominio sobre los dados que él mismo labrara, y, acaso,
todavía más, es dueño y señor de los más indescifrables
designios del destino, que le obedecen ciegamente.
Los más poderosos jugadores parecieron encolerizarse
y refunfuñar contra Chale, a raíz de la última jugada. La sala
entera sacudióse en un espasmo de despecho; y quizá la
protesta amordazada de esa masa de seres a los que así
golpeaba la invencible sombra del destino encarnada en la
fascinante figura de Chale, estuvo a punto de traducirse en un
zarpazo de sangre.
Un solo gran infortunio puede más que millares de
pequeños triunfos dispersos y los atrae y ata a sus
huracanadas entrañas, hasta untarles por fin en su aceite
incandescente y funerario.
Todos esos hombres debieron sentirse heridos por la
última victoria del chino, y, llegado el caso, todos le
habrían arrancado la vida a las ganadas. Hasta yo mismo – me
aguijonea el
remordimiento al recordarlo – hasta yo mismo odié
furiosamente a Chale en ese instante.
Siguió una apuesta de diez mil soles al azar. Todos
temblamos de expectación, de miedo y de una misericordia
infinita, como si fuésemos a presenciar un heroísmo. La
tragedia revolcase cosquilleante a lo largo de las epidermis.
Las pupilas relincharon casi vertiendo lloro puro. Los rostros
alisáronse cárdenos de incertidumbre. Chale lanzó sus dados. Y
de este solo cordelazo, apuntaron dos senas en el paño.
¡Suerte!
Sentí que alguien se abría paso a mi lado y me apartaba
para adelantarse a la mesa, presionándome, casi acogotándome
en forma brutal y arrolladora, como si una fuerza irresistible
y fatal impulsara al intruso para tal conducta. Quienes
estuvieron a mi lado sufrieron idéntico vejamen del
desconocido.
Y he aquí que le chino, en vez de recoger dinero ganado,
hizo de él desusado olvido, para como movido por resorte,
volver inmediatamente la cara hacia el nuevo concurrente.
Chale se demudó. Parece que ambos hombres chocaron sus
miradas, a modo de dos picos que se prueban en el aire.
El recién llegado era un hombre alto y de
anchura proporcionada y hasta armoniosa; aire enhiesto; gran
cráneo sobre la herradura fornida de un maxilar inferior que
reposaba
recogido y armado de excesiva dentadura para mascar cabezas
y troncos enteros; el declive de los carrillos anchábase de
arriba abajo. Ojos mínimos, muy metidos, como si reculasen
para luego acometer en insospechadas embestidas; las niñas sin
color,
produciendo la impresión de dos cuencas vacías. Tostado
cutis; cabello bravo; nariz corva y zahareña; frente
tempestuosa. Tipo de pelea y aventura, sorpresivo, preñado de
sugerencias embrujadas como boas. Hombre inquietante,
mortificante a pesar de su alguna belleza; céntrico. ¿Su raza?
No acusaba ninguna.
Aquella humanidad peregrina quizá carecía de patria
étnica.
Tenía innegable traza mundana y hasta de clubman
intachable, con su correcto vestir y su distinción, y el
desenfado inquirido de sus ademanes.
Apenas este personaje tomó una posición junto al tapete,
todo el gas envenenado de ebriedad y codicia, que respirábamos
en la sala, inclusive el de la última jugada de diez mil
soles, la mayor de la noche, despejóse y desapareció
súbitamente. ¿Qué oculto
oxígeno traía, pues, aquel hombre? De haberse podido ver el
aire entonces, lo habríamos hallado azul, serena y
apaciblemente azul.
De golpe recobré mi normalidad y la luz de mi conciencia,
entre un hálito fresco de renovación sanguínea y de desahogo.
Sentí que me liberaba de algo. Hubo un dulce remanso en la
expresión de todos los semblantes. El señorío de Chale y todas
sus posturas de sortilegio se acabaron.
En cambio, una cosa allí nacía. Una cosa en forma
de sensación de curiosidad primero, luego de extrañeza y
de espinosa inquietud. Y esa inquietud partía, indudablemente,
de la
presentación del nuevo parroquiano. Sí. Pues él – yo lo
hubiera afirmado con mi cuello – traía algún propósito
apabullante, algún designio misterioso.
El asiático estaba demudado. Desde que éste advirtió
al desconocido, no volvió a mirarle cara a cara. Por
nada.
Aseguraría que la tomó miedo y que en él más que en
ningún otro de los presentes, el efecto repulsivo y
aborrecible que despertaba ese hombre, fue mucho mayor para
ser disimulado.
Chale le odiaba, le temía. Esa es la palabra: le tenía
miedo.
Además, nadie había visto jamás a tal caballero en aquella
casa de juego. Chale ni siquiera le conocía. Detonaba, pues,
también por esto su presencia.
El clubman de súbito empezó a respirar con trabajo, como si
se asfixiara. Jadeaba mirando fijamente al cabizbajo chino
que parecía triturado por aquella mirada, mutilado, reducida a
pobres carbones toda su personalidad moral, toda su confianza
en sí mismo de antes, toda su beligerancia triunfadora siempre
del hado. Chale, cariacontecido, como niño cogido en falta,
movía los dedos en el hueco de su diestra temblorosa,
queriendo
derribarlos por impotencia.
El corro, poco a poco, llegó a converger todas sus miradas
en el forastero que aún no había pronunciado palabra. Se
hizo silencio.
Por fin el recién llegado dijo dirigiéndose al chino:
–¿Cuánto importa toda su banca?
El interrogado pestañeó haciendo una mueca apocalíptica
y ridícula de desamparo, como si fuese a recibir una
bofetada mortal. Y volviendo en sí, balbuceó, sin saber lo que
decía.
–Allí está todo.
La banca importaba más o menos cincuenta mil soles.
El hombre equis nombró esta suma, extrajo una cantidad
igual de su cartera y con majestad la colocó en el paño,
apostándola al azar, ante el pasmo de los circunstantes. El
chino se mordió los labios. Y, siempre rehuyendo el rostro de
su nuevo adversario,empezó a barajar los cubos de mármol, sus
cubos.
Nadie acompañó a tan monstruosa y atrevida apuesta.
El apostador único, solitario, sin que nadie,
absolutamente nadie, menos el chino, pudiese advertirlo,
extrajo del bolsillo su revólver, acercólo sigilosamente al
cerebro de Chale, y, la mano en el gatillo, erecto el cañón
hacia aquel blanco. Nadie, repito, percibió esta espada de
Damocles que quedó suspendida sobre la vida del asiático. Muy
al contrario. La espada de Damocles viéronla todos suspendida
sobre la fortuna del desconocido, pues
que su pérdida estaba descontada. Recordé lo que
momentos antes habíase susurrado en la sala:
–Siempre las más altas paradas son para Chale. No se
pude con él.
¿Era su buena suerte? ¿Era su sabiduría? No lo sé. Pero yo
era ahora el primero que preveía la victoria del chino.
Echó éste los dados. ¡Oh los costados y el espaldar, el
hombro y el frontal del jugador! De nuevo, y con más óptima
elocuencia, repitiese ante mis ojos y ante mi alma, el
espectáculo extraordinario, la desviación anatómica, la
polarización de toda la voluntad que doma y sojuzga, entraba y
dirige los más inextricables designios de la fatalidad. De
nuevo, ante el esfuerzo creador del lanzador de dados,
sobrecogido fui de un cataclismo
misterioso que rompía toda armonía y razón de ser de los
hechos y leyes y enigmas en mi cerebro estupefacto. De nuevo
esa partida simultánea de los dados ante iguales términos
aleatorios de apuesta. De nuevo abrí los ojos desmesurándolos
para constatar la suerte que vendría a agraciar al gran
banquero.
Los mármoles corrieron y corrieron y corrieron.
El cañón y el gatillo y la mano esperaban. El de la gran
parada no miraba los dados: sólo miraba fija, terrible,
implacablemente a la testa del asiático.
Ante aquel desafío, que nadie notaba, de ese revólver
contra ese par de dados que pintarían el número que pluga a
la invencible sombra del Destino, encarnada en la figura de
Chale, cualquier habría asegurado que yo estaba allí. Pero no.
Yo no
estaba allí.
Los dados detuviéronse. La muerte y el destino tiraron
de todos los pelos.
¡Dos ases!
El chino se echó a llorar como un niño.
NOTA :