FABLA SALVAJE
I
Balta Espinar levantose del lecho y, restregándose
los adormilados ojos, dirigiose con paso negligente hacia la
puerta y cayó al corredor. Acercose al pilar y descolgó de un
clavo el pequeño espejo. Viose en él y tuvo un estremecimiento
súbito. El espejo se hizo trizas en el enladrillado pavimento, y en
el aire tranquilo de la casa resonó un áspero y ligero ruido
de cristal y hojalata.
Balta quedose pálido y temblando. Sobresaltado
volvió rápidamente la cara atrás y a todos lados, como si
su estremecimiento hubiérase debido a la sorpresa de sentir
a
alguien agitarse furtivamente en torno suyo. A nadie
descubrió.
Enclavó luego la mirada largo rato en el tronco del alcanfor
del patio, y tenues filamentos de sangre, congestionada por
el reciente reposo, bulleron en sus desorbitadas escleróticas
y corrieron, en una suerte de aviso misterioso, hacia ambos
ángulos de los ojos asustados. Después miró Balta el espejo
roto a sus pies, vaciló un instante y lo recogió. Intentó
verse de nuevo el rostro, pero de la luna solo quedaban
sujetos al marco uno que otro breve fragmento. Por aquestos
jirones brillantes, semejantes a parvas y agudísimas lanzas,
pasó y repasó la faz de Balta, fraccionándose a saltos,
alargada la nariz, oblicuada la frente, a retazos los labios,
las orejas disparadas en vuelos inauditos...
Recogió algunos pedazos más. En vano. Todo el espejo
hablase deshecho en lingotes sutiles y menudos y en polvo
hialoideo, y su reconstrucción fue imposible.
Cuando tornó al hogar Adelaida, la joven esposa, Balta la
dijo, con voz de criatura que ha visto una mala sombra:
–¿Sabes? He roto el espejo.
Adelaida se demudó.
–¿Y cómo lo has roto? ¡Alguna desgracia!
–Yo no sé cómo ha sido, de veras...
Y Balta se puso rojo de presentimiento.
Atardeció. Sentose él a la mesa para la comida en el
corredor.
Desde el poyo contemplaba Balta, con su viril
dulcedumbre andina, el cielo, un cielo rosado y apacible de
julio, que adoselaba con variantes profundas los sembríos de
las lejanas quintas de la banda. Por sobre la rasante del
huerto emergía la briosa cabeza castaña de "Rayo", el potro
favorito y mimado de Balta. Mirole este, y el corcel reposó un
momento sus grandes pupilas equinas en su amo, hasta que una
gallina del bardal turbó
el grave silencio de la tarde, lanzando un cántico azorado
y plañidero.
–¡Balta! ¿Has oído? –exclamó sobresaltada Adelaida, desde
la cocina.
–Sí... Sí he oído. Qué gallina más zonza. Parece que ha sido
la "pulucha".
–Jesús! ¡Dios me ampare! Qué va a ser de nosotros...
Y Adelaida irrumpió en la puerta de la cocina,
mirando ávidamente hacia el lado del gallinero.
"Rayo" entonces relinchó medrosamente y paró la oreja.
–Es necesario comerla –dijo Balta, poniéndose de pie–.
Cuando canta una gallina, mala suerte, mala suerte... Para
que muera mi madre, una mañana, muchos días antes de la
desgracia,
cantó una gallina vieja, color de habas, que teníamos.
–¿Y el espejo, Balta? ¡Ay Señor! Qué va a ser de
nosotros...
Adelaida sentose en el otro poyo, llevó ambas manos al rostro
y se echó a sollozar. Silenciosamente lloraba. El marido
estuvo meditando y callado algunos minutos.
Esposos felices hasta entonces. Muchacho aún, él
adoraba tiernamente a su mujercita. Pálido, anguloso, de sana
mirada agraria, diríase vegetal, y lapídea expresión en el
vivaz
continente, alto, fuerte y alegre siempre, Balta pasó su luna
de miel lleno de delicias, rebosante de ilusión y muy confiado
en los años futuros del hogar. Era agricultor. Era un buen
campesino, más de la mitad oscuro aldeano de las campiñas.
Adelaida era una dulce chola, riente, lloradora, dichosa en su
reciente curva de esposa, y pura y amorosa para su caro
varón.
Adelaida, además, era una verdadera mujer de su casa. Con
el cantar del gallo se levantaba, casi siempre sin que la
sintiera el marido; con suma cautela, callada persignábase,
rezaba en voz baja su oración matinal, y a la húmeda luz de la
aurora que a
cuchilladas penetraba por las rendijas de las ventanas,
atravesaba de puntillas con sus zapatos llanos el largo
dormitorio y salía. A la hora en que Balta abandonaba el
lecho, ya Adelaida había ido a acarrear agua del chorro de la
esquina, en sus dos grandes cántaros, el tiznado y el
vidriado, que cabían por uno y medio de los corrientes.
¡Cuántos años tenía Adelaida aquellos cántaros! Se los regaló
su tía abuela materna, doña Magdalena, cuando Adelaida era
criatura, en gratitud al cariño y apasionada
asistencia con que solía acompañarla día y noche, en su
vejez achacosa y solitaria. A su vez, a la donante viejecita
habíanle sido comprados y obsequiados por el tío Samuel, el
día en que doña Magdalena, siendo aún señorita, obtuvo el
honor de ingresar a la
Sagrada Asociación del Corazón de Jesús del lugar,
congregación de gran tono, formada solo por la gente visible
de la aldea.
El cántaro que Adelaida nombraba el tiznado no tenía
en verdad nada en sí de excepcional, sino era los años de
servicio y su tradición gentilicia. En cambio, el vidriado
tenía un mérito originalísimo y fantástico. Ello es que un
día, cuando tales vasijas pertenecían a la abuela aún,
Adelaida, que apenas tenía siete años, fue a traer agua de la
poza en el vidriado. Bien lo recordaba Adelaida. No podía
llevar los dos cántaros, porque era muy pequeña y se habría
caído con ellos. La siguió "Picaflor", la faldera, blanca y
sedosa. De repente, ingresado el cántaro al fondo de la oscura
compuerta para colmarse, pasaron por allí algunos perros en
encelada caravana; "Picaflor" entropose a ellos, y alejándose
fue hasta perderse en la próxima esquina, a despecho de las
llamadas y amonestaciones de Adelaida. Cuando volvió, el
animal enardecido acezaba y gruñía. Al acercarse a la niña,
pareció irritarse más, empezó a escarbar furiosamente con las
patas traseras y desnudó los finos colmillos y las rojas
encías, despidiendo rencor por todas las comisuras y
contracciones de su máscara. Ladró, enfureciéndose más y más.
Adelaida la llamaba:
"¡Picaflor! To... To... ¡Picaflor!". Y la can ingrata
jadeaba sofocada, parapetada en una piedra, pronta al
mordisco; algunas veces husmeaba agitadamente el suelo,
buscando, echando de menos algo, con amoroso ahínco. Después
volvía a Adelaida el hocico amenazador, y hasta hubo momentos
en que saltaba e hincaba los dientes en el traje. La niña se
puso a llorar, asiéndose a unos rocosos y grandes pedruscos y
pateando inocentemente a la bestia rabiosa.
El torrente seguía resonando en la oscura gruta.
De improviso "Picaflor" frunció las ventanillas de la nariz
y las hizo latir con creciente alborozo y con no sé qué
mohín cordial en sus ojillos húmedos, color de bilis muerta.
Dejó
bruscamente de ladrar, fue acercándose al borde de la
compuerta, y he allí que, como llamada por invisible mano,
metió toda la cabeza dentro de la sombría profundidad, lamió
adentro la vaga figura del vidriado y empezó a mover el rabo
con loco regocijo.
Volvió de un salto hacia Adelaida y, encabritándose ante
ella, dobló las manitos esclavas, como pidiendo perdón, y
lamía los desnudos y tostados brazos de su pequeña ama, con su
ciego y jubiloso cariño de animal que reconoce a su
dueño...
II
A la hora en que Balta salía de dormir, ya Adelaida
había también regado y, con escoba que ella misma hacía de
verdes y olorosas hierbasantas traídas a esa hora de la
campiña, había barrido, plata, los dos corredores, los dos
patios hasta cerca de los primeros rellanos del huerto, la
pequeña sala de arriba, el zaguán y la calle correspondiente a
la casa. Se había lavado, y cuando servía el caldo matinal, de
rica papaseca, festoneada de
tajadas de áureo rocoto perfumado, a su marido plácido,
todavía caían al plato humeante algunas gotas de mujer, de sus
largas y negras trenzas.
Adelaida era una verdadera mujer de su casa. Todo el santo
día estaba en sus quehaceres, atareada siempre, enardecida,
matriz, colorada, yendo, viniendo y aun metiéndose en trabajos
de hombre. Un día Balta estuvo en la chacra, lejos. La
mujer,
agotadas sus faenas, propias de su incumbencia femenina, fue
al corral y sacó a "Rayo". El caballo venía buenamente a la
zaga de Adelaida, que lo ató al alcanfor del patio, y trajo
seguidamente las tijeras. Se puso a pelarlo. Mientras hacía
esto cantaba un yaraví, otro.
Tenía una voz dulce y fluvial: esa voz rijosa y sufrida
que entre la boyada es guía en las espadañas yermas, acicate
o admonición apasionada en las siembras; esa voz que cabe
los torrentes y bajo los arqueados y sólidos puentes, de
maderos y cantos más compactos que mármol, arrulla a los
saurios dentados y sangrientos en sus expediciones lentas y en
los remansos alvinos, y a los moscardones amarillos y negros
en sus vagabundeos de peciolo en peciolo; esa voz que
enronquece y se hace hojarasca lancinante en la garganta,
cuando aquel cabro color de lúcuma, púber ya, de pánico airón
cosquillante y
aleznada figura de íncubo, sale y se va a hacer daño al
cebadal del vecino, y hay que llamarlo con silbido del más
agudo pífano y a piedra de honda, ludiendo así la de lana
verde y dorada que tejieran en regalo manos amorosas, y que,
por esto, duele de veras estropearla y acabarla. Voz que en
las entrañas de la basáltica peña índiga de enfrente tiene una
hermana encantada, eternamente en viaje y eternamente
cautiva... Así era la voz de Adelaida.
“Rayo” dejabase.
–Mañana, señor, va usted a portarse muy bien. Su
dueño quiere tirar la prosa. Ya sabe usted. Déjese, déjese.
Debe usted presentarse hermoso.
El potro se inclinaba, deponiendo ante la dulce voz de
la hembra imperiosa las tablas del fornido y gallardo
cuello reluciente.
Adelaida acabó el trasquilo.
–¿Qué estás haciendo?
Balta llegó y su mujer se echó a reír, respondiéndole, bajo
un halo llameante de casta verecundia:
–Nada. Ya está. Ya está terminado.
–Con que solo para pelar al animal vengo, suspendiendo
y abandonando tanto trabajo que hay allá... ¡Qué tal
mujercita!
Ella se reía más dulcemente aun, y el marido
acariciola conmovido y lleno de pasión.
III
Aquel día en que cantó la gallina, Adelaida estuvo
gimiendo hasta la hora en que [se] acostó.
Fue una noche triste en el hogar.
Balta no pudo dormir. Revolvíase en la cama, sumido
en sombríos pensamientos. Desde que se casaron era la
primera zozobra que turbaba su felicidad. De vez en cuando se
oía el gemir entrecortado de Adelaida.
A Balta habíale ocurrido una cosa extraña al mirarse en
el espejo: había visto cruzar por el cristal una cara
desconocida. El estupor relampagueó en sus nervios, haciéndole
derribar el espejo. Pasados algunos segundos, creyó que
alguien habíase asomado por la espalda al cristal, y después
de volver la mirada a todos lados en su busca, pensó que debía
estar aún trastornado por el sueño, pues acababa de
levantarse, y se tranquilizó. Mas, ahora, en medio de la
noche, oyendo sollozar desvelada a su mujer, la escena del
espejo surgía en su cerebro y le atormentaba misteriosamente.
No obstante, creyó de su deber consolar a
Adelaida.
–No juegues, Adelaida -le dijo-. ¡Llorando porque canta
una gallina!... Vaya... ¡No seas chiquilla!
Esto lo dijo haciendo de tripas corazón, pues aguja muy
fina jugaba a lo largo de sus tensas venas y cosía ahí un
recodo a otro, una papila firme y vibrátil a otra fugitiva,
con dura pita negra que él nunca había visto brotar de los
vastos pencales maduros... Era
dura esa pita, y le hacía doler; y esa aguja
erraba vertiginosamente en su sangre conturbada. Balta quería
cogerla y se le escurría de los dedos. Sufría, en verdad. No
quería dar importancia al incidente del espejo, y sin embargo,
este le perseguía y le mordía con sorda obstinación.
Al otro día Balta lo primero que hizo al salir a la calle
fue comprar un espejo. Tenía la fantástica obsesión del día
anterior.
No se cansaba de mirar en el cristal, pendiente en la columna.
En balde. La proyección de su rostro era ahora normal y no la
turbó ni la más leve sombra extraña. Sin decirle nada a
Adelaida, fue a sentarse en uno de los enormes alcanfores,
cortados para vigas, que habían agavillados en el patio,
contra uno de los muros, y estuvo allí ante el espejo, horas
enteras. La mañana estaba linda, bajo un cielo sin
nubes.
Sorprendiole la vieja Antuca, madre de Adelaida, que venía
a pedir candela. Díscola suegra esta, media ciega de unas
cataratas que cogió hacía muchos años, al pasar una
medianoche, a solas, por una calle, en una de cuyas viviendas
se velaba a la sazón un
cadáver; el aire la hizo daño.
–¿No te has ido a la chacra, Balta? Don José dice que
el triguito de la pampa ya está para la siega. Dice que el
sábado lo vio, cuando volvía de las Salinas...
Balta tiró una piedra.
–¡Cho!... ¡ Chooo! ¡Adelaida! ¡Esa gallina!
Las gallinas picoteaban el trigo lavado para almidón
que, extendido en grandes cobijas en el patio, se secaba al
sol de la mañana.
Cuando se fue la vieja, dejó la portada abierta y entró un
perro negro de la vecindad. Acercose a Balta que seguía
sentado en las vigas color de naranja, y empezó a husmear y a
mover su larga cola lanuda, haciendo fiestas con gazmoñería
acrobática y mal disimulada. Balta, que se entretenía lanzando
destellos de sol con el espejo por doquiera, puso delante del
perro la luna. El vagabundo can miró mudamente a la superficie
azul y sin fondo, oliéndola, y ladró a su estampa con un
ladrido lastimero que
agonizó en un retorcimiento elástico y agudo como un
látigo.
Vinieron las cosechas.
Balta no volvió a recordar más de cuanto aconteció en el
hogar aquella tarde en que la gallina dio su canto, hasta un
día de setiembre, en que Adelaida, en la parva de trigo, le
dijo de improviso:
–Levanta tú esta alforja. Yo ya no puedo con ella.
–¿Estás enferma?
Adelaida bajó sus ojos dulces de mujer, con un aire inefable
de emoción.
–¿Y desde cuándo? -repuso él, en voz baja y
paterna, empapada de felicidad y lacerada de ternezas y de
lágrimas. Adelaida lloró, y luego se abrazaron padre a
madre.
Musitó ella tímida y pudorosa:
–Según creo, desde julio.
Habiendo oído Balta estas graves palabras, y luego de
meditar un momento, una nube sombría subió con ferrado vuelo a
su frente. "Desde julio...", pensó. Y entonces recordó,
después de largo tiempo, la visión intempestiva que, como en
sueños, tuvo en el espejo, aquella lejana tarde de julio, y la
ruptura del espejo, por el estupor de esa visión. "Extraña
coincidencia -se dijo en la parva-, bien extraña...". Un
misterioso y atroz presentimiento
sopló en sus venas un largo calofrío.
Pasaron las cosechas.
Pasó el estío, y llegó el otoño, y, con los días ventosos
y ásperos, la época de siembra. Uno que otro día bajaba una
lluvia fuerte y brusca, y siempre tempestuosas nubes altas
poblaban el espacio.
Balta y Adelaida trasladáronse a la chacra.
IV
Ya en la chacra, una tarde Balta, al tornar de su trabajo, dio
de abrevar a sus bueyes en la laguna de enfrente de la cabaña.
A su vez, él, sediento y transido de cansancio, fue a la
fuente de agua limpia que manaba entre los matorrales,
arrodillose y bebió directamente. Se oyó los tragos durante
algunos instantes, sumersos los labios. De repente, Balta
saltó bruscamente y dio dos o tres pasos atrás tambaleándose y
golpeando y haciendo
cimbrar el tierno tallo de un alcanfor, cuyo follaje
hizo estrepitosas y lúgubres cosquillas en los árboles de la
pradera.
Miró a uno y otro lado por descubrir quién había a sus
espaldas, sin hallar a nadie; buscó entre los matorrales.
Nadie. Volaron en diversas direcciones algunas palomas y
pajarillos azorados. Un gallinazo, con moroso y aceitado
vuelo, pasó de un alcanfor a otro, donde saltó, probó varios
ramajes y por fin desapareció con leve y goteante rumor de
hojas secas.
De nuevo, y después de algunos meses, aconteció a Balta
muy parecida cosa a la que le sucedió aquella tarde de julio
ante el espejo. Entre el juego de ondas que producían sus
labios al sorber el agua, habían percibido sus ojos una imagen
extraña, cuyos trazos fugitivos palpitaron y diéronse contra
las sombras fugaces y móviles de las hierbas que cubren en
brocal el manantial. El chasquido punteado y ruidoso de sus
labios al beber erizó de pavor la visión especular. ¿Quién le
seguía así? ¿Quién jugaba con él así, por las espaldas, y
luego se escabullía con tal artimaña y tal ligereza? ¿Qué era
lo que había visto? La inquietud hincole en todas su
membranas. Era extraordinario. Vaciló. Creyose en ridículo,
burlado. La cabeza le daba vueltas. Era curioso. ¿Quizá su
mujercita que jugaba inocente? No. Ella le respetaba
mucho para hacer eso. ¡No!
Balta era un hombre no inteligente acaso, pero de gran
sentido común y muy equilibrado. Había estudiado, bien o mal,
sus cinco años de instrucción primaria. Su ascendencia era
toda formada de tribus de fragor, carne de surco, rústicos
corazones al ras de la gleba patriarcal. Había crecido, pues,
como un buen animal racional, cuyas sienes situarían linderos,
esperanzas y temores a la sola luz de un instinto cabestreado
con mayor o menor
eficacia, por ancestrales injertos de raza y de costumbres.
Era bárbaro, mas no suspicaz.
Desde aquel día en que repitiose, por segunda vez, ante
sus ojos perplejos, la imagen extraña en la fuente, Balta
iba adquiriendo un aire preocupado. Dábale en qué pensar
inmensamente el episodio alucinante. ¿Qué podía ser
todo aquello? Quiso decírselo a Adelaida, pero, temiendo hacer
el ridículo ante su mujer, optó por guardarle reserva del
incidente.
El domingo próximo fue al pueblo. Dio en la plaza con
un viejo amigo suyo, camarada de escuela que fue. No pudo
resistir a la tentación de comunicarle sus cuitas. El relato
lo hizo riendo, dudando por momentos, otras veces poblada el
ánima de mil sospechas, herida de pueril indignación, o
torvamente intrigada.
El otro se echó a reír a las primeras frases de Balta, y
después replicole con grave acento de convicción:
–No es extraño. A mí me sucede a veces cosa muy
semejante.
En ocasiones, y esto me acontece cuando menos lo
pienso, cruzan como relámpago por mi mente una luz y un mundo
de cosas y personas que yo quiero atrapar con el pensamiento,
pero que pasan y se deshacen apenas aparecen. Cuando estuve
en
Trujillo, un señor a quien referí esto me dijo que eran rasgos
de locura y que debía yo cuidarme mucho...
Balta no pudo entender nada de esto. El relato de su
amigo resultole muy profundo y complicado.
En tanto pasaban las semanas en las siembras.
Balta hubo de ir una mañana a los potreros, a lo largo de
un calvero en el arbolado, y bordeando una acequia de regadío.
Iba solo. De pronto, y sin darse cuenta, bajaron sus pupilas a
la corriente y tuvo que hacerse él a un lado, despavorido.
Otra vez asomose alguien al espejo de las aguas. Prodújose al
propio tiempo un rumor fugitivo entre los sauces que erguíanse
a la vera del arroyo. Volvió Balta la cara en esa dirección y
vio que entre los tupidos ramajes de trepadoras y malvarrosas
recobraban las hojas su natural posición que, al parecer,
acababa de romper y alterar una fuga atropellada y volátil,
como de astuto y bárbaro mamífero asustado, o de ágil y
certera brazada de alguien que
huye. Balta dio gritos de alerta:
–¡Quién va!... ¡Guarda, sinvergüenza!...
Y persiguió a su presa, decidido. Mas todo en vano. Vagó
en toda la vecindad; escudriñó las copas de los árboles,
detrás de las piedras, bajo las compuertas, sin
resultado.
Era la tercera vez que sorprendía aquella presencia aleve
y desconocida. Tampoco dio noticias de esta nueva aventura a
su mujer, aunque un instante sus cavilaciones atreviéronse
-¡con esa maldita libertad del pensamiento!- a suponer cosas
horribles y
ofensivas para ella; o quizá, por eso mismo, no la refería
nada, y seguía con rigurosa discreción la pista de cuanto
pudiera sobrevenir a sus sospechas...
Con el decurso de los días mostrábase Balta más taciturno
y sombrío. Tenía de vez en cuando largos recogimientos, en que
se ponía abstraído y como sonámbulo, o solía alejarse de la
casa a solas, sin que se supiese a dónde iba ni a qué iba.
Cambiaba
notablemente de modo de ser aquel cholo. Con su mujer
empezó a conducirse de muy distinta manera que antes, teniendo
para ella inusitados arranques de pasión exaltada y dolorosa.
Un día la dijo:
–Oye, ven. Siéntate aquí.
Sentáronse ambos en el poyo de la puerta que da al cerco
del camino. La dio un beso despavorido, y con angustia sin
causa suspiró:
–Si ya no me quisieras un día, Adelaida...
Guardó silencio ella, inclinada. Nunca había sido
desconfiado él; ¡jamás la espina más leve de un posible olvido
hirió su corazón! Fraternal ternura, fe religiosa y ciega,
puro y cándido regazo los había unido siempre.
Adelaida penetró al patio, y Balta quedose solo, en su
mismo sitio, sumido en la meditación.
Había tomado una vaga aversión por los espejos. Balta
los recordaba con informe y oscuro desagrado. Una noche se
soñó en un paraje bastante extraño, llano y monótonamente
azulado; veíase solo allí, y poseído de un enorme tenor ante
su soledad,
trataba de huir sin poderlo conseguir. En cualquier sentido
que fuese, la superficie aquella continuaba. Era como un
espejo inconmensurable, infinito, como un océano inmóvil, sin
límites.
En una claridad deslumbrante, de sol en pleno mediodía,
sus náufragas pupilas apenas alcanzaban a encontrar por
compañía única su sombra, una turbia sombra intermitente, la
que moviéndose a compás de su cuerpo, ya aparecía enorme,
ancha, larga; ya se achicaba, ludíase hasta hacerse una hebra
impalpable, o ya se escurría totalmente, para volver a pasar a
veces tras de sí, como un relámpago negro, jugando de esta
suerte un juego de mofa despiadada que aumentaba su pavor
hasta la desesperación... Cuando despertó, a los gritos de su
mujer, estaban sus ojos arrasados en lágrimas.
–¿Qué has estado soñando? -le preguntó Adelaida, solícita
e inquieta-. ¡Te has quejado mucho!...
–Ha sido una pesadilla -murmuró él.
Y ambos callaron.
Lo extraño, como se verá, era que Balta no hacía partícipe
de nada de estas incidencias a su mujer. Observaba con ella,
en este respecto, el más hermético y cerrado silencio. Y de
este modo desarrollábase en su espíritu, como una inmensa
tenia escondida,
una raíz nerviosa, cuya savia había ascendido desde la
linfa estéril de un aciago cristal... ¿Por qué no la había
noticiado todo, desde el primer instante, a su compañera? ¿Por
qué, al contrario, junto a esa hebra torturadora, que no se
sabe a dónde había de ir a ensartarse, encendíase un granate
desconocido entre los brazos de su amor? ¿Por qué bajaba ese
beso tempestuoso y tan cargado?
¿Por qué esa pasión exaltada y dolorosa nacía? La
tragedia empezaba, pues, a apolillar, de tal manera, a
ocultas, y capa a capa, de la médula para afuera, aquel duro y
milenario alcanfor que hace de viga céntrica suspenso de largo
en largo, a modo de espina dorsal, en el techo del
hogar...
Balta empezaba a sentir un recelo, quizá sin motivo, por
su mujer, un recelo oscuro e inconsciente, del cual él no se
daba cuenta. Ella tampoco se daba cuenta, aunque notaba que
su marido cambiaba en sus relaciones con ella, de modo
muy palpable.
–Vámonos ya al pueblo -insinuole Adelaida, a tiempo en
que las faenas triptolémicas tocaban a su fin. –Aún hay
mucho que hacer -respondió Balta misteriosamente.
Desde el domingo en que conversó con su amigo en la
plaza, no había vuelto al pueblo. Cuantas veces se ofreció la
necesidad de que lo hiciera por razones domésticas, negábase a
ello, invocando diversos Inconvenientes o pretextando
cualquier futileza. Parecía huir del bullicio y buscar más
bien la soledad, sin duda ganoso de comprender a tan menguado
perseguidor que, por lo visto, algo intentaba con él, y algo
no muy bueno por cierto, ya que así lo asediaba, vigilándole,
siguiéndole los pasos, para asegurarse acaso de él, de Balta,
o para asestarle quién sabe con qué golpe... Pero también
tenía miedo a la soledad de la casa del pueblo, a la sazón
abandonada y desierta, con sus corredores que las gallinas y
los conejos habrían excrementido y llenado de basura. Al
pensar en esto, evocaba, sin poderlo evitar, el pilar donde
aún estaría el clavo vacante y viudo del espejo. Un
torvo malestar le poseía entonces. La evasiva para ir a la
aldea se
producía rotunda e indeclinable.
Triste y siniestra expresión iba cobrando su semblante. En
los días de enero, en que caía aguacero o terribles
granizadas, y cuando los campos negros y barbechados ya daban
la sensación de gruesos paños fúnebres, estrujados, doblados
en grandes pliegues caprichosos, o desganados y echados al
viento, pábulo tormentoso adquirían sus inquietudes. Los
chubascos, que duraban algunas horas, hacían numerosas charcas
en el patio resquebrajado de la morada. Balta, si no había ido
a las melgas, o si, a causa de la lluvia, veíase obligado a
suspender el trabajo y a recogerse, permanecía sentado en uno
de los poyos del corredor, cruzados los brazos, oyendo
absortamente el zumbar de la
tempestad y del viento sobre la pajiza techumbre que
amenazaba entonces zozobrar. Allí solía estarse, hasta que
sobreviniera alguna circunstancia que lo reclamase; tal, por
ejemplo, para espantar a los puercos que, a causa del
eléctrico fluido del aire, hozaban nerviosos el portillo del
chiquero, rugiendo y haciendo un ruido ensordecedor. Los
golpeaba él con un palo y afianzaba y guarnecía con nuevos
cantos la entrada del corral; pero los animales no cedían y
seguían rugiendo y empujando con rabia salvaje las piedras de
la poterna. "¡Pero qué tienen estos animales del diablo!...",
exclamaba Balta, poseído de una impresión de cólera y sutil
inquietud de presagio.
El ronquido de la tempestad crecía, y como propinando
largos rebencazos al cuerpo entero del viejo bohío, despertaba
en todo él intermitentes estremecimientos de zozobra y de
tenor, en que, era el chirrido fácil de una armella suelta,
era la caída incierta de una teja deshecha por tenaz humedad;
era aquella chorrera verticilar que, siguiendo el sublime
juego del aire enrarecido y ahogado, la densidad de la lluvia
de la que fugaba el ozono
azorado, y los invisibles sesgos de la luz adolorida,
evacuaba, y, acentuando su curva aun más asombrosamente,
disputaba de súbito otro cauce entre la paja del techo; era el
golpe batido y familiar del batán, donde molía Adelaida para
la merienda, todo detonaba en los nervios, y una vaga
impresión funesta suscitaba en el ánimo. Tal un cerdo maltón,
de rojizo cerdaje y grandes púas dorsales, que recién acababa
de dejar la leche, por haberse
perdido su madre no se sabe por dónde en las jalcas, se puso
a gritar como loco, corriendo de aquí para allá, entre los
demás.
Balta le dio una pedrada, y el pobrecito bajó la voz, y así,
de rato en rato, se estuvo quejando toda la tarde. ¡Oh la
medrosa voz animal, cuando graves desdichas nos llegan!
Balta, sin saber por qué, tuvo miedo afuera y se fue a
la cocina. Al cruzar el patio, lleno de charcas, vio temblar
borrosa y corrediza una silueta sobre las aguas que danzaban
bajo la
tempestad. Cuando entró a la cocina lo hizo corriendo y como
si lo persiguiesen... Adelaida molía en el batán. Empezaron
a conversar entusiastamente. Parecía él querer aturdirse, y le
habló a su mujer muy de cerca sobre el invierno que recrudecía
y sobre
otras bagatelas. De nuevo Adelaida le dijo que era tiempo
de regresar al pueblo, y otra vez él repitió:
–¡Aún hay mucho que hacer!... Nos iremos en febrero.
Don José, el viejo alpartidario, y sus dos hijos
llegaron completamente mojados. Con ellos vino, todo molido y
lloroso, Santiago, el hermanito de Adelaida. De uno de sus
pies cubiertos de barro manaba una sangre clara, en que había
él inocente carmín espontáneo de las tibias granadas de los
temples.
V
Algunos días después, inopinadamente, Balta se fue al
pueblo.
Se fue solo y directamente a la casa. Penetró al zaguán.
Un revuelo espeso y de fuga reventó adentro. Sobre el tejado
de enfrente posáronse varias palomas y tórtolas silvestres,
de tornasolados cuellos, y asustadas agitáronse aguaitando con
sus ardientes ojos amarillos, en todas direcciones. Un conejo
tordillo y zahareño no supo por dónde meterse; peleó con otro,
gordo y rufo, y, gritando, se atunelaron ambos por entre los
nidos de las gallinas. Balta se sintió sacudido de un calofrío
de inmensa orfandad; y, echando de ver las paredes tan pronto
entelarañadas aun más abajo de las soleras; las hendiduras que
los pájaros practicaron entre los adobes; las puertas cerradas
con candado, el
huerto marchito y difunto, solo salpicado de unas que otras
flores tardías de azafrán, recostose en el umbral de la puerta
de la sala, como guareciéndose, y un llanto que él no pudo
contener bañó sus mejillas. ¿Por qué, pues, lloraba así? ¿Por
qué?...
Luego tuvo un acceso de imprevista serenidad. Siguió
al dormitorio, lo abrió y penetró a grandes pasos. Volvió a
salir, y aclarose tosiendo el pecho, del que salió entonces
uno como restallido de madera que corre, tropieza, trota y se
arrastra sobre la punta de un clavo inmóvil e inexorable.
Traía el espejo en una mano. Como quien no hace nada, se vio
en el cristal un segundo, pero apenas un segundo de tiempo, y,
apartándolo, se quedó tieso como si fuera de palo. ¿Qué vio?
¿La imagen desconocida? ¿No vio más que la suya? Miró a todas
partes con modo tranquilo y amplio; miró hacia la huerta,
imperturbable, seguro, iluminado.
Esta vez Balta pareció no sobresaltarse; mejor dicho,
pareció sobresaltarse demasiado, mucho, en exceso. En aquel
instante insólito, no creyó haber visto a ningún extraño a su
espalda, a sus flancos, como en anteriores ocasiones. Era su
propia imagen la que él veía ahora, su imagen y no otra. Pero
tuvo la sensación inexplicable y absurda de que el diseño de
su persona en el cristal operó en ese brevísimo tiempo una
serie de vibraciones y
movimientos faciales, planos, sombras, caídas de luz,
afluencias de ánimo, líneas, avatares térmicos, armonías
imprecisas, corrientes internas y sanguíneas y juegos de
conciencia tales, que no se habían dado en su ser original.
¡Desviación monstruosa,
increíble, fenomenal! Desdoblamiento o
duplicación extraordinaria y fantástica, morbosa acaso, de la
sensibilidad salvaje, plena de prístinos poros receptivos de
aquel cholo, en
quien, aquel día bárbaro de altura y de revelación, la
línea horizontal que iba desde el punto de intersección de sus
dos cejas, desde el vértice del ángulo que forman ambos ojos
en la visión, hasta el eje de lo invisible y desconocido, se
rajó de largo a largo, y una de esas mitades separándose fue
de la otra, por una fuerza enigmática pero real, hasta
erguirse perpendicularmente a la anterior, echarse atrás, como
si alcanzase la más alta soberanía y adquiriese voz de mando,
caer por último a sus espaldas, empalmarse a la horizontalidad
de la otra mitad, y formar con ella, como un radio con otro,
un nuevo diámetro de humana sabiduría, sobre el eterno
misterio del tiempo y del espacio...
A su predio tornó Balta esa misma noche. Una vez en su
lecho, se sintió acometido de angustioso frenesí, y un
insomnio poblado de sombras y de febril alarma goteó toda la
noche sobre sus almohadas y sobre su corazón. Por momentos
amodorrábase y oscurecía todo su ser, y por momentos cavilaba
con gran lucidez.
Reflexionaba. En medio del silencio de la noche,
desabarquillaba fibra a fibra recuerdos de lugares, fechas,
acontecimientos e imágenes, deduciendo relaciones, atando
cabos sobre su posición actual en la vida. Acordábase de que
él era huérfano de padre y madre, y que, salvo una hermana que
tenía en una hacienda remota, la única sangre suya estaba toda
contenida en él y nada más. Luego pasaba su pensamiento a su
mujer, y por inextricable asociación de ideas, al espejo.
Repesaba entonces sus cuitas y sobresaltos por la idea de que
alguien le seguía los pasos. Se hacía mil interrogaciones
sobre si estaba o no seguro de lo del espejo. Quería fijar
bien los contornos de la imagen que veía en el cristal.
Esforzábase a ello, sin conseguirlo; mas, si lo
hubiera conseguido, se habría tapado los ojos de la
imaginación y habría tenido horror. Recordó entonces vagamente
lo que le dijo el amigo, el domingo, en la plaza: "...cosas y
personas que yo quiero atrapar con el pensamiento, pero que
pasan y se deshacen apenas aparecen". Después recordaba otras
cosas. Cuando era aún maltón tenía reuniones nocturnas con
numerosos muchachos, entre los que había algunos
pertenecientes a principales familias del pueblo, y otros que
volvían ya del Colegio, muy leídos y cultos. Referíanse
entonces, a la recíproca, narraciones fantásticas y sucedidos
increíbles. Uno de ellos dijo cierta noche:
"A mí me pasó una vez una cosa horrorosa. Hallábame
tendido, cara arriba, sobre mi cama, a eso de la hora de
oración. Meditaba yo a solas, y de improviso advertí que mis
pies retirábanse y se alejaban sin fin. Advertime el cuerpo
estirado y crecido gigantescamente, y, lleno de miedo y de
espanto, quise pararme; no podía, pues que chocaría con el
techo. Empecé a gritar aterrado. Alguien acertó a ir por allí
y acudió...". Balta,confundido y exhausto, golpeó la sien contra el
lecho y cambióde posición en las almohadas.
Su mujer reposaba a su lado, tranquila. La vieja Antuca,
su suegra, que dormía en la misma pobre habitación,
pareció conturbarse; balbuceó no sé qué palabras
incomprensibles entre sueños, y luego lanzó algunos alaridos,
como si le hiciesen doler
una herida invisible y profunda. Balta se quedó
adormecido.
Al día siguiente había en su semblante una sombra aun
más ensimismada y más hosca. Vio a su mujer y sus ojos
despidieron un resplandor extraño.
Temprano se ausentó a solas, sin haber cruzado palabra
alguna con nadie. ¿Por qué, pues, se iba así? ¿Por qué ese
inmotivado recelo para su pobre mujer? Buscaba la soledad
Balta, cada día con mayor obstinación.
–¿Qué tienes Balta? -llegó a interrogarle Adelaida-. ¿Qué
te pasa, que estás así? No quieres que nos vayamos. El
invierno me da miedo, Balta. ¡Vámonos, por Dios! ¡Vámonos!
¿Bueno?...
Ella le dijo esto, asiose del brazo viril y recostó la
sien suavemente rendida sobre el hombro de su marido.
Hizo él una mueca de fastidio:
–Te he dicho que no.
Dos lágrimas asomaron azoradas y tímidas a los ojos de ella,
al mismo tiempo que la faz taciturna y huraña de Balta tuvo
una violenta expresión amenazadora.
Adelaida solía ir con su hermanito uno que otro día al
pueblo, por ver los animales de la casa. A cada retorno suyo
al campo, en el marido subía la opresión interior y subía el
recelo para con ella. Ya este recelo, de inconsciente y oscuro
que fue en un principio, tornose consciente y claro ante los
ojos de Balta. Esto aconteció un día en que alejose él de la
cabaña sin rumbo, a través de los arados predios, por las
planicies de mustias sarracas andinas y por los peñascales
encrespados y mudos.
Caminó incansablemente. Era de mañana y, aunque no
llovía, el cielo estaba cargado y sin sol. Era una mañana
gris, de esas preñadas de electricidad y de hórrido presagio
que palpitan en todo tiempo sobre las tristes rocallosas
jaleas peruanas, las que parecen recogerse y apostarse unas a
lado de otras, a esperar insospechados acontecimientos en las
alturas, ciclópeos y dolorosos alumbramientos de la
Naturaleza.
Balta iba paso a paso y, luego de haber andado largas horas
por las vertientes más elevadas, se detuvo al fin junto a un
montículo herboso. Subió a un gran risco, esbelto, pelado y
tallado como un formidable monolito. Subió hasta la cúspide.
Ahí se sentó, en el
mismo borde del peñasco. Sus piernas colgaban sobre el
abismo.
A sus pies, en una espantable profundidad, se distinguía
un aprisco abandonado, al nivel de las sementeras sumergidas.
Ahí se sentó Balta. Contempló con límpida mirada distraída e
infantil toda la extensión circundante, hasta los horizontes
abruptos y los
nevados partidos en las nubes. Inclinose un poco y escrutó
las tierras fragorosas que a sus plantas quedaban como
arredradas y sumisas. Amenazó caer lluvia y una ráfaga de
chirapa y ventarrón azotó un momento los cerros. Balta tuvo un
ligero calofrío, y la
cerrazón mugió y se perdió entre los próximos pajonales.
Una calofriante desolación, acerba y tenaz, coagulose en
las pupilas enfermas del cholo. Permaneció de este
modo, embargado en honda meditación, por espacio de
algunos
minutos. Reflexionaba sobre cosas incoherentes que en
azorado revoloteo cruzaban por su mente adolorida. La imagen
de su mujer surgió en su memoria, y sintió entonces por ella
un vago fastidio. Pero, ¿por qué? No se lo explicaría él
mismo. Sí. La tuvo fastidio y una pasión extraña y dolorosa,
ese azaroso amor que lo alejaba de ella y le hacía buscar la
soledad con irrevocable ahínco. Preguntaba a su propia
conciencia: ¿Me ama Adelaida?
¿No quiere ella a otro, quién sabe? A otro... Balta se
quedó abstraído y cabizbajo, mirando hacia el abismo
escarpado. A otro... Balta seguía cavilando. Su pensamiento
volaba. Unos celos sutiles, como frioleros y acerados picos,
sacaron la cabeza y se arrebujaron en sus entrañas, con
furtivo y azogado gusaneo montaraz...
El silencio de la mañana era absoluto. Balta sacudió la
cabeza y empezó a rascar con la uña una salpicadura de barro
en su leonado pantalón de cordellate. Pero, inmediatamente,
cayó de nuevo en el mismo tema: su mujer. "¿No quiere ella a
otro, quién sabe?...". A otro... Su pensamiento, al llegar a
este punto, se caía, se ahogaba. Tal un remanso que de súbito
se quebranta y se rompe en una pendiente. ¿Podía su mujer amar
a otro? Otra vez
sacudió la frente. Había hecho desaparecer la mancha de barro
de su vestido. Púsose de pie, y estuvo así, inmóvil, un
instante. El aire empezaba a agitarse con violencia y quiso
arrebatarle el amplio sombrero de palma. Lo aseguró bien, y,
como si no quisiera alejarse más de allí o estuviese atado a
aquel pináculo, volvió a sentarse en el filo de la roca. Ahora
se puso a pensar en lo bella y dulce que era Adelaida y en que
él era, en cambio, tan poco parecido... Volvió a mirar el
acantilado de la cordillera y se le trastornó la cabeza. Con
la velocidad del rayo, cruzó por su cerebro la fugitiva idea,
sutil, imprecisa, de un ser vivo, real, de carne y hueso,
innegable, a cuya existencia pertenecía la imagen del cristal.
Alguien es, indudablemente. Alguien debía ser. Balta demudose
y vaciló. Creyó sentir en el aire una presencia
material oculta, de una persona que le estaba viendo y oyendo
cuanto él hacía y meditaba en aquel instante. Creyó percibir
su aliento y, aun más, una palabra suelta, tañida en voz baja,
muy bajita, que se escabulló rápidamente. Balta la buscó con
las narices y los ojos y los oídos por entre las rugosas
depresiones de la peña.
Tenía encendidas las mejillas y los ojos inyectados de
sospecha y de cólera. El viento volvió a soplar formidable y
amenazador. Iba a llover.
Sí. Alguien le seguía. Alguien que así esbozaba y
denunciaba, a su pesar, su presencia, en rumor volandero, en
imagen fugaz, en roce taimado, en impune esquinazo de piel...
Balta hizo un agudo mohín de furiosa indignación. Estiró el
cuello, en ademán de escuchar hacia arriba, perplejo,
arrobado, como hacen las aves asustadas, cuando pasa por lo
alto un vuelo tempestuoso de águila, cóndor o gallinazo
fúnebre. El cielo estaba negro y muy bajo. Sí. Alguien le
seguía. Un bribón desconocido o un amigo bromista. Balta
sintiose burlado. "A lo mejor -se dijo- alguien está jugando
conmigo...". Y se indignó más todavía. Acordose de la tarde de
junio, en que por primera vez sorprendió al intruso, con el
auxilio del espejo, en el corredor de la casa del
pueblo. Recordó también que cierto caballero de la aldea, a
quien traicionaba su mujer, sorprendió al traidor precisamente
por un juego de espejos que una feliz coincidencia puso ante
sus ojos.
Otra vez pasó su pensamiento a Adelaida. Y pensó: ¿cómo
era que ella no se hubiera percibido en ninguna ocasión de
la presencia de aquel sabueso? ¡Adelaida ama al otro! ¡Al
del espejo! Sí. ¡Oh cruel revelación! ¡Oh tremenda
certidumbre!...
Caía el granizo. Un pastorcillo fue a guarecerse con unas
dos ovejas en el redil abandonado, y hacía reventar en las
costillas del viento su honda. Dio unos gritos melancólicos en
el abismo, donde las herbosas quebradas rezumaban ya, y a sus
gritos
respondió el sereno peñasco majestuoso con el eco cavernoso
y de encanto de la inconciencia inorgánica; eco invisible y
opaco y recocido, con que responde la dura piedra soberana a
la cruda voz del Hombre; manera de espejo sonoro, en cuyo
fondo impasible
está escondida la simiente misteriosa e inmarchita de
inesperadas imágenes y luces imprevistas... Acaso aquí habría
hallado también Balta la propia resonancia, retorcida y
escabrosa, la desconocida imagen que, ya en el espejo, ya en
el manantial o en las corrientes, le acechaba y relampagueaba
ante sus ojos estupefactos y salvajes.
La tragedia aquel día abandonó la médula del
alcanfor milenario, que hace de viga central en el hogar, y,
al morder el primer vaso capilar de los círculos internos de
la zona de la
madera, tropezó de pronto con un viejo parásito miserable
que aún sobrevivía a la época sensible del árbol; le quiso
despreciar la tragedia, y ya iba a internarse en el fibroso
bosque, cuando el aire empezó a agitarse con violencia y quiso
arrebatar el amplio
sombrero de palma de Balta sobre la roca. La
tragedia enmendose, y a viva fuerza echó a sus lomos al
intruso...
VI
Hasta entonces la mujer del cholo no había percibido nada
de este espectáculo misterioso que se operaba sobre ella y su
cariño.
Su agreste e ingenua sensibilidad apenas había notado solo
el aspecto exterior de cuanto venía desarrollándose en torno
de ambos. Sabía que Balta no era el mismo de antes para con
ella, y, a lo más, que habíase tornado raro y neurasténico.
Pero nada más. Ella no sabía el porqué de todo esto. Cuando
quería saberlo, a costa de un examen más o menos detenido y
hondo, o de una observación asidua y constante sobre su
marido, fallaban sus
fuerzas de investigación, y todo razonamiento volvía
atrás, impotente y pequeño para tamaña empresa. Adelaida
apenas había tenido tiempo para aprender a leer y escribir, y
su espíritu hallábase todavía más intacto y en bruto que el de
Balta. Por otro lado, sentía por él un religioso respeto, y en
general no se habría atrevido a exigirle en ningún momento una
confesión, o a arrancarle una punta siquiera del hilo en que
los dos estaban
enredándose de modo irremediable y fatal.
Cuando volvió Balta de su largo y solitario peregrinaje por
los páramos, agonizaba la tarde y bajaba una granizada
furiosa. Las centellas y los truenos sucedíanse en alternativa
desordenada y vertiginosa.
Adelaida, que había vuelto ya del pueblo, esperaba a
su marido, ansiosa y presa de inconsolable zozobra.
–¿Dónde te has ido, por Dios? -exclamó ella, en un
apasionado rapto de alegría, saliendo a su encuentro hasta el
patio.
Balta entró cogitabundo y sombrío, sin responder, las
manos atrás, una sobre otra.
Adelaida estaba más pálida y extenuada por la
maternidad,
cuya luz, comprimida en sus entrañas jóvenes, florecería
muy pronto a la luz grande del sol. Su dulce melancolía
penserosa, en la que una gracia de alba caía y lloraba,
dibujábase, cada día más densa y más frágil y temprana, en su
gracioso rostro que el viento
y la intemperie requemaban.
Inquiriole ella, como si fuese su hijo, asida a un brazo de
él:
–¿Has estado en la toma?
Balta permanecía mudo. Parecía evitar mirarla. Al fin la
apartó colérico:
–¡Déjame, mujer!
Y penetró siniestramente al cuarto.
Adelaida, con su abnegación y paciencia de mujer, insistió y
le siguió
–¡Pero por Dios, Balta! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?
Y añadió en un tierno puchero que sangraba:
–¿Qué he hecho yo para que así me trate y me bote?...
Adelaida, parándose en medio del cuarto que la
tempestad colmaba de una compacta oscuridad, lanzó un
gemido:
–¡Ay, Dios mío!...
El llanto la ahogó. Inclinó su morena cabeza exangüe, y,
con desolada amargura, sollozó, sollozó mucho, enjugándose con
el revés de su largo traje plomo, como hacen las dulces
mujeres de las sierras dolientes del Perú.
–¡Me bota de ese modo!... -susurraba ella, y el dolor
inflaba sus senos, los alzaba a gran altura y los dejaba caer
y otra vez los levantaba.
¡Cómo lloran las mujeres de la sierra! ¡Cómo lloran
las mujeres enamoradas, cuando cae el granizo y cuando el
amor cae! ¡Cómo toman un pliegue de la franela, descolorida
y
desgarrada en el diario quehacer doméstico, y en él recogen
las calientes gotas de su dolor, y en él las ven largo rato,
las restregan, como probando su pureza, mientras percuten
los truenos, de tarde, cuando el amor infla sus pezones, que
sazonara el polen del dulce, americano capulí; los alza a gran
altura y los deja caer y otra vez los levanta!
El pequeño Santiago asomó a la puerta del cuarto, estiró
el desnudo cuello y escudriñó a hurtadillas hacia adentro.
Balta habíase sentado en el borde de la cama, en un rincón,
una pierna en flexión sobre un banco, acodado en ella, la mano
a la mejilla, mirando al suelo, taciturno, callado.
–¡Qué he hecho yo! ¡Me bota! ¡Me bota de ese modo!
Murmuraba Adelaida sus lamentos y sus quejas, y, al
hacerlo, no se dirigía a su marido. Decía:
–¡Me bota de ese modo!
Tal se quejan las mujeres de las sierras, cuando se quejan
del hombre a quien aman. Creyérase que entre ambos, cuando
el dolor arrecia y arrecian lo vientos contra los peñascos
eternos, hay un tercer corazón invisible, el cual se patentiza
entonces ante
sus almas y preside sus destinos. A ese corazón se dirigía
ella ahora, de pie, entre las tinieblas de la tarde,
recogiendo sus lágrimas entre los pliegues de su falda
sencilla y estropeada.
El patio parecía cubierto de granizo. Un rayo cayó muy cerca
y su relámpago abrasó de violáceo fuego la estancia.
Santiago observaba, extrañado. Niño, con sus ocho años, él
no se daba cuenta de aquel infortunio. Supo sí que adentro
se lloraba, y que se callaba más adentro aun. Su corazón
empezó a encogerse y tuvo ganas de llorar. Viendo padecer a su
hermana, le dolió el alma. ¿Quién la hacía padecer? ¿Qué la
habían quitado? ¿Qué cosa se le negaba? ¡Dénsela! ¡No sean
malos!
¡Devuélvanle sus cosas! ¿No las encuentran? ¡Búsquenselas!
¡No la hagan llorar!... Santiago sintió que se le anudaba la
garganta y se echó a llorar en silencio. No se atrevía a más.
Sabía, de manera oscura, que en ese momento su hermana debería
de sentirse esclava de indoblegable yugo, el cual, al mismo
tiempo que la golpeaba, no la dejaba huir. Pensaba él: debería
correr Adelaida. Un instante accionó con uno de los brazos de
varias
maneras, tratando de llamar la atención de Adelaida.
Levantaba el brazo estirándolo cuanto podía, lo ponía en cruz,
lo hacía rehilete, agitaba los dedos con impaciencia,
atenaceado por un vehemente y álgido anhelo de que ella
volviese los ojos a él, sin que su marido se vaya a dar
cuenta, eso sí. ¡Tonta! Cómo se fijara en él, siquiera un
segundo. Danzaba de aguda impaciencia.
Empezó a hacer señas:
–¡Escápate! -daba a entender con sus ademanes de
consejo-.
No seas zonza. Escápate de puntillas, apenas él se descuide.
Sí.
Sí puedes. De puntillas... Escápate... No hay más que un paso
al corredor... Si fuese más lejos... Pero, de un salto...
¡salvada!
Apúrate nomás. Nadie te está viendo... Pronto...
Pero así son las cosas. Adelaida no se fijó en su
hermanito.
¡Pobre hermana! Si se hubiese dado cuenta de cuanto le
advirtió Santiago... Pero así son las cosas. Ella,
desgraciadamente, no lo vio.
–¡Yo no sé qué le pasa! -seguía sollozando Adelaida-. ¡Hace
ya tiempo que está así conmigo!
Otra vez morían sus palabras en apasionado lloro.
Santiago, de pronto, secó sus lágrimas con el dorso de
la leñosa muñeca y con el extremo de manga desgarrada.
No habiendo sido advertido aún por Balta, se irguió ahora en
un
perfecto ademán adulto y tosió. No podía soportar.
Acercóse ruidosamente más al quicio. Dijo, como quien no sabe
nada de lo que ocurre:
–¿Qué haces, Adelaida? ¿Buscas tu rueca? Yo no la he
visto
desde el otro día...
Nadie hizo caso al arrapiezo.
–¿No ha llegado todavía don Balta? ¡Pobrecito! Si lo
habrá
agarrado el aguacero...
Como Adelaida no le respondiese y tratase más bien
de ocultarle el rostro entre los pliegues de su traje,
Santiago volvió a toser con mayor energía y estuvo limpiándose
los pies de barro en la madera de la puerta, tratando de hacer
notar su presencia por Balta. Arrojaba entonces sobre el
pavimento del cuarto una sombra larga y gigantesca, mucho más
grande que la de un hombre. La noche descendía muy
negra.
Santiago iba engallándose y creciendo en rabia. Ahora
sabía, de manera oscura también, que cualquiera que fuese
aquel yugo, para él vago y desconocido, que oprimía y ligaba
así a su hermana, había que echarlo abajo. Un nervioso coraje,
de niño que se sugestiona en contra de un fantasma o en contra
de una fuerza misteriosa y superior, le hizo parapetarse en el
umbral, trémulo de una íntima fruición fraternal. Temblaba. Se
puso arayar con la uña el maguey del quicio. ¿Qué cosa? ¿A
suhermana? ¿Qué cosa? ¿Quién? ¿Quién?...
Después se sentó en el poyo, siempre atisbando hacia
adentro.
Poco a poco el silencio se hizo completo en la casa. Santiago
se quedó dormido.
Al despertar, se asustó. ¿Dónde estarían ellos? Llamó.
Nada.
Había una oscuridad espeluznante.
–Me han dejado -se dijo en voz alta-. ¡Adelaaaida!...
Paró el oído y solo a intervalos oía, por el lado de la
zahurda, el gruñido de algún cerdo maltratado por los otros.
No se movió de su sitio Santiago. Estaba con el cuerpo helado.
Empezó a poseerle un terror infinito. Recordaba a su hermana
bañada en lágrimas, a su marido colérico, estúpido... ¿Cómo se
quedó dormido? El frío, el reposo mortuorio de la noche, la
soledad de la casa, la inquietante ausencia de la hermanita
querida... Hacia
esfuerzos para no soltar el llanto, pues que si
lloraba experimentaría más miedo y su desesperación ya no
tendría límites.
Hizo un esfuerzo de valor y tentó la puerta del cuarto. La
halló abierta de par en par. Volvió a llamar. ¡No le contestó
ni el más leve rumor o seña de vida!
–Adelaaaaida... Adelaidiiiiiitaaa...
Un calofrío glacial recorría su epidermis, de cabeza a pies.
Un ruido producido muy cerca de él le hizo dar un salto. Fue
un terrón que cayó de la tapia. Santiago se bañó de un sudor
frío.
Empezaban a distinguir sus pupilas, aguzadas por
la desesperación, aquí y allá, sombras, bultos que se agitaban
y poblaban en cerrada muchedumbre los corredores y el
patio.
Hasta el cielo aparecía completamente negro. Pronto empezaría
a llover.
Le pareció que a veces deslizábanse a lo largo del muro
que daba al cerco del camino, rozándolo y produciendo un
rumor atropellado de trajes y ponchos inmensos, cortejos
intermitentes y misteriosos. ¿No habría quizá venido del
pueblo su madre?
Sonaron unos pasos lentos y duros. Santiago se volvió a
todos lados, tratando de escrutar las tinieblas frías y mudas,
y musitó, sin saber lo que decía, presa de indescriptible
sensación de pavor:
–¡Quién!... ¿Qué cosa?...
Los pasos se aclararon. Era un jumento errabundo
y abandonado, sin duda, a campo libre.
Santiago sentose, tranquilizado, otra vez en el poyo. A
poco rato dormía el pequeño un sueño sobresaltado y
doloroso.
Sobre el techo graznó toda la noche un búho. Hasta hubo
dos de tales avechuchos. Pelearon entre ambos muchas veces,
en enigmática disputa. Uno de ellos se fue y no volvió.
VII
Obsesionado Balta por los celos, aquella noche injurió a
su mujer, la acuchilló a denuestos, y, poseído del más sincero
y recóndito dolor, la decía:
–Está bien, Está bien. ¡Pero tú has muerto ya para mí!
Adelaida intentó en un principio persuadirle de que sus
cargos eran infundados.
El marido, exacerbado, gruñía sus imprecaciones en alta
voz, acusando, hachándola a miradas, llorando, sangrando a
pedazos.
¡Qué la había hecho él! ¡Por qué le pagaba así! En la vida él
no amó a nadie, sino a ella sola. No fue jamás un mal hombre,
un vicioso, un holgazán. No. Fuera de su hermana, tantos
años ausente, solo Adelaida. ¡Solo Adelaida en el mundo!
¿Quién la obligó para irse con él? Al formular esta pregunta,
Balta empleaba un timbre de adoración infinita por su
mujer.
Asomaban en esa interrogación elástica, cérica, de una
sublime trascendencia dramática, perdones, piedades,
misericordias supremas. ¿Quién la obligó para seguirle? No. No
le había amado jamás. ¡Adelaida mala! ¡Adelaida! ¿Por qué,
mejor, no quisiste al otro desde un principio, antes que a él?
Imaginándose Balta lejos y extraño a ella en el mundo y por
toda la vida, la amaba con una ternura aun más grande y más
pura. La amaba entonces mucho.
Ahora mismo que la veía sufrir acudiría a consolarla
y tranquilizarla y a prestarla refugio y amparo. Sí. La
ampararía.
¿Por qué se la hacía sufrir? ¡Tan buena! ¡Pobrecita!
La ampararía. Y consternado en sus fibras más delicadas y
sensibles y diáfanas, Balta lloraba y tenía la impresión
perfecta y real de estarla escudando, de estarla procurando un
bálsamo, de estarla haciendo el bien. Mas, luego, salvaba todo
este orbe de hipótesis sentimentales, volvía a su dolor actual
y lloraba y se le astillaba el alma a pedazos, a grandes
pedazos.
Adelaida fue acercándose a él.
–¡Oye, Balta, por Dios!
–¡Déjame! ¡Déjame!
Ella arrodillose prosternada ante el marido, y se puso a
gemir con desgarradora lástima de amor, inclinado el moreno
rostro atribulado, vencida, suave, humilde, nazarena, dulce,
aromada de dolor, diluida ella entera y en el varón absorbida,
en un místico espasmo femenino.
–Déjame.
Y Balta agregaba, llorando, a su vez:
–¡Tú has muerto ya para mí!
Aquella misma noche la llevó al pueblo. A través de
los desfiladeros y las abras cenagosas, cortando las nieblas y
la oscuridad, se fueron.
Ya en la casa del pueblo, Balta la hizo vestir de luto
riguroso, y él hizo igual cosa. Obedecía ella, llora y llora.
Una luz fría y anaranjada de esperma Iluminaba y tocaba de
aciaga pesadumbre los blancos muros repellados, los objetos,
el ladrillamen de la
estancia. Fuera quedaba la noche negra y desierta.
Cuando hubo acabado ella de vestirse de negro, la
tragedia también acababa de volver a las internas capas de
madera de la viga del hogar; volvía de arañar a deshora unos
restos olvidados de corteza de aquel alcanfor secular; vagó
por tales incisiones y, siempre con el viejo parásito
miserable a cuestas, tornó y ocupó su lugar, destino en mano,
dale y dale.
Tras una noche llena de implacables suplicios morales
para ambos, Balta, irritados los nervios por la vigilia y los
pesares, transido, cárdeno de incurable desventura, con el
amanecer, volvió al campo, abandonando a Adelaida en la morada
de la aldea. Ella permanecía dormida y enlutada sobre el
lecho.
Llegó Balta a la cabaña y la volvió a abandonar, para ir a
errar allende los páramos. Sin darse cuenta, advirtiose de
pronto en el mismo montículo herboso que está al pie de la
cresta calva, esbelta y tallada, donde la mañana anterior
estuvo sentado, las piernas colgando sobre el abismo.
Hacía buen tiempo ahora. Un sol caluroso y dorado esparcía
su flama sobre los nacientes brotes de los terrosos sembríos,
y el cielo despejábase de momento en momento. El rocío
brillaba entre las primeras briznas, y cuando Balta subió a la
cima, revolaban a su alrededor algunas ledras que se le
pegaron de los follajes del tránsito, y tenía empapado el
pantalón hasta más arriba de la rodilla. Aquella ropa
encharcada empezó a despedir
un vaho tibio e inocente.
Balta, sentado en el filo de la roca, miraba todo esto como
en una pintura. De su cerebro dispersábanse tumefactas y
veladas figuras de pesadilla, bocetos alucinantes y dolorosos.
Contempló largamente el campo, el límpido cielo turquí, y
experimentó un
leve airecillo de gracia consoladora y un basto candor
vegetal.
Abríase su pecho en un gran desahogo, y se sintió en paz y
en olvido de todo, penetrado de un infinito espasmo de
santidad primitiva.
Sentose aun más al borde del elevado risco. El cielo
quedó limpio y puro hasta los últimos confines. De súbito,
alguien rozó por la espalda a Balta, hizo este un brusco
movimiento pavorido hacia adelante y su caída fue instantánea,
horrorosa, espeluznante, hacia el abismo.
VIII
Por la tarde de aquel mismo día, en la casa de la
aldea, Adelaida, ignorante aún del espantoso fin de su marido,
yacía en el lecho, descarnada y llorando. Doña Antuca, sentada
en el umbral del dormitorio, velaba el sueño del nieto, que
acababa de nacer esa mañana. El niño, de vez en vez,
sobresaltábase sin causa y berreaba dolorosamente.
Un cirio que ardía ante el ara empezó a chorrearse; su
pabilo giraba a pausas y en círculo, chisporroteando, y,
cuando la mano trémula de la abuela fue a despavesarlo y a
arreglarlo, hallolo mirando largamente a la puerta que
permanecía entornada al corredor. Llorando salía por allí la
triste lumbre religiosa, hincábase a duras penas en los fríos
pañales del poniente y ganaba por fin hacia lo lejos.
Era el mes de marzo y empezó a llover.