VIII

Una semana después, las dos Ritas eran inseparables. La niña, que al principio temía a Rita, la adoró y la seguía como un ratoncillo a todas partes.

Rita la vestía primorosamente, la llevaba en su coche y un día se encontró diciendo a su madre:

—Esta niña se queda para siempre con nosotros.

—Te olvidas de que tiene dueño.

—¿Y dónde está ese dueño?

—No lo sé, pero un día, no sé cuándo, vendrá a buscarla.

—Entonces hablaré yo con ese dueño. La niña es encantadora y no la vamos a criar para que luego venga uno con las manos vacías y se la lleve. Pienso educarla como a una señorita y dotarla el día que se case.

—¿Te olvidas de que un día te casarás tú y tendrás hijos propios?

Rita se echó a reír con desenfado.

—Yo no me caso, mamá. Lo tengo decidido.

—Cometes una locura.

—Sin duda otras la cometieron antes que yo, y nunca fueron al manicomio.

—Pero tú..., tú, que eres la mujer hecha para el amor... Tú tan bella, tan sensible, tan...

—¡Mamá, que me asustas!

La niña entraba en aquel momento en el salón. Rita le hizo una seña y la pequeña se acercó a ella aún con cierta timidez. Desde sus siete años admiraba a Rita como si ésta fuera una cosa celestial, algo único en su mundo infantil.

—Ven, pequeñita —susurró Rita, sentándola en sus rodillas—. Hace muchas horas que no hablamos tú y yo. Dime, ¿no eras feliz en Alemania?

—Sí.

—¿Te querían mucho allí?

La pequeña le echó los brazos al cuello, e impulsiva, la besó una y otra vez, hasta el extremo de emocionar a madre e hija.

—¡Pequeñita! —musitó la joven, apretándola contra sí—. Pequeñita mía...

—Nunca fui tan feliz como ahora —dijo la niña, con voz apenas perceptible—. Te quiero a ti... y a ella.

Y con el dedo, tímidamente, señalaba a la dama.

—¿Mucho?

—Sí, mucho.

—No la enternezcas, Rita —intervino la dama—. ¿Por qué no la llevas de paseo en el auto?

—¿Te apetece, chiquilla?

—Sí.

—Pues, vamos.

Leonor las vio salir, y cuando el auto se hubo alejado, suspiró. ¿Qué pasaría allí? ¿En qué terminaría la comedia? La niña era feliz porque sus abuelos, según Juanjo, eran personas ancianas, criadas en un ambiente que la niña no admitía, aunque amara a los dos viejos. Criada dentro de un lujo deslumbrante, nieta de millonarios. Quizá para el temperamento infantil, aquella vida, la que ahora llevaba, fuera más en armonía.

Una doncella vino a decirle que la llamaban al teléfono. Se encaminó hacia él y tomó el auricular.

—Dígame.

—Señora Santamaría...

—¿Juanjo?

—Sí, señora.

—Acaban de salir. Ignoro la dirección tomada.

—¿Y la pequeña? ¿Quiere a Rita?

—Sí. Se quieren mucho. No obstante, encuentro a la niña tímida para su edad, asustada, insegura.

—Es lógico. Esta vida es nueva para ella. Allí, en el hogar de mis suegros, todo son fiestas incesantes, visitas, cacerías La vida hogareña de ahora la asombra. Además, mis suegros, pese a su edad avanzada, son personas metidas de lleno en la vida social y no podían ocuparse mucho de la niña.

—Comprendo.

—¿Habré abusado de su bondad?

Leonor Hurtado lo pensó un instante antes de responder.

—No —dijo—. No abusó usted de mí. Me mostró un camino por el cual mi hija puede hallar la felicidad. No soy tan generosa como me imagina, Juanjo. Quizá lo hice por mi hija, no por la suya, ni por usted.

—No obstante, me hizo un gran favor.

—Ojalá Rita le escuche con agrado.

—Es lo que pretendo. No la molesto más. Me dedicaré a buscarlas. Creo saber adonde llevó Rita a la niña a esta hora.

Colgó. Leonor estaba preocupada.

No por Juanjo ni por la niña, sino por su hija. Rita era especial y no estaba segura de que su reacción ante los hechos, fuera acertada.

*   *   *

—Mira, chiquita, éstos son los monos.

—¡Qué bonitos!

—Y ese otro es un pavo real.

—Buenas tardes.

Rita se volvió en redondo y fijó su grandes ojos en el hombre. Este la miraba a su vez y sus labios sonreían casi imperceptiblemente.

—¿Y esta niña? —preguntó, poniendo la mano en el cabello infantil—. Es muy linda.

La niña se apartó un poco y se pegó a la falda de Rita, cuyos ojos seguían mirando a Juanjo de modo extraño, insistente, como si no concibiera que él pudiera estar en el Zoo a aquella hora.

—No esperaba verte nunca más, Juanjo —dijo, secamente.

—Has de verme muchas veces. —Volvió los ojos hacia la niña—. ¿Cómo te llamas, pequeñita?

Había ternura en su voz y la joven sintió rabia de que él fuera así.

—Se llama como yo —dijo fuerte—. Y no la asustes. La niña te tiene miedo.

—Os convido a lo que queráis.

—Te he dicho...

—¿Es que ni siquiera me admites como amigo? —preguntó, frío—. No estoy declarándote mi amor.

—Es que sería inútil que lo hicieras.

—Ya lo sé. Al respecto, ya dije lo que tenía que decir. Pero sigo siendo tu amigo y espero que no pongas objeciones a nuestra amistad.

—No las pongo.

—Por otra parte, no está bien que adoptes esta actitud delante de la niña. Y a propósito de la niña, ¿es hija de tu hermana?

—No. Es una niña que vive conmigo.

—¿Contigo?

—Sí —intervino la pequeña, con vocecilla tenue—. Soy alemana y vivo con Rita.

—¿Y estás contenta?

La chiquilla miró a Rita con adoración, buscó la mano femenina y después miró al doctor Sagunto con cierta altanería infantil que causó placer en el hombre.

—La quiero mucho.

—Me alegro, chiquita. —Volvió los ojos hacia la joven—. ¿Aceptas mi invitación? Podemos tomar algo por ahí. Además, he visto tu coche y yo no he traído el mío.

Rita cogió a la niña de la mano y Juanjo le ofreció la otra. La pequeña aún dudó, pero miró a Rita, esta asintió y entonces metió su manita dentro de la grande del doctor Sagunto.

Era su hija y sintió una rara emoción entrar dentro de sí y rodar por su cuerpo como una caricia. ¡Su hija y Rita se querían! Rita, la única mujer que quiso, la única por la cual llegó adonde llegó. La única mujer y estaba allí, junto a su hija.

—¿Nos sentamos un poco aquí? —preguntó, de súbito—. La niña puede jugar por el prado, mientras tú y yo charlamos.

—No tenemos nada que decirnos, pero sentémonos. Y tú, querida mía, no vayas muy lejos.

La niña se desprendió de sus manos y se sentó en el prado a unos metros de distancia.

—Pareces una mamá de película —comentó Juanjo, sentándose a su lado—. ¿Es un entretenimiento o una necesidad espiritual cuidar de la niña?

—Todo a la vez.

—De alguna manera has de dar salida a esa ternura que llevas dentro y que nunca quisiste entregar a nadie.

—Procura buscar una conversación más amena.

—Me gustaría hablar de mi pasado. Un pasado de diez años que llevo sobre mí como una carga insoportable. En la carta...

—No quiero hablar de tu carta.

—No obstante, debo decirte que en ella te explicaba el porqué, cuándo y cómo me casé.

—Te casaste, Juanjo —susurró, tenuemente—. ¿Recuerdas las promesas que me hiciste? ¡Dios mío, yo no te las había pedido! Fuiste tú. No me di cuenta de que aquellas promesas cerrarían el capítulo sentimental de mi vida. Cuando me la di, tú ya estabas viudo. ¿Y las promesas? ¿Has pensado alguna vez en si tu mujer viviera?

—Todo eso lo sé.

—Yo también. Por eso no quiero oírte hablar de esas cosas, ni quiero estar riñendo contigo continuamente. Las cosas tenían que suceder así para que yo, una vez más, me diera cuenta de lo que son los hombres. La primera vez que lo supe no me atañía, pero me rozó la baba asquerosa. Y te consideré a ti por encima de todas las miserias humanas. Te guardé culto aun sin saber lo que hacía. ¿Cómo quieres que ahora me eche en tus brazos, corresponda a tu cariño y te dé lo más grande que hay dentro de mí, que es la ternura? Como quiera que fuera, lo hiciste y me habías prometido conservarte soltero para mí. El hecho de que estés viudo no simplificaría las cosas. De no morir tu mujer, sería un imposible, y yo..., yo...

—Rita.

—No quiero reprocharte, Juanjo. No hablemos más de ello —pidió bajísimo—. Esta conversación resulta penosa para mí.

—Pero tú me quieres.

—Sí.

—Y renuncias por orgullo.

—¿Orgullo? —Le miró segura de sí misma—. Orgullo, no. Di dolor, desilusión, pena. Orgullo, no.

La niña vino hacia ellos, se pegó a la falta de Rita y la miró.

—¿Estás triste? —preguntó.

Rita la apretó contra sí, la besó en la frente y al alzar la cabeza, encontró la mirada ardiente de Juanjo en su rostro.

—Nos marchamos —dijo, turbada.

*   *   *

Rita vestía pantalones negros, estrechos, oprimidos en el tobillo. Un jersey blanco ajustaba su busto. Calzaba mocasines. Sentada en la alfombra disponía un tren eléctrico que, al parecer, no funcionaba bien. La niña a su lado trabajaba afanosamente ayudando a su bella amiga.

—No sirve para nada, chiquita —comentó Rita, manipulando en un vagón—. Tendremos que mandarlo a componer.

—¿Y tardarán mucho?

—Pues no lo sé.

Se abrió la puerta del salón en aquel momento y entró Ernesto. Rita, sin moverse, se echó a reír.

—¿Qué te parece, hermano? Trato de poner este en marcha, pero se resiste.

Iba a seguir cuando vio a Juanjo. Apretó los labios se puso lentamente en pie y se acercó a los dos hombres.

—Tiene muchos años —comentó Ernesto—. No creo que logres hacerlo andar. Os conocéis, ¿no? El doctor Sagunto es un buen amigo mío.

—Nos conocemos —dijo Rita—. Pasad y sentaos. Chiquita —añadió, mirando a la niña—, aquí tienes al amigo que encontramos ayer en el zoo.

Juanjo, sin dejar de mirar a Rita, una Rita distinta, atractiva, femenina dentro de aquellas ropas que acusaban sus formas de modo insinuante, tomó a la niña en brazos y se sentó en una butaca.

—¿Me consideras tu amigo?

—Sí —dijo la niña—. ¿Verdad, Rita?

—Claro—. Y con voz leve, preguntó—: ¿Queréis tomar algo?

—No, nada. Y voy a ver a mamá. Si Juanjo quiere, ahí se queda.

—Voy contigo —saltó la niña.

Ernesto apenas sonrió. Tomó a la niña de la mano y salió con ella. Hubo un silencio largo, penoso.

—No me agrada que vengas a mi casa, Juanjo —dijo Rita—. No sé lo que pretendes.

—Nada. Vengo. Pero si lo deseas no vuelvo más.

—No te lo puedo prohibir, puesto que eres amigo de mi hermano. Por lo visto, olvidaste que por él fui a Inglaterra.

—En lugar de Ernesto hubiera obrado igual si tuviera una hermana. Eramos demasiado niños los dos.

—Sin embargo, hablaste como un hombre.

—¿Otra vez? ¿Debo purgar mis culpas hasta que muera? ¿Sabes tú las fatigas que yo pasé por esos mundos hasta conocer a la madre de mi hija? No, si las imaginaras te callarías. Y tanto como ella me dio no supe pagarle más que con agradecimiento y mi estimación. Lo demás, todo lo demás, y es mucho lo que un hombre lleva dentro de sí, lo guardé incólume para la única mujer que quise. La única que amé de verdad. Ella, mi esposa, me admitió así. Ella conocía a Rita, la chiquilla estudiante que... que...

Sin terminar se puso en pie con violencia y dio varias vueltas por el salón. La joven, apoyada en la puerta cerrada, se mantenía inmóvil, silenciosa, pensativa.

—Cuéntame por qué te casaste, Juanjo —pidió, de pronto—. Creo que si no me lo dices... ¡Dios mío, voy a condenarme de tanto odiar a un muerto!

—¡Cómo eres, Rita, cómo eres! —lamentó bajo, yendo despacio hacia ella—. Nunca conocí ser más exclusivo ni más apasionado que tú. Siempre te consideré una mujer superior a las demás, pero nunca te conocí como ahora. Eres dura y tierna a la vez. Das y tomas, desprecias y admiras sin limitaciones y pides a los demás todo lo que tú puedes dar, porque eres así.

Rita no respondió. Nerviosamente encendió un cigarrillo y lo llevó a la boca bajo los ojos ardientes de Juanjo.

—Si quieres contar...

—Prefiero hacerlo en otro lugar, solos dos, sin temor a que las puertas se abran y puedan interrumpirme. Permíteme que te invite a cenar.

—Nunca he salido de noche con hombres.

—Pues pide a Ernesto que nos invite a los dos.

Se le quedó mirando asombrada.

—¿Todo lo arreglas así? —preguntó, bajo.

—Todo no. Porque si lo hiciera así, lo tuyo y lo mío estaría ya arreglado.

Ernesto entró en aquel momento y ambos le miraron. De pronto, Rita dio la vuelta, se apoyó en el brazo de un sillón y dijo de modo raro:

—Juanjo y yo deseamos que nos invites a cenar, bien en tu casa, bien por ahí.

Ernesto, al pronto, no supo qué decir. Después, rompió a reír de buena gana.

—De acuerdo. Os invito a casa. Y como es hora y yo soy puntual, ve a arreglarte.

Juanjo se mantenía inmóvil, fumaba en silencio. Cuando la puerta se hubo cerrado tras la joven, ambos hombres cambiaron una mirada.

—¿Por qué, Juanjo?

—No lo sé con certeza.

—¿Tú la quieres?

El doctor Sagunto entrecerró los ojos. Sus labios se agitaron.

—Di, Juanjo.

—Nunca creí que la quisiera tanto —dijo, con ronco acento—. Fue para mí una revelación saber que ella se mantenía soltera. Yo nunca creí... La quiero de tal manera, que si..., que si...

—Ya sé.

—Pues si lo sabes, no me preguntes más.

Media hora después, bajó Rita. Leonor se hallaba en el salón con la niña, su hijo y el doctor Sagunto. Este, al sentir el taconeo femenino, dio la vuelta. Miró hacia el umbral y se estremeció. Le ocurría siempre que veía a Rita. Era tal la necesidad que tenía de aquella muchacha, que si algún día era suya... ¡Si algún día lo era! Entornó los párpados y avanzó hacia ella.

Vestía modelo de calle, y su cuerpo esbelto se erguía sobre los altos tacones. Las facciones femeninas de exótica belleza, parecían realzadas aquella noche. Los labios se agitaban, como si anhelaran un beso interminable. Y los ojos pronunciados por el largo rabito oscuro parecían más grandes. Era bella Rita, o atractiva o provocadora. Nunca sabría decir lo que era Rita exactamente, lo que más atraía de ella, su personalidad, su belleza, su atractivo, aquel mirar largo de sus grandes ojos...

Rita le miró breve.

—¿Vamos? Chiquita, dame un beso.

La niña corrió hacia ella. La apretó contra sí y cuando la besó y alzó los ojos, encontró otra vez los de Juanjo. Unos ojos habladores, ardientes, de los cuales escapó turbada.

Alguien puso un abrigo sobre sus hombros. Miró, era Juanjo. Sintió la presión de sus manos y tembló como una criatura.

—¿Vamos? —volvió a decir, nerviosa.