VII

Rita Santamaría entró en el salón-comedor aquella mañana con el rostro asombrosamente pálido. Besó a su madre y se sentó en su lugar habitual.

—¿Lo has pasado bien, querida?

—Sí.

—Muy pronto regresaste.

—Me dolía la cabeza.

—¿Te duele aún? Estás pálida y ojerosa.

—Sí, me duele un poco.

—¿Por qué no te has quedado en cama?

Sonrió apenas.

—No es para tanto, mami.

Guardó silencio y desayunó con desgana. Cuando iba a salir del comedor dijo la dama:

—Se me olvidaba. Entre el correo ha llegado una carta para ti. No conozco la letra. Y es de la capital.

La joven se volvió en redondo.

—¿Dices que una carta para mí?

—Sí. Ahí la tienes, en la bandeja.

Se acercó a la mesa y tomó el sobre. Conoció la letra inmediatamente. Sólo Juanjo Sagunto podría tener aquellos rasgos desiguales, tan personales como él mismo. Le dio varias vueltas entre sus dedos y la depositó de nuevo sobre la bandeja.

—¿Es que... no vas a leerla?

—No la voy a leer —dijo sin mirar a su madre—. Di al administrador que la devuelva.

—No trae remite, querida.

—Es del doctor Sagunto.

—¡Rita!

La muchacha se volvió y fue a hundirse en un diván con un cigarrillo entre los dedos.

—No debes hacer eso. Tú le amas; ¿de qué lo culpas? ¿De haber faltado a su palabra? Por Dios, hija mía, no seas visionaria. ¿Qué te has creído que son los hombres? No son santos ni seres virtuosos; son hombres, y los hombres olvidan sus promesas cuando les conviene y luego dicen que tienes tú la culpa.

—Cada uno tiene su modo de pensar. Yo esperé diez años por un hombre que prometió mantenerse soltero. Ese hombre se casó. Si su mujer no hubiera muerto, sería un imposible para mí. Y eso debió preverlo Juanjo Sagunto.

—No debes juzgarlo así; te lo dije el otro día y lo repito hoy.

—Lo siento, mamá. No voy a formarme de nuevo por dar gusto a Juanjo. Yo he recibido una gran desilusión: nunca podría confiar enteramente en él. Quizá existieran momentos —iba a decir «como ayer»— en que me olvidara de todo para quererlo con locura. Pero la razón se impondría después. Volvería a recordar los años que pasé inútilmente esperando por una imagen en la cual ni ante mí misma quería creer, pero creí y...

—Al menos lee la carta. Quizá en ella...

—Sé lo que dirá en ella. Te ruego, mamá, que la devuelvas.

—¿Sabes lo que puede ocurrir á causa de esa devolución?

—Que me deje en paz.

—En paz no vivirás tú, hija mía, mientras no seas su mujer.

—Nunca seré la segunda mujer de un hombre, tenlo siempre presente.

Y tomando la carta salió del salón y se encaminó a su alcoba.

Minutos después Leonor Hurtado vio bajar a Nelly con un sobre en la mano.

—¿Adonde vas? —preguntó.

—A entregar esta carta, señora.

La dama suspiró.

—Ve, pues.

Pero pensó que su hija había cometido en aquel instante la mayor tontería de su vida.

*   *   *

Sonó el teléfono. Rita, que se hallaba tendida en un canapé, alargó la mano con desgana y acercando el receptor al oído preguntó:

—¿Qué?

—Rita...

La joven se sentó de golpe para tenderse inmediatamente después. Aspiró hondo como si le faltara el aire. Sus dedos apretaron el auricular con violencia y súbitamente se serenó.

—No cuelgues, Rita.

—No cuelgo, Juanjo —dijo con frialdad.

—He recibido la carta...

—Para que la recibieras te la envié.

—Cerrada.

—Sí.

—No siento lo ocurrido ayer noche. Ni pienso pedirte disculpas por ello, porque sé que cuantas veces te tenga a mi lado tantas veces sucederá igual.

—No es fácil que me veas, Juanjo, A decir verdad, tengo pensado salir de viaje uno de estos días, quizá mañana mismo.

—Escapas de tu propia felicidad. Siempre te consideré un ser orgulloso, pero lleno de ternura, y ahora me doy cuenta de que nunca te juzgué en falso. Dichoso aquel que consiga el favor de tu amor. Dichoso el ser lo bastante afortunado que logre entrar en tu corazón. Yo siempre creí que este ser sería yo. Me casé: ¿cometí un pecado? Quizá sí, pero tú no sabes...

—No quiero saber.

—¿Y por qué no quieres saber? Ayer noche eras una mujer. Durante un instante olvidaste tu orgullo. Y yo me digo que si en un instante lo olvidaste cerca de un hombre determinado, ¿por qué ese hombre no puede hacértelo olvidar una vida entera?

—Desbarras, Juanjo —dijo con la mayor tranquilidad—. Por lo visto ignoras que soy mujer y los hombres no me desagradan.

Hubo un silencio. Rita, pálida, apretados los labios, esepraba la respuesta ofensiva, pero ésta no llegó.

—¡Hasta qué extremo eres orgullosa! —dijo la voz queda de Juanjo—. Admito que fue una gran desilusión para ti saberme casado, ¿pero voy a purgar toda mi vida lo que hice como recurso para mi vida, para mi carrera?

—Escucha, Juanjo; voy a decirte dos palabras nada más y pretendo con ellas desvanecer todas tus dudas. Te ruego, te suplico si quieres, que no vuelvas a interponerte en mi vida.

—¿Era eso lo que deseabas decirme?

—No. Es otra cosa. Yo te quiero. Sería estúpido negarlo. No sé si te esperé o no. Sé que estoy soltera y que nunca quise a un hombre. Cuando te vi comprendí el porqué de mi soltería...

—¡Rita!

—Si yo esperé pensando en aquellas promesas tuyas, en aquellas frases que no olvidaré nunca, ¿cómo quieres que olvide que te has casado por recurso? Estabas demasiado alto en mi corazón y caíste de golpe, con un trallazo, deshaciéndote en el barro Pero sigo queriéndote y del mismo modo huiré de ti. No serás capaz de convencerme, ni quiero saber por qué y cuándo y cómo te has casado. Te casaste, olvidaste lo que dejabas en España y todas tus promesas se desvanecieron como humo. Eso es todo. Y ahora que lo sabes espero que me dejes en paz. Marcho esta tarde y no estoy segura de cuándo será mi regreso.

Colgó antes de que él pudiera imponerse.

Sonó de nuevo el teléfono. Estuvo sonando más de media hora. Rita, terca, fría como una estatua, hizo su maleta y bajó al vestíbulo con ella en la mano. Leonor Hurtado la interrogó con los ojos.

—Voy a la finca.

—¿Sola?

—Sí, sola.

—¿Por mucho tiempo?

—No lo sé.

—Hija ¿No irás contra ti misma? ¿Contra tu felicidad?

—No.

Besó a su madre. Esta quedó en pie en la terraza mirando el auto que se alejaba.

—Rita, Rita —murmuró—, tenían que suceder estas cosas para que yo te conociera de verdad.

*   *   *

Aquella noche, Leonor Hurtado recibió una visita. Una visita inesperada que le causó emoción. En el salón, junto al ventanal, la visita habló y habló por espacio de más de una hora.

—Espere usted —dijo la dama—. Voy a llamar a mis hijas. No quiero obrar por mi cuenta y riesgo. Lo consultaré con ellas.

Media hora después, Marisa y Sol escuchaban la voz del hombre; Hubo un silencio. Marisa dijo:

—No sé si Rita lo agradecerá algún día. Dado su modo de ser, nunca se acierta. Pero con probar no cuesta nada y Rita necesita ser feliz.

—¿Tú que dices, Sol?

Sol estaba emocionada.

—Si es fácil convencer a la niña...

—La niña se llama Rita —dijo la visita, con rara entonación—. Yo nunca pude olvidar...

Hubo un silencio cargado de emoción.

—Quizá hice mal en enviar a Rita a Inglaterra en una época en que se estaba encontrando a sí misma.

—Ahora ya pasó. Las cosas tenían que suceder así para que yo conociera a Rita tal como es.

Entró Ernesto en aquel instante. Al ver al doctor Sagunto, fue hacia él y le estrechó la mano con calor.

—¿Y Rita? —preguntó Ernesto, mirando a un lado y a otro.

—Está en la finca.

—¿Sola? ¿Y por qué?

Se lo refirieron. Ernesto se sentó y aceptó el cigarro que Sagunto le entregaba. Siguió un largo silencio, que interrumpió Ernesto para decir pausadamente:

—Desconozco la reacción de Rita, pero te quiere, y cuando una mujer quiere así... —Alzó la cabeza, los miró a todos—. Creo que es conveniente hacer algo, y aunque el lazo no es muy seguro, probar.

Días después, en el palacio de Leonor Hurtado había una niña rubia, monísima, de siete años, inteligente y cariñosa.

Leonor la sentó en sus rodillas, la miró a los ojos y susurró:

—¿Cómo te llamas?

—Rita.

—¿Y tu apellido?

—No lo sé.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Quién te ha traído a esta casa?

—Tu hijo Ernesto.

—¿No tienes papá?

—Sí.

—¿Y dónde está tu papá?

—No sé. Hace mucho tiempo que no lo veo.

—¿Si lo vieras, lo conocerías?

La niña quedó pensativa. Hablaba con sinceridad. No tenía lección aprendida porque a los siete años se puede aprender muy poco. No había visto a su padre desde que cumplió dos años y su rostro en la mente infantil era una imagen desvanecida. Ernesto fue a buscarla a Alemania y el doctor Sagunto no figuró en la vida de la niña, lo cual era un beneficio para la trama, que pensaban desarrollar.

—Seguramente que no. ¿Me lo vas a traer?

—Algún día, quizá. Dime, ¿te dio pena separarte de tus abuelitos?

—Sí.

—¿Quieres volver allí?

—Sí.

—¿No deseas conocer a mi hija, esa Rita que se llama como tú y de la cual tanto te habló Ernesto?

—Sí, deseo conocerla. ¿Es como yo?

—No. Es ya una mujer y tú la vas a querer como si fuera tu madre.

La niña no pareció muy convencida.

—¿No la vas a querer?

—Sí, sí.

—¿No me parezco yo a tu abuelita?

La niña la miró analítica y le echó los brazos al cuello. Sollozó.

—Tengo miedo.

Leonor la apretó contra sí y la besó una y otra vez. Pensaba en sus nietas, en que pudieran verse tan solas en un país hostil. Se prometió a sí misma querer a aquella chiquilla, y dado el blando corazón de Rita, quizá la amara también. Era el gancho que se le tendía a su hija y esperaba que algún día Rita no quisiera desprenderse de aquella criatura y se entregara al amor de su padre.

—No tengas miedo, querida mía —susurró—. Ya verás lo feliz que vas a ser en esta casa. Todos te vamos a querer mucho.

—¿Sí?

—Sí.

Por la tarde de aquel mismo día habló con Rita por teléfono.

—¿No te aburres, hija?

—No, mamá.

—¿Cuándo piensas volver?

—Un día cualquiera.

—Tengo que decirte algo, Rita. No sé cómo lo tomarás.

—¿Tan grave es?

—Tenemos en casa una niña alemana. Ya sabes lo que ocurre a veces. Han venido a pedirme ese favor las damas del ropero de caridad. Han venido varios niños extranjeros a los cuales colocaron en distintos hogares. Yo no tuve valor para negarme.

—¡Pero, mamá, a estas alturas criando niños!

—Es una niñita preciosa, de seis o siete años. Como se llama como tú...

—¿Como yo? ¡Qué gracioso!

—Por eso la acogí. ¿Te parece mal?

—Pues, no sé. Cuando conozca a la niña, te lo diré.

—¿Vas a tardar mucho en salir de esa ratonera?

Al otro lado hubo una risita.

—Con eso de la niña, quizá vaya mañana o pasado.

Pero vino aquella misma tarde y se quedó silenciosa contemplando a la niña, la cual, avergonzada, no sabía dónde meter sus manitas. Rita se agachó, la acercó a sí y la miró fijamente.

—Eres una preciosidad —dijo, bajo—. ¿Cómo te llamas?

—Rita —dijo la niña, con vocecilla miedosa.

—¿Rita qué?

—No sé.

—¿Rita qué, mamá? —preguntó mirando a su madre.

—Rita Sagún, o algo así.

—Ya. Ven, pequeña. Sube a mi cuarto. Vamos a conocernos un poco.

La niña se resistía. Le imponía un poco aquella señorita tan guapa, tan pintada y tan vestida.

—¿Me temes?

La niña negó por dos veces.

—Pues, sigúeme.

La niña no se movió y Rita miró a su madre.

—¿Dónde estuvo esta niña hasta ahora, mamá? Parece un corderito asustado.

—Ya sabes lo que son los niños.

—Vamos, Rita.

Ante el mandato, Rita, la niña, siguió a Rita, mujer.