II

—Estoy preocupada —dijo Leonor Hurtado, mirando a su hija Sol—. Lee la carta de tu hermano y dime qué te parece.

—¿Por eso estás preocupada?

—Por eso. Toma la carta.

Sol, que era una joven morena y reposada, tomó la carta y se dispuso a leerla.

—Hola —saludó Marisa, entrando.

—Pasa, hija. Llegas a tiempo de escuchar la lectura de la carta que leerá Sol.

—¿Qué carta?

Y Marisa se inclinó hacia el hombro de su hermana, quien, en aquel instante, desplegaba las cuartillas.

—Es de Ernesto.

—Me alegro, ¿Qué dice de la loca de la casa?

La dama suspiró.

—Siéntate y escucha. Lee en voz alta, querida —añadió, mirando a Sol.

Con voz inalterable, Sol inició la lectura.

«Querida mamá:

»Esta vez quizá tengo más que contarte. No me refiero a mí, pues mis asuntos se resuelven sin novedad, como yo esperaba. Me referiré sólo a Rita. Aprende el inglés magníficamente, lo cual me demuestra que su inteligencia es superior. Debo confesar que jamás la he tenido por una tonta. Rita fue en todo momento una muchacha inteligente, si bien algo consentida, y en este sentido será difícil cambiarla. Como no puedo dedicarme mucho a ella, me he visto obligado a presentarle a un grupo de amigos, con los cuales se divierte continuamente. Quizá conseguí apartar de su mente la figura de ese Juanjo que nunca conocí, pero no podré cambiar su carácter ni su temperamento, tal vez demasiado indisciplinado para su edad. Hace hoy seis meses que llegamos a ésta y espero que dentro de dos o tres más podré regresar a España, Lo deseo fervientemente, porque os echo de menos, y, además, porque Rita necesita salir de este ambiente, tal vez demasiado parecido a ella. Quizá no la conozcáis cuando llegue, pues físicamente ha cambiado, si bien sigue siendo consentida, caprichosa y locuela. Pero, pese a todo, encantadoramente espontánea.»

Sol dejó de leer y alzó los ojos hasta su madre.

—¿Por eso te disgustas?

—Sí, por eso. ¿Te parece poco?

—¡Bah! Antes de marchar, yo supe que Rita no cambiaría. Aún recuerdo cuando tenía seis años y no había quien la aguantara y hacía la vida de todos insoportable.

—Pero ahora es una mujer. Ha cumplido dieciocho años el otro día.

—Rita será siempre así —dijo Marisa, al tiempo de ponerse en pie—. No te aflijas, mamá. Lo que tenemos que hacer es buscarle pronto un marido que la domine, y después a vivir en paz.

—¿Un marido a Rita? —rió Sol—. Una pretensión absurda por tu parte, querida hermana. Rita es de las que no admiten imposiciones. El día que se enamore lo hará ruidosamente, se enterará todo el mundo y elegirá el marido a su gusto, aunque no nos agrade a nosotros. Y será inútil cuanto hagamos o digamos, porque Rita se impondrá.

La dama suspiró. Adoraba a su hija menor, y sentía que fuera tan impetuosa. Sí, el día que se enamorara de un hombre se casaría con él por encima de todo, costara lo que costara y doliera a quien doliera. Y la señora viuda de Santamaría ya se ponía a temblar pensando en aquel enlace.

—No te disgustes, mamá —dijo Marisa, aproximándose—. No se conoce a nadie en esta vida. Quizá nos equivoquemos con Rita.

—Hace un instante dijiste que no.

—Pero pienso que nadie es capaz de conocer a nadie en toda una vida. A veces se lleva uno chascos tremendos. —Hizo una transición y añadió interrogativa—: ¿Ha llamado Ricardo?

—Sí. Dijo que te esperaba en el Rex.

—Entonces, iré a vestirme.

Envió un beso con la punta de los dedos y salió del saloncito. Hubo un silencio que interrumpió la dama para decir:

—Creí que saldrías con Juan.

—No vino a buscarme ni me llamó por teléfono. ¿Sabes, mamá, que encuentro a Juan cambiado?

La dama frunció el ceño.

—¿Cambiado? ¿En qué sentido?

—No sé —replicó, pensativa—. Hace dos años que somos novios, nunca se acuerda de casarse, lo encuentro distante, distraído. No sé.

—¿Tú le quieres, Sol? ¿Le quieres mucho?

—Lo bastante para casarme con él cuando me lo pida. Quizá la actitud de Juan dista mucho de ser la de un prometido enamorado, pero empecé con él cuando era casi una niña y...

—Lo comprendo. De todos modos, debes hablarle con claridad. Hay amistad bastante en la familia y no por ello debe casarse contigo. Por compromiso, no, Sol. Los matrimonios así dan malos resultados.

—Pero le quiero, mamá.

—Lo sé. Pero si él no te quiere a ti del mismo modo debéis romper.

Sol se puso en pie y se acercó al ventanal.

—¿Romper ahora, mamá?

—Mejor es ahora a que os tiréis los trastos a la cabeza después. Medita, habla con él, sinceraos los dos...

—Quizá lo haga, si bien no es seguro. Cuesta renunciar a un hombre con el cual durante dos años pensamos casarnos.

Salió dejando a la dama más preocupada aún. Cuando se tienen hijos, una piensa que las preocupaciones cesarán una vez cumplan los nueve años. Y después, como una sigue preocupada, se dice que al cumplir los dieciocho todo cesará, y al llegar a los veinte es cuando verdaderamente empiezan las preocupaciones. Eso, por lo regular, sucede a todas las madres y la viuda de Santamaría lo sentía como las demás, porque una vez muerto su esposo, sólo vivió para sus hijos y sentía sus preocupaciones como si fueran las suyas propias, y propias las hacía constantemente.

Le agradaba Juan. Fue un hombre a quien siempre vio junto a su hija. Lo vio crecer y conocía sus defectos y sus cualidades, que eran muchas. Sol tendría una dote espléndida y Juan no era un hombre pobre. Todo ello ayudaría a la felicidad de ambos, y si ahora Sol aseguraba que Juan no la quería lo bastante, era, a no dudar, un gran contratiempo y supondría un disgusto que alcanzaría a todos.

Marisa se casaría el próximo invierno. Ricardo Delgado, médico de profesión, era un hombre noblote, poseía fortuna y en su profesión era muy conocido. Marisa sería feliz a su lado, y por ello la dama se sentía feliz. Con respecto a Marisa, no existía preocupación. En cuanto a Ernesto, era un hombre con pocos deseos de casarse, metido de lleno en los negocios, amante de su casa, su madre y sus hermanas, y se casaría cuando le conviniera. Ahora la preocupación consistía en Rita y Sol, dos muchachas diferentes, opuestas quizá, que le proporcionarían sin duda muchos dolores de cabeza.

Suspiró de nuevo y se dejó caer en el diván, con una labor de punto entre las manos. En aquel instante, entró Sol.

—¿Te marchas? —preguntó al verla vestida elegantemente.

—Daré una vuelta. Quizá me acerque al Rex con unas amigas.

—No debes hacerlo. Suponte que llame Juan.

Sol encogió los hombros.

—No voy a estar todo el día esperando su llamada. Si lo hace, dile que me encontrará en la parrilla del Rex.

—No lo apruebo, pero se lo diré así.

Sol se dirigió a la puerta, y tras enviarle un beso con la punta de los dedos, atravesó el parque.

*   *   *

—Pero, Juan...

Juan encogió los hombros. Estaba preocupado, más preocupado de lo que creía su hermana.

—No puedes hacer eso, Juan. ¿Por qué no lo has pensado antes?

—¿Antes? —farfulló Juan, malhumorado—. Lo estoy pensando desde el principio. Sol y yo somos totalmente opuestos. Chocaríamos continuamente.

—Pero tú la amabas.

—Cuando no la conocía lo bastante. Yo siempre fui íntimo de Ernesto. Y conocía a sus hermanas de ir a su casa. Pero de ser una amiga a ser una novia..., ya sabes tú...

—Sí.

—Y ahora me encuentro con la espalda en la pared, agotado de tanto pensar, desesperado, y hasta hay veces que me odio a mí mismo y para evitar este sufrimiento he venido a tu casa y te lo cuento.

—Siempre fuiste caprichoso.

—No sé lo que fui. Sé lo que soy ahora y es tremendo casarse con una mujer a quien no quieres lo bastante.

—Sol es guapísima.

—Otras hay más bellas y no las amo. —Se inclinó hacia delante y miró fijamente a su hermana—. Mary Luz, ¿sabes lo que yo deseo con anhelo de loco?

—No.

—Tener una novia a quien adorar. Porque yo soy extremista y bien lo sabes. Lo quiero todo y con apasionamiento o no quiero nada. Y esto último es lo que me pasa con Sol. Reconozco su belleza, pero a mí esa belleza no me dice nada. Me enciende mejor cualquier mujer de la calle, que mi propia novia. Es desesperante.

Y su corpachón, ancho y fuerte, se elevó. Mary Luz era mayor que él, estaba casada, amaba a su marido y a sus dos hijos y amaba a Juan. Un Juan un poco disoluto, con treinta años sobre las espaldas, ningún deseo de casarse y con una novia perteneciente a una familia íntima a quien Juan no haría daño por nada del mundo. Y no obstante, venía a casa a lamentarse, lo cual demostraba a Mary Luz que la cosa no era una broma infantil porque Juan nunca se quejaba de nada, lo rumiaba todo para sí, y el hecho de que ahora buscara su consejo demostraba que la cosa era de extrema gravedad.

—¿Y qué vas a hacer?

—No lo sé. Por supuesto, no pienso decírselo.

—¿Y te vas a casar con ella?

—Sí. No sé cuándo, pero terminaré casándome.

—¿Así? ¿Sin una gota de interés?

—Sí, así, a menos que sea ella quien rompa.

Mary Luz movió la cabeza de un lado a otro.

—Sol no hará eso, la conozco bien.

—¿Ves tú qué diferente a mí? Por eso no puedo amarla como hubiera sido mi deseo.

—Juan, ¿amas a otra mujer?

El ingeniero de caminos dio un respingo.

—¿Amar a otra? —farfulló, enojado—. Claro que no. Me espanta la idea de ver siempre a la misma mujer delante de las narices. ¿Te imaginas tú lo que es eso?

—Sí —rió la hermana—. Lo sé porque estoy casada y tengo siempre presente a mi marido, pero me siento dichosísima de que sea así. Tú eres un maniático, un hombre que vive demasiado libre, que le espanta la idea del matrimonio porque luego se terminaron las tertulias, las horitas de café y otras cosas peores.

—Bueno, quizá aciertes. ¿Puedes, pese a ello, darme un consejo?

—No. Y nadie te lo dará.

—No pienso pedírselo a nadie. Te lo pido a ti porque eres la única persona en el mundo allegada a mí, y aunque tienes marido e hijos, en modo alguno no olvidas que tienes, además, un hermano.

Mary Luz frunció el ceño.

—Juan, debo decirte que no apruebo tu vida. Vives demasiado al margen de las cosas gratas que hacen la felicidad de un ser humano. Tus francachelas a escondidas, de las cuales Sol no tiene noticias, pero yo sí, acabarán con tu salud el día menos pensado. Necesitas un hogar, una esposa, hijos y deberes sagrados que cumplir. Posees demasiado dinero, una carrera brillante, amigos detestables y amigas disolutas como tú. Esto es horrible, y para defenderte de todo ello, necesitas tener una mujer en ese piso, en el cual a veces tienen lugar orgías inconfesables.

Juan entrecerró los ojos. Era un tipo alto y fuerte, negro el cabello, gris azul la mirada de sus ojos, de mirar perezoso, como si naciera cansado y esperara morir del mismo modo.

—¿Quién te cuenta a ti esas cosas?

—Las sé, y no puedes negar que tengo absoluto conocimiento de la verdad. Lo que me extraña es que Ernesto se haya enterado aún. ¿Sabes qué hará tu mejor amigo cuando se entere?

¡Diantre! Juan no deseaba que Ernesto se enterara. Ni Ernesto ni el resto de la familia. El estimaba a aquella familia y quería a Sol. A su modo, pero la quería. No para casarse con ella inmediatamente. Algún día quizá, cuando su vida pidiera reposo. Cuando este momento llegara, de elegir mujer, sería Sol. Y lo que le imponía era que su deber era casarse ya, puesto que no necesitaba esperar para afianzar su porvenir. Este se hallaba resuelto y su novia era Sol...

—Te han engañado —dijo con acento breve—. No soy tan perdido como te dicen.

—Pero lo eres algo, y eso no gustará a la familia Santamaría.

—Marisa vive su vida muy al margen de los problemas de los demás —adujo para convencerse a sí mismo—. Leonor Hurtado no espera eso de las personas que aprecia. En cuanto a Ernesto, vive demasiado dentro de sus negocios para pensar mal de nadie. Y no quiero referirme a esa loca de Rita, que piensa y sólo exclusivamente en sí misma, y de cuyo poco juicio nadie se fiaría.

—A propósito de Rita, ¿han vuelto ya?

—No. Lo harán dentro de un mes o dos, según la carta que recibí de Ernesto ayer tarde.

—¿Sabes que se habló algo de esa huida de Rita Santamaría?

—No fue tal huida —dijo Juan, cruzando las largas piernas una sobre otra y encendiendo un cigarrillo—. Hizo una de las suyas y Ernesto consideró conveniente llevarla consigo a Inglaterra aprovechando que él tenía que hacer ese viaje. Por lo demás, y aparte de su poco juicio, la larguirucha no hizo nada malo.

—No le tienes ninguna simpatía.

—Pues te equivocas. La encuentro horrible, pero graciosa.

—Pues has de saber que Rita Santamaría tiene fama de elegante entre sus amigos. Precisamente lo hablaron aquí unos amigos de mis vecinos, que estudian también.

—¿Rita fama de elegante? —rió con ganas—. No digas tonterías. Precisamente es todo lo contrario. Con los pantalones que usa, sus cigarrillos, sus zapatos planos y sus jerseys de colores, parece un espantapájaros.

—Hace pocos días recibió un amigo suyo una foto. Ese chico algo raro que piensa hacerse cirujano.

Juan descruzó las piernas.

—¿Te refieres a Juanjo?

—Sí. Es mi vecino, y mi marido dice siempre que será un chico inteligente.

—¿Y dices que recibió una foto de Rita?

—Sí. Me la enseñó ayer. Es una preciosidad de mujer.

Juan aplastó las manos con ademán burlón.

—¡Preciosa! La frase menos apropiada para calificar a Rita Santamaría. Pero dejemos si a ti te pareció o no bella. ¿Dices que es Juanjo? Muy interesante. Si Ernesto se entera, mete a Rita en un internado y no sale de allí jamás. Ha de saber que por Juanjo, ese angelito con facha de existencialista, se llevaron a Rita a Inglaterra.

—¡Caray, tú! No digas nada.

—No lo pienso decir. Después de todo, allá ella. Siempre me pareció algo loca y sin duda lo es.

Se puso en pie y sacudió una mota de polvo de su impecable pantalón gris.

—Me marcho —dijo—. Seguramente que te di la lata.

—No me la diste, pero has venido a buscar un consejo y no quiero que marches sin él.

Juan enarcó una ceja. Sus ojos gris-azul sonrieron burlones.

—¿Qué consejo es ése?

—Cásate con Sol.

—Lástima que tenga que vivir con ella.

—Pero, Juan, Sol es una muchacha excelente, joven, guapa, rica, de buena familia. ¿Qué más deseas?

Juan se acercó a la puerta del salón y la abrió despacio. De súbito, dijo:

—Quisiera que fuera más apasionada, más temperamental, más mujer...

—¡Juan!

—Estoy desilusionado.

—¡Cuánto lo siento, Juan!

—Yo más que tú. Adiós, Mary Luz.

La hermana fue tras él.

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé aún. Decírselo a ella, por supuesto que no. Y quisiera que tú me comprendieras —añadió, pesaroso—. No sólo se trata de lo que yo haga o deshaga con mis amigos. No soy tan libertino como supones o te hicieron suponer. Hay algo que deseo y no lo encuentro en mi novia. ¿Debo hacerme desgraciado el resto de mi vida sólo porque la familia Santamaría sea quien es? No, pero aunque lo reconozco así, yo nada diré.

—Y te casarás.

—Eso lo ignoro. Buenas noches, querida mía. En cierto modo, esta visita a tu casa me hizo bien. La necesitaba.