V

Rita conoció a muchos hombres en el transcurso de aquellos diez años. Infinidad de hombres que la amaron. Unos más y otros menos, si bien Rita no amó a ninguno. Cumplió veintiocho años y era la solterona de la familia, la tía complaciente llena de dinero, la solitaria, la inabordable.

Leonor Hurtado, diez años más vieja, pero aún sana y fuerte, se desesperaba cada vez que veía a su hija entrar en la casa sonriente y feliz. Ella deseaba dejarla casada, con hijos... Rita reía. Rita nunca dejó de sonreír, y si a los dieciocho años era una chiquilla interesante, ahora era una mujer maravillosa. Seguía siendo delgada y esbelta, pero había más vida en el fondo de su mirada, un misterio incomprensible que nadie penetraba.

Pero Rita seguía siendo sincera, franca y leal para los suyos y para sí misma. Rita era una mujer codiciada por todos los hombres, una mujer deseable, no por su dinero, sino por sí misma. Incluso se cruzaron apuestas para conseguirla y todas fueron perdidas. Rita Santamaría era muy conocida en la capital y tenía fama de inabordable. Muy simpática, muy dicharachera, muy sociable y muy coqueta, pero en plan serio nadie había llegado con ella. No pudieron llegar porque se interponía una barrera infranqueable.

—Hija mía —dijo aquella tarde la dama—, ¿vas a permitir que yo me muera sin verte casada?

—No morirás, mamá.

—¿Te das cuenta de lo que es vivir sola una vida entera? ¿Nunca has pensado en ello?

—Sí.

—¿Y qué?

—De buen grado me casaría —dijo, sincera, con aquella sinceridad que hacía callar a todos—. Nadie como yo desea enamorarse; pero casarme sin amor... sería absurdo.

—El amor llega después.

—Por si no llega, mami —reía burlona.

—¿No te conmueven los hogares de tus hermanos?

—En cierto modo; si bien no creo necesario imitarlos por la emoción que me produce su felicidad.

—Siempre fuiste rara y personal. Pero hay extremos, hijita.

—Sí, mami.

—¿Pensarás en lo que te dije?

—¿Y qué me has dicho?

—Que busques un hombre y te cases aunque no le ames como esperas. ¿No serás más soñadora de la cuenta?

Rita se echó a reír con desenfado.

—No soy soñadora, mami; tenlo por seguro. Espero de la vida lo que sé que ésta puede darme y si llego a morir sin lograrlo, será que Dios no tenía nada nuevo reservado para mí. Otras han muerto así antes que yo y no sucedió nada anormal.

—Pero tú eres mi hija y a mí no me importa lo que hicieron los demás.

—He conocido a muchos hombres —dijo Rita, pensativa, mientras sus finos dedos daban vueltas y vueltas al perfumado cigarrillo—, algunos de los cuales me hubiera gustado amar. Te aseguro que lo intenté y todo fue inútil. ¿Contra quién tengo, pues, que luchar? ¿Contra ellos o contra mí misma? No lo sé. Y no vayas tú a pensar que tengo un ideal dentro de mi cerebro, ni en mi corazón.

—¿Dices que nunca... nunca has amado?

Rita sonrió.

—Nunca, mami. Y tengo ya veintiocho años, y en el transcurso de mi vida he conocido a infinidad de hombres. ¿Que no tengo corazón? Quizá por tenerlo demasiado grande me sucede esto.

La dama se inclinó hacia la joven. Sin duda era la primera vez desde hacía mucho tiempo que abordaba aquel tema. Buscó los ojos de Rita y halló en ellos la sinceridad de siempre, lo cual le demostró una vez más que su hija no mentía.

—Dime, ¿será Juanjo el causante de todo ese despego hacia los demás hombres?

Rita enarcó una ceja, se echó a reír con desenfado y dijo al fin con la misma sinceridad:

—No, mami; al menos si es así yo no lo sé. Daniel Juan fue para mí el mejor amigó del mundo. No hubo por mi parte sentimiento amoroso. Le quise como quiero a los amigos que tengo actualmente, si bien reconociendo que Daniel merecía mi estimación más que ninguno.

—¿Estás segura de que no has vuelto a recordarlo?

—Absolutamente segura, mami. La prueba la tienes en que nunca traté de averiguar si había terminado la carrera, si se había casado, si había muerto... Para mí es un hombre al que debo horas gratas, pero al mismo tiempo una imagen desaparecida.

—¿Y qué dirías si supieras que... está en Madrid?

Rita se levantó de golpe y volvió a sentarse con la misma precipitación.

—Mamá...

—Sí, está en Madrid. Una figura célebre sin duda, a juzgar por lo que dice la Prensa. Un cirujano venido de Alemania, donde estuvo dos años. Un hombre que para llegar a él es preciso una recomendación... Un hombre listo y con dinero.

Rita aplastó el cigarrillo sobre el cenicero y aspiró hondo. No podía saber que era un hombe célebre y no había intentado buscarla. Se alegraba de que Juanjo alcanzara lo que siempre deseó. Pero dolía saberlo por su madre y algo se rompía dentro que no sabía definir.

—¿Cuándo lo has sabido?

—Hace muchos meses.

Rita volvió a aspirar.

—¿Muchos? ¿Cuántos? ¿Y por qué no me lo has dicho?

—Deseaba saber si tu apego a la soltería se debía a ese hombre. Y deseaba saber asimismo si él intentaba buscarte...

—Ya ves cómo no.

—Ya lo veo, sí.

Hubo un silencio. Rita encendió nerviosa otro cigarrillo y lo llevó a los labios fumando aprisa.

—Rita...

—Dime, mamá.

—¿Te duele?

—¿Dolerme, qué?

—Que él no haya intentado saber de ti.

Rita era franca. Quizá era su mejor virtud.

—Sí, me duele.

—Lo presentía.

—¿Viene... casado?

—Es lo que ignoro. La Prensa no dice nada de eso. Pero parece mentira de ti que la has tenido delante y no hayas visto ni leído.

—Cuéntame tú, mamá. Lo prefiero.

—Hace tres meses, la Prensa habla de él todos los días. De sus operaciones casi milagrosas. Dicen que ha ganado mucho dinero, que ha crecido de modo extremo y que sigue delgado. En otra crónica habla de sus éxitos en el extranjero, adonde dicen que regresará dentro de algún tiempo. Ha montado una clínica en la calle Alcalá y vive en un piso magnífico.

—¿Y sus padres?

—También se refieren a eso. El, cuando le preguntaron, dijo que habían muerto. En una entrevista que le hicieron a su llegada a España, dijo que había trabajado en un hospital para llegar adonde llegó. Sus trabajos eran humillantes, pero logró su deseo...

—Era tenaz —susurró bajísimo.

—Lo demuestra.

Rita se puso en pie y dio varias vueltas por el saloncito. Los ojos de la dama la seguían con preocupación.

—Rita... ¿qué piensas hacer?

La joven se volvió y rompió a reír nerviosamente.

—¿Yo? ¿Pensaste acaso que iba a hacer algo? Pues no es así. El sigue siendo para mí lo que era. No sé si volviéndole a tratar me enamoraría. Casi prefiero no verle. Vivo feliz así...

—¿Eres sincera?

—Bien sabes que sí.

Y lo era. Lo era, aunque nadie la hubiera creído.

*   *   *

Aquella mañana Rita, antes de levantarse, pidió a su doncella que le subiera la Prensa. Nelly la puso en la bandeja del desayuno y subió a la alcoba de su señorita. Esta indicó con un gesto que dejara la bandeja a un lado y tomó el periódico que leyó rápidamente. Cuando la puerta se hubo cerrado volvió la página y lo vio... Estaba allí, retratado, erguido, largo y delgado... Era el mismo con alguna diferencia. Canoso el cabello, usaba bigote y, tenía aspecto de hombre maduro. Calculó. Daniel tendría aproximadamente treinta y un años, por lo tanto no había motivo para que sus cabellos negros perdieran vitalidad y se tornaran blancos. Y su aspecto en general, a través de lo que se podía observar en la página, era de hombre maduro, mucho mayor.

Sonrió vagamente. Sin duda había trabajado intensamente para llegar alto y las consecuencias estaban marcadas en su rostro. Pero había llegado. Daniel era tenaz, capaz de todo por llegar a la meta propuesta.

Aun sin querer recordó una por una las frases encendidas de aquel muchacho estudiante, que ya entonces, teniendo veinte años, hablaba como un hombre de treinta. ¿Cumpliría su palabra? ¿Estaría soltero? ¿La recordaría?

Deseó saber y hubo de retenerse para no marcar el número de su clínica. No, ella no lo haría. El sabía que ella estaba en Madrid. Las revistas de sociedad comentaban casi todos los días las fiestas sociales a las cuales ella acudía. E incluso en algunas revistas se había reproducido su figura. Montada a caballo, en traje de noche, en un coctel, en un teatro... Era Rita Santamaría demasiado conocida en Madrid para pasar inadvertida y Daniel estaría sin duda al tanto de su vida. ¿Y si no lo sabía? ¿Y si, como ella, no leía la Prensa? No, Daniel era un hombre culto y le gustaba saberlo todo.

De cualquier forma que fuera, no movería un dedo para encontrarlo. Daniel la buscaría indudablemente y si no la buscaba... ¿Pero qué podía importarle a ella que Daniel la buscara o no?

Se tiró del lecho y se cerró en el baño. Una hora después subía a su coche y lo ponía en marcha. Nelly se asombró al entrar en la alcoba, porque era aquélla la primera vez en muchos años que Rita Santamaría dejaba el desayuno intacto.

Por su parte, Rita aparcó el auto junto al club y entró. Saludó aquí y allá y se reunió a un grupo. Los oyó hablar de mil cosas. Unos pertenecían a la época en que Juanjo era un estudiante de Bachillerato algo atrasado. Otros no. Alguien pronunció el nombre del doctor Sagunto y Rita aguzó el oído.

—Está en un plan tan elevado —dijo un hombre pequeño y regordete— que es imposible llegar a él.

—La fama.

—Quizá. Pero resulta terrible que sepas que cierto doctor puede curarte de tu dolencia, lo visites y te encuentres con seis secretarias.

—¿Seis?

—Sí —dijo el regordete—, eso me pasó a mí la semana pasada. Tengo un empleado enfermo. Ningún médico acertaba. Estoy harto de gastar dinero, y decidí para terminar de una vez llevarlo al doctor Sagunto.

—¿Y bien?

Rita fumaba en silencio mirando a otro lado. Tenía las piernas cruzadas y la vista lejos del grupo próximo, pero escuchaba con avidez.

—Llegué. Me recibió una enfermera y me hizo pasar a un despacho. Allí había una señorita muy elegante. Le dije a lo que iba y me tomó el nombre, que anotó en un grueso cuaderno. Luego me hizo pasar a otro despacho. Fui dando nombres hasta llegar al sexto departamento y allí me dieron una notita en la cual se me citaba para las once del día tres de julio... Y como sabes estamos a dos de mayo.

—¡Atiza!

—Me puse por las nubes y dije que no podía esperar tanto. La sexta señorita me contestó que era todo lo que podía hacer, que el doctor trabajaba sin descanso, que había infinidad de enfermos esperando y que lo sentía mucho.

Rita se puso en pie y salió de allí.

*   *   *

Se encontraron dos días después. Fue el encuentro más casual del mundo. Ni ella esperaba verle en aquel momento ni él la reconoció al pronto.

Cruzaba una calle. Ella iba a pie; él, por lo que observó después, iba en dirección a su coche, aparcado al otro extremo de la acera. Ella vestía de oscuro, alta y esbelta pasó por su lado sin reconocerlo. De súbito sintió que una mano se posaba en su brazo y dio la vuelta rápidamente.

—¿Tú?

—Al pronto no te reconocí. Hube de mirarte mucho, Rita.

Ambos parecían nerviosos, cortados, sin saber qué decirse. Los ojos verdes de él bajo el cabello casi gris, brillaban de modo extraño. Usaba gafas y a través de aquellos cristales, las pupilas verdes la miraban fijamente.

Y hubo de ser él quien rompió el mutismo.

—¿Vas a pie?

—Sí.

—Tengo el auto aparcado al otro extremo de la calle. Me gustaría... cambiar impresiones contigo. Hace tanto tiempo que no nos vemos...

—Mucho.

La tomó del brazo e iban a cruzar la calle cuando él se detuvo.

—¿No quieres tomar algo en esta cafetería? Podemos charlar más a gusto.

—Vamos, pues.

Entraron y buscaron el ventanal. Había poca gente a aquella hora de sobremesa. Ella supuso que él venía de hacer una visita y ella iba para casa de Marisa, porque vivía febril desde hacía algunos días y no tenía parada en ninguna parte.

—¿Sabías que estaba en Madrid?

—Sí —dijo tras una duda—. Lo leí en la Prensa.

—Ya. ¿Qué es de tu vida?

—Ya ves, como siempre.

—Sí, todo como siempre —sonrió, pensativo—. Todo igual y, sin embargo, resulta diferente. Tú... estás más bella. ¿Te has casado?

—No.

Le vio tensar el cuerpo y quedar pensativo. Tardó varios minutos en habar. Cuando lo hizo, su voz sonó enronquecida.

—No... lo esperaba.

—Pues ya ves tú. Sigo soltera y sin compromiso.

—¿Por qué, Rita?

—Lo ignoro, Daniel.

El enarcó una ceja.

—¿Daniel? Para ti siempre fui Juanjo.

—Dejaste de serlo una vez. Ya no recuerdo cuándo. Un día, de ello hace muchos años, aborrecí el nombre de Juan y después de tanto tiempo sigo sintiendo hacia ese nombre la misma animosidad.

—¿Acaso se llamó Juan algún desengaño amoroso?

Rita frunció la frente. Sus pupilas se achicaron.

—Nunca estuve enamorada, pero hay cosas en la vida... muchas cosas sin que se llamen amor.

—Sí.

—¿Y qué me cuentas de la tuya? Ya sé que llegaste adonde te proponías.

Daniel tamborileó con los dedos en el tablero de la mesa. Indudablemente no todo eran rosas.

—No llegué adonde me proponía— dijo vagamente—. De llegar adonde yo esperaba, tú estarías a mi lado. Siempre creí que no necesitaría ayuda... Pero somos, de jóvenes, algo soberbios.

No lo comprendió, no quiso comprenderlo. Había amargura en su voz y Rita presintió que algo grave sucedía. Algo que, sin duda, la afectaba a ella.

—¿Tienes hijos? —preguntó sin pretender preguntar aquello que ni por lo más remoto pasó por su imaginación.

—Una niña.

Rita apretó los puños bajo la mesa y quedó silenciosa. Sin duda él pensó que ella estaba al tanto de su matrimonio. Y con pesar recordó las promesas de Juanjo, porque en aquel instante lo volvió a llamar como antaño. Dejaba de ser Daniel, el hombre nuevo que ella llevaba dentro. Juanjo era, por lo visto, un hombre como los demás, como Juan, como Pedro, como Santiago... ¡Todos iguales!

Disimuló su amargura y comprendió en aquel instante que el único amor de su vida había sido aquel hombre que ahora la miraba tranquilo, confiado, lo cual le hizo suponer que él temía mencionar su matrimonio, y al mencionarlo ella con naturalidad el hombre adquiría de nuevo su personalidad, su arrolladora personalidad tremenda de Juanjo Sagunto.

—¿La... tienes aquí?

—No. Desde que murió mi mujer vive con sus abuelos. Un día cualquiera... No sé cuándo, la iré a buscar.

El camarero sirvió licor. Rita tomó la copa y bebió despacio. Era viudo, la mujer no existía, pero había existido y Juanjo había prometido... ¿Pero qué importaba todo? Juanjo y ella nunca volverían a ser lo que fueron. Juanjo, en su concepto, iba a unirse a tantos y tantos hombres que pasaron por su vida sin dejar huella. Juanjo era un hombre más, y aunque ella pretendiera lo contrario, nunca volvería a ser lo que fue.

—¿Qué tiempo tiene tu hija?

—Seis años —djo tras una vacilación.

¡Seis años! Ni siquiera le guardó culto hasta el final. Se había casado casi inmediatamente después de dejarla a ella.

Volvió a beber.

—Siento tener que marcharme, Juanjo.

—¿Por qué Juanjo otra vez?

Rita sonrió. Resultaba mucho más seductora que nunca y Juanjo volvía a sentir aquella necesidad espiritual que creyó olvidada. Era ahora mucho más intensa que antes. Ahora, la mujer no era una niña; era una mujer y... ¡qué mujer!

—No merece la pena cambiarte el nombre, amigo mío —indicó, mordaz.

Se puso en pie. El lo hizo también.

—¿Te veré otro día?

—Si vas a permanecer en Madrid algún tiempo, sin duda nos veremos con frecuencia.

—No es así como quiero verte.

—Lo siento, Juanjo.

La tomó del brazo; se lo oprimió con fiereza.

—Necesito que sepas muchas cosas. Para llegar adonde llegué...

—He leído la Prensa.

—La Prensa no ha dicho nunca la verdad.

Lo miró con sus ojos grandes, rasgados, misteriosos. Sonrió apenas y sus labios curvados mostraron a Juanjo toda su pura y seductora belleza.

—¿Y qué importa, mi buen amigo?

—Importa.

Rita encogió los hombros y se encaminó a la puerta seguida de él. Al llegar a la calle, dijo suavemente, al tiempo de alargar la mano:

—Hasta otro día.

El doctor Sagunto la vio cruzar la calle y le pareció que retrocedía diez años y que Rita Santamaría aún seguía burlando la vigilancia de su familia para acompañarle al cine. ¡Cuánto tiempo desde entonces y qué mal aprovechado! Había llegado a la meta propuesta, sí. Había logrado su deseo en el campo de la ciencia; pero su vida, su intimidad... Todo se desarrolló de diferente modo a como se propuso.