10
Fueron días que parecían interminables allí dentro.
Él se habituó a pintar. No sabía ni lo que pintaba, pero se pasaba las mañanas y las tardes, entretanto no se perdía la luz natural, a la puerta de la cabaña, abrigado hasta los dientes, con guantes, sujetando los pinceles y moviéndolos casi automáticamente sobre el lienzo.
Ella se quedaba en la cabaña y se movía ligera de un lado a otro.
Hacía la comida, el café por las mañanas, pues se tiraba del lecho antes que él. Arreglaba la casa, y cuando la escarcha era muy dura encendía la chimenea mientras Alex salía de casa sin pronunciar palabra.
Eso sí había entre los dos. Como un silencio impresionante.
A veces pasaban el día entero sin hablarse.
Alex era el más mudo de los dos. La miraba. A veces mucho, a veces una sola ojeada sobre ella y después fijaba los ojos en el vacío o se iba a la pradera y no regresaba hasta el anochecer que ella ya tenía la comida en la mesa.
Jamás le preguntó por la destrucción de aquel hijo. Es más, ignoraba si había tenido lugar el aborto o había sido todo imaginación femenina y el embarazo continuaba.
Realmente no sabía si lo deseaba o no.
Estaba como vacío de ideas, pensamientos e inspiración.
Vivía.
A eso se limitaba.
—Un día —dijo aquel atardecer— tendremos que volver a la civilización.
—Sí —murmuró ella, que se hallaba fumando sentada no lejos de él.
—¿Quieres?
—No lo sé.
—Este silencio es reconfortante.
—Sí que lo es.
Permanecieron callados un rato.
Después dijo inesperadamente Ute:
—Cuando volvamos… podemos pedir el divorcio.
Alex se le quedó mirando asombrado.
Pero sólo supo decir a lo tonto:
—¿Sí?
—Claro. El niño no nacerá. Se ha destruido. Creo… habértelo dicho.
—Sí… creo que sí. Lo siento.
Ute no dijo que ella también lo sentía.
Se hallaba sentada en un sillón y parecía perderse allí su fragilidad.
—¿Cuántos días hace que estamos aquí?
Alex se levantó como un autómata y movió las hojas de un calendario.
—Si es que no me olvidé de volverlo todos los días, van dos semanas.
—Oh.
—¿Te parecieron muy largas?
No se miraban.
Se diría que ambos, por la razón que fuera, tal vez la misma, se desviaban los ojos, se excusaban sin decirse nada.
—No los noté.
—¿Qué es lo que no notaste?
—Los días transcurridos.
—Pues esto es soso…
—No.
—Tú has venido más veces… ¿te aburrías?
Y miraba al frente por encima de la cabeza femenina.
Ute tenía los ojos fijos en el suelo, y el cigarrillo entre sus dedos se consumía solo.
—Pero yo soy distinto. Nunca estuve demasiado acompañado. La vida para mí fui yo mismo… No sé si es egoísmo o vanidad, pero lo cierto es que nunca necesité compañía específica.
—Yo te aburro, seguramente.
La miró de frente.
No veía en ella a su amiga del alma. Lo cierto es que no la vio desde el momento de casarse con ella.
La echaría de su lado, pediría el divorcio y se iría lejos.
Hubiera dado algo por empezar con Ute en aquel instante.
Pero… ¿para qué?
No lo sabía.
—No me aburres —dijo—. No me molestas siquiera.
—¿Qué diremos a mis padres?
De nuevo él se había olvidado del acordado divorcio.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo nuestro.
—¿Lo nuestro?
—Me refiero al futuro.
—Oh.
—Ya no hay razón de ser para esta farsa.
¿Farsa?
¿Era realmente una farsa?
Se levantó y quedó erguido. Mirando hacia la pared pintada de barniz. Se acercó al fuego y echó dos leños que restallaron como trallazos.
Sus facciones, a la rojez del fuego tenían una visión distinta.
—¿Me entiendes, Alex? No puedo sacrificar tu hermosa vida por mí… más tiempo.
Alex se volvió despacio.
—No es fácil.
—¿El qué?
—Dar razones a tu familia y a Mara. Habrá que esperar.
—Pero nosotros sufrimos.
—¿Sufrimos?
—Supongo que sí, Alex.
—Supones…
Y no dijo lo que suponía él. Ute se levantó.
Vestía pantalones de gruesa pana, calzaba botas por entre las cuales metía las perneras del pantalón y cubría su túrgido busto con un suéter de cuello alto de lana marrón.
Alex se acercó a ella y Ute quedó erguida mirándole.
—Ya pensaremos en eso —dijo dulcificando el tono de voz.
—No quiero abusar de tu amistad, Alex.
—No abusas.
—¿Nos pasa algo?
Él empequeñeció los ojos.
—¿Nos pasa?
—No sé. Todo es diferente.
—¿Diferente a qué?
—A antes. Si fuera hoy cuando tuviera que confesarte mi falta, no sabría hacerlo.
Alex alzó una mano y la puso en el cabello castaño. Se lo acarició con suave ternura.
—La convivencia no es fácil, Ute. Eso es la pura verdad.
—¿Nos vamos?
—¿Lo quieres tú?
—No sé…
—Yo tampoco lo sé…
Y aunque parezca raro no mencionaron más aquel asunto.
Ute se alejó de él y empezó a moverse por la cabaña disponiendo la comida.
Hacía frío, pero los leños de la chimenea restallando daban al ambiente una cálida serenidad, de placidez y casi confort.
—Vamos a comer, Alex —dijo ella al rato—. Ya lo tengo todo dispuesto.
Alex se levantó como un autómata.
Fue a sentarse a la mesa y tropezó con Ute sin querer. Quedó acogotado mirándola desde su altura. Los ojos en los ojos. Una expresión inquietante en ellos.
Ni una palabra.
Se diría que ni uno ni otro sabían qué decir.
Pero tampoco podían apartarse sus ojos de aquellos otros.
De súbito alzó una mano como si algo o alguien se la empujara y asió el mentón femenino. Lo retuvo.
Sus dedos se crispaban en él.
—Alex —susurró la vocecilla débil—, me haces daño.
—Oh.
Pero no soltó aquella cara.
De repente la alzó hasta la suya y a la par se inclinó. Le tomó la boca con la suya abierta. La besó largamente, como hurgante, como ardiente, como si todas las fibras de su ser dependieran de aquel instante.
Mucho o poco tiempo. Ute nunca lo supo.
Pero sí supo que sus piernas le temblaban y que los pulsos le golpeaban como locos dentro de las sienes y las muñecas y que como un ahogo le apretaba el pecho.
Alex dejó de besarla y con apresuramiento se fue a sentar ante la mesa, cuya servilleta desplegó de un manotazo.
Un silencio.
Ute continuaba allí, junto a la chimenea, erguida, pálida, temblando.
—Siéntate, Ute —dijo él con voz inexpresiva.
Pero no se disculpó por el beso dado, ni lo mencionó siquiera.
Ute, como una sombra, fue hacia la mesa y se sentó ante ella. Desplegó la servilleta, pero lo hizo con sumo cuidado, como si sus movimientos no correspondieran al mandato de su cerebro.
—Nos iremos mañana mismo —dijo él inesperadamente—. Sí, mañana a primera hora.
—Bueno…
Tenía una vocecilla tenue.
Débil.
Era frágil y bonita.
Alex nunca se fijó en lo bonita y femenina que era.
«Cuando estemos en la civilización, pensó, dejaré de desearla. Esto es peor que una enfermedad infecciosa.»
Y se quedó más tranquilo.
—Alex…
La voz era súbitamente vibrante.
El aludido levantó la cabeza y quedó con el cubierto en alto.
—Sí, Ute.
—Es distinto.
—¿Qué?
—Todo.
—¿Todo?
—Lo que pasa.
—¿Distinto a qué…?
—A cuando éramos amigos y yo… iba a verte al estudio.
—Ah.
Pero no dijo que sí.
Era como ella decía. La veía de otra manera. Ni siquiera se acordaba de la vecindad, ni de los padres de Ute, ni de la amistad que los unió toda la vida.
Era todo muy distinto, tenía razón ella.
Él parpadeó.
—Yo no soy una mala mujer, Alex.
—¿Quién lo duda?
—Es que tú… igual lo piensas.
—No —dijo enérgicamente meneando la cabeza— No. Claro que no.
—Tampoco me amas, Alex.
—¿Amarte?
—¿Me amas?
Alex empezó a comer. Su voz sonó ronca:
—Creo que no. Eso creo. Esto es diferente… Pero es penoso. Bien lo estás observando tú. Bien lo dices.
Y continuó comiendo nervioso, como si tuviera mucha prisa. Después, cuando terminó se puso en pie.
—Perdona —dijo—. Me gusta dar un paseo en la noche. Tú acuéstate. Es lo mejor.
Y salió.
Ute quedó donde estaba, y sus dedos empezaron como en otra ocasión, a hacer bolitas de pan diminutas que iba amontonando junto al plato vacío.
Oía los pasos de Alex ir de un lado a otro por delante de la cabaña. Estaban por lo menos a veinte grados bajo cero, pero Alex no parecía enterarse. Regresaría entumecido.