5
Gregory Wilder era un alto empleado en los pozos petrolíferos.
Aquella mañana se hallaba en su oficina cuando entró su secretaria anunciándole la visita de Alex York.
Gregory alzó vivamente la cabeza. No estaba habituado a tales visitas, y si bien apreciaba mucho a Alex, no dejaba de reconocer que era un tipo estupendo que vivía para sí y se pasaba la existencia entre sus pinceles, sus viajes y su ambiente un tanto aventurero.
—Hágalo pasar —dijo rápidamente.
Alex cruzó el umbral. No llevaba puesto el pantalón de pana descolorido ni su blusa holgada de pintor.
Vestía un pantalón color canela, un suéter de cuello alto marrón y una canadiense de ante, forrada de pelo blanco. Parecía fuerte y esbelto. Era muy alto, y de tan alto se encorvaba.
Entró con paso firme y saludó al padre de Ute con un:
—Hola, Greg.
—Muchacho, ¿qué milagro te trae por aquí?
Y se ponía en pie palmeando la espalda del joven.
Alex miró en todas direcciones con aquel aire distraído de perezoso. La verdad es que no lo era. Pero siempre daba la impresión de hallarse lejos de donde estaba en realidad.
—Vengo a hablarte de algo muy importante, Greg, y como eres hombre muy ocupado y yo no lo soy menos, si me lo permites entro de lleno en el asunto.
Greg volvió al sillón situado tras su mesa y ofreció un asiento a su joven amigo enfrente de aquélla.
—¿Tienes algún problema, Alex?
—Oh, no. Los que yo pueda tener no puedes solventarlos tú. Nos separa la profesión, y tú de mi pintura no entiendes gran cosa, y yo de tus pozos de petróleo no entiendo absolutamente nada —aceptó el cigarrillo que su interlocutor le ofrecía y entró de lleno en el asunto que le había llevado allí—. Me quiero casar, Greg.
Así.
Sin rodeos.
La cosa tenía prisa.
No podía andarse con demasiados preámbulos.
Había hablado con Ute antes de irse a la oficina de Greg, y entretanto él se lo decía al padre, Ute se lo decía a su madre.
Alex ya sabía con qué pegas se iba a encontrar, si pegas podían llamárseles, pero también iba preparado para subsanarlas.
—Muy bien hecho, Alex. Ya tienes veintisiete años y a tu edad yo ya estaba casado y esperando un hijo.
Alex pensó que algo parecido le pasaba a él, aunque el hijo no fuese suyo.
—Pero es que no me has preguntado con quién voy a casarme.
—Dado lo sensato que eres, supongo que será con una mujer digna y merecedora de ti.
—Pues sí. Se trata de Ute.
Del salto, Greg quedó erguido.
Miró a Alex como si no le comprendiera bien, y con voz entrecortada repitió el nombre de su hija interrogando:
—¿Ute? ¿Qué dices?
—Eso.
—Pero… ¿estás en tu sano juicio?
—Sí, por cierto —y sin transición—. Oye, es bueno este tabaco.
Maldito el caso que Greg le hizo de la alabanza.
Greg quedó sentado de nuevo y miró a Alex como si no le reconociera.
—Oye, Alex, dices que… te quieres casar con mi hija Ute.
—No tienes otra, Greg.
—¿He entendido bien o me estás tomando el pelo? Porque no ignoras que el otro día, como quien dice, se mató Max y que Ute anda gimoteando, lo cual, como supondrás, me pone nervioso y furioso. Yo digo que los muertos, cuando mueren, allá se quedan, y no entiendo que se gima por ellos. Yo no gemí ni por mi padre, porque no puedo dejar de comprender que por mucho que se gima no lo voy a traer al mundo y tengo dos trabajos. Agotarme gimoteando y gimotear inútilmente puesto que no voy a resucitar a un muerto. Pero Ute… Oye… ¿lo sabe ella?
—Claro, no pensarás que vivo en la época de mi bisabuela, cuando los futuros esposos pedían la mano de sus novias sin consultar con ellas.
—¿Té estás riendo de mí, Alex?
—No. Te estoy anunciando una próxima boda. Realmente Ute y yo pensamos casarnos la semana próxima muy a la moderna, ¿eh? Sin amigos tumultuosos, ceremonias multitudinarias… Los padres y nosotros dos. Ahora que ya te lo he dicho, me voy a acercar a la casa de modas a decírselo a Mara —siempre o casi siempre la llamaba así—. Se alegrará. Hace tiempo que viene dándome la lata con el asunto de mi boda.
—Veamos, que yo entienda… ¿Quieres decir que tú y Ute os amáis?
—Claro. ¿Por qué sino la boda?
—Pero Ute lloraba aún ayer por la muerte de Max.
—Eso lo has supuesto tú. Realmente Ute y yo hace mucho que nos queremos, aun en vida de Max, pero que Ute, siendo tan joven, no se había percatado —hizo un gesto vago—. Tal vez al darse cuenta es por lo que gemía… Por supuesto, puedo dar fe, de que el recuerdo de Max pasó a la historia. En cuanto a esperar, no tiene razón de ser. Me conoces, sabes que soy hombre de ideas avanzadas, y que no me gusta perder el tiempo. Es posible que me marche la semana próxima a Nueva York, a finales, y no quiero irme solo. Tú me dirás si estás de acuerdo en que me convierta en tu yerno.
Greg se fue levantando y salió de tras la mesa. Miró a Alex con satisfacción.
—No podía elegir mejor marido para mi hija, Alex. Pero… ¿estás seguro de que os amáis? No lo entiendo. Hace dos días Ute andaba llorando por Max…
—Ya te he dicho que no lloraba por él. Lloraba porque yo no acababa de decidirme.
—Pero…
—Bueno —le cortó Alex lanzando una mirada al reloj—. Ahora que ya lo sabes, me largo. Tengo mucho que hacer. Amo a tu hija y deseo hacerla mi esposa y no dispongo de mucho tiempo porque estoy muy ocupado.
—Dime, Alex, ¿dónde vais a vivir? ¿Con nosotros? ¿Y la carrera de Ute?
—Vamos a ser un matrimonio moderno, Greg. Viviremos en mi casa, por supuesto. Y Ute terminará la carrera, al menos mientras pueda, pero si tenemos un hijo, ya no sé qué decirte. Si bien yo entiendo que una vez los hijos en el mundo, sí que puede Ute continuar con los estudios. Oh, se me hace tarde. Hasta otro rato, Greg.
Greg quedó, casi con la boca abierta, pero dentro de sí bailaba una íntima alegría porque Alex se casaba con su hija.
Ute miraba a su madre, entretanto aquella pensaba qué cosa le ocurriría a su hija para haber desaparecido de su rostro la inquietud.
—¿Decías que ibas a decirme algo, Ute?
—Sí, mamá.
—Pues siéntate, hija. Estás ahí parada como un poste. Hoy pareces más recuperada. ¿Vas olvidando?
Ute se hizo la desentendida.
Había recibido la lección de Alex.
Cierto, dolía tener que hacer las cosas así, pero bien sabía que no quedaba otro remedio.
—¿Olvidando qué, mamá?
—Hija, qué pregunta.
—Me caso.
Isela dio un brinco.
Por nada cae del sofá.
—¿Qué dices?
—Eso.
—Pero…
—Con Alex.
—¿¿Eh??
Y la dama, nerviosa, se levantó como si el brinco aún le pinchara en los pies.
Ute no se inmutó. Se diría que toda su vida estuvo enamorada de Alex y que jamás tuvo un novio que falleció de accidente.
—Nos hemos dado cuenta los dos… que nos queríamos.
—Ute, pero si tú estabas muy enamorada de Max.
Tampoco aquello era así.
Quererlo sí le quería.
Habían vivido juntos algún rato agradable, pero de eso a estar profundamente enamorada de Max mediaba un abismo.
Se entendían, se complementaban, se apreciaban y se querían. ¿Qué más podía desear ella?
Eso fue su amor.
Ningún arrebato le llevó a aquellas relaciones.
Ningún apasionamiento fuera de lo corriente.
Pero se hubiera casado con él si no hubiese muerto. Eso era todo.
—¿Y eso qué tiene que ver, mamá? —preguntó con pasividad—. Le quería, pero nadie se muere por nadie.
—Y así, de súbito… dices que te casas con Alex. No, no me mires con esa expresión indefinible. Realmente no podía desear mejor marido para ti, pero nunca supe que os uniera más que una fraternal amistad.
—De eso al amor no hay más que un paso —y con energía—. Nos casamos la semana próxima.
—¿Qué?
—Sin invitados ni fiestas tumultuosas. Los dos lo hemos decidido así.
—Me asombras. ¿Quién se lo va a decir a tu padre? Tu padre siempre soñó para ti con una gran boda… además… Bueno, ¿qué quieres que te diga?
—Alex fue a decírselo a papá a la oficina. Lo acordamos ayer… Ni él ni yo somos de los que nos gusta esperar. Hemos descubierto que nos queríamos… eso es todo. ¿Por qué vamos a esperar? Yo, de momento, seguiré estudiando. Después, si llegan hijos… ya se verá. De todos modos tengo intención de terminar la carrera sea antes o después.
—Ute, estoy tan asombrada.
También ella de poderlo decir con tanta naturalidad, sin temblar como había supuesto que temblaría.
—No cabe duda —decía la dama entusiasmada— que mejor marido no podías hallar. Pero… ¿desde cuándo os amáis si aún ayer andabas llorando por el recuerdo de Max?
—No era por él —dijo con un cinismo aplastante que la menguó ante sí misma—. Era por Alex. No acabábamos de entendernos.
—Ute… no te entiendo. No soy capaz de entenderte. Yo pensé que llorabas a Max y, sin embargo, parece por lo que dices, que siempre estuviste enamorada de Alex.
—No es así exactamente, mamá. Sin duda así ocurría, pero ni Alex ni yo nos dimos cuenta, porque confundíamos nuestro amor con la amistad que creíamos nos profesábamos.
Sonaba el teléfono allí mismo y la dama levantó el receptor…
—Sí… Oh, Mara. Sí, sí, ya lo sé. Me lo está diciendo Ute. ¿Qué estás como loca de alegría? Pues imagínate yo. Después délo que hablamos ayer… Oh, sí, sí. Jamás me hubiera atrevido a soñarlo… No, no he terminado de hablar con Ute. Ella está aquí. Se lo voy a preguntar ahora, pero si ya me lo dices tú. ¿Qué están locos al pretender una boda familiar y silenciosa? Bueno, en eso no me meto, Mara. ¿Qué quieres que te diga? Yo me casé como quise, preferí una boda tumultuosa, pero si ellos la prefieren familiar… No… no le pregunté aún a Ute dónde van a vivir. ¿Sí? Bueno, pues ya me lo dices tú. La tendré cerca. ¿La luna de miel? Tampoco me dio tiempo de preguntárselo a Ute. Pero la tengo aquí. ¡Ah! ¿Qué lo sabes tú? Mejor, pues dímelo. Oh, bueno, bueno. ¡Qué asombro, Dios mío! ¡Qué sorpresa más grande! No, no, aún no me llamó. Supongo que no tardará en hacerlo. Estará contento, claro, qué cosas tienes, ¿qué mejor marido para Ute que un hombre como tu hijo? Gracias, Mara. Sí, sí, te espero a merendar. Hasta luego, Mara, y deja de llorar. Ya sé que estás emocionada, como yo. ¡Imagínate! Adiós, adiós.
Colgó.
Se quedó mirando a su hija con ternura.
—Para todos ha sido una sorpresa —dijo— y una tremenda alegría.
El teléfono sonaba de nuevo.
La dama lo levantó diciendo:
—Seguro que es tu padre. ¿Sí…? Oh, eres tú, Greg. Sí, sí. Ute me lo está diciendo. Mara ya me ha llamado. Por lo visto Alex os lo fue a decir a vosotros entretanto Ute me daba la noticia a mí. Greg, ¿te imaginabas? No lloraba por el recuerdo de Max. Claro, al fin y al cabo era un niño de su edad. Qué iban a hacer dos críos. En cambio Alex es todo un hombre. Sabrá hacerla feliz. Sí, sí, estoy muy contenta. Ya sé, Greg, ya sé que tú también lo estás. Se te nota en la voz. La tienes más ronca… Hasta luego, querido.
Colgó.
Se quedó mirando a Ute que estaba pálida y ojerosa.
—Hijita —susurró—, veo que estás tan emocionada como nosotros. A todos nos ha pillado de sorpresa, pero todos estamos igualmente contentos…