4

La muchacha respiró profundamente.

Intentó ponerse en pie como si hiciera ademán de echar a correr, pero Alex ya estaba al tanto de lo que podía ocurrirle y se estremeció pensando en Gregory e Isela.

Y en la misma Ute.

La sujetó y le hizo sentarse de nuevo.

—Habla claro —pidió con cálido acento—. Es posible que tú creas que todo va a quedar igual cuando me lo hayas dicho, pero al menos nadie podrá evitar que hayas desahogado, y cuando uno se desahoga se queda mejor.

—¿Has pensado en papá? —preguntó la joven con acento patético, casi espantado.

Estaba pensando.

No era fácil.

La papeleta era, ciertamente, de envergadura.

—No pensarás —murmuró Alex con ronco acento, cayendo en la cuenta de lo que le ocurría a su amiga— en deshacerte de eso.

—No, oh, no. No podría. No tendría valor ni quiero, ni lo pensé siquiera.

—Eso es mejor, Ute. Yo no te lo aconsejaría.

—Pero… ¿cómo se lo digo a papá? ¿Y qué pensará mamá? ¿Y qué dirán ambos? Papá, que tanto pregona la moral porque no cabe duda de que él lo es, ¿qué me dirá? ¿Te lo has imaginado?

Alex empequeñeció los ojos y se lanzó de lleno a la pregunta.

—¿Cuándo nacerá, Ute?

La joven llevó las dos manos al pecho.

Era bonita.

Sensitiva.

De una fragilidad casi quebradiza.

—Ute… ¿cuándo?

La voz de Alex tenía un dejo vibrante.

Ute le miró desesperadamente.

—Lo supe después de morir Max. Hace tres días que lo supe. Fui al médico. Nunca pasé… tanta vergüenza. Fui muy lejos, ¿sabes? A un suburbio. No quería que nadie me conociera… —se cubrió de nuevo la cara con las manos—. Me lo confirmó. Nacerá dentro de siete meses.

—¡Dios de los cielos! —exclamó Alex atragantado.

Después se puso en pie.

Quedó erguido de espaldas a la muchacha. Las piernas separadas, un poco hinchado su tórax como si su cerebro estuviera allí, no donde realmente estaba.

—Alex, me desprecias mucho, ¿verdad?

El pintor giró.

La miró con ternura.

—¿Despreciarte? No, Ute. Claro que no. Ni se me ocurre. Cada uno es dueño de su vida y ha de hacer con ella lo que le parezca. La verdad es que no pienso en ti, sino en tu padre.

—¿Por qué crees que estoy así? ¿Qué hago? ¿Qué le digo? ¿Cómo se lo digo?

Alex reflexionó.

—De cualquier manera que se lo digas el estallido va a ser feroz. Y si yo me presto a decírselo, me echará de su casa, y si se me ocurre pedir indulgencia para ti, bien sabes lo que dirá.

—Me iré de casa —susurró Ute con desesperación—. No terminaré la carrera. Me pondré a trabajar. Tengo veintiún años, no puede retenerme.

—¿Cómo es que no te casaste? —preguntó Alex alarmado.

—¿Y cómo iba a saber yo lo que me ocurría? Max murió sin saberlo… De haberlo sabido los dos, nos habríamos casado sin más. Quisiera papá o no, lo habríamos hecho, de eso estoy segura.

—Bueno —adujo Alex apaciguándose—, en eso ya no se puede pensar porque no tiene remedio. Pero hay que pensar de todos modos. No te irás de tu casa. Sería peor. Yo no tengo prejuicios de ningún género, Ute. Ni pequeños ni grandes. Hago lo que me parece, tanto si les parece bien a los demás como si no. Pero es que soy hombre, y de momento, aunque yo no estoy por ésas, los hombres tenemos ciertos privilegios que os están vedados a vosotras. Te repito que yo no estoy de acuerdo y sigo pensando que el sexto mandamiento no se ha hecho con discriminaciones, pero los pensantes se las han puesto y tardará mucho en que otros pensantes cambien el rumbo de las cosas y las habituales costumbres. No, yo no tengo prejuicios pero el mundo está lleno de ellos y tus padres los tienen a montones por todo, ante todo y de todo. Tenemos que pensar en tu asunto a través de esos prejuicios de tus padres. Si te vas de casa, tendrás que decir por qué, y si no lo dices es lo mismo porque ellos más tarde o más temprano lo sabrán y no creo que tu padre te perdone. Puede ocurrir también que por irte destruyas tu porvenir. Te gusta tu carrera, aunque yo eso no lo concibo, pero es que cada uno es como es y hemos de respetar sus gustos. Es posible que tú no des un dólar por la pintura y a mí me apasiona, igual que yo no doy un centavo por tus números y a ti te gustan —pasó los dedos por el pelo y se quedó mirando a Ute, la cual, encogida en un sillón, parecía una cosa informe, con las piernas metidas bajo las posaderas y la mirada perdida en el moreno rostro de su amigo—. Tengo que ayudarte, Ute, y para ello necesito pensar.

—¿Ayudarme tú… de qué modo?

—Eso es lo que no sé. Pero si en este instante viene mi hermana y me cuenta una cosa así, también haría lo posible y lo imposible por echarle una mano. De qué forma voy a echártela a ti, aún no lo sé.

Ute sí lo sabía, pero no se atrevía a decírselo.

Es más, había ido allí con una idea obsesiva.

Mas, al verse ante Alex, bastante había hecho que le contó lo ocurrido, pero pedirle otro tipo de ayuda se le hacía imposible, se le trabaría la lengua.

Y así se le estaba trabando.

—El hecho —decía Alex como si reflexionará en alta voz— de que vaya a ver a tu padre a su oficina y le cuente lo ocurrido a mi manera, intentando y consiguiendo suavizar la cosa, no dará resultado. Desgraciadamente tu padre es un tipo listo, y, por añadidura, intransigente con ciertas cosas. Vive con su moral y sus prejuicios y tiene un alto concepto de la moral, y no exagero nada si añado de sus prejuicios. De modo que de nada, me serviría hacer lo que te digo.

—No. Papá nunca entenderá.

—Si voy a tu madre y trato de ser humano, como lo soy en realidad tu madre se asustará y no se atreverá a decírselo a tu padre. Si voy a la mía y le pido ayuda, mi madre está como una regadera y no es inteligente más que para los trapos y su negocio, de modo que en vez de suavizar la cosa, se la contaría a tu madre con pelos y señales y lo haríamos peor.

Dio algunos pasos por el estudio. Contempló el lienzo sin verlo y lanzó una mirada sobre el rostro angustioso de su amiguita.

—Ute… la cosa es peliaguda. ¿Qué podemos hacer?

—¿Ocultarlo?

—¿De qué modo?

—Destruirlo.

—Ute… Tú no harías eso, ¿verdad?

La joven meneó la cabeza denegando una y otra vez.

—Gracias, Ute. Eso no debes pensarlo jamás. Déjame pensar a mí. Tiéndete en ese canapé y trata de descansar —hizo una pausa. Encendió nerviosamente un cigarrillo y fumó de él con afán. Después añadió—: Yo voy a pintar —dio un paso al frente y asió la paleta metiéndola entre sus dedos. Miró de nuevo—. Cuando pinto me inspiro. Creo que es lo que más despierta mi cerebro. Permíteme que piense en la mejor manera de salir de esto.

—No debí decirte nada, Alex. Té estoy atormentando.

Alex lanzó una mirada sobre el lienzo y después volvió la cabeza hacia la muchacha.

—Has hecho bien. Para eso estamos los amigos. Pero ahora, por favor, quédate quieta y no me hables ni una palabra. Es posible que pensando llegue a hallar una idea luminosa.

—¿Como cuál? —preguntó Ute anhelante.

Alex no lo sabía.

En cambio sí sabía que su amiguita del alma necesitaba su ayuda y que él, de una forma u otra, iba a dársela.

Ute no se tendió en el canapé.

Se quedó en el sillón encogida mirando la espalda de Alex. Sin la blusona que usaba para pintar, con la camisa azul de manga larga, arremangada, parecía más flaco. También más alto.

Daba una pincelada, y sin soltar la paleta lanzaba una mirada pensativa hacia la joven.

—No te has tumbado —dijo.

—Prefiero quedarme así… Alex, no te devanes los sesos. Lo mejor de todo es que me marche de casa. Puedo enfrentarme a papá.

Alex giró bruscamente:

—¿Te atreves?

No.

Era la pura verdad.

Su padre tenía un carácter muy fuerte. Era muy bueno, sí, tenía un gran fondo, pero cuando se disparaba resultaba temible. La misma esposa no se atrevía a contradecirle cuando Gregory Wilder se disparaba.

—No, Alex. Esa es la pura verdad.

—Estoy pensando que lo mejor sería un matrimonio.

—¿Qué?

Y Ute se irguió un poco anhelante.

Alex dejó la paleta y se volvió del todo hacia la joven. La miró pensativo.

—¿No tienes un amigo capaz de hacerte un favor así?

—¿Para casarse conmigo?

Su voz tenía una agitación temblona.

Alex dio una cabezadita.

—Sería una buena solución.

—Pero yo amaba a Max. No voy a amar a otro hombre así por las buenas. Por otra parte, jamás le podré decir a un amigo lo que me ocurre, y, por otro lado, no le voy a engañar.

—Eso es verdad. La persona que se case contigo debe saberlo. Es fácil —añadió Alex cada vez más encariñado con la idea—. Le decimos la verdad, le damos algún dinero.

—¡Alex!

—¿Lo quieres por amistad?

—¿Qué dices?

—Te preguntaba si compramos al hombre o le pedimos el favor… Luego, cuando nazca el niño pides el divorcio y santas pascuas.

—No me siento con fuerzas para pedir ese favor a un amigo. No tengo amigos que puedan hacerme tal favor. Compañeros de clase, amigos superficiales… Para mí sólo existía Max como novio y tú como amigo. Alex se dio una palmada en la frente.

—Ya lo tengo, Ute. Seré yo.

—¿Tú… qué?

—El que se case contigo. Siéntate —él mismo la asió por un brazo, la llevó a un sofá y se sentó a su lado. La miró radiante como si acabara de descubrir Flandes—. ¿Cómo no lo había pensado antes? No creo que tengamos que dar demasiadas explicaciones a nuestras respectivas familias. Les gustará la idea. A mí, tus padres me quieren profundamente. Están habituados a verme todos los días, por otra parte, saben que si bien soy un poco bohemio, no dejo de ser un hombre de buenas costumbres, y puedo ser un buen marido. Tú eres muy querida por mi madre. Nadie nos preguntará cuándo empezamos a querernos y por qué precipitamos el matrimonio.

Ute respiró hondo.

Había llegado a la idea principal que ella tenía metida en su mente desde que se enteró de su embarazo.

—Pero… ¿y nosotros?

—¿Nosotros, qué?

—Somos los que vamos a casarnos…

—Claro. Y los que vamos a divorciarnos después, cuando el niño tenga unos meses. Será fácil. Yo seré el culpable. Mis viajes, mi vida bohemia, mi signo aventurero que tú no soportas. Ellos tendrán que admitirlo. Cuando vaya a nacer el niño, nos iremos y como nadie podrá meterse en nuestra vida particular, el niño nacerá donde nos dé la gana a nosotros, y volveremos cuando tenga dos o tres meses, de modo que no diremos cuándo nació. ¿Qué te parece?

Le miraba.

De una forma confusa.

Alex parpadeó.

—¿Por qué me miras así, Ute?

—¿Por qué haces eso?

Alex se alzó de hombros.

La asió de la mano y la levantó.

—Porque eres mi amiga. Porque me gusta ayudarte. Porque te ayudo yo y nadie tiene por qué enterarse de esto excepto nosotros dos. Por esas razones y muchas más que marcan la fraternidad entre dos grandes amigos. Estoy seguro de que si un día me viera yo en un apuro, tú me echarías una mano. ¿No es así, Ute?

—Sí —dijo ella con un hilo de voz—. Sí, pero…

—¿Pero?

—Nada. No tengo… no tengo otra alternativa. No sería capaz de decírselo a mis padres: Dime, Alex, ¿cómo vamos a decirlo?

—Déjamelo a mí. Ahora márchate. Voy a pensar en ello.