3

—Fuma, Ute. Tienes cigarrillos por ahí.

Ute no se movió.

Se había sentado y había cruzado una pierna sobre otra con ademán nervioso.

—Alex, me ocurre algo terrible.

El hijo de Mara se volvió con presteza.

Era un tipo alto y flaco, demasiado flaco para su estatura. Tenía un rostro enjuto y unas pecas como desperdigadas por su rostro más bien moreno. El pelo de un rubio oscuro y los ojos pardos, contrastando con el moreno de su piel y el rubio oscuro de su pelo.

Era un tipo más bien despreocupado y de vuelta de todo. Había viajado, vivido y trabajado lo bastante como para sentirse satisfecho de sí mismo, de lo vivido.

—La muerte de tu novio, ¿no?

Ute se mordió los labios.

Parecía una cosa.

Un objeto palpitante, muy humano, eso sí, tremendamente sensible.

Alex se dio cuenta de que era algo mucho peor y soltando los pinceles y la paleta se fue al lado de Ute y se sentó enfrente de ella.

—Se me antoja que es algo grave. Ute.

—Mucho.

—¡Cielos! ¿Más que la muerte de tu novio?

—Más.

Alex empezó a ponerse nervioso.

Buscó en la mesa próxima la caja de los cigarrillos, la abrió y se la mostró a Ute.

—Fuma —dijo.

Ute asió uno con dedos temblorosos.

Lo llevó a la boca y Alex le dio lumbre, encendiendo después el suyo con cierta precipitación.

—Creo que necesitas hablar de ello, ¿no es eso?

—Lo necesito.

—Hum…

—Y sólo tú puedes escucharme.

—¿Ayudarte no?

Ute le miró con desesperación.

Alex comprendió que la cosa tenía migas, que no era nada baladí.

Que allí estaba pasando algo gordo.

Hubo un silencio, durante el cual ambos fumaron mirándose de hito en hito.

—No me digas que es tu padre…

—¿Mi padre qué?

—Eso, que se enoja porque tú estás triste.

Ute hizo un gesto vago.

Parecía decir que le importaba un bledo lo que su padre opinara de su tristeza, pero sí que le interesaba y temía lo que opinara de otras cosas que a ella le ocurrían.

—Alex, ¿nunca estuviste enamorado?

Alex esbozó una risita sardónica.

—No. La verdad que no. He vivido. He dado al amor la importancia fisiológica que tiene. No sé si hice bien o mal, pero hasta la fecha no me conmovió una mujer determinada, y mientras no me conmueva es que no la amo. ¿A ti no te ocurrió con Max?

—Le he querido.

—Mucho.

—No sé si mucho o poco. Le he querido, y nunca me tomé la molestia de medir la intensidad de mi cariño hacia él. Nos pensábamos casar, eso sí es cierto. Estábamos juntos todo el día. Íbamos juntos a la Universidad y juntos volvíamos. Max no tenía familia y alguna vez estudiamos en su apartamento.

—Lógico.

—Sí, es verdad.

Y fumó muy aprisa.

Alex apreció cómo sus dedos, al sostener el cigarrillo, temblaban perceptiblemente.

—Ute… ¿qué cosa pasa que te inquieta tanto?

Ute abrió los labios. Iba a decírselo.

Pero de repente se levantó.

Quedó erguida.

—¡Ute! —exclamó él—. Tú eres una joven sensitiva, razonadora y muy sensata. No creo que lo que te ocurre, sea lo que sea, tenga poca importancia, pues, muy al contrario, se me antoja que la tiene toda.

La tenía.

Pero costaba confesárselo aunque fuese Alex, su amigo del alma, quien la escuchara.

Por eso dio un paso atrás, y Alex, como un meteoro, se levantó y le atravesó el camino.

—¿No venías a decirme lo que te pasa?

—Sí… sí —casi lloraba. Tenía los ojos húmedos—, pero no puedo.

—¿Que no puedes decírmelo?

—No. Me da mucha vergüenza.

Alex frunció el ceño.

La cosa se ponía al rojo vivo.

Dio dos pasos hacia la muchacha e intentó asirla por el brazo, pero Ute se arrebató de sus dedos que así iban a tocarla y echó a correr.

Alex quedó desconcertado.

Miró en torno como algo atontado.

Después pensó que iba a continuar pintando, pero, si bien asió los pinceles, no pudo dar ni una pincelada.

Y salió de su casa después de cambiarse el mandilón lleno de óleo, por una camisa azul que dejó por fuera del pantalón.

Hacía frío y miró a lo alto.

Lo plomizo del cielo le hizo comprender lo que segundos antes le pasó inadvertido. Estaban en invierno. Volvió sobre sus pasos y en el mismo vestíbulo se puso una cazadora de ante color marrón que abotonó hasta medio pecho.

No usó la cancela.

Saltó la tapia por la parte mas baja y se deslizó por el jardín de la casa de los Wilder.

Divisó a Ute sentada, como perdida, en un banco bajo un árbol más húmedo aun que el suelo.

—Vas a pillar una pulmonía, Ute. Vamos a mi casa o a la tuya. ¿No están tus padres?

—Déjame, Alex.

—Ibas a decirme algo.

—Sí. Pero no… tiene importancia.

Alex la quería mucho. Si hubiese tenido una hermana no la hubiera querido más.

Se sentó a su lado e intentó pasarle un brazo por lo hombros, pero Ute se desprendió y quedó algo jadeante

—Ute… siempre has tenido confianza en mí.

—Y la tengo —dijo la muchacha con aquella voz suya grave y profunda—. Pero hay cosas que no sabe uno cómo decirlas.

—¿Te ayudo?

—No, no… No las entenderías.

—No me consideres tan idiota.

—No es eso, Alex.

—¿Entonces qué es?

—Ya te he dicho…

—Y estás llorando. Pues tú no eres llorona. Yo no te vi llorar en el entierro de tu novio.

Cierto.

No había llorado.

No era tanta la desesperación.

Lo había querido, pero ella no era una Julieta.

Era una mujer y entendía que los muertos, como decía su padre, por mucho que se les llore no vuelven.

—No has llorado cuando enterraron a Max —dijo Alex terco— y en cambio lloras ahora.

Ute llevó la mano a la cara y la pasó por los ojos. Miraba al frente. Obstinada, se diría que hipócrita.

Alex metió la cabeza bajo la de ella.

—¿Te ayudo? —preguntó bajo.

Ute le miró con ansiedad. —¡Y qué sabes tú lo que me pasa a mí!

—Puedo decir lo del poeta: «Para un viejo una niña tiene el pecho de cristal».

No era posible.

Alex no daría jamás con la verdad.

Podría llegar a la verdad a medias, pero en su totalidad, no. Estaba segura.

—No soy un viejo en años —seguía diciendo Alex quedamente, persuasivo—. Pero he vivido y he conocido el mundo y cuanto con él se relaciona, y gentes de todos los estilos, de todos los tipos y temperamentos.

—¿Y bien?

Se diría que lo desafiaba.

Pero después quedaba lasa, desarmada, con los ojos obstinadamente fijos en el suelo húmedo.

Alex decidió que allí no podría hablar con Ute a sus anchas y se levantó. La agarró de la mano y tiró de ella.

—Vamos a mi estudio —dijo—. Es más acogedor, y sobre todo, invita a la confidencia. Es obvio que tienes algo importante que decirme y necesito que me lo digas. Presiento que necesitas decirlo a alguien y me has elegido a mí. Pues bien, yo quiero escucharte.

Mudamente la llevó con él sendero abajo. No saltó la tapia. Salió con ella por la cancela de los Wilder y cruzó su cuerpo sólo un poco para meterse por la cancela de su casa, casi pegada a la cancela de la casa de los Wilder.

—Tus padres no están. Me parece que tu madre está con la mía y que tu padre no ha vuelto del trabajo. Ute —murmuró pensativo—, algo grave, muy grave te ocurre. ¿El pasado? ¿Has tenido algo íntimo con Max y es de eso de lo que quieres hablarme? —y sin que la joven respondiera, entrando ya en la casa, añadió—: Digamos que el sexto mandamiento no tiene discriminación y que se hizo tanto para el hombre como para la mujer. Yo así entiendo las cosas, Ute, aunque no sé si debiera decirte esto, pero es la pura verdad. Si estabas sola con él en su apartamento, si os veíais diariamente y a todas horas… ¿qué otra cosa puedo pensar de tu angustia?

La empujaba hacia el estudio.

Cerró la puerta y se quedó de pie quitándose la cazadora porque allí, en el interior del estudio, hacía calor.

En mangas de camisa fue a sentarse enfrente de la joven.

—¿Es eso, Ute?

Ella afirmó con un breve movimiento de cabeza.

—¿Y bien? ¿Tanta importancia tiene?

—¿No la tiene? —preguntó angustiada.

—La tiene. Es seguro que sí. Pero… —se alzó de hombros—. ¿Qué le vas a hacer ahora? Otro hombre aparecerá que entienda, que comprenda, que disculpe.

—No es eso.

—¿No?

Y quedó muy asombrado.

Ute se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

Alex no sabía si había visto llorar a alguna mujer. Seguramente que sí, aunque en el ambiente en que él se movió, las cosas no se tomaban tan a pecho ni a ciertos asuntos se les daba la máxima importancia. La tenía, ya lo sabía. El pensaba de muchas maneras a la vez, pero seguro que si se enamorase un día, hubiera preferido que la mujer fuera virgen al matrimonio. Tampoco estaba muy seguro de que fuese así, pero es que hasta aquel instante no se le había presentado la ocasión de pensarlo.

Al ver llorar a Ute se conmovió y le asió las dos manos quitándoselas de la cara.

—¿Qué es lo que pasa, Ute? No me digas que has jugado con otros hombres engañando a Max.

—No, no. Ni se me pasó jamás por la imaginación. Yo pensaba casarme con Max cuando ambos terminásemos la carrera, llevábamos el mismo año, teníamos idénticas ideas, nos comprendíamos, nos complementábamos —dejó de llorar, pero su voz resultaba temblona—. Alex, a ti te lo puedo decir. No me atrevería a decírselo a nadie más, pero… una vez que te lo diga, ¿no quedo igual? Por eso no sé si callármelo y matarme.

—¿Qué dices? ¿Estás loca?

Y le pasó por la mente algo terrible.

De súbito miró a Ute con suma atención.

—Ute —dijo, y su voz tenía un dejo raro—. Ute… ¿es cierto lo que estoy pensando?