XV

Hacía más de una semana que Lex se iba del trabajo a casa y de esta al trabajo. No había que pensar que pasara por el Club de Campo o viera a sus amigos.

A veces, las llamadas telefónicas de aquellos se repetían durante una tarde entera. Y Lex, desde el sillón donde se hallaba sentado, decía siempre, invariablemente:

—Lo siento. No salgo.

Siempre era cortante y breve.

Marie se daba cuenta, sentada frente a él, con su labor de punto entre los dedos, que no se esforzaba al negarse. Era algo que salía espontáneo, que se sentía.

Aquella tarde, una vez colgado el teléfono, lo vio ponerse en pie e ir como un autómata hacia el bar.

Bebía agua en las comidas, jamás le vio servirse una copa durante aquellos días, y de súbito, verlo ir hacia el bar, detuvo los latidos de su corazón.

Si bebía una copa, una sola, estaba perdido.

Soltó la labor de punto.

Se quedó envarada en el sillón, con los ojos fijos en la ancha espalda de Lex. Este abría el bar con la mayor naturalidad. Extrajo una botella de whisky y un alto vaso.

Se sirvió el licor.

Fue entonces, cuando ya tenía el vaso en la mano y regresaba con él al diván, cuando ella murmuró:

—¿Quieres… hielo?

Se diría que Lex despertaba de un profundo letargo. Como si estuviera soñando o sonámbulo y no fuera consciente de lo que hacía.

Espantado, con los ojos muy abiertos, contempló el vaso que aún empuñaba entre sus dedos. Hubo en sus ojos como un destello, como una alucinación, como una tormenta. Pero Marie, que espiaba todos sus gestos, aparentemente serena, se dio cuenta de que en aquel instante Lex libraba una dura batalla consigo mismo y su ansiedad de beber.

Y vio, asimismo, que depositaba el vaso sobre la mesa próxima, se repantigaba en la butaca y cerraba por un momento los ojos.

—No, Marie… Gracias.

Ella respiró tranquila.

Pero no fue capaz de quitar el vaso de allí.

En cambio, se puso en pie y se acercó a él. Primero le pasó los brazos por el cuello y después extendió sus manos por el pecho masculino, y así como estaba, dio la vuelta en torno a él y se sentó en sus rodillas.

—Te… te molesto, Lex.

Él sonrió.

Una sonrisa tibia y amorosa, llena de cálida ternura.

Silenciosamente le pasó los dos brazos por el cuerpo y ella elevó los suyos y le rodeó el cuello.

—¡Cómo vas a molestarme, Marie bonita!

—Es que…

—¿Qué?

—No sé…

—No intentes saber. Me gusta tenerte así y besarte… ¿No lo has descubierto todavía? Tus besos para mí son… —la besaba ya— la máxima aspiración. Soy como un hambriento… No puedo pasar sin ellos. —Y de súbito, preguntó—: ¿Cómo va tu catarro?

—¿Mi…? ¡Oh! Casi bien, pero aún…, aún…

No sabía qué decir.

Intentaba alejarse.

Pero Lex la oprimía contra sí, sinuoso y suave.

De súbito, pensaba si aquel catarro no sería invención de Marie. Le asaltó de pronto un temor. Indescriptible, inmenso, insoportable.

¿Sabía ella…? ¿Sabía…?

La aferró contra sí. Marie debió notar en sus brazos como un loco arrebato de dolor o de rabia.

—Lex… —susurró—. Lex… ¿qué te pasa?

Lex no quería decirle lo que le pasaba. Pero sí pensó en aquel instante llamar a Albert y pedirle consejo y ayuda. La ayuda total que un día se negó a admitir. No podía seguir viviendo con ella en aquella tensión. Le era imposible soportar la ternura de Marie, su comprensión, y no hacer nada para evitar aquel dolor que ella sentía dentro como una herida incurable.

—Lex…, me oprimes mucho.

La oprimía con desesperación y la besaba como un loco, como si pretendiera luchar contra la naturaleza que así se volvía contra él.

—Lex —se agitó ella en sus brazos, con una vocecilla humilde y apagada—. Lex…, me haces daño.

No se daba cuenta de que se lo hacía. No quería dársela.

La deslizó a un lado y se deslizó pegado a ella. Marie se dio cuenta en aquel instante de que Lex luchaba como un loco consigo mismo, y por eso se dejó resbalar hacia el suelo y quedó de rodillas junto a él, que parecía una momia tendido en el diván. Suavemente, con una delicadeza muy propia de ella, le acariciaba la cara y le hundía los dedos en el pelo y le demarcaba cada facción.

La ira, la rabia, la desesperación de Lex, fueron cediendo. Quedó inmóvil, incapaz de huir de aquellas caricias.

—Lex… Lex querido…, a veces te pones tonto y te apasionas como un crío.

—Soy un hombre, Marie. Pero no sé si te hago feliz.

—Me haces. Intensamente feliz.

—¿Así?

—Yo te adoro, Lex. ¿No lo sabes? ¿Quieres que te diga lo que recuerdo muchas veces?

Tenía el rostro casi sobre el pecho de Lex, y él, como muerto, levantaba una mano y le acariciaba el pelo. Miraba al frente, pero estaba seguro de no ver nada. Solo la sentía a ella, suave y tierna, reclinada en su pecho, con las dos manos perdidas en su rostro y en su pelo y en su boca.

—¿Sabes lo que evoco muchas veces, Lex? Aquellas seis noches en el motel… ¿Iremos un día, Lex? ¿Volveremos?

«Llamaré a Albert… Le diré… Esta misma noche. No puedo continuar así. Y no diré adonde voy, porque no seré capaz de sentir el asombro de sus ojos, y si ya lo sabe…, si ya lo sabe…, me sentiré el más humillado de los hombres».

Marie, ajena a sus pensamientos, le besaba en la boca lentamente. Despacio, como él la enseñó. Una y otra vez, apartándose y volviendo a prender sus labios voluptuosamente en la boca masculina, con inefable ternura.

Por eso no pudo soportar aquellos besos. No fue capaz de mantenerse allí, recibiendo tanto sin dar nada. Sin poder dar nada.

La apartó sin violencia y sonrió. De ese modo estúpido que sonríe la gente alguna vez, cuando no tiene nada que decir.

—Me…, me vas a pegar tu catarro, Marie querida.

Ella enrojeció.

—¡Oh! Es… verdad, Lex. Perdóname…

* * *

—Ven inmediatamente —dijo la voz resuelta de Albert Stone—. Tengo que ponerte a un tratamiento más efectivo. Te internaré en mi clínica.

—¿Qué le digo?

—¿No faltaste ya un mes de tu casa, sin dar explicaciones?

—Pero la adoro y sé que va a sufrir.

—No sufrirá si, como supones, lo sabe todo. Ven ahora mismo. Monta en tu auto. Te doy mi palabra dé que en quince días eres hombre nuevo. Pero tienes que ayudarme. Ni una gota de alcohol.

—Me muero de ansiedad, Al —confesó con desesperación—. Me cuesta como nada me costó en la vida, pero paso sin él. Varias veces estuve tentado…

—No. Tienes que huir de esa tentación.

—Iré ahora mismo, Al. Se lo diré a ella. Buscaré un pretexto.

—Que Marie aceptará de buen grado, si sabe lo que te ocurre.

—Hasta mañana, Al.

—Suerte, muchacho.

Colgó.

No se dio cuenta de qué tras el cortinón que separaba la salita del despacho, estaba ella, oyéndolo todo.

No la vio huir y correr hacia su habitación.

Cuando Lex entró, aparentemente sereno, ella pulía las uñas con cierta precipitación que pasó inadvertida para Lex.

—Marie…

—Sí. Oh, estás aquí…

Se puso en pie y fue a su lado.

Lex la sujetó por los hombros.

Ella vestía una falda oscura y una blusa escocesa por fuera de la falda, abierta por ambos lados. Estaba descalza y llevaba el cabello trenzado hacia un lado.

—¿Ocurre algo, Lex? Pareces un conspirador.

Y al mismo tiempo pensó:

«Si me viera Romy y supiera lo que hago, se sentiría orgullosa de mí».

—Tengo que salir de viaje, Marie.

—Oh. ¿Ahora?

—En este instante. Voy a Detroit… por asuntos de la oficina. Quizá tarde veinte días o un mes en volver… Te molesta mucho quedar sola, ¿verdad, cariño?

Ella se colgó de su cuello con esa suavidad juvenil de la muchacha un poco ingenua que cree todo lo que el marido dice.

—Permíteme que si no vienes en veinte días… vaya yo a buscarte.

—Permíteme, te pido yo a mi vez, no ir a Detroit a la dirección que te dejaré, entretanto yo no te llame.

—¿Y si… no me llamas…?

—Marie —gimió él, buscando sus labios con ansiedad—. ¿Cómo puedes suponer eso? ¿No sabes que no volveré a beber? ¿Qué no jugaré más? ¿Qué para mí solo existes tú?

—Esperaré a que me llames, Lex —susurró diciéndolo en su boca—. Ahora mismo…, ahora mismo… te prepararé el equipaje.

—Un traje tan solo, Marie, vida mía… Y cuatro pijamas.

No preguntó por qué, y él comprendió que sabía, o si no lo sabía con certeza, intuía adonde iba.

La soltó y la vio proceder a llenar la maleta.

—La máquina de afeitar. Los cepillos de dientes. Tu loción, tu tabaco…

Lo tenía tras ella mientras iba enumerando. Se inclinó él sobre su garganta y la besó largamente.

—Marie…, siempre pensé que me casaba con una chiquilla demasiado joven —susurró sin soltarla—, y después me di cuenta de que eres una mujer madura, consciente de sus deberes.

Marie dio la vuelta en sus brazos.

Se le quedó mirando largamente. Tenía unos ojazos verdes inmensos y al mirar a Lex destilaban una dulzura indescriptible.

Así como estaba, alzó los brazos. Uno lo dejó preso en torno al cuello masculino y el otro se quedó apoyado en el pecho de Lex. Sus dedos le demarcaron todas las facciones, y después, de súbito, se apretó contra él.

—Llámame pronto, Lex, amor mío… Pronto. Por favor…, muy pronto.

—Sí, sí, Marie, mi vida, sí —dijo él ahogadamente.

Y después, como si tuviera miedo a quedarse a su lado más tiempo, asió la maleta y salió casi precipitadamente.

* * *

Un día, dos, seis, veinte, un mes…

Los contaba en aquel instante, por centésima vez.

Había en su voz, al hacerlo, como un ahogo agónico.

—¿Y si no vuelve, Romy? ¿Y si no vuelve? Me moriré de dolor.

—Me has llamado para preguntarme qué haría yo en tu lugar. ¿Quieres saberlo? Tomar el tren y marcharme a Detroit ahora mismo. La oficina acaba de llamar por segunda vez en esta semana. Dicen que le necesitan allí urgentemente. Que le dieron veinte días de permiso y que no ha vuelto aún después de un mes. Tienes un buen pretexto, Marie.

—¿Y si le ofendo…, le humillo, o le amargo…?

—Una esposa enamorada como tú, consciente de sus deberes, jamás puede amargar ni ofender.

En aquel instante apareció Nancy en la alcoba. Parecía radiante.

—Señorita Marie —dijo, como si su voz fueran campanas de plata—. El señor está al teléfono.

—¿El… señor?

—Sí, sí, señorita.

—¡Oh!

Y como una loca desquiciada, echó a correr. Se colgó del teléfono como si su vida dependiera de aquella llamada.

—Lex, Lex —gimió—. ¡Oh, Lex…!

—Gatita…, pero gatita… ¿qué te pasa?

¿No era la misma voz del Lex del motel? ¿No era el Lex que le enseñó lo que era el amor? El que la asió de la mano y la llevó por aquel camino…

Respiró hondo.

Temió equivocarse.

—Lex… ¿eres tú?

—Sí, gatita. ¿Sabes dónde te espero? ¿A que no lo adivinas? Acabo de resolver un asunto peliagudo en la oficina. Lo resolví desde aquí. Míster Bacher me da quince días de vacaciones, y no pienso pasarlos en casa. ¿Qué te parece si iniciáramos nuestra segunda luna de miel?

—Lex… ¡Oh, Lex!

—¿Pero no sabes decir más que eso, gatita?

Ni siquiera oyó entrar a Romy.

No podía en aquel instante prestar atención más que a lo que decía Lex.

—Lex querido…, ¿dónde me esperas?

—Quiero que lo adivines.

—No me digas que… que… en el motel.

—Ahí mismo. Te llamo desde este lugar. El número… ¿lo recuerdas, gatita?

—Treinta y tres —dijo ella en un susurro:

—¿Lo ves? Ninguno de los dos podemos olvidarlo. Ven pronto. Un taxi te traerá en menos de dos horas. Son las siete. A las nueve en punto te espero. Hasta luego, gatita.

Colgó.

Ella tardó en hacerlo. Tenía los ojos agrandados por la ansiedad, y el corazón le bailaba, agitando sus senos y su pecho.

—Romy…

—Oh —rio esta—. No me digas nada. Lo adivino todo. Prepara tus cosas. Sal inmediatamente.

—Romy, Romy… Dime, dime…

—No —cortó Romy, como si adivinara sus palabras—. No lo digas jamás. Jamás te acuerdes de esa pequeña laguna de agua fangosa que enturbió vuestras vidas. Ahora yo creo en Lex… Ya no puedo dejar de creer en él. Ve pronto, Marie. Una mujer debe correr a la llamada de su marido.

—Te estás burlando de mí.

—No —dijo Romy, profundamente emocionada—. No podría burlarme de algo tan emotivo…, tan humano a la vez y tan natural. Anda, corre. Yo te ayudaré a hacer la maleta…

Lloraba Marie. Lloraba sin dejar de hablar atropelladamente.

—Comprende —decía como una tonta—. Comprende… No es por mí… Es por él. Yo lo quería, tanto, de tal manera…, que vivir a su lado ya es para mí una ventura…

—Sí, sí, gatita.

—¡Oh, Romy!

Romy reía y lloraba como ella.

Y ambas hacían la maleta atropelladamente.

* * *

Descendió del taxi allí mismo.

Le vio erguido, firme, como antes, con aquellos ojos profundos, llenos de ansiedades. Al verle a su lado y sentir el calor de su mano en sus dedos, apretó estos. Los apretó mudamente, con desesperación y ansiedad al mismo tiempo.

—Estás helada —dijo él quedamente.

Y al hablar pagaba al taxista y la empujaba a ella hacia el calor íntimo del motel.

Ya estaba dentro, como aquel día, y ya él, silenciosamente, le quitaba el abrigo y luego la chaqueta y después los zapatos. Sin dejar de hablar, sin dejar de mirarla con ternura.

—Estás helada —repetía, como si no supiera decir otra cosa.

Y frotaba con sus dedos los pies pequeños.

Ella parpadeaba, como aquella vez, y sus labios temblaban y sus manos se enredaban en el cabello negro de Lex, mientras él seguía frotándole los pies.

Y después cayó junto a ella. Marie perdió un poco su timidez, surgida nuevamente ante aquel hombre que creía perdido.

Le pasó los brazos por el cuello, y ladeada sobre él, buscó su boca. Y le besó así, largamente.

—Tengo que decirte, Marie… Tengo que decirte dónde estuve…, lo que hice…

No. Que no dijera nada.

Ella no quería saber.

Le tapaba la boca cuando él hablaba, con la suya, o con los dedos.

Y él la miraba ansiosamente.

—Es que… tengo que decírtelo.

—No…, no quiero.

—Marie…

—Estamos en el motel… como aquel día…

Él ya lo sabía. La sentía como entonces y se embriagaba de ella, de su perfume, de sus besos, de su pasión, de su ternura…

Horas. Muchas horas…

Y como aquella vez, ella decía:

—Nos…, nos iremos hoy…

—No, no… Imposible.

—Pero, Lex…

—¿No quieres?

¡Oh, sí, quería! Quería seguir emborrachándose de amor, de Lex, de aquella soledad maravillosa.

—Di… ¿No quieres?

Se arrebujaba contra él. Y sofocada, ardiente, como ella era a su lado, decía en su boca, bajísimo:

—Quiero, quiero, quiero…

Y se quedaba allí, y todo lo demás no tenía ninguna importancia…