XII
—Hace mucho tiempo que tengo las cosas abandonadas. ¿Te importa que pase unas horas en mi despacho, Marie?
Fue asombro y no reproche lo que reflejaron las pupilas verdosas.
¿Qué decía Lex? Hacía más de un mes que no estaba a su lado, y se iba tranquilamente a su despacho, cuando ella anhelaba tanto tenerle cerca.
—Creí —susurró cortada— que…, que…
No la dejó terminar.
Tenía que evitar a toda costa la humillación de ella y su propia humillación, porque nunca tendría valor suficiente para decirle la verdad.
—¿No… saldrás, Lex?
—No —rotundo—. Mañana tengo que presentar al director unos estudios sobre explotación aérea. Es algo que tengo en mi mente desde hace mucho tiempo, y hoy me siento despejado.
¿En aquel instante precisamente?
No se atrevió a decir palabra en contra.
—Entonces… —murmuró bajo—, te dejo solo.
—¿Te importa que pase aquí… bastante tiempo?
—Pues… no, no, si es tan necesario para ti.
¿Por qué ella pensó en aquel párrafo de Ovidio, leído no hacía mucho tiempo? «Todas las cosas humanas penden de un tenue hilo, y lo que estuvo firmemente establecido se derrumba repentinamente».
¿Se derrumba la inefable dicha de su matrimonio? ¿Por qué? ¿Quién tenía la culpa? ¿Ella, que perdía encantos para el hombre? ¿Él, que se cansó de ella?
Lex debió de leer en su mirada perdida en el ventanal, porque fue a su lado y la asió por la nuca. La volvió hacia él.
—Marie…, es importante para mi carrera.
—Sí, Lex.
—¿Lo comprendes?
—Sí, Lex.
Pero no lo comprendía. Y pensó aterrada si sería su juventud la incomprensible… ¿Era así el matrimonio? ¿Primero fuego y después nieve? ¿Por qué?
—Trabaja, Lex… —susurró con tenue acento.
—Gracias, querida.
Pero no la soltaba.
Quisiera transmitirle todo su dolor, sin decirle que era dolor. Toda su amargura, sin revelarle que era amargura.
Buscó sus labios, así como estaba, ladeando un poco la cabeza hasta colocarla bajo la suya.
Fuerte, fuerte. Como si no hubiera pasado el tiempo y estuvieran en el motel, y Lex, después de muchos besos, le dijera:
«Estás temblando… Me gusta que seas así, sensible y pura. Me gusta que tengas vergüenza y te ruborices, y se estremezcan tus labios en los míos, y que me mires mucho y tus ojos se llenen de lágrimas al mirarme».
Pero Lex no decía eso. Lex la besaba con una ternura viva, palpitante. Sin morbosidad, sin anhelo, solo como quien cumple un deber y pretende desvanecer un temor.
—Luego…, luego iré contigo.
—Sí, Lex.
—Anda, cariño, vete.
Y ella se fue. Y cruzó el pasillo como una sonámbula y se metió en el baño, aún sin reaccionar, y luego, en camisón, poniendo la bata encima, se sentó en el borde del lecho, agarrando un libro que tenía en la mesita de noche y que casi nunca leía.
—Eneida —leyó en voz alta, temblándole esta, como si no le perteneciera. Aquel poema latino de Virgilio, considerado como una de las obras maestras de la antigüedad clásica. Y con tenue acento, como si modulara o pretendiera clavar cada frase en su cerebro o en su corazón—: «La bajada al Averno es fácil y suave; las puertas de Dite están de par en par, abiertas noche y día. Pero dar un paso atrás y volver a ver el cielo… ¡Eso sí que es tarea, empeño difícil!».
¿Ocurría algo así en su matrimonio?
Volver a empezar… ¿podría ser? ¿Qué se rompía allí? ¿Otra mujer? No, no, no podía creerlo.
Cerró el libro.
No quería creerlo. Se moriría de dolor si eso ocurriera.
Esperó.
Horas y horas.
Amanecía ya cuando, al dormitar, un ruido la despertó sobresaltada.
Miró en torno. Un haz de luz azulosa, anunciando un nuevo día lluvioso y triste, iluminaba parte de la ventana.
Miró en torno, como si hubiera dormido miles de años inconsciente, olvidada de su íntimo problema.
Lex no estaba allí. No supo por qué causa, temió que le hubiera ocurrido algo en el despacho, y con rapidez, como si una fuerza interior la empujara con furia, se puso en pie. Parpadeó muchas veces, entreabrió los labios y volvió a cerrarlos, y al mismo tiempo, friolera, cubrió el pecho con la bata que se separaba de ambos lados. La ató y en chinelas, despacio, atravesó la estancia, cruzó el pasillo y empujando la puerta del pequeño despacho, se deslizó dentro.
Quedó envarada en el umbral.
Sentado ante la mesa, con la cabeza apoyada en el tablero, bajo los dos brazos cruzados, se hallaba su marido, profundamente dormido.
¿Qué hizo?
¿Qué podía hacer?
Nada.
Quedó firme, temblando, inmóvil en el umbral, un buen rato. Sin atreverse a dar un paso, sin parpadear.
¿Por qué? ¿Por qué dormía allí, después de un mes de ausencia? ¿Por qué?
Retrocedió.
No tuvo valor para afrontar una cuestión tan delicada sin haber reflexionado antes.
Regresó a su alcoba y se sentó en el borde del lecho y volvió a agarrar el libro de Virgilio. Ni siquiera lo abrió. Le dio vueltas y vueltas entre los dedos agarrotados, y así como estaba, se dejó caer hacia atrás y se quedó profundamente dormida.
* * *
—Siéntese, Lex. ¿Qué tal el viaje por Detroit?
—Bastante bien, míster Bacher.
—Siéntese, Lex. ¿Sabe que deseaba verle? Sí, no me mire de ese modo. No voy a regañarle, Lex, pero voy a hacerle una advertencia.
—Si va a pedirme que no juegue ni beba… le ruego que no lo haga.
El caballero que se hallaba sentado tras la enorme mesa de despacho, se quedó mirando a Lex con insistencia.
—¿Qué quiere decir? Sabemos que jugando perdió usted el auto. Viene usted bebiendo en abundancia desde hace muchos años. Yo creí que al casarse con la persona que usted se casó… cambiaría. Me extraña mucho que su mujer le permita hacer su vida independiente. Sí, no me mire con esa exageración. Sé que es usted orgulloso y altivo, pero también es inteligente y nos conviene en este negocio. Sé, asimismo, aunque usted quizá lo ignora, que otros están deseando que un día, por orgullo o por dignidad mal entendida, nos deje usted, para ocupar su puesto. ¿Lo ignoraba, Tryon?
—No.
—Bien, pues si lo sabe, viva en guardia. No podemos tolerar que un alto jefe de nuestra empresa viva sin auto. Tendrá usted uno nuevo. En realidad —añadió, con el fin de no herir su susceptibilidad—, pensábamos hacerlo el mes próximo, por Navidades. Es el regalo que la casa le reserva, Lex.
—No lo acepto, señor.
—Lex, soy su jefe y fui yo quien le sentó en la mesa del Consejo, y me molestaría en extremo que mis cálculos sobre usted resultaran fallidos. Además, está usted casado, y yo insisto en que debe rehacer su vida opuesta a como hasta ahora vino desarrollando.
—No tolero —gritó Lex, furioso— que nadie me recrimine.
—Ya saltó el mocito del barrio, imponiendo sus condiciones. Lex, además de jefe y empleado, somos amigos. ¿No es cierto? No lo senté en ese sillón por hacerle una gracia ni porque usted jugara al póquer como nadie. Lo senté porque me convenía sentarlo. Y porque sabía que sería usted de gran utilidad a la empresa. Yo sé que por estas Pascuas la compañía pensaba ofrecerle algunas acciones. Sé también que es usted una calamidad en cuanto a su vida particular, pero aquí siempre cumplió con su deber, si bien muchos subordinados suyos quisieran verle en la calle. Pero yo no pienso igual. Yo le necesito. Cuando supe que se casaba, recibí un alegrón. Pensé, y no me faltaba razón, que usted cambiaría. También supe que si se casaba un hombre como usted, tan aferrado a sus costumbres, es que amaba mucho a su mujer.
—La amo más que a mi vida.
—Bien, pues piense en su futuro, en los hijos que tendrá.
—Escuche, señor Bacher. Está usted hablando y me molesta enormemente que me diga lo que yo pienso. Pero también quiero que sepa que si voy a cambiar de vida no es porque usted me lo mande ni porque lo exija la empresa entera. Siempre he cumplido con mi deber profesional, y mi vida particular a nadie importa.
—Pero… va usted a cambiar.
—No. He cambiado ya. Pero…
El presidente de la compañía se echó a reír, alzando una mano.
—No por nosotros, ¿no es eso? No me interesa por quién sea, Lex, ni los motivos que tenga usted para cambiar. Un día se sentará usted en este sillón, y la persona que se siente aquí tendrá que estar totalmente lúcida, absolutamente sobria. ¿Entendido?
—No ambiciono la presidencia —gruñó Lex, incorrectamente—. Lo que necesito es solucionar mi vida íntima con mi mujer. Lo demás… —hizo un gesto vago— no me interesa.
—De acuerdo —extendió la mano—. ¿Me la estrecha usted, Lex?
El marido de Marie se echó a reír.
—Nunca piense que se ha salido con la suya, señor Bacher. No se olvide que yo soy espíritu de contradicción.
—Pero usted… cambiará de vida.
—Necesito hacerlo.
—¿Hay una razón matrimonial?
—La hay, y para mí, el matrimonio es lo más importante, por el momento.
Por toda respuesta, míster Bacher sacó unas llaves del cajón de su mesa.
—Ahí tiene las llaves del auto, Lex. Vamos a empezar de nuevo. Y no se olvide de que tiene usted que tener una voluntad de caballo. Está usted habituado al alcohol y al juego. Lleva demasiados años bebiendo.
Lo sabía demasiado. Aún nadie podría comprender el daño que aquel vicio horrendo le estaba causando.
Asió las llaves del auto y, sin despedirse, con su descortesía habitual de los barrios bajos, salió y cerró tras de sí.
Casi inmediatamente apareció el jefe administrativo en el despacho del presidente. Este, tan embebido estaba en sus pensamientos, que no notó su presencia.
—¿Ha conseguido algo, míster Bacher?
—¿Cómo? Ah, es usted, Verne. Pase, pase y cierre. ¿Conseguido? Sí, pero no creo que lo haya conseguido yo. ¿Sabe usted? Casi aseguraría que Lex tiene un grave problema. Un problema nada vulgar.
—Se queda con nosotros.
—¿Podría la empresa sostenerse Sin un elemento así? Se queda. Perdería a todo el personal y empezaría de nuevo, pero a este hombre no. Le debo mucho. Gracias a él estamos al nivel de cualquier empresa importante. Disponga de un lote de acciones para él, Verne. Esta vez… apuesto a que no se las juega en el Club de Campo. Y no sé por qué lo afirmo así.