X
—¿Me oyes, Marie?
Sí. Marie la oía.
Estaba allí, en un rincón del salón, junto a la chimenea encendida. Tenía la vista fija en los leños restallantes y un cigarrillo en la boca, del cual fumaba a pequeños intervalos.
—¿Sabes a qué ha ido a Detroit?
—No —dijo bajo—. No sé nada. Solo sé que hace un mes que marchó y que no he recibido carta alguna ni llamada telefónica. Y sé también que la compañía no preguntó por él, lo cual me hace pensar que va comisionado por ellos.
Romy movió la cabeza dubitativa.
Se levantó de donde estaba sentada y fue al lado de su hermana.
—No quiero —dijo Romy bajo— que Raf sepa lo ocurrido. Has hecho bien viniendo a verme a esta hora en que Raf está en la tienda. Dime, Marie, ¿qué quieres que haga por ti?
La joven la miró con suma tristeza.
—Nada —dijo—. Nada. Después de mucho reflexionar, he llegado a la conclusión de que Lex se sintió muy humillado el día que yo le metí bajo la ducha. Estaba raro al día siguiente, y cuando regresó al mediodía, lo vi llegar a pie. Entró en casa y me dijo que se iba a Detroit, pero yo no me atreví a preguntarle a qué ni por qué, ni cuándo volvería. Y si hoy estoy aquí, a tu lado, hablándote de esto…, es porque esta mañana vi su coche conducido por uno de los hombres que le llevaron a casa aquella noche.
Romy se inclinó hacia adelante con súbita precipitación.
—¿Qué dices? ¿Es que sospechas que Lex se jugó su coche?
Marie asintió con un breve movimiento de cabeza.
—¡Oh, Marie!… ¿Qué piensas hacer?
—Nada. No lo sé. Por el momento, esperar a que Lex regrese, y después…
—No has provocado una explicación a su conducta, ¿verdad, Marie?
Negó lentamente, con aquella ingenuidad suya, abriendo mucho los ojos.
—Una mujer y un hombre —opinó Romy— no dejan de quererse porque uno de ambos hable de algo tan necesario como es la verdad. Lex está habituado a esa vida. La hizo casi desde que fue un adolescente, sin años. Fue hombre demasiado pronto y bebió siempre sin tasa. Fue a la vez un hombre enérgico e inteligente, pero llega un momento en que los sentidos se atrofian, y quizá ese momento llegó para Lex. Si él hizo esa vida por hábito, al casarse tenía que rectificar. Quizá no lo hizo porque consideró que no tenía por qué hacerlo. Eres tú la indicada para decirle que estaba equivocado.
—Nunca…, nunca me atreveré.
—¿Qué clase de confianza tienes con él? —se espantó Romy—. ¿O es que tú eres una inútil sin personalidad?
—Romy.
—Perdona. Es que me sacas de quicio. Si un hombre y una mujer, después de casados, no tienen confianza uno en el otro, nunca podrán ser sólidas sus relaciones matrimoniales. También te digo que no son fáciles los primeros meses y a veces los primeros años, incluso del matrimonio. Ya sé que tú estás siempre dispuesta a hacer concesiones. Y yo me pregunto: ¿es eso conveniente? Según la clase de hombre que sea Lex. Y tú, querida Marie, me parece que apenas le conoces.
Se equivocaba Romy. Le conocía. Le conocía lo suficiente para darse cuenta de que la amaba y, por lo mismo, aquella actitud suya resultaba inexplicable.
Se puso en pie.
Llevaba junto a Romy, en casa de esta, más de dos horas hablando de lo mismo, sin hallar solución.
De repente, murmuró:
—¿Y si fuera a la oficina?
Romy la miró asustada.
—¿A qué?
—A preguntar por Lex.
—Estás loca. Sería como poner en pregón público vuestra vida matrimonial, y ese sería un error que Lex no te perdonaría nunca.
—Romy…, no puedo seguir así. ¿No te das cuenta? No sé si mi marido me abandonó, y hace tres meses escasos que nos casamos. Yo no tengo tanta voluntad como tú, ni tanta personalidad, ni siquiera tanta energía para dominar mis ansiedades.
—Pues tienes que esperar. En tu casa y hasta que Lex regrese y te dé una explicación a su… digamos capricho.
—Lex no es caprichoso.
—Entonces, querida mía, ¿qué es lo que ocurre? ¿Tiene una amiga? ¿Negocios que le impiden comunicarse con su esposa?
—Calla, calla.
Y su voz se agitaba en la garganta como un sollozo incontenible.
Romy le puso la mano en el hombro.
—Vete a casa. Reflexiona y después… espera. Es lo único que puedes hacer. Si estás segura del amor de Lex…, solo te queda esperar.
De súbito se despidió de Romy casi precipitadamente. Y la hermana mayor no pudo retenerla, porque nada podía hacer para consolar aquella silenciosa desesperación de Marie.
Esta cruzó el umbral y al traspasar la verja se encontró con Steve Nef.
—Marie… —exclamó aquel, maravillado de poderla ver otra vez—. Marie…
—Hola, Steve.
Él la miraba entre reprobador y triste.
—Tanto como yo luché porque te casaras conmigo, Marie… ¿Sabes? Siempre te esperaré. Sé que Lex no es capaz de hacerte feliz, porque eres demasiado sensible y Lex ignora lo que eso significa en una mujer.
Le odió.
Sí, sí, porque le decía lo que secretamente pensaba.
Ni siquiera se molestó en contestarle. Cruzó la acera y se perdió entre los transeúntes que pululaban por aquella zona residencial.
Al pasar ante el club vio a su antigua pandilla, que salía armando jaleo.
Se ocultó entre la gente. No quería ser vista. Le daba rabia que pensaran que no era feliz, que Lex no la merecía. Lex la merecía. Ella amaba a Lex por encima de todo.
Al cruzar la avenida vio un auto rojizo perderse por la carretera vecinal que conducía al Club de Campo. Y no lo conducía Lex. Lo conducía Ned Brisson, el hombre que le llevó a casa aquella noche y que en las oficinas de exportación e importación era un simple y vulgar subordinado de Lex.
¿Cómo era posible que Lex cometiera aquella estupidez? ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Es que Ned estaba haciéndole una encerrona a Lex, para quedarse en su puesto?
* * *
—No acabo de entenderte, Lex. ¿Quieres ser más claro?
Lex, en su papel de hombre despreocupado e indiferente, se repantigó mejor en la butaca y fumó del largo cigarrillo con fruición.
—Te estoy hablando de un íntimo amigo, Albert. He venido a Detroit con ese fin. En Lansing me conocen todos los médicos y conocen también a mi amigo. He venido a verte, y al no hallarte en Detroit, esperé por ti, con perjuicio de perder mi empleo.
—Debiste llamarme. Nuestra amistad lo requería así. ¿Tanto aprecias a tu amigo?
—Mucho. Hasta el extremo de pedir permiso en la oficina para venir aquí. He hablado ayer con Ned Brisson, mi primer secretario. Dice que no tenga ninguna prisa en volver.
—¿Se trata de ese hombre?
—No.
—Bien, explícame otra vez lo que le pasa a tu amigo.
—Es bien sencillo… y al mismo tiempo no lo es. Él sabe lo que siente y lo que le ocurre, pero desconoce las causas.
—¿Qué le ocurre, Lex?
—Se ha casado. Ama con locura a su mujer, pero… Bueno —rio despreocupado—. Te lo imaginas, ¿no?
—No —dijo Albert, muy serio—. No me lo imagino. Si ama a su mujer, será feliz a su lado.
—No lo es. De repente, no lo es. Un hombre no puede vivir tan solo de contemplaciones espirituales, Al. Ese hombre…, mi amigo, no es tan… etéreo. Es un hombre de este mundo. Y se encuentra impotente para el matrimonio.
—Ajá… ¿Desde cuándo?
—De repente.
—De repente, no, Lex. Soy médico, me dedico a esa clase de enfermedades. Yo te aseguro que de repente no se presenta una cosa así.
—Mi amigo bebe bastante. Un día pilló una borrachera fenomenal… y se acabó el hombre. Y lo lamentable es que sigue acabado.
—No bebes bastante, Alex —cortó Albert, dejándole paralizado—. Bebes mucho… Llevas bebiendo años y años. Bastó una borrachera más fuerte que las otras, para destruirte.
—Al…
—Nos conocimos en el barrio, Lex. ¿No lo recuerdas? Yo tenía quince años, y tú, aproximadamente, dieciséis. Los dos estudiábamos como locos para salir de aquel antro. Tú odiabas a tu abuela, y yo odiaba a los míos… ¿Lo has olvidado?
Lex, el arrogante y decidido Lex que Marie conocía, estaba en aquel instante convertido en un payaso, mirando a Albert con desesperación.
—Al… —susurró atragantado, sin personalidad, sin fuerza, como una montaña convertida en lodo—. Has adivinado…
—Sé que te casaste con una de las Bach. ¿Te has olvidado ya de que te acompañé muchas veces a llevar la ropa al palacio?
—Olvídate de eso.
—Traté de olvidarlo cuando dejé Lansing, con el fin de matricularme en la Facultad de Chicago. Y no me bastó quedarme allí. Hui, como tú tratas de huir del pasado. Me he casado y soy hombre decente y feliz en Detroit. Es buena mi reputación como médico y como hombre, y poco a poco voy olvidando mi niñez y mi adolescencia. Es grave lo que te ocurre, Lex, y solo tienes una salida.
—¿Una? ¿Cuál? Amo desesperadamente a mi mujer, y no soy capaz de ofrecerle el espectáculo de mi inutilidad.
—Bien. Ponte en cura. Hazte el firme propósito de no beber más. No juegues. No pienses en nada. Es hora ya de que te consagres a tu hogar. Si nunca lo has tenido hasta ahora, Lex… ¿por qué buscas o aceptas la pandilla indigna de tus amigos?
—Es un hábito. Pero eso no ofende ni molesta a Marie.
Albert Stone miró a su antiguo amigo con sarcasmo.
—¿Te lo dijo ella?
—No, claro —se asombró Lex—. Nunca me lo dijo, pero… no me lo reprocha.
—Naturalmente. Te has casado con una chiquilla. Me pregunto yo que si fuera Romy tu mujer, se callaría. ¿Lo has pensado tú, Lex?
—No —casi gimió—. No…, no me lo pregunté. La última vez que jugué en Lansing, en aquel maldito Club de Campo, perdí el auto.
—Supongo que eso lo ignorará Marie.
—Puede que no lo ignore. Lo ganó mi secretario.
Al se puso en pie de un salto.
—¿Eres idiota, Lex? ¿A qué grado de imbecilidad has llegado? Ned Brisson nunca nos quiso bien. Él pertenecía a una esfera social elevada, pero tenía una cabezota dura como esto —y golpeó la mesa—. Nunca te perdonó que hayas subido por encima de él. Vuelve a Lansing inmediatamente, y si algo tienes que consultarme, llámame por teléfono —consultó el recetario—. Te voy a dar unas inyecciones y vas a prometerme ni oler el alcohol. Si amas a Marie, si amas tu hogar y tu vida apacible, distinta a la que llevamos siempre…, hazme el favor, Lex, muchacho, de rectificar inmediatamente. Estás en sumo peligro como hombre y como ciudadano. La mujer necesita la ternura y la pasión del hombre. Como tú has dicho, los humanos no somos seres etéreos ni celestiales. Pisamos tierra firme y todo lo que nos concede Dios con el matrimonio, ha de vivirse en la tierra debidamente. Si sigues por la pendiente… caerás en el abismo, y cuando quieras levantarte… no podrás. Te lo advierto como médico. Eres un hombre superdotado en inteligencia. Siempre lo has sido, y si continúas en esa vida, ten por seguro que hasta tu inteligencia se embotará. Estás a punto de ser un alcohólico sin remisión, y te ha llegado el momento de poner freno.
—¿Ya Marie? ¿Qué explicación le doy a Marie? Pensará que… que…
—Sé lo que pensará. Yo te puedo dar un consejo. No sé si serás capaz de seguirlo. Una mujer que ama de veras, ayuda y comprende a su marido, y las Bach siempre fueron muchachas excelentes y delicadamente educadas. Dile lo que te pasa y dile a la vez que estás en cura y dile…
—¡No se lo puedo decir! —gritó Lex, pálido de desesperación—. No me atreveré nunca. ¿Sabes lo que para una mujer casada de hace meses, supone un marido inútil para la vida matrimonial?
—He tenido muchos casos como el tuyo. Los tengo a docenas todos los días. Hay hombres que prefieren ser mal juzgados por su mujer que confesar la verdad. Hay otros que siguen en la pendiente y se convierten en peleles, y hay algunos que se arrepienten y ponen freno. Esto último casi siempre lo hacen los inteligentes… Sé tú de estos últimos.
—Lo haré, pero no le diré a Marie…
—Si no se lo dices, ella pensará de ti que tienes una amante, o que ya no te interesa, o que eres un canalla.
—Al…
—Prueba y verás.
—Marie me ama.
—Por eso mismo. Díselo. Te ayudará. Una mujer que ama, siempre desea ayudar a su marido.
No podría.
Deponer así su personalidad, humillarse, que ella le viera como era, una inútil basura…, no podría.
Pero no se lo repitió a Al.
Mudamente se despidió de él, y Al, al acompañarle hasta la puerta, aún insistió:
—Confía en tu mujer. Cuando se trata de una esposa fiel, honesta y comprensiva, nadie como ella para ayudar a su marido. Y todos sabemos qué clase de mujeres son las Bach.
Y de súbito pensó en hablar él con Marie. ¿Por qué no? ¿No era un grave error que Lex prefiriera pasar por un mal marido a confesar la verdad?
Golpeó el hombro de Lex y aún dijo con cariño:
—Aquí me tienes para lo que sea, Lex. No olvides que hemos caminado juntos y descalzos por los arrabales de Lansing, y juntos pasamos hambre y juntos hurtamos alguna vez…
Lex Tryon solo movió los labios en una tenue sonrisa.
Al quedóse allí, apoyado en el marco de la puerta, meditando. ¿Debía él decírselo a Marie? En un principio pensó que sería lo más conveniente, pero luego… ¿Tenía él derecho a inmiscuirse en las decisiones de aquellas dos vidas? ¿Era Marie una mujer lo bastante madura para comprender la silenciosa tragedia de su marido?
Calculó sus años.
Veinte, no más.
Imposible. Una mujer de veinte años, por mucho que ame a su marido, no sabe asimilar ni comprender una tragedia semejante.
«No diré nada —pensó—. No debo decirlo… Si respeto a mi amigo, debo mantenerme al margen de este asunto, y solo si es absolutamente preciso… Sí —se afirmó—, solo así intervendré».