VIII
Cayó sobre el lecho como un fardo.
Estaba segura de que no deseaba volver a leer, pero sus dedos, como inconscientes, buscaron la sobrecama y, bajo ella, tocaron aquel objeto de tapas de piel que un día, no hacía mucho tiempo, fue como un amigo entrañable en su desconcertada vida.
Ni ella misma se dio cuenta de que lloraba, hasta que sobre la letra menuda y apretada cayeron dos gotas gordas, embadurnadas de tinta.
—Soy tonta, tonta… —susurró a media voz, como mofándose de aquel dolor suyo tan íntimo que la hacía llorar.
Limpiólas de un manotazo y empezó a leer. Lo hacía con ansiedad, como si pretendiera así huir de sí misma y de sus pensamientos e incluso de la intensidad dolorosa de aquellos jueves que empezaron siendo amargos cuando solo era una novia, y continuaban amargando su vida de casada.
«No dormí aquella noche. La pasé tendida en la cama, con el pensamiento martilleante fijo en el jueves del día anterior, en el que esperé inútilmente al que ya era mi novio…
A la tarde siguiente, cuando vi el auto de Lex detenido ante la casa de Raf, allá al otro lado de la alta verja, no dudé un segundo. Dijera lo que dijera Romy, pensara lo que pensara Raf, yo amaba a Lex y no iba en modo alguno a hacer caso de los consejos de nadie.
Salí envuelta en un traje de chaqueta de hilo color beige y atravesé el sendero, sabiendo que Romy quedaba tras de mí, apoyada en el ventanal, furiosa por mi desobediencia y triste por mi terquedad.
Yo también iba furiosa.
Furiosa contra Lex, por no haber acudido el día anterior. Pero estaba segura, y esto era lo lamentable, de que al llegar a su lado no sería capaz de hacerle reproche alguno.
—Hola, gatita —saludó él, sin descender del auto, inclinándose hacia la portezuela derecha para abrirme.
Yo me deslicé dentro sin responder, ruborosa, temblando como una criatura. Y es que aquel hombre, con su talla, su facha, su virilidad y su mirada profunda, me anulaba por completo.
No dije nada ni él tampoco. Por delante de mí extendió la mano y cerró de golpe la portezuela.
En otra ocasión, hubiera retirado la mano rápidamente para fijar los dedos en el volante, soltar los frenos y alejarse de allí.
En aquel instante no lo hizo. Me miró así, de lado, metiendo la cabeza bajo la mía y dejando sus dedos abiertos en mis rodillas. No sé lo que pasó por mí. ¡Oh, no, no lo sé!
Era la primera vez que un hombre me tocaba, porque hasta la fecha, ni el mismo Lex lo hizo jamás.
Nuestras relaciones, hasta aquel momento, fueron, se diría, de sondeo, de tacto, de conquista por parte de él, de éxtasis por la mía. Pero todo dentro de una pureza y espiritualidad maravillosas.
No sé por qué, intuí que a partir de entonces no sería igual. Que lo nuestro iba a entrar en una fase intensísima.
—Gatita —me dijo, quedamente—. Gatita, no sé qué haces para estar más guapa cada día.
Yo debí ruborizarme, porque él, así como estaba, con la mirada sobre la mía, ardiente y quieta, susurró bajísimo, con una voz que me estremeció de pies a cabeza:
—Me gusta tu rubor… Enciende cuanto de sereno hay en mí.
Yo debí estremecerme en aquel instante, porque él, riendo de aquel modo peculiar, deslizó sus dedos por debajo de la manga de mi chaqueta.
—Lex… —susurré—. Lex…, nos van a ver.
Él debió comprender que, en efecto, podían vernos desde los ventanales de la casa de Raf, porque dejó de acariciar mi brazo y fijó los dedos en el volante. Pero aún no puso el auto en marcha.
Bajo, muy bajo, me dijo casi al oído:
—Hoy te besaré… No voy a poder pasar sin hacerlo.
Yo sabía que lo haría y que no podría negarme a sus besos, y casi horrorizada, me di cuenta de que los ansiaba como nada en el mundo había ansiado.
Condujo el auto hacia el Club de Campo. Estaba este situado en un descampado. Tenía grandes pistas, un edificio enorme y un campo de golf interminable.
—¿Bajamos? —me preguntó, deteniendo el auto.
—¿Ahora? —me agité yo.
Él empezó a reír de aquel modo.
Me turbaba su risa y me empequeñecía y me dejaba casi exhausta.
—¿Por qué no? No ha empezado aún a oscurecer y tenemos tiempo de dar un paseo por la orilla del bosque. ¿O prefieres que vayamos a mi apartamento?
Yo no quería ir a su apartamento.
Tenía miedo de la soledad con él. Sí, empezaba a tener miedo, porque intuía su intensidad pasional y mi cortedad para rechazarla, porque en el fondo la sentía palpitar igual que él.
Lex descendió y me llevó de la mano por el bosque. Me enseñaba el riachuelo que corría por la orilla, casi rozando la maleza que separaba el bosque de la carretera. Los altos pinos verdosos y el prado cubierto de hierba, por la cual nuestros pies se enterraban.
Al llegar a un trozo de bosquecillo, donde los pinos crecían endebles, él tiró de mi mano y me atrajo hacia su cuerpo.
—¡Oh! —exclamé yo ahogadamente.
Él me miraba. Muy de cerca, de modo raro, como nunca me miró hasta aquel instante.
Sé que cerré los ojos y pensé que era feliz, feliz, feliz…».
* * *
—La cena está servida, señorita —dijo Nancy, desde el otro lado de la puerta.
Se sobresaltó.
Cerró el cuaderno, dejando un dedo dentro, señalando la página, y parpadeó muchas veces antes de responder. Aún tuvo Nancy que volver a decir:
—¿No sale, señorita Marie?
—Sí, sí… Ahora mismo.
—Se enfriará la comida si tarda.
No tenía deseo alguno de comer.
Pero aun así, echó los pies fuera y buscó, sin mirar, los zapatos.
«Desde aquel día…, todos los días me besaba.
Tenía que casarme con él. Romy debió adivinarlo. Puedo asegurar que los jueves siguientes él acudió a buscarme, desvaneciendo así las débiles dudas que yo podía tener.
Un día, Romy me dijo:
—Por lo visto… vas a casarte.
—Sí. Iremos a vivir a su piso de soltero.
—¿No hay forma de evitarlo, Marie?
La miré asombrada.
¿Si había forma? ¿Cómo decía Romy aquello? ¿No sabía ella lo que era el amor?
Debió ver todas estas interrogantes en mis ojos, porque, con un suspiro, murmuró:
—Está bien. Te llevarás a Nancy…
Así quedó acordada y admitida mi boda.
Raf apenas si me miraba. El pobre Steve seguía mis pasos como un sonámbulo. Romy parecía muy agitada.
Una tarde, en su apartamento, después de besarme como un loco desquiciado y de corresponder yo a su pasión y su ternura, Lex me dijo:
—Tenemos que casarnos. Lo haremos el mes próximo.
Empezaba el invierno.
Raf nunca me dijo nada, pero una noche, cuando me despedía de Lex en el auto, al otro lado de la verja, pasó él y me esperó en la terraza.
Fue la única vez que vi algo humano en el marido de mi hermana.
Se acercó a mí, acortando la distancia que nos separaba, y me miró fijamente. Yo parpadeé.
—Oye…, parece ser que tu boda…
No le dejé terminar.
No le profesaba mucho afecto, por ser como era. Sabía que hacía feliz a Romy, pero para mí seguía siendo adusto y casi inhumano.
—Me voy a casar con él, y nadie podrá impedirlo. Si es eso lo que quieres saber, ya lo sabes.
—Me lo imaginaba. Soy como un cabeza de familia vuestra. Quisiera decir algo, no en contra de tus planes, sino a favor de tu buen razonamiento. No tengo nada contra Lex. Es más, casi puedo asegurar que no es malo, pero tiene ciertos vicios que le dominan y el amor para él, ante esos vicios, no significa mucho.
—Sé cómo es Lex.
Lo dije con firmeza, pero en el fondo me temblaba la voz.
Raf, por primera vez para mí, me hablaba como lo haría un padre o un hermano, y ello me produjo una extraña y honda emoción.
—Marie…, yo siempre te he querido bien, pese a lo que tú has supuesto.
Era sorprendente, y toda mi sensibilidad se agitó. No supe lo que hice, o quizá necesitaba hacerlo. Me incliné hacia él, puse mi cabeza en su hombro y Raf me acarició el pelo, diciendo quedamente:
—Le amas demasiado. No se puede amar tanto y tan fielmente.
—Tengo…, tengo que casarme con él. No sería capaz de vivir sin su compañía.
—No te hará feliz, Marie. Pero tú eres buena, cariñosa, sana de verdad, y muy joven. Quizá logres tú lo que la razón no ha logrado en él. Cásate si así lo necesitas, pero yo… no confío en Lex, y perdóname que sea tan sincero.
Corrí hacia la casa y me oculté en mi cuarto. Nadie vino a reclamarme, ni nadie, ni siquiera Romy, interrumpió mi ahogado llanto. Necesitaba llorar, y aún hoy ignoro por qué.
Me casé poco después, y realicé el viaje de novios más maravilloso del mundo. Aprendí en pocos días miles de cosas que ignoraba. Me sentí arrebatada y loca en los brazos de Lex, y sentí una laxitud indescriptible y a la par una ternura que me conmueve aún.
Lex no me abandonó en ningún momento. No fue a jugar ni a beber. Siempre estaba a mi lado. No se cansaba de besarme. Sé que me adora. Y que si ahora me deja es por inconsciencia. No se da cuenta del daño que me hace…».
El cuaderno terminaba allí.
Ella levantó la cabeza.
Miró a lo lejos.
Sentía los pasos de Nancy por el pasillo, de nuevo en dirección a su cuarto. Cerró el diario, lo llevó al fondo del cajón del tocador, cerró de llave y ocultó esta en un tarro de crema vacío.
Después miró hacia la puerta.
—Señorita Marie…
—Ya voy.
Y pensó, al tiempo de caminar con firmeza hacia la puerta:
«Hoy, cuando él regrese, se lo diré. Le diré que me hacen infeliz sus salidas, sus juegos, sus tertulias, y le diré también que odio los jueves de cada semana. Sí, se lo diré… Hoy…, hoy…».
Abrió la puerta.
—Ya estoy aquí, Nancy.
—Se le enfriará la comida.
* * *
Entraba en la salita cuando sonó el timbre del teléfono.
Corrió hacia la esquina del diván, próxima esta a la mesita del aparato.
Asió el auricular.
—Dígame.
Y aún tuvo la leve esperanza de que fuera Lex, arrepentido de haberla dejado sola.
—Marie…
Era la voz ahogada de Romy.
Apretó los labios.
—Dime…, dime, Romy.
Y una lágrima rebelde resbaló de sus ojos y, silenciosamente, se deslizó por su mejilla.
—Estás sola…
No contestó en seguida.
—Marie…
—Sí.
—Raf acaba de llegar. Yo le pedí que diera una vuelta por el Club de Campo. Tu marido está perdiendo una fortuna que no tiene. Está bebido…
—¡Oh!
—Marie…, tienes que poner coto a esto. Tienes que decirle…
La jovencita se agitó como si mil demonios la impulsaran.
—¿No te das cuenta? —casi gritó con histerismo—. Él no es responsable de lo que hace. Le domina esa fuerza interior contra la que ni él mismo puede luchar. Sabes que me ama, me ama con desesperación, pero…
—Dile tú lo mucho que le quieres a él. Lo mucho que te duele que lo haga. Si él no puede, que se ponga en cura. Que haga algo, pero… por favor, que cese en sus vicios. Que recuerde que tú estás ahí, esperándole. Marie, muchachita, no te dejes dominar por la desesperación. Tienes que hacer algo para evitar todo eso.
Marie susurró quedamente, como si fuera a estallar en sollozos:
—Pensaba decírselo hoy, pero si está… bebido, no podrá escucharme.
—Mañana, cuando esté sobrio y se dé cuenta de que se jugó el sueldo de varios meses, tendrás que hablarle. Amenázale. Dile que le abandonas…
—¡Nunca, jamás le abandonaré!
—¿Qué clase de mujer eres, Marie? ¿Es que vas a soportar una basura a tu lado solo porque no puedes prescindir del hombre? ¿Y de qué va a servirte ese hombre si dentro de nada será un asqueroso alcoholizado?
—Romy…, no me hables así.
Hubo un silencio.
—Perdóname, querida mía. Perdóname. Estoy tan contrariada, que no sé lo que me digo. Por favor, Marie, reflexiona… No puedes soportar ese estado de cosas. Lansing es una ciudad pequeña y todo el mundo sabe lo que ocurre en casa del vecino. Se comenta. Se dicen cosas desagradables de Lex, pero eso no es lo que realmente importa ahora. Importas tú más, y él…, y vuestro matrimonio, que está al borde del abismo.
—Tengo que pensar, Romy —sollozó Marie—. Mañana iré a tu casa. Ya te diré lo que hablamos…, si es que podemos hacerlo.
—Te dejo ya, Marie. Haz lo que quieras. Lo único que me queda por decirte es que tanto Raf como yo estamos aquí para ayudarte. Sabemos que puedes pedir el divorcio cuando quieras. Dado su modo de ser… te lo concederían en dos meses.
—¡Cállate! ¡Jamás haré eso! ¡Jamás!
—Eres tan niña… No te das cuenta de la trascendencia que esto puede tener. Es grave para vuestra intimidad y para vuestro amor. Tú aún quieres en Lex al hombre arrogante y viril… Suponte que pierda todo eso…
—¡Cállate!
—Supóntelo, Marie.
—¡Oh, Dios mío, Romy, cómo me hieres!
—Pretendo sacarte de tu letargo y uso el lenguaje que más pueda dolerte. Es así como defenderás tu felicidad. Pasivamente, no. Nunca se consiguió nada sentándose en una silla a esperar. Hay que salir al encuentro y luchar, y llorar si es preciso, y morderse las uñas o doblegar los sentimientos. No olvides eso. Estás habituada a que te lo den todo hecho. Esta vez nadie puede ayudarte. No te pido que le abandones, pero que, como esposa, pongas los puntos sobre las íes si es necesario. De lo contrario, tú te precipitarás en el abismo con él, y después será mucho más lamentable. No olvides eso, Marie. Tienes en este instante a tu marido borracho, entre un grupo de hombres indeseables que no se casaron y que son unos resentidos que no toleran la felicidad que disfrutan los demás… En ese antro está metido tu marido, y si no lo sacas… lo lamentarás después.
—¿Ir yo… a buscarle?
—Yo lo haría. Eso es lo que yo haría.
Y colgó.
Ella lo haría… Romy, sí. Marie no podría hacerlo jamás.