IX

El auto rodaba.

Conducía Juan y Marta, perdida en el asiento a su lado, parecía dormitar con los párpados entornados y los brazos cruzados sobre el pecho oprimiendo mucho aquél.

—Habíame de tu tía.

—¿Mi tía?

—Sí, si.

—Se fue.

—Díme a dónde.

—No sé.

—¿Cuánto tiempo has vivido con ella?

—No recuerdo.

—¿Te pagó ella la carrera o tienes dinero personal?

—No tengo nada. Mi tía me daba…

—¿Recuerdas a tus padres?

—No.

—¿No?

—No —sacudía la cabeza despidiendo olor a colonia fresca—, No los recuerdo —había un silencio extraño—. Recuerdo a mi hermana…

—¿Y dónde está tu hermana?

—Murió, enfermó… Era mucho mayor que yo —otro silencio que le pareció a Juan interminable, pero que prefería no interrumpir—. Estaba casada… Yo… tenía quince años. Menos, sí, pienso que menos…

—¿Qué edad tenías tú cuando falleció?

—No sé, quince. Si, pienso que quince…

El auto rodaba ya por el corazón de Puerta de Hierro.

Dejaba a un lado la avenida privada de hoteles y palacetes.

—Ella era muy joven cuando falleció. Se puso enferma —hablaba como en sueños— de súbito y estuvo en cama tiempo. Bástente tiempo.

—Y tu cuñado…

Aquí notó que Marta descruzaba los brazos.

Los volvía a cruzar.

Y su voz sonaba ronca.

—Después me vine a Madrid con mi tía… Vine en un tren… y no recuerdo ya cómo sabía la dirección de mi tía. Mi hermana Sonía no quería oír hablar de ella. Pero yo estaba sola… Me vine y la encontré.

—Y te ofreció ayuda.

No preguntaba, le ayudaba a recordar.

—¿No tienes un cigarrillo?

—Sí, Ahí en la guantera. Y el mechero también lo tienes ahí, fijo en el auto. Basta, que lo cales hacia dentro. Sale rojo…

Ella, automáticamente, abría la guantera.

—¿No tienes… «chocolate»?

—Marta, ahora fuma eso. Te entretendrás. Y sigue habiéndome de tu vida. Llegaste a casa de tu tía…

—No saben bien los cigarrillos —fumaba aprisa—. Si me dieras un «porro»…

—De momento te digo que fumes eso. Cuando lleguemos a la clínica te daré el «chocolate»… Te doy mi palabra de que hoy te lo daré.

—Bueno —y fumaba dócilmente recostándose en el asiento—. Sonía era muy buena, muy buena.

—No tenía hijos…

—No… Entonces no me daba cuenta, ahora sí. Ahora sé que nunca podría tenerlos. Fue algo de útero… Algo pillado muy tarde. Sufrió mucho… —la chispa roja del cigarrillo se acentuaba—. Muy duro verla morir…

—Y tu cuñado…

Otra vez notó aquel sobresalto.

—¿Falta mucho? —preguntaba.

Juan pensaba que el asunto, el origen andaba rondando por allí, entre la muerte de la hermana joven, del marido de aquélla, de la tía…

—¿Te pagó tu tía la carrera?

—Sí.

—Es decir, que te recibió bien. Que tu hermana Sonia no tenía razón al odiarla…

—La tenía, la tenía, la tenía…

Juan la miró ladeando la cara.

La vio nerviosa. Moviéndose en el asiento.

El origen estaba allí, en todo aquello.

Pero él tenía toda la paciencia del mundo para buscarlo y una vez encontrado el origen, la terapia sería más fácil…

* * *

El vehículo entraba en un recinto, por una ancha puerta automática que al llegar el auto a un lugar determinado, se levantaba sola.

El coche se detuvo ante una escalinata y Roberto aparecía con su bata blanca en lo alto de aquélla.

—¿Qué pasa, Juan?

—Ya te lo diré. Ayúdame a llevar a Marta a mi consulta.

—¿Sabes la hora que es?

—Y qué. Me quedo a dormir en mi cuarto de la clínica.

—Pero… teníamos plan para hoy.

—Hay que posponerlo. Ayúdame.

Roberto, perplejo, obedeció esperando que Juan le dijera qué pasaba. Vio a la chica joven, algo desvaída, sin duda drogadicta por la pinta, monísima y jovencísima.

Silencioso ayudó a Juan y llevándola uno por cada lado, sujeta por los brazos, la introdujeron dentro del palacete.

La telefonista les miró curiosa, pero no dio demasiada importancia porque ya los conocía y sabia que cada dos por tres aparecían a cualquier hora con gente asi.

Dos enfermeras les preguntaron si necesitaban ayuda.

—No —dijo Juan—. Vayan a sus quehaceres.

Después se metieron con Marta, en el elevador.

El palacete era de tres plantas y en todas tenían enfermos.

En la última planta estaban los consultorios sofisticadamente preparados.

—Dame algo —decía Marta agitada—. Dame algo.

—Mientras yo me quito la pelliza —decía Juan, a su amigo— y me pongo la bata, llévala a mi consulta. Dale un «chocolate» y quédate con ella.

—¿Se lo tengo que dar?

Juan le miró significativamente.

—Del que tú tienes guardado.

—Ya.

Se fue a su despacho y después de quitarse la pelliza y la chaqueta de lana y hasta el pañuelo que anudaba al cuello, se puso la bata blanca.

Cuando se la ponía apareció Roberto.

—¿Qué caso es?

—Voluntario —le contó todo lo ocurrido desde la mañana—. Así que es un caso que nos debe de interesar a los dos.

—Es guapísima.

—Por supuesto. Y demasiado joven para, sufrir así. ¿Le has dado el «chocolate»?

—Dirás el sucedáneo.

—Bien, sí.

—Está fumando. Le ayudé a despojarse de la pelliza y está tendida en tu cama de la clínica… Es buen momento para que hable, ¿no crees? Pero teníamos plan para esta noche.

—Vete tú, Roberto. Fl caso me lo adjudico. No iré a mi apartamiento, Me quedo a dormir aquí. En toda la noche pienso saber de dónde procede todo ese trauma. Lo tiene y muy gordo. Cuando conozca los orígenes, sabré cómo actuar.

—Si habla de una hermana fallecida, de un cuñado que esquiva y de una tía… que no ha amado… ¿qué crucigrama sacas tú de todo eso, Juan?

—Sé mucho más que cuando la conocí —pensativo, fumando, añadió—: No entiendo por qué me interesa tanto, pero el caso es que hasta olvidé mi obsesión por Dunia, mi hija.

—Te gusta demasiado, ¿no?

—Puede, no sé. Es raro todo esto. El caso es que me interesa curarla y lo voy a intentar. Ella quiere… Pero no puede. Sólo ayudándole podrá, y le ayudaremos nosotros. Todos, ¿entiendes? Pon al personal al tanto del caso. Que nadie lo ignore, como tampoco se ignore el especial interés que tengo. La soledad es horrible en ciertos casos y se me antoja que esta chica con estar rodeada de gente, está demasiado sola. O lo estuvo, porque presiento que en el futuro no lo estará.

—En el fondo eres un sentimental, Juan.

—Puede. Puede —se dirigía a la puerta—. Tú haz lo que gustes, Roberto. Si tienes plan acude a él y si lo tenías para mí, discúlpame.

—¿No irás a dormir a tu casa?

—No. Me quedo en mi cuarto del palacete. Es posible que entretanto no saque a Marta de ese barullo mental, no vuelva a mi apartamento. La cosa se complica para mí. Pero se complica porque quiero y necesito. De todos modos es posible que no pueda hacer nada, pero lo intentaré con todas mis fuerzas. Nada me impresiona y encoge más que ver a una joven así perdida. La voy a levantar, Roberto. Y tendréis que ayudarme todos. Convócalos mañana y cuéntales el caso.

—Someramente, porque en detalles no sabemos nada.

—Es posible que mañana lo sepa yo.

Se iba.

Roberto se despojaba de la bata y quedaba en traje entero.

—Yo puedo irme, ¿no? Ya has llegado… Y además tienes a Fabián de guardia y Esteban está en el caso de México… Ese chico no se curará jamás. Estamos hartos de él. Coacciona a quien sea con tal de que le suministren porquería. Ayer estuvo tomando aspirinas con el Martini que encontró en el comedor. Se armó el cacao. Yo creo que debemos enviar un télex a su familia mexicana diciéndoles que su hijo está peor que nunca.

—Hay que aguardar —decía Juan esperanzado siempre—. Una intentona más. No entiendo quién le dio acceso el botiquín, y al comedor.

Lo de siempre —refunfuñó Roberto—. Estos tíos se hacen los responsables y se escurren. Crees que intentan dar un paseo y lo que desean es drogarse con lo que sea.

—No me gusta comer el dinero a nadie —refunfuñaba Juan caminando por el pasillo a la par que su amigo—. De modo que si el rebelde sigue en sus trece, que lo vengan a buscar. Aguardemos dos días más. Si no se resigna, cursa el télex y que lo curen ellos si pueden. Es muy cómodo vivir una vida regalada, pagar una fortuna por cerrar al hijo en una clínica cara y dejar a la conciencia de los médicos el final que en casos así nunca es positivo.

—Pues pagan con dólares y muy generosamente.

Juan se detuvo.

Viendo tanta miseria moral estaba harto del dinero.

—Lo esencial —farfulló— es curar a los adictos. Cobrar para inyectarles un calmante y tenerlos dormidos es deshonesto. Y tú y yo no somos deshonestos.

—Claro.

—Pues toma cartas en el asunto. Ahora lo que más me interesa es Marta y los orígenes que la llevaron a esta situación.

Roberto lo asió por un codo.

—Juan, el caso te interesa en particular.

—Sí, mucho.

Y no podía ocultarlo.

El era como era.

Sencillo y normal y ante todo honesto y sincero.

Hasta Dunia, su hija, había desaparecido de su mente.

—Me interesa —aceptó—. Mucho. Si me conoces ya lo sabes.

—Mañana te veré.

—Es mejor, sí. Mañana.

—Que todo te salga bien, Juan. Eres un tío estupendo.

Juan no sabía si era estupendo o no. Sólo sabía que aquel caso le interesaba en especial muy personalmente.

Marta era jovencísima, preciosa y a el le atrajo desde el principio. Se preguntaba si curaba o pretendía curar a una enferma o a una mujer que por primera vez decía algo o mucho a su condición de hombre sentimental y masculino.