II
Había sido un día muy duro.
Empezaron de broma como el que dice, y el despacho se llenó.
Con la democracia los problemas se multiplicaban y en equipo se trabajaba mejor, pero más duro si cabe.
Eran todos de la misma promoción.
Y al trabajar en equipo lo urdieron en un pub mientras merendaban.
Los cuatro eran compañeros fraternales.
Nada de amores ni ligues.
Ni intereses sexuales.
Compañeros a secas y era mucho ser compañeros, de modo que al no encontrar trabajo decidieron montar su asesoría jurídica particular.
El primer año fue duro y los clientes no abundaban.
Después, poco a poco y con las relaciones públicas de Paco, se logró superar el bache.
A la sazón tenían más trabajo del que podían solucionar, por eso Mila propuso el ingreso de Marta Fano en el grupo.
Todos conocían lo que Marta hacía.
Pero…
Mila se impuso.
Y Mila era demasiado lista y demasiado importante en el grupo.
No es que ellos no quisieran a Marta y deseaban ayudarle.
Pero… entendían casi todos, excepto Mila, que Marta era el caso ya perdido.
Servía para lo que servía.
Recibir.
Anotar las citas.
Las llamadas telefónicas.
Incluso podía ser hábil para las primeras entrevistas.
Pero solucionar papeletas fuertes…
—Bea, entremos aquí.
Beatriz estaba cansada, pero pensó que no le vendría mal una copa.
—Tu sabes —dijo pensando en lo que podía ser el pensamiento de Mila— que tanto Luis como Paco son exigentes. Marta llegó tarde.
—Durmió mal.
—Mila, ¿por qué ese afecto?
—¿Y por qué se ayuda al prójimo? ¿Es siempre por afecto?
Beatriz miró en tomo.
—No ha venido con nosotros.
—Tiene dos visitas pendientes.
—¿Y supones que responderá?
—¿Acaso no ha respondido?
—Llegando tarde.
—Eso se supera. Llegará el momento en que acuda a su hora. En que duerma bien. Te aseguro que desde que la invité a compartir mi apartamento, la cosa va mejor.
—Me duele que tengas esperanzas —farfulló Beatriz.
—Es lo último que se pierde, ¿no?
—Aún no me has dicho cómo conectaste con ella.
—Como tú y como todos. De verla por la cafetería o el pub…
—Pero es más joven que nosotros.
—¿Y qué? Terminó la carrera de abogado y yo digo que debe ser muy lista si a los veintidós años, con el barullo que tiene en su mente, ha finalizado la carrera.
Beatriz aceptó aquello.
Las dos lo hicieron.
Mucha gente a aquella hora invernal de la noche.
La Gran Vía bullía.
Los autos se cruzaban sin parar más que ante los semáforos para salir después desflechados.
—Madrid es un hormiguero de gente —criticó Mila—. A veces pienso que estaríamos mejor en provincias.
—Sí, claro. Solucionando asuntos de aldeanos que se pelean por un trozo de terreno o dos vacas.
* * *
—La gente —dijo Juan alzando el cuello de su pelliza— cada día está más desquiciada.
Roberto sonrió.
—Somos médicos sicólogos siquiatras. No podemos esperar que venga a nuestra consulta un cuerdo.
—Pero no me negarás que hay cosas demenciales y casos absurdos.
—Como todo. En todo hay.
—¿Sabes que no he dejado de pensar en el matrimonio de Mildred?
—Y dale, Juan. ¿A ti que más te da? Has ido a Nueva York a hacer el doctorado. Has conocido a una socióloga, te has casado con ella por lo civil, os divorciasteis y asunto concluido.
—No tanto, no tanto. De no estar Dunia por medio sería igual.
—¿Tú amas a Mildred?
Juan se detuvo.
—¿Qué dices, hombre?
—Pues no entiendo por qué Dunia no puede continuar con su madre. Jamás has pensado en traerla a España.
—Pero la madre estaba sola.
—¿Y qué que ahora se case? Es lógico, ¿no? Un amor se muere y otro nace.
—¿Tomamos una copa?
Roberto pensó que le vendría bien.
Casi se sentía tan loco como sus clientes.
O tan esquizofrénico o tan alcohólico.
Entraron juntos en la cafetería.
Fueron directos a la barra.
—No me duele eso, Roberto. Sería estúpido. Nuestra vida en Nueva York era interesante. Nos gustábamos. Nos deseábamos. Pero cuando la cosa se monta así, tan a la ligera, o terminas queriéndote de verdad o feneces.
—Pero os habéis divorciado amigos.
—¿Y qué? Está Dunia por medio y tiene siete años. No me da la gana de que una hija mía, llame padre a otro.
—Mira, Juan… —el camarero preguntaba qué tomaban. Pidieron dos whiskys—. Mira, escucha. Dile a Mildred que prefieres traer a tu hija.
—Como no has leído la carta no te has enterado de nada.
—¿Qué dice la carta? Porque no me digas que es respuesta a alguna tuya reclamando a la niña.
—Ni más ni menos que eso.
—¿Quieres decirme que Mildred no te entrega a la niña?
—No. Se niega.
—Vaya, hombre. ¿Y tú qué?
Juan extrajo el periódico del bolsillo, muy doblado, dejando bien de manifiesto el anuncio del despacho de aquel grupo de abogados.
—Haré una consulta legal.
—¿Y le has dicho eso a Mildred?
—¿Para qué si ella ya expone aquí su punto de vista?
—¿Dónde?
—En la carta, hombre, en la carta. Se casa y pretende que Dunia se quede con ella.
—Pero tú tendrás libertad para visitarla.
—Sin duda. Pero, ¿me basta? Pienso que no.
—Sus whiskys, señores —decía el barman.
Los dos asieron sus vasos con ademán automático.