IV

No la dejó correr.

No era su sistema, ni aceptaba la comodidad con el fin de evitar un problema.

Así que a las cuatro llamó por teléfono al anunciado en el recuadro del periódico.

Respondió una voz femenina apagada, pero atenta.

—Necesitaba solicitar una entrevista —dijo muy apurado, temiendo arrepentirse.

—¿Su nombre?

Lo dio.

Y la respuesta fue inmediata.

—Pasado mañana a las cinco en punto.

—¿No puede ser ahora mismo?

—Mis compañeros no han llegado —replicó la misma voz femenina muy apagada—. Las horas para hoy las tenemos todas ocupadas.

—¿Pero usted es abogado?

Un silencio.

Después…

—Sí, por supuesto.

—Es una pregunta de rutina. Una orientación… Usted podrá atenderme. Si sus compañeros no llegan hasta las cinco… ¿no puede usted atenderme ahora mismo?

Otro silencio y después la respuesta titubeante:

—Ahora mismo no tengo nada que hacer. Venga si gusta, pero su caso, suponiendo que sea legal, y con su problema agudo, se lo pasaré a mis compañeros que son los que llevan la responsabilidad —una pausa—. Yo estoy aquí para recibir llamadas y hacer anotaciones, pero no para dar soluciones —hablaba co calma pero titubeante—. De todos modos, venga si gusta. Anotaré cuanto me diga y le daré un número para dentro de dos días. Quizás pueda hacerle un hueco mañana.

—Iré ahora mismo.

—Le espero.

Juan colgó, pero levantó de nuevo el auricular.

Roberto y é montaron la clínica particular a su regreso de Nueva York. El venía casado. Roberto seguía pegado a su soltería.

Más adelante el trabajo les agobió demasiado y fue cuando integraron en él a Esteban, Pablo y Fabio.

Este último estaría en la clínica a aquella hora, además de las seis enfermeras que se ocupaban del centro.

La clínica era cara y de lujo, se hallaba enclavada en un barrio residencial de Puerta de Hierro.

Era una especie de chalecito y tenían pocas camas, pero siempre estaba a tope.

Decidió marcar el número y en seguida contestaron de centralita.

—Soy el doctor Mitre —dijo—. Necesito hablar con el médico de guardia.

—En seguida, doctor.

Al momento oía la voz de Fabio.

—Oye, cuando llegue Roberto, dile que yo tardaré algo más en llegar —y sin transición—. ¿Hay alguna novedad?

—El drogadicto está dando mucha guerra.

—Inyéctale vitamina C y dile que es una droga excelente. Le pones calmante y se duerme hasta que llegue Roberto o cualouier otro.

—Bien.

—No te olvides de advertir a Roberto.

Colgó.

Quedó más satisfecho.

Al fin y al cabo era su hija y tenía todo el derecho del mundo a reclamarla. Estaba divorciado en Nueva York, pero él era español y si el caso llegaba quizás se pudiera amparar en la ley del divorcio español. Ya sabía que no era fácil, pero… por su hija era capaz de intentarlo.

* * *

El despacho de los abogados estaba ubicado en un enorme edificio destinado a oficinas, situado en un transversal de Alcalá.

Era enorme y en las placas brillantes que había en la puerta, Juan se detuvo a leer. Allí había de todo. Estudios fotográficos, empresas privadas destinadas a la exportación, abogados y aquel grupo que se distinguía por siglas y que según el anuncio eran un grupo que formaban un equipo muy eficiente.

Bueno, en el anuncio qué se va a decir.

Pero el caso es que él se había decidido por aquél, y eso que tenía amigos abogados.

Pero prefería la juventud.

Y aquéllos decían ser jóvenes abogados.

El entendía que los jóvenes están más al tanto de las nuevas leyes constitucionales y legales del implantado divorcio en España.

Claro que él no tenía ese problema.

Cuando se casó con Mildred en Nueva York, siendo un doctor reciente y además demasiado joven, lo hicieron ambos conscientes y dispuestos a no complicarse la vida si el amor seiba…

El amor se fue y ellos se divorciaron. Sin más. Ni Mildred se adaptaba a las costumbres españolas, Ni el amor que se tenían perduró.

De modo que se fueron a Nueva York, se divorciaron civilizadamente y Dunia se acordó que se quedaría con su madre.

Pero Mildred se casaba.

Y él no estaba en contra de que lo hiciera, si, bien Dunia andaba por medio.

Bajó el cuello de la pelliza y atravesó el lujoso portal después de cerciorarse de que los abogados tenían su despacho en la planta tercera del edificio.

El elevador le dejó en el rellano y vio que la planta tenía dos puertas, pero en las dos ponía las mismas siglas, lo que le indicó que el despacho ocupaba toda la planta.

Pulsó el timbre de una puerta y al rato se abrió aquella apareciendo una señora mayor.

—Me están esperando —dijo Juan muy correcto—. He hablado por teléfono y me reciben fuera de hora.

—Pase.

Juan cruzó el umbral y se vio en un vestíbulo, tras del cual no había más que puertas, cristaleras y oficinas.

—Por aquí, señor.

Juan la siguió, pero la mujer ya mayor y de aspecto muy respetable, se volvió hacia él diciendo:

—Si quiere quitarse la pelliza… Aquí funciona una calefacción fuerte, y se nota al salir.

—Es una buena idea.

—¿Me la da?

Lo hizo.

Ella la colgó en el perchero de aquel vestíbulo y después fue a tocar en una puerta.

Se oyó una voz apagada (la misma que momentos antes habló con él por teléfono).

—Adelante.

La mujer empujó la puerta de vaivén y dijo amable:

—Pase, señor.

Juan se vio dentro de un despacho no demasiado grande, con una mesa al fondo, dos sillones y un sofá como empotrado. Muchos libros en las paredes y en una estantería donde había alineados varios archivos.

Detrás de aquella mesa había una mujer muy joven a juicio de Juan. Rubia, de ojos canela velados por una expresión ausente…

—Me llamo Juan Mitre —se presentó.

La joven alzó la mirada, curvó los labios en algo que podía ser una sonrisa y dijo:

—Yo Marta Fano. Tome asiento, por favor.