III
Mila fumaba.
Lo hacía nerviosa.
—¿Qué temes, Mila? Estás pensando que te metiste en un buen lío, ¿no?
—Hay que ayudarle.
—¿Y te servirá de algo?
—¿Es que vosotros os margináis del asunto?
Beatriz bostezó.
No era mala.
Era cómoda y es que la lucha por la vida le había hecho así.
Altruista, no.
¿Para qué?
¿Quién le iba a corresponder racionalmente?
Nadie.
La humanidad no estaba como muy humanizada.
La lucha por la vida no tenía demagogia ni falacia.
Era algo muy real y como tal había que vivirla o uno se convertía en un ser ilusorio.
¿Y quién vivía de ilusiones?
Mila, que con ser una persona inteligente y abogado encima, era noble y creía en el prójimo.
¿Merecía la pena?
—Mira, Mila te diré con sencillez lo que yo pienso. Debiste lavarte las manos.
—¿Tan sencillo?
—No lo es tanto. Para nadie, ni siquiera para mí, pero… vivo pisando tierra firme.
—También la piso yo.
Menos.
Mucho menos.
Quizás es que en su día tuvo su hogar, sus ternuras, su proteccionismo.
Ella no tuvo eso.
Se abrió camino a codazo limpio.
Mentalizada para triunfar, para luchar.
Y luchando estaba.
¿Marta Fano?
Una víctima más de la sociedad de consumo.
Un abrirse a codazo limpio la lucha por la vida.
—¿Por qué? —preguntó Beatriz siempre realista— la integraste en el grupo?
—Era mi deber.
—¿Humanitario?
—Pues sí… ¿lo censuras?
Beatriz apuró el Martini.
Le sabía mejor que lo que decía su compañera.
—No lo censuro, pero entiendo que Marta no tiene arreglo.
—Te digo…
—¿Que después de aceptarla contigo se ha reaplanteado su futuro?
No, eso tampoco.
No era fácil.
Mila suspiró.
Apuró un trago de su Martini.
—Hay que ser humanos y considerados y generosos.
¡Ji!
¡Qué lenguaje el de Mila!
¿Quién lo fue con ella mientras no se montaron el rollo de ganar dinero por su cuenta?
Nadie, ni siquiera los catedráticos.
Cada uno iba a lo suyo.
Y es que se había endurecido.
—Pienso, Mila, que te has olvidado de ti misma.
Eso tampoco.
Mila entendía que Marta necesitaba ayuda y ella se la daba.
—Prefiero olvidarme de mí misma y pensar un poco en ella.…
Beatriz bebió algo de Martini.
Lo prefería.
Mila era una sentimental.
Ella pasaba de esas demogagias…
Era abogado y como tal, mentalizada para, serlo.
* * *
Hacía un frío condenado.
Así que Juan, al salir de la cafetería de la Gran Vía, levantó de nuevo el cuello de la pelliza.
No le gustaba nada, la idea de llegar a su apartamento.
De verse solo.
De sentir aquel silencio.
Pero, en fin, era su vida, ¿no?
Y como tal debía aceptarla.
—Olvídate de Dunia —le decía Roberto.
Muy fácil decirlo así y aconsejarlo del mismo modo.
Y después, ¿qué?
Pues eso. Un vacio, una vaciedad enorme.
Un no saber qué hacer.
Una pesadilla.
El no amaba a Mildred.
Fue un deseo arraigado, pero pasajero.
Saciada la pasión, no quedaba nada.
¿Ternura, amor, cariño?
Utópico todo aquello.
Silencio.
Un no decirse nada.
Menos mal que Mildred aceptó la situación por sentirla ella en sí misma.
Eso quedaba en la amistad.
En el mañana en comunicación con Dunia.
Pero pensar que otro hombre extraño iba a hacer las veces de padre…
—Mira, Roberto, mañana voy.
Roberto se había olvidado ya del problema de su colega y amigo.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—Al despacho de esos abogados.
—G sea, que sigues en tus treces.
—Mira —se detenía—, yo no soy un sentimental perdido, pero soy un ser humano y me siento padre y que otro tío haga las veces de tal estando yo aquí, pues no, qué quieres. Eso me tiene obsesionado. Nada mejor que los abogados para arreglar estas cosas o decirte, al menos, qué debes hacer para poner de relieve tus derechos. ¿No soy yo médico siquiatra sicólogo? Pues yo me las ventilo muy bien con los asuntos síquicos, pero los legales los abogados, ¿no?
—Supongo.
Blandió el periódico.
—Iré mañana mismo.
Roberto entendía la postura de su amigo. No porque estuviera tan de acuerdo con él, pero sí le entendía. El era soltero y nunca tuvo problemas de paternidad, pero si Juan los tenía, lógico era que los defendiese.
Se detenían ambos en la calle Alberto Aguilera, ante el edificio de apartamentos donde vivía Juan.
—O sea, que estás decidido.
—Sí.
—Pues vete, Juan. Pero no atosigues a la mujer que en su día fue tu compañera.
—No es ella la que lastima mi sensibilidad, es Dunia.
—Si la niña es feliz con su madre…
Juan saltó.
Hendía su grito ronco:
—Pero es mi hija y ahora llamará padre a un señor desconocido.
—Si siento afecto por él…
—Pero no es su padre.
Mejor dejarlo.
Juan era tenaz.
Obsesivo.
Si aquél era su problema que lo solventara y después ya se vería cómo terminaba todo.
—Mira —dijo—, si eso te tranquiliza, consúltalo legalmente.
—Es lo que haré. Buenas noches, Roberto.