XI

Apareció ante él, cuando Clint miraba en torno sin quitarse el abrigo.

—¿Qué es esto?

—¿No… le… te gusta?

El rió.

Una risa abierta.

Una risa íntima.

Una risa feliz.

—Me gusta. Pero me gusta más que aprendas a tutearme. Oye… ¿sabes que se me olvidó darte dinero? Dirás que soy un tonto. Me acordé cuando esta mañana estaba cortando un apéndice en el hospital. De repente quedé con el bisturí en alto y Law… ¿te hablé de Law?

—No.

—Es mi mejor amigo. Pues Law me miró asombrado. Debió de pensar que encontraba por lo menos un cáncer con mil tentáculos. Yo me eché a reír y dije como un estúpido infantil. «No le di dinero a Mildred para la compra.»

Era así.

Encantador y sencillo para todo.

Por eso ella, en el fondo de su ser, le admiraba tanto.

—No importa —dijo suavemente—. Tenía yo dinero.

—Oh, no. Te lo voy a reintegrar ahora mismo —metió la mano en el bolsillo y extrajo un sobre—. Toma. Es mi sueldo. Eso sí, tienes que alargarlo para todo el mes. Cobré hoy.

—No quiero.

—¿No… quieres? —miró en torno de nuevo—. ¿Y estas flores? ¿Y esta alfombra?

Mil hombres, ocupados como él, entrarían en su casa y no se fijarían en las variaciones. Clint era distinto. ‘Nada le pasaba inadvertido. Era el hombre que, sin ser un Adonis, toda mujer sencilla y normal desea téner por marido.

—Yo tengo dinero para mí. Trabajo extra muchas veces y cobro a medida del bolsillo del cliente. Aún podré regalarte alguna cosa —y como si dijera bastante, colgando el abrigo y dando vueltas por la casa—. Demonio, todo está diferente.

—Me gusta.

—Pero es mucho trabajo.

—Los hombres casi nunca consideran trabajo el desarrollado por las mujeres.

Clint sacudió la cabeza y consultó el reloj.

—Dispongo de dos horas escasas, y va transcurrida media. A las cuatro y media tengo una cita con Law y el doctor Manley. Te diré a tu comentario anterior —añadió sin transición— que yo no soy como los demás hombres. Y no es vanidad. Es que soy justo y me gusta dar a cada cosa lo suyo. ¿Cómo? ¿Me sirves a mí y no te sientas tú?

Mildred aún lo dudó, pero Clint, correctísimo, atento, cautivador dentro de su misma naturalidad, se puso rápidamente en pie y retiró la silla de la joven.

—Por favor…

Mildred se dejó caer en la silla y como un autómata desplegó la servilleta.

—Veamos —dijo él sentándose e imitándola—. Cuéntame lo que has hecho además de dar vuelta a esta casa. ¿Has salido?

—Sí.

—¿Qué te dijeron? En este barrio me conoce todo el mundo.

—Nadie me preguntó nada.

—Un día, mañana, que es mi día libre, saldré contigo a comprar y te presentaré. Te atenderán mejor, porque yo, cuando me necesitan, también los atiendo. Igual me llaman al hospital, que me levantan de mi cama, aquí.

Mildred no dijo nada.

Sirvió a Clint y se sirvió a sí misma.

Empezó a comer, más apabullada y aturdida, que con apetito.

—Mildred…

—Sí.

—¿No te sientes a gusto?

Levantó vivamente la cabeza.

—¿Puedo… no sentirme?

—No sé.

—Me abruma.

—No me has tratado de tú.

No podía.

Por mucho que se lo proponía, no era capaz.

Bajó la cabeza, y Clint comprendió que estaba aturdida y violenta en una situación tan desconcertante.

Cosa rara, él no se sentía desconcertado ni alterado. A él le parecía que toda la vida había vivido con ella, y se sentía satisfecho de sí mismo y de todo cuanto estaba viviendo.

Al cabo de un sensible silencio, Clint murmuró.

—Parece ser que tu padre ya conoce tu situación actual.

Levantó vivamente la cabeza.

Sus ojos violeta brillaron.

—¿Lo… sabe?

—Está en el Canadá. Según el doctor Manley, que habló con él, tu padre recibió una gran alegría al saber que te habías casado. No preguntó con quién.

—Oh.

—Pero el doctor Manley se lo dijo, silenciando, al menos de momento, las causas y tu… accidente.

—El sabe que Cary falleció.

—Sí. Supongo que sí, si tú se lo dijiste a tu madrastra.

—Se lo dije.

—Olvídate de eso. Si tu padre viene a verte, y tendrá que venir, porque tú no irás a verle a él, le hablaré yo.

Lanzó una mirada sobre el reloj.

—Oh… es tardísimo. Tengo que irme.

—¿Vendrá… a cenar?

—Vendré, y si no pudiera venir, te llamaba —le apuntó con el dedo enhiesto—. Pero cuidado. Hay que aprender a tratarme de tú.

Se iba.

Pero ya desde la puerta, se volvió rápidamente.

—Hasta la noche.

La miró de cerca. Inesperadamente, con aquella naturalidad suya que apabullaba a Mildred, le asió el mentón con la mano y acercó su rostro. La besó en los labios levemente.

Mildred sintió en seguida la puerta de la calle, y, automáticamente llevó los dedos a los labios besados…

Law iba tras él.

—Te digo que dan una fiesta en mi casa.

El tenía la suya.

—Clint, mi padre me dijo…

Clint se volvió con cierta brusquedad.

—¿Le dijiste que estaba casado?

Law parpadeó.

—No creo en tu matrimonio.

—Pero vivo con mi mujer —farfulló Clint enojado—. Excúsame. Hoy me voy a dormir a casa.

—Con tu mujer.

Clint quedó envarado.

¿Con Mildred?

No se le había ocurrido.

Y de repente sintió como un cosquilleo en las sienes y los pulsos. ¿Con Mildred? Hasta aquel instante, él no pensó en Mildred como mujer. Como mujer de placer para él. Y de súbito…

Sacudió la cabeza.

¿Estaba loco él o lo estaba Law?

—Clint, te desconcertaste, y tú no eres fácil de desconcertar.

No estaba desconcertado.

Es que había pensado una cosa que jamás le pasó por la mente.

Era su esposa.

¿No lo era?

Volvió a sacudir la cabeza.

—Mañana es mi día libre —dijo roncamente— y pienso descansar hoy y mañana.

—Te esperan en mi casa.

—Diles la verdad.

Era seco su acento, como si vengara de ese modo la inquietud que de pronto nacía en él.

—Clint.

No quería oír a Law.

Tenía bastante con su propio problema. Tampoco tenía nada contra la familia Cronwell. Nada en absoluto, pero si un día decidía formar una familia, por supuesto que no sería con Marcela Cronwell. Era mona Marcela y vistosa, y moderna, pero… ¿Tenía cualidades suficientes para ser una buena esposa?

Lo dudaba.

Estaba demasiado habituada a poseerlo todo y jamás una mujer así podría valorar la bonita necesidad de lo que un ser humano precisa para ser feliz. ¿Dinero? El vivió siempre sin él, hasta que fue médico y por mediación del doctor Manley entró en el hospital, donde continuaba. Y siempre fue feliz. Feliz al levantarse de la cama y no poseer ni un centavo para comer, pero el hecho de buscarlo, producía en su ser una ilusión que en modo alguno podrían conocer jamás personas como los Cronwell.

—Oye…

Se iba.

La voz de Law se alteraba un poco.

—Clint —casi gritó—. ¿Es que te has enamorado de ella?

Clint se detuvo.

No se volvió.

Quedóse mirando al frente con expresión viva. ¿Se había enamorado de Mildred, realmente? No era tan difícil. Al menos para él, que jamás tuvo cariño verdadero junto a sí, ¿por qué no?

Pero no.

Sacudió la cabeza.

Y cuando quiso darse cuenta, tenía a Law frente a él.

—Clint… ¿es posible?

—¿Posible, qué?

—Que te hayas enamorado de Mildred. ¿Es que para ti no cuenta nada su pasado?

Respiró fuerte Clint.

Muy fuerte.

Como si todo el aire de la noche fuera insuficiente para dar vida a sus pulmones.

—¿No tengo yo pasado? ¿Y tú, y todos? Unos lo decimos, y los más lo callan. Pero todos tenemos pasado de esta o aquella índole. ¿Y… sabes? No debe importar el pasado. No cuenta. No debe contar. Sólo el presente y el futuro. Lo demás… ¿Acaso se resucita a un muerto? Es pasado. Se acabó. ¿No es eso? Se le olvida. Igual que se olvida a un muerto querido, se puede olvidar el pasado de la persona que amas.

—Pero…

Le agitó la mano delante del rostro. Una tibia sonrisa distendió el cuadro de sus labios.

—Pero no —dijo insistiendo—. No. No estoy enamorado de ella. Vivo a gusto. Me gusta vivir así… No me preguntes por qué. Buenas noches, Law.

—No irás a la fiesta de mis padres.

—No.

Y caminó pisando fuerte. Muy fuerte. Como si se sintiera más seguro de sí mismo que nunca. Pero no se sentía. En él empezaba a germinar una pesadilla, una inquietud…