Hubo como un silencio embarazoso.
Clint lo rompió para decir quedamente, de aquella manera suya siempre impenetrable y acompasada.
—¿Pido un café para usted, señor?
—Déjate de cafés —vociferó el doctor Manley—. No te comprendo. Que me zurzan si te comprendo. Hace una semana eras un hombre soltero. Libre, feliz…
—También soy libre y feliz ahora, señor.
—¿Acaso con una mujer a la cual ni siquiera conoces? Bien está que lo hicieras en el momento en que ella se moría. Yo no lo haría jamás, desde luego, pero admití que lo hicieras tú. Y de repente, me dices, como médico, que esta muchacha no se morirá. ¿Qué vas a hacer, Clint?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Ella se casó conmigo in articulo mortis, señor, pero estoy seguro de que lo ha olvidado por completo, y sólo lo recordará si se lo dicen.
—No obstante, ha quedado más tranquila desde entonces. No ha vuelto a gritar por su padre o por su madrastra.
—Sigue gritando de vez en cuando, pero no se sabe lo que dice. De todos modos, ése no es el caso. Usted me pregunta qué voy a hacer cuando esa joven pueda salir de su actual coma.
—Y tú opinas que saldrá —atajó casi a gritos.
—Estoy seguro, señor. Es fuerte. Ha resistido lo peor. Hemos hecho milagros para salvarla. No podía pensar en mí mismo cuando puse mis cinco sentidos en su salvación. Pensaba en ella y en ella sigo pensando. Tiene derecho a vivir, ¿no es eso? Nadie me obligó a casarme con ella, por tanto, el día que pueda comprender, yo mismo le contaré la verdad, y después... que obre según le acomode.
—Suponte por un segundo, que le acomoda vivir contigo.
—Vivirá —dijo Clint impertérrito.
—Eso es una locura. Escucha, Clint…
—¿Le pido un café, señor?
—Déjate de cafés y escúchame. No estás obligado a nada. Permíteme que, cuando sea, le hable yo. Le diré lo que has hecho y por qué lo has hecho. Y, una vez restablecida, se procederá a la anulación de ese absurdo matrimonio.
—Lo esencial es que ella salga de aquí por sus propios pies, y es lo que voy a conseguir. Después… ya se arreglará eso. De todos modos, seré yo quien le hable cuando recupere el conocimiento.
Fue inútil.
Nadie convenció a Clint para que declinara aquel hacer a los demás. Ni a Law, ni al padre Sam, ni a su jefe.
Durante más de quince días lucharon con él. Clint operaba en los quirófanos. Se preocupaba por todo el mundo. Hacía favores a los demás, y siempre, cuando tenía un momento libre, iba a visitar a «su mujer». Contra todo pronóstico módico, a Mildred se le retiró el suero una semana después. Iba recuperándose. Hablaba poco. Descansaba mucho y no parecía recordar nada en absoluto, de cuanto provocó su delirio y cambió el destino de su vida.
Una mañana, el padre Sam se personó en el número siete antes de que Clint pudiera aparecer por allí. Lo sabía en el quirófano, operando, y el padre Sam tenía muchos deseos de conocer pormenores de la vida de Mildred, porque apreciaba a Clint como si fuese algo suyo, y le dolía haber contribuido a aquel desatino.
—Buenos días, Mildred —saludó el padre entretanto.
Ya no había vendas en su rostro.
Quedaban algunas cicatrices bajo la oreja, pero apenas si adulteraban la pura belleza de su semblante.
—Buenos días —dijo ella con un hilo de voz.
—¿Cuándo te han quitado las vendas?
—Hace un rato —dijo la hermana Sonia, que andaba por allí curioseando las cosas.
—¿Quién se las quitó?
—Una enfermera.
—¿Lo sabe… él?
—No, por supuesto. Hubo un accidente muy aparaloso aquí cerca, padre. Están todos los médicos en el quirófano desde las cuatro de la madrugada. Son muchos los heridos. Parece ser que se despeñó por el barranco un autobús de excursionistas estudiantes.
—Vaya por Dios. Pobres muchachos… —arrastró una silla y se sentó a la cabecera del lecho—. Has quedado muy bien, Mildred. Te diré que he venido aquí muchas veces —miró a la monja y le hizo una seña, de modo que aquélla dejó la habitación y cerró tras de sí—. ¿No recuerdas mi rostro?
—Sí, padre.
—He venido infinidad de veces.
—Tal vez le confunda —dijo Mildred con la misma suavidad algo confusa aún por la debilidad que sentía—. He visto tantas caras… —y después, inclinándose apenas en la cama—. Menos la de mi padre.
—Ah…
—¿No ha venido?
—Creo que no sabe nada.
—Lo sabe. Lo sabe —se obstinó—. Pero no viene. ¿Sabe? Quiero confesar.
El padre Sam sonrió.
—Has confesado ya, Mildred. Por eso yo te hablo como si te conociera de toda la vida.
—Sabe…
—Sé.
Cerró los ojos.
Dejó caer la cabeza hacia atrás.
Tenía las dos manos cruzadas en el pecho y el sacer dote pudo observar que le temblaban perceptiblemente
—Cary ha muerto.
—Ya.
—Estoy sola… Papá nunca se personará.
—Fue el único que comprendió y me dio ternura y afecto.
—No te acuerdas de nada cuanto te ocurrió durante el tiempo que estuviste entre la vida y la muerte.
—No. Verle a usted, sí. Y a otros médicos.
—¿No tienes un rostro fijo en tu mente, más que otro?
—No. Es decir, sí. Un señor de cabellos rubios… Sí… sí, sé que tiene pecas.
—Es Clint Smith.
—Un médico.
—Por supuesto. Uno de los mejores cirujanos que tenemos en el hospital. Tiene una vida muy sacrificada. Vive para la medicina. Llega a estas policlínicas a las nueve de la mañana, y sale a las diez o las once, cuando, como esta noche y otras muchas no duerme aquí.
Ella no respondió.
Se diría que no oía al sacerdote. Que seguía obsesionada por el recuerdo de su padre, de Maggie y de Cary.
—No sé a dónde iré cuando salgas de aquí.
El padre Sam iba a decirle… «Estás casada. Ya Clint se encargará de ti.»
Pero la figura de Clint se recostó en aquel instante en la puerta.
—Clint —murmuró el padre Sam levantándose.
Los ojos de Clint eran duros. Su boca se apretaba.
Hubo un cambio de miradas. El padre Sam se dirigió a la puerta.
—Padre…
En la forma de llamarlo, el sacerdote se detuvo en seco. Sin volverse, murmuró:
—No lo he dicho. Pero tú tienes el deber de decirlo.
Y salió sin esperar respuesta.
Clint permaneció un segundo firme en la puerta cerrada.
La enferma tenía el rostro vuelto hacia la pared, y ni por un segundo se le ocurrió girar la cabeza al sentir la voz del padre Sam, la puerta que aquél cerraba y la voz del recién llegado.
Clint avanzó tras unos segundos de vacilación. Vestía pantalón gris oscuro y un jersey de lana negra, bajo la bata blanca corta hasta las rodillas.
—Buenos días, Mildred —saludó.
La joven volvió la cabeza.
Clint parpadeó.
—Te han quitado los vendajes.
—Esta mañana, señor.
—Soy Clint Smith.
—Ah.
Sólo eso.
Tenía los ojos color violeta. El cabello muy negro, lacio, enmarcado un rostro de facciones irregulares, pero muy atractivas.
—No di orden de que te quitaran los vendajes.
—No sé, señor. Han venido… me los quitaron. Me siento casi bien. ¿Cuándo puedo salir de aquí?
Clint arrastró una butaca y se sentó junto al lecho, con las piernas un poco abiertas, una de sus manos reposando en una rodilla y la otra como caída a lo largo del cuerpo.
—Mildred, debo de hablar contigo.
—¿Por qué? ¿Es referente a mi padre? ¿A Cary?
—Amabas a Cary.
—Es posible.
—¿No estás segura?
—Señor… ¿por qué tengo que hablar de mí misma? Quiero salir de aquí cuanto antes.
Clint no era un fumador empedernido.
Pero el cigarrillo le sentaba bien cuando estaba nervioso.
Por eso, en aquel instante, casi instintivamente, llevó la mano al bolsillo superior de la bata y extrajo una cajetilla.
—Permíteme que fume —dijo.
Y su voz tenía como un matiz confuso.
—¿Dije muchas cosas de mí? —preguntó ella ahogadamente—. Sí, seguro. ¿Conoce usted mi vida? Tengo la idea de haberlo visto en torno a mi lecho muchísimas veces.
—Por supuesto.
—Sabe…
Y notó la terrible ansiedad que se reprimía.
Clint inclinó la cabeza asintiendo.
Metió el cigarrillo en la boca y lo dejó como olvidado, consumiéndose solo.
Y como un poco tonto, preguntó de modo raro:
—¿Te… molesta el humo?
Mildred sacudió la cabeza.
No respondió. Sus dos manos se aferraron a las ropas del lecho con nerviosismo.
—¿Qué dije? ¿Qué sabe de mí?
—Todo.
—Mi… mi… —se le estrangulaba la voz—. Mi hijo…
Clint respiró fuerte.
El estaba preparado para todo. Desde muy niño aprendió a comprender a los demás. Pero jamás estuvo en un momento tan difícil como aquél.
Súbitamente se inclinó hacia ella.
La miró muy de cerca. Con aquella suavidad suya que apabullaba un poco. Mildred se agitó en el lecho, oprimió la ropa y ahogadamente preguntó:
—Mi hijo… Iba a tener un hijo. Usted… lo sabe.
—Sí.
—¿Qué… qué pasó?
—Se desbarató todo con el accidente, Mildred.
—Oh.
Y su cabeza cayó hacia atrás, y Clint pudo ver como dos lágrimas se filtraban de sus bellos ojos.
—Yo lo quería sin haber nacido —dijo, vuelto el rostro hacia la pared—. Yo le aseguro que… le quería Cary ha muerto. ¡Cary!
—¿Tanto le amabas?
—¿Tanto? ¿Quién me dio ternura más que él? Mi padre se casó. Usted sabe eso. Si eso me ha enloquecido, tuve que decirlo mil veces en mi delirio —se volvió de repente—. ¿No es cierto?
—Lo… es.
—Me da vergüenza —gimió ella ingenuamente—. Me da mucha vergüenza.
Clint sintió por ella lo que mil veces sintió por sus amigos, los perros callejeros, los gatos de la hija de la patrona.
Inclinóse hacia ella y la tocó en el hombro.
—Todos tenemos cosas, Mildred.
Ella le miró abriendo mucho los enormes ojos.
—¿Qué importa eso? Claro que todos tienen cosas, pero cada uno tasa y lamenta las suyas.
—No debe ser así. Recuerda la fábula.
—¿Qué importa eso? Yo estoy sola… Sola… Sola. Cuando salga de aquí, me ocurrirá otra cosa. Muerto Cary. Desbaratado el niño… ¿Qué importa todo?
—Eres joven.
—¿No es eso un tópico? Soy joven. ¿Quién es joven? Me siento vieja, señor. No trate de consolarme. Mi padre se ha enamorado de Maggie. Yo quería a Maggie. ¿Sabe? Era casi mi amiga. Yo tenía cosas. Como usted dice, ¿quién no tiene cosas? Se las contaba a Maggie. Iba a la oficina de papá y se las contaba todas. Maggie me consolaba. Pero un día debió de consolar a papá tan bien, que se lo llevó. Me lo arrebató.
—No tienes derecho a juzgar a Maggie porque se haya enamorado de tu padre.
Mildred respiró fuerte.
Sus dedos largos, de uñas bien cuidadas, de una suavidad casi transparente, debido a su debilidad, tirando de ella, hasta que la arrugó casi bajo la barbilla.
—Mildred.
—No quiere a papá. La persona que quiere a otra, siente ganas de querer a todo el mundo. Es una forma bonita de transmitir el placer de vivir, de sentir la felicidad.
—En eso opino como tú. Hay que quererse siempre. Quererse mucho unos a otros. Pero el amor hace egoísta a la gente.
—Yo quería a Cary. Le quería, estoy segura, y sin embargo, sentía el vacío que papá dejaba en mi vida.
¿Iba a llorar?
Era una chica sensible.
La mano de Clint fue hacia la de ella y se la oprimió con suavidad.
Mildred dobló la cabeza.
En aquel instante entró la hermana Sonia.
—Estaba muy excitada, hermana. Le inyecté un calmante bastante fuerte.
—¿Se lo ha dicho, doctor?
Clint meneó la cabeza.
—Entré a decírselo, pero…
—No lo hizo.
—No.