V

Lawrence Cronwell hacía café en el hornillo que tenía en su despacho particular. Tenía un cigarrillo prendido en la comisura izquierda de su boca y cerraba un ojo a causa de la espiral que ascendía.

No lejos de él, el padre Sam también fumaba un cigarrillo. Se hallaba recostado en un butacón y miraba mudamente la figura inmóvil de su amigo Clint.

Todo era silencio en el hospital.

A media luz, los pasillos, sólo se oía de vez en cuando los pasos de algún médico de guardia, un auxiliar, o los pies casi alados de una hermana de la caridad.

—¿Qué hora es? —preguntó Clint, abriendo apenas los labios.

—Las cuatro.

—Ah.

Law dejó sobre la mesa de su despacho tres tazas y una cafetera humeante.

—Tómate el café, Clint.

—Oh, sí…

—Padre Sam, que se enfría el suyo.

—Es verdad.

Y, parsimonioso, removió el café y luego llevó la taza a los labios. Por encima del borde miró de nuevo a Clint.

—¿Por qué no se va a descansar? —preguntó aquél—. Son las cuatro. Lleva usted aquí, con nosotros, más de seis horas.

—A las siete tengo misa —dijo calmoso—. Me iré después —y al rato, tras un embarazoso silencio—. No nos ha llamado la hermana Sonia.

Por toda respuesta, Clint se levantó y tras tomar el café de pie, se dirigió a la puerta.

—Clint —llamó su amigo.

La figura rubia de Clint, aún vestido con la bata blanca, se volvió hacia Law.

—¿Por qué no te marchas? —preguntó quedamente—. No tienes guardia esta noche.

—No sería capaz de dormir en mi casa, sabiendo que aquí se está muriendo tu esposa.

—Si lo dices con ironía…

—Clint.

La voz del padre Sam produjo en Clint como una sacudida.

—Perdón —dijo tan sólo. Y salió presuroso.

—Padre…

—Tú, te callas, Law. Has dicho cuanto te correspondía decir antes de que Clint se casara. Ahora que lo hizo, a mí me parece inadecuado que gastes bromas con semejante cosa.

—Estoy…

—Sé como estás. Pero ni tú ni yo somos nadie para opinar, cuando Clint ha decidido ya su destino.

—¿No ha sido una locura?

—Hace más de seis horas que esperamos que nos llamen anunciándonos la muerte de Mildred —dijo con gravedad—. ¿Quién se acuerda ahora de esa locura que cometió Clint? Además… ¿por qué hemos de considerarlo una locura?

—Atar su vida a una moribunda… ¿no es doloroso?

—Para ti, sí. Para Clint, no, por supuesto. Cada uno tiene su modo de pensar, es como es, y todo lo demás carece de importancia.

Clint entró de nuevo en aquel momento.

—¿Qué? —preguntó el padre Sam.

Lawrence se acercó a su amigo y le tocó en el hombro. Sólo pronunció una palabra.

—¿Ya?

—No —dijo Clint quedamente, con aquella entonación suya tan humana—. Sigue debatiéndose en su delirio. Ni menciona que se haya casado, ni habla de otra cosa que no sea su padre, de su embarazo y de su madrastra. He venido a decirles que me traslado a su cuarto para velarla. Enviaré a la hermana Sonia a descansar.

—Clint… déjame ir contigo.

—No —rotundo.

—¿Por qué no? Soy tu amigo.

Clint se iba.

—Clint.

Desde la puerta se volvió muy despacio.

—Sé que eres mi amigo, Law, y agradezco mucho tu amistad, pero esto es cosa mía, lo hice consciente y estoy dispuesto a velarla hasta el final. No será largo, te lo aseguro.

—Por eso mismo —intervino el padre Sam— permite que Law te acompañe.

Por toda respuesta, Clint movió la cabeza de un lado a otro.

Y sin pronunciar palabra, salió y cerró la puerta tras de sí.

—Yo no lo entiendo —se lamentó Law—. ¿Sabe una cosa, padre? —casi le gritó, inclinándose hacia él—. Es un hombre excepcional, y yo lo tengo hablado en casa miles de veces. Tantas, que mi padre acariciaba la idea de verlo convertido en su yerno. ¿Por qué cometer una locura así? Un hombre como Clint sólo necesita una persona que lo impulse. ¿Se ha imaginado usted a Clint casado con Marcela y convertido en uno de los mejores médicos del país? Es uno de los mejores cirujanos dé hoy en día. Lleva en este hospital más de cuatro años haciendo prácticas, y es hoy el día que el doctor Manley le confía el peso de su responsabilidad.

—Eso no indica nada en contra de lo que Clint ha hecho esta noche, Law —dijo el padre levantándose perezoso—. Al contrario, ahí tienes demostrado de lo que es capaz un hombre. Estoy seguro que la persona que es Clint, jamás se casaría para subir en su carrera. Si se lo has dicho así a Clint, has cometido un error.

—Yo soy amigo de Clint.

—Por supuesto, pero os habéis criado en ambientes distintos, y aunque a ti eso te parezca una tontería, a la hora de la verdad significa mucho. Lo que para ti fue un entretenimiento, para Clint costó horas de sueño, lágrimas y contenidas ansiedades. Cuando se ha vivido en tanto sacrificio, querido Law, uno más no importa. Al contrario, se diría que enorgullece, o llena de satisfacción a la persona que lo hace. Quien no ha conocido la necesidad, no tiene el valor de considerar lo maravilloso que es alcanzar algo concreto. El sufrimiento es el yunque donde se aprende a valorar el bien humano.

—Usted es como Clint —se enojó Law—. Apuesto a que un día, Clint acaba profesando en el sacerdocio.

—Eso no. Ojalá fuese así. Pero yo ya sé qué clase de hombre es Clint. Tan humano para hacer el bien a los demás, como para vivir el placer si se le presenta. Hay que renunciar a muchas cosas cuando se ama tanto la vida espiritual. Por ella se renuncia a todo. Clint está en el término medio de la balanza. El samaritano que tiene una docena de hijos, una esposa a quien ama, pero aún le queda amor para todos los demás humanos. Eso sí que, a mi modo de ver, tiene mérito, Law. Buenas noches, hijo. Descansa, vete a casa y regresa mañana cuando te llegue tu hora de guardia. Pero no vuelvas a decirle a Clint que ha cometido una barbaridad.

Llovía.

Enero se presentaba muy frío aquel año.

El doctor Manley entró en el hospital y buscó el hueco del ascensor. Al llegar al primer piso se perdió en las policlínicas.

No fue a su despacho. Ni siquiera al de sus médicos. Se dirigió directamente al número siete y encontró a la hermana Sonia que salía con la bandeja del desayuno.

—¿Quién ha desayunado? —preguntó el doctor Manley un tanto perplejo.

—El doctor Smith.

—¿Ha pasado ahí… la noche?

—Parte de ella, señor.

—Seguimos igual.

—Yo creo que algo mejor.

El doctor movió la cabeza varias veces.

—Gracias, hermana.

Y asomando la cabeza por la puerta que sus dedos empujaban, vio el cuadro que veía todos los días, desde hacía una semana.

A Mildred tendida en el lecho con los ojos cerrados y convertida en una venda. A Clint con un libro en las manos, al pie de la ventana, cómodamente perdido en un ancho sillón, buscando el rayo de luz mortecina que entraba por las rendijas de la persiana.

—Clint.

Este se puso en pie rápidamente.

—Señor…

—Ven.

—Sí, señor.

Y caminó hacia la puerta sin una vacilación. Apretó la mano que su jefe le tendía y miró en torno.

—Aguarde un segundo. La hermana Sonia no tardará en volver.

Como cruzaba el pasillo una enfermera, el doctor Manley la detuvo.

—Jane, haga el favor de quedarse en el número siete hasta que llegue la hermana Sonia. Si la enferma recobra el conocimiento o necesita más suero, por favor, llámeme a mi despacho.

—Sí, señor.

—Vamos, Clint.

Este aún miró a Jane.

Nadie en el hospital ignoraba ya lo ocurrido. Desde hacía una semana, se esperaba de un momento a otro que la esposa del doctor Smith falleciera. Vivía a base de suero. Se le inyectaba seis veces al día, y su postración era tal, que, debido a la fiebre que levantaban las heridas, se suponía que por mucho que viviera, la vida de aquella joven sería cortísima.

Se hacían muchas cábalas entre el personal del hospital. Desde las policlínicas, hasta el más ínfimo rincón de la sala de caridad.

Pero nadie ignoraba las causas por las cuales el mejor médico de la policlínica, se había casado con la accidentada.

—La inyección de antibióticos —dijo Clint antes de seguir a su jefe— le corresponde a las once de la mañana. Por favor, no la inyecten ustedes. Yo volveré, y si no volviera, búsquenme.

—Sí, doctor.

—Gracias.

Se alejó con el doctor Manley.

—¿Ha sabido algo?

—¿De los Lakes?

—Sí.

—Nada. He vuelto a llamar a las agencias de Chicago y Montreal. Aseguran que no tardará en regresar el yate de mister Tomson. Es el dueño del yate que invitó a unos amigos, entre los cuales se encontraban los Lake…

—¿Ha dicho usted…?

—Nada.

—Mejor.

El doctor Manley cerró la puerta y se quedó mirando a Clint fijamente.

—¿Qué opinas?

—¿Opinar? ¿De qué, doctor Manley?

—Estás a su lado todo el tiempo que puedes. ¿Qué es para ti?

—Un paciente a quien operé.

—De acuerdo. Te creo. Pero dime, como médico, ¿qué opinas de esa prolongación de vida que todos consideramos fallida, hace justamente una semana?

—No morirá.

El doctor Manley cayó sentado en una butaca.

—¿Estás… seguro?

—Por supuesto.