Capítulo IX

Hundida en el diván, permanecía silenciosa.

Len de pie a su lado, la contemplaba con la misma expresión de angustia de un momento antes.

—¿Qué haces ahí derecho como si fueras un poste? Y por favor, no me mires más. Estoy que no puedo conmigo y no sé aún lo que haré.

—Descansar. Yo voy a salir de nuevo. He de entrevistarme con unos señores a las dos de la madrugada.

Se puso en pie como si la pinchara un resorte. El efecto del líquido burbujeante no era excesivo. Se hallaba algo mareada, pero no atontada. Al ver la impasibilidad de su marido, dio una patada en el suelo y gritó más que dijo:

—No vas a ver a unos señores. Vas a reunirte con esa divorciada. Y eso…

Len pareció impacientarse.

—No dramatices, Betty, y acuéstate. Estás rendida.

—¡Estoy rendida! ¡Para eso me has dejado beber! Creíste que iba a perder el juicio, pero esta vez te has equivocado. No vas a ver a nadie. Te quedarás conmigo.

—¿Qué actitud es esa, Betty?

—La de toda mujer casada.

—¿Que no ama a su marido…?

Betty retrocedió un paso y lo miró espantada.

—Dios mío —murmuró, pasándose una de aquellas aladas manos por la frente—. ¡Que no te quiero…!

—Dilo de una vez, Betty.

La muchacha reaccionó.

Era terca y voluntariosa, y jamás le harían decir lo que no deseaba. Pero, no obstante, acudió a él rígida y fría, y cogiendo con sus dos manos el rostro masculino lo apretó febrilmente, aproximando sus ojos grandes y apasionados a los del hombre que, haciendo inauditos esfuerzos, conservaba aún la serenidad.

—No, no te quiero —musitó con los dientes rechinando—. No te quiero, pero eres mío, y no te cederé jamás. Yo soy católica, no admito el divorcio bajo ningún concepto, pero aunque no lo fuera, antes me dejaría matar que permitir fueras de otra mujer. No lo serás jamás, Len. ¡Jamás!

Len la cogió por la cintura y la oprimió sobre su cuerpo.

—Tú no sabes querer —manifestó, aparentando una indiferencia que no sentía—. No tienes corazón, no amas a nadie. Creo que ni siquiera quieres a tu hijo. Eres dura, Betty, eres orgullosa y perteneces a esa clase de mujeres que lo quieren todo y lo que desdeñan, lo conservan para encomio del sacrificio.

—¿Que no sé querer? —repitió, mientras se mantenía rígida entre los brazos que la apretaban desesperadamente—. ¡Qué sabes tú si jamás me has tenido tal como soy! Te di una mínima parte de mi ser, Len, y nunca te daré el resto porque es lo único que conservo incólume. Lo demás lo has mancillado tú. Me has escarnecido e hiciste mofa de mis sentimientos. Ahora…

El hombre la soltó. Retrocedió unos pasos y la miró desde el umbral.

—Ahora se acabó la esclavitud. Puedes guardar esa otra parte que no me has dado, porque no la necesito.

—¡No te marches! —gritó Betty con toda su alma.

Los pasos de Len se alejaban precipitadamente.

Después, Betty se precipitó al balcón y vio que el auto de Len se alejaba raudo.

Hacia unas horas que había llegado al palacio.

Aquella misma tarde escribió a Helen. Necesitaba hacerlo porque había comprendido, al fin, que Len ya no recordaba la existencia de aquel amor que un día creyó sentir por su hermana. Además, el instinto le había dicho que Helen amaba a Joe, y, puesto que era así, solo ella podía darle un consejo del que tan necesaria se hallaba. Len se iba con otras mujeres. Len deseaba el divorcio. Un día cualquiera se marcharía a Hollywood y la olvidaría para siempre.

Se sentó ante su «secreter» y escribió nerviosa:

Mi queridísima Helen:

No antes de muchas vacilaciones me dedico a escribirte. No sé ni por qué lo hago. Sé tan solo que me siento la más desgraciada de las criaturas, y como siempre, recurro a ti en busca de consejo.

Fui a Londres con Len. Él se quedó allí; yo me vine. ¿Por qué? ¡Oh!, Helen no sabría explicar lo que sentí aquella noche viéndolo con otra mujer. ¡Si tú supieras lo que experimentó mi corazón observando el alejamiento de Len!…

Rompió el papel en mil pedazos. No podía explicar lo que sentía. No eran aquellas palabras las justas para hacerle ver a Helen lo que estaba sufriendo. Tal vez Helen no supiera leer entre esas líneas toda su amargura.

Se puso en pie y decidió escribir otro día con más calma.

Transcurrieron aquel y otro, y alguno más. Len no habló por teléfono no le interesaba saber de ella. ¡Bah! Había dejado de ser un hombre sin aventuras galantes.

Por fin, una de aquellas tardes intentó coger la pluma y dirigirse a Helen.

Empezó así:

Mi nunca olvidada hermana:

Estoy enloquecida y desesperada, Helen. Len no siente hacia mí ni una migaja de cariño. Piensa pedir el divorcio y eso es bochornoso…

—¡Hola! —saludó el escritor secamente.

Betty alzó la cabeza rápidamente y se llevó una mano a la boca para ahogar el grito de alegría que estaba a punto de escapar de sus labios.

—¡Len! —musitó con adoración, poniéndose en pie.

Len la miró de arriba abajo y emitió una risita sardónica.

—La señora del famoso escritor ha tenido que ofrecer al mundo la última campanada. Es muy halagador, querida.

Se envaró. Era buena y sencilla, pero no toleraba sus burlas, aunque lo quisiera con toda su alma.

—¿Y el famoso escritor no ofreció sus espectáculos? ¿Crees que en el hotel no observaron que habías llevado a tu mujer y después salías con otras?

—No me interesa que creas eso u otra cosa. Al fin y al cabo lo nuestro terminó. Pero voy a decirte que fui a entrevistarme con unos señores.

—Unos señores con faldas —repitió obstinada.

Len dio la vuelta y con el maletín en la mano desapareció en el interior del palacio.

Apretó los labios y, nerviosa, le siguió.

Len dejó la maleta en el suelo y dio orden para que retiraran del auto su equipaje. Después besó apasionadamente a su hijo y lo cogió en brazos.

—Si no fuera por eso —dijo sordamente— ya no estaría a tu lado.

—Es un consuelo.

—Las ironías en esta ocasión son ridículas, muchacha.

—¿Cuándo vas a plantearme el asunto?

—Tan pronto como me vea en Hollywood.

—¿Es que vas a ir? —preguntó excitada.

—Exacto. Voy a ir.

—¿Ni por tu hijo desistes?

—¿Mi hijo? —murmuró Len, divertido—. Querida Betty, este nuevo Len será un hombre inmensamente rico. La ayuda espiritual que pueda ofrecerle su padre de poco ha de servirle. Además, siempre tendrá a su lado a la orgullosa mamá…

—Estás burlándote, ¿verdad?

—Dios me libre —replicó Len, depositando al nene en la cuna—. Voy a bañarme, querida. Estoy rendido y lleno de polvo. Esas malditas carreteras son una asquerosidad. Buenas tardes, Betty.

—Escucha…

El hombre se volvió a medias.

—¿Decías?

—¡Oh, nada! Puedes continuar.

Len, sin volverse ya, dijo con voz fuerte y vibrante:

—Betty, he decidido marchar, pero hay algo que puede detenerme. Si me juras que jamás volverás a ser una loca y consentida muchacha, lo pensaré. Fíjate bien —añadió mirándola de frente—, aún te ofrezco una oportunidad. Si me confiesas tu cariño y dejas de pensar en cosas raras, que no han existido más que en tu imaginación de muchacha fastidiosa, no saldré jamás del palacio. De otra forma, me iré mañana al amanecer. Te doy horas para pensarlo. Sé cómo eres, y cómo sientes no es un secreto para mí. No ignoro tampoco que te has casado enamorada de mí y que ese amor no solo no fue en disminución, sino que, por el contrario, aumentó. Así es que nada puede extrañarme. Pero he soportado demasiado y ahora lo quiero todo o nada. Piénsalo bien. Es tu última oportunidad. Estoy cansado de comedias y la verdad es que…

—Tú no me quieres —dijo Betty, atajando.

—Lo que yo siento es capítulo aparte. Tú piensa en lo que te he dicho y después verás lo que pienso y siento yo.

Y sin añadir otra palabra, la dejó sola.

Hacía frío. La noche era oscura. Betty penetró en el salón de música y fue directamente hacia el piano. Lo abrió y sin luz alguna acarició las teclas.

Desde un ángulo del salón, los ojos de Len seguían todos sus movimientos.

El Stabat de Rossini estremeció a Len, que se replegó y cerró los ojos para no perder una nota. Betty se superó aquella noche. Nunca Len había oído nada más puro ni mejor interpretado. Al fin, la música cesó y el cuerpo de la muchacha fue sacudido por un convulso sollozo.

Se puso en pie. Avanzó hacia ella.

—¿Qué tienes? —preguntó, sereno.

Había aprendido a disimular muy bien.

Betty alió vivamente la cabeza y se puso en pie.

—¿Por qué me espías? —preguntó a su vez, con ojos brillantes.

—Has escogido música sagrada, Betty. ¿Qué te dice? ¿Por qué no tocas algo alegre? ¿Es que no lo sientes? Me gustarla verte contenta, ya que me quedan pocas horas de estar a tu lado. Es consolador llevar un grato recuerdo de la mujer que formó parte de la vida propia…

Betty cruzó ante él. Hizo intención de alejarse. La mano de Len sujetó su brazo.

—¿Por qué no me contestas?

—Déjame.

—Tu lenguaje es muy reducido. Siempre escoges la misma expresión.

—Es que no soy tan inteligente como tú.

—Tal vez. Anda, toca algo alegre.

—No deseo complacerte, Len.

—Entonces, ya lo tienes pensado. ¿No crees más conveniente dominar tu maldito orgullo de una vez y para siempre?

—Antes tendría que saber lo que sientes tú.

—¿De veras deseas saberlo? Es fácil demostrarlo. Ven.

Se replegó hacia atrás. Lo miró interrogante. Len hizo caso omiso de aquella mirada y la cogió por los hombros.

Y antes de que Betty pudiera darse cuenta, la apretó en sus brazos y la besó apasionadamente en la boca.

—Eso siento —dijo muy bajito—. ¿Quieres saber más, Betty?

—Eso lo haces con todas las mujeres —repuso Betty, con la lengua atragantada.

—¿Con todas? Vamos, querida, sé menos cruel. Jamás he besado a una mujer de ese modo. Ahora me alejaré para siempre.

Y dando la vuelta la dejó sola.

Betty se retiró a sus habitaciones.

Horas y horas paseando de un lado a otro, con las manos apretadas sobre el pecho y el corazón saltando locamente.

Faltaba muy poco, cada vez menos. El reloj marcó las tres de la madrugada, las cinco, las siete…

Era la hora en que Len iba a marchar.

Se miró a sí misma. Apretó la boca.

«Si no fuera eso, no lo detendría. Tengo que decírselo, después que obre como quiera. Mi deber es advertirle».

Primero indecisa, después resuelta, avanzó hacia la puerta de comunicación.

La abrió. Len dormía plácidamente, sentado en una butaca con la cabeza echada hacia atrás y el cigarrillo apagado entre los dedos de la mano, que caía desmayadamente a lo largo del cuerpo.

¿Habla pasado allí toda la noche? ¿Y el viaje? ¿No había dicho que se marchaba al amanecer?

Las maletas estaban colocadas al lado de la puerta. Betty las miró desolada. Se marchaba, si, y ella no podría jamás…

¿Que no podía? ¿No estaba locamente enamorada de él? ¿No tenía un corazón que solo palpitaba por el hombre que ahora abría los ojos y la miraba como inconsciente?.

—¿Qué sucede, Betty? —preguntó, como si lo tuviera todo olvidado.

Después se puso en pie y miró el reloj.

—Dios santo, son las siete de la mañana y yo tengo que coger el avión de California a las dos de la tarde. Di que me preparen algo de comer, querida.

Betty no se movió. Los ojos de Len interrogaron a Betty que estaba tan ciega que no pudo ver la sonrisa humorística, llena de contenida ternura, que florecía en los ojos del hombre. Solo supo que Len se marchaba y tenía sin remedio, que darle la noticia.

—Len, antes de marchar quiero decirte una cosa.

—Si es muy larga no podré esperar.

Betty se estremeció de rabia.

—Es corta —replicó fríamente, sintiendo cómo el corazón se le rompía—. Se reduce a lo siguiente: voy a tener otro hijo.

—¿Quéee?

Brillaron los ojos de Len con destellos de dulzura.

Pero en seguida abrió la boca en amplia sonrisa, diciendo con indiferencia, al tiempo de encoger los hombros:

—Es lamentable, querida. Ya me pondrás un aviso de conferencia cuando venga al mundo. Bueno, Betty, no puedo demorar por más tiempo mi partida. Voy a besar a Len. Hay que decir al chófer que venga a recoger las maletas.

Hablaba atropelladamente mientras se arreglaba ante el espejo.

Betty, rebelde, como siempre, apretaba la boca con fuerza terrible. No podía llorar allí. Sería vergonzoso.

Sin embargo, un sollozo estranguló la garganta, y el cuerpo menudo de la joven se precipitó sobre el lecho de su marido.

—Betty —gritó este, volviéndose y ocultando la chispa de satisfacción que iluminaba su mirada.

Le faltaba poco. Betty estaba a punto de claudicar.

—Es ridículo que a estas horas te pongas así, querida mía.

—Eres cruel —gritó ella entre sollozos.

—¿Cruel? ¿Qué quieres que haga?

Y sin poder continuar volvió a llorar desesperadamente.

«Dilo de una vez, rebelde —le aconsejaba una voz interior—. No continúes con esa terquedad que nada te beneficia. Díselo. ¿No lo estás deseando? ¿Vas a dejarle marchar solo porque tu orgullo no quiere claudicar?».

—¡No! ¡Se lo diré! —gritó, poniéndose en pie—. ¡Oh, Len, tengo que decírtelo porque de lo contrario seré la mujer más desgraciada del mundo! Tengo que decírtelo, si. Te quiero. Con el alma, con la vida, con todo mi corazón, te quiero.

—¡Betty!

—Si, Len, lo has conseguido. Jamás volveré a ser una loca, jamás una irreflexiva. Haré lo que me mandes, pero no te marches. No podría soportar la soledad de esta casa sin tu cariño.

Y apretándose contra él, cruzó los brazos en torno al cuello querido y lo besó apasionadamente en la boca con la entrega absoluta a la persona que amaba con toda su alma.

—¡Mi querida rebelde…! —murmuró Len, con una ternura que hasta entonces desconocía él.

Betty alzó los ojos y lo miró al fondo de las pupilas.

—No me preguntes nada, Betty. Ya lo estás viendo palpablemente.

Luego dio una patada a la maleta y soltó la risa, una risa franca, ancha y agradable.

—Estaban vacías, Betty —dijo sin dejar de mirarla amorosamente—. Todo esto era una comedia. Me la aconsejó Helen cuando les acompañé hasta Londres. Dijo que si te quería de verdad, tenía que conquistarte así. Y tenía razón, pequeña rebelde.

—¿Se lo dijiste?

—Lo adivinó ella. Supo que te amaba con toda mi alma y quiso ayudarnos hasta el fin.

—¡Dios la bendiga!

—Mi viaje a Londres fue para darte celos. Jamás intentaron que representara yo mi propia novela. Aquella mujer era una mujer…, eso es. Mi salida nocturna fue una comedia. Te vi partir y esperé que transcurrieran quince días solo con objeto de conquistar tu cariño.

—Y lo has conquistado —dijo Betty, con aquella pasión que ahora se mostraba incontenible—. Lo has conquistado para toda la vida.

La reacción de Len fue también una revelación para Betty. Si ella sentía, el hombre la superaba. Quedó inerte en aquellos brazos, inerte con un abandono apasionado y enloquecedor.

—Ahora, cuando tengas ganas de beber champaña —murmuró la voz bronca de Len—, lo harás a mi lado, solos los dos.

—No beberé champaña, Len; me darás tu cariño y me sentiré deliciosamente embriagada.

La respuesta de Len fue muda, pero tan elocuente, tanto, tanto que Betty creyó que era transportada hacia un mundo irreal.

—Eres toda mi vida, Len —murmuró con ahogada voz—. ¡Toda mi vida!

—¡Pequeña rebelde!

Allá, a lo lejos, aparecía el sol bañando las montañas, aún blancas de nieve.

—Toda mi vida recordaré esta mañana.

—La recordarás, Betty. Yo conseguiré que no la olvides.

Y ella no la olvidó porque fue de una dulzura inefable…