Capítulo VI

Eran las seis de la tarde y Len no había tomado nada desde las dos. Se hallaba en el despacho. Betty pensó que de aquella forma no podía continuar mucho tiempo. Así es que fue a la cocina. Dispuso ella misma un gran vaso de leche y galletas y se dirigió al despacho de su marido.

Llamó con los nudillos.

Después, sin esperar respuesta, penetró en la austera estancia.

—¿Quién diablos viene a interrumpirme? —gritó enojado.

Al ver a Betty ante él, dibujó una sonrisa amable.

—Perdona, querida. Creí que se trataba de Juan.

—Pues te has equivocado. Toma esto, estarás debilitado. ¿Qué haces? ¿Qué escribes?

Len, sin prisas, dobló el cuaderno y lo metió en un cajón de la mesa.

—Apuntes sin ninguna importancia. Tomaré la leche; si no te importa, las galletas te las vuelves a llevar. No tengo apetito.

—No puedes seguir así, Len. Enfermarás.

—¿Y qué más da? Quizá puedas casarte con el pelirrojo mucho más pronto de lo que supones.

—Me ofendes.

—Vamos, vamos, querida, que nos conocemos. Lo estás deseando.

Inició la retirada. No comprendía las reacciones de Len. Si antes lo había creído vulgar y corriente, exento de complicaciones psicológicas, ahora… ¡era tan diferente!

¿Qué había sucedido? ¿Deseaba acaso aburrirla para que pidiera el divorcio? Jamás lo haría. ¡Jamás!

—Betty, ¿es que ya me dejas?

Lo sintió tras su espalda. Le dio rabia pensar que se hallaba próxima a estallar en un fuerte sollozo. No quería que él presenciara su debilidad. Ella, llorando; ella, que siempre había dado pruebas de una valentía insuperable.

—¿Adónde vas? Vamos, querida, quédate un poquito a mi lado. Creo que hace miles de años que no hablé dos palabras seguidas contigo.

—Porque quieres.

Se daría de cachetes por imbécil. ¿Por qué lo había dicho? ¿No era dejar al descubierto la congoja de su corazón? ¿Dónde quedaba su fortaleza moral?

—¿Es que lo sientes, Betty?

—¿Es que también eres un fatuo, Len? Hubiera sido absurdo. ¿Qué tengo que sentir? ¿Qué me haces que no sea de mi agrado?

Len soltó la carcajada y por encima del vaso la miró sonriente.

—Eres muy orgullosa. —Betty iba a marchar.

Los brazos de Len la sujetaron por la cintura. La mantuvo quieta. Inclinó la cabeza y posó sus labios en el cuello terso.

—Te encontré más bonita —dijo, bajito—. Y menos rebelde.

—¡Déjame!

—¿De verdad lo deseas? Vamos, querida, sé sincera. Hoy me quieres un poquito, ¿verdad?

—No te quiero un poquito —repuso con fuerza—. Te quiero mucho.

—¡Betty! —exclamó verdaderamente asombrado.

—Sí, ¿por qué continuar negando? Te quise siempre desde que jugabas con Helen a la pelota, desde que fui una mujer y te vi a nuestro lado. No, no te rías. En este momento soy capaz de abofetearte si continúas con esa mueca odiosa. Cuando me casé oí lo que le decías a Helen. Desde entonces creo que te aborrecí.

—Ya lo sé, Betty, y me juzgaste un cobarde.

—Creo que sí.

—Sigues creyendo que amo a tu hermana.

—Es una cosa que no me interesa. Aquello pasó.

—Pero el amor está aquí, Betty.

—Estaba.

—¿Estaba? ¿Es que hablaste en pasado? Creía que habías dicho: «No te quiero un poquito; te quiero mucho». Luego, entonces, ¿qué he de creerte, Betty?

—Puedes creer lo que quieras.

—¡Qué mala actriz hubieras hecho!

Betty se abstuvo de responder. Salió al pasillo y cerró la puerta lentamente, con mucho cuidado.

Continúa nevando.

Betty, enfundada en el pijama blanco y sobre él una bata de gasa, se hallaba en el saloncito que partía las habitaciones suyas de las de Len.

Conectó la radio y, recostada en el diván, con los ojos cerrados, permaneció muchos minutos. Por fin, el aparato comenzó a dar noticias de Hollywood.

Betty se incorporó con viveza y se inclinó hacia el aparato, justamente cuando la figura de Len aparecía en el umbral.

«Han sido adquiridos los derechos de la novela La mujer de Juan, original del famoso autor Lennard Holt Será adaptada rápidamente y figurará en ella un escogido cuadro de nuestros más célebres artistas. A continuación oirán ustedes música selecta».

Betty apagó la radio y miró a Len, que avanzaba hacia ella.

—Querida, ¿es que no te gusta nuestra música?

—¿Por qué no me lo has dicho? Di, ¿por qué?

—¿Desde cuándo te interesas tú por mis asuntos?

—Si fuera Helen, se lo habrías dicho.

—Naturalmente. Helen es una mujer inteligente y sabe emitir un juicio.

—Es muy halagadora tu observación, querido.

—¡Pero, Betty, no irás a decirme que estás celosa!

La muchacha se puso en pie.

—¿Adónde vas, Betty? Ven a mi lado. No me seas rebelde. Estoy harto de permanecer solo en el despacho, y ahora quiero tenerte aquí un poquito a mi lado. Aunque sea muy poco.

—No me toques. Déjame marchar.

—Vamos, vamos, no seas vergonzosa.

La cogió por la cintura. Betty se sacudió con fuerza. Estaba burlándose de ella, sencillamente, como si continuara siendo una criatura.

—Te odio —exclamó con intensidad.

Len soltó la carcajada y la miró, sin dejar de reír, al fondo de los ojos.

—No sé si tendré que ir a Hollywood, Betty. ¿Me acompañarás?

—Si tienes que ir, irás solo, y puedes incluso hacerle el amor a la protagonista de tu novela.

—No me querrá, querida.

—A un tipo tan interesante como tú no lo desdeñará ninguna mujer.

Len soltó aquella risa burlona que tanto desagradaba a su mujer. Esta intentó marchar.

—Siéntate aquí. Así. Ahora mírame a los ojos. He dicho que me mires, Betty. Ea, alza la cabeza. ¡Santo cielo, qué mirada más poco expresiva! Ríete un poquito, Betty. Hoy quiero ser feliz a tu lado. Vamos a olvidarlo todo. Anda, ¿quieres?

Tenía que alejarse cuanto más pronto mejor: Len había vuelto a ser el de siempre, el de aquellos días maravillosos del verano, y le tenía miedo. No sabía lo que sentía su corazón. E incluso ignoraba si la amaba en realidad o tan solo le gustaba, como había asegurado miles de veces.

—No te muevas. No te dejaré marchar. No ire a Hollywood, Betty. Lo he dejado todo dispuesto para no salir jamás de este palacio. Lo tengo todo aquí, aunque tú no lo creas: mis cuartillas, mi inspiración, a mi hijo… ¿Qué más puedo desear?

¡Sintió una rabia! Lo tenía todo, menos a ella, porque, al parecer, no le interesaba.

La caricia que suponían los brazos de Len, la sentía ahora en su espalda. Luego, las manos masculinas jugaron con el cabello dorado. Al fin cogieron el rostro ideal y con febril ansiedad, que deseaba ocultar, aunque del todo no pudo conseguirlo, aproximó su boca, al oído chiquito.

—Estás esta noche preciosa, Betty. Me gustas más que nunca.

Se irguió desafiante. Lo midió con la mirada de sus ojos grandes y soberbios.

—¡No me toques! —gritó más que dijo—. No adelantes un paso, Len, porque soy muy capaz de destrozar tus ojos con mis uñas.

Len hizo caso omiso del furor femenino. Aunque quisiera, no podría domeñarse. Tenía ansias de ella. Hablan sido muchos días los transcurridos sin poder contemplar la figura de aquella juventud exuberante.

Betty fue retrocediendo y chocó con la espalda en la puerta cerrada.

—Tengo que besarte, Betty. Lo necesito.

—Eres un ser despreciable, Len, y en este momento siento una repugnancia infinita hacia ti.

Ya lo tenía ante ella. El cuerpo fuerte se inclinó mucho más. El aliento de fuego quemó su cara.

—Aparta, Len, porque gritaré. En otras ocasiones me has dominado. Hoy no me dominarás. ¡No, no lo consentiré!

Alzó una mano y tapó la boca. Len pareció reaccionar. La miró con sus ojos hondos y profundos y retrocedió unos pasos.

—Que descanses, Betty. Desde hoy puedes tener por seguro que no volveré a molestarte.

Betty aspiró fuerte y dio la vuelta.

Quedó solo. Se Hundió en una butaca y cubrió el rostro con las manos.