Capítulo VIII

Me gustaría ir a un cabaret nocturno. ¿Me llevas, Len?

El aludido incorporó el busto y la contempló sonriente.

—¿De veras lo deseas?

—Sí.

—Bien, pues te llevaré esta noche.

Algunas horas después, ambos, en el interior del coche, parecían pensativos.

—¿Arreglaste algo del asunto de Hollywood, Len? —preguntó Betty verdaderamente inquieta, pues la idea de que su marido se viera precisado a ir a la meca del cine, le resultaba horrible.

Len soltó el volante por una fracción de segundo y la mirada profunda de sus ojos vagó rápida por el rostro de Betty.

—Aún no, querida. Insisten en que he de ir yo.

Surgió un silencio. Betty echó la cabeza hacia atrás y suspiró con fuerza.

—¿Tanto te desagrada la idea, Betty?

—Me horroriza —replicó impetuosa.

—De todos modos…

—Len —interrumpió un poco exaltada—, me parece que estás deseando ir.

—¿Yo? ¡Bah! Después de todo, tiene que ser interesante moverse en medio de tantas mujeres hermosas.

—Creí que no eras vanidoso —repuso Betty con acritud.

—Cualquier hombre, en mi caso, lo hubiera sido.

—¿Lo admites, entonces?

—¿Por qué? Casi es un halago, querida.

Betty apretó los labios y quedó muda. No la interrumpió Len. Al contrario, parecía gozarse en el mutismo femenino.

—¿No tienes predilección por un lugar determinado esta noche, querida mía? —preguntó Len tras de un pesado silencio.

—No conozco nada de la vida nocturna de Londres. Llévame a donde quieras.

El auto enfiló una amplia calle y, desembocando luego en una plaza iluminada, dirigiéndose hacia un edificio alto, profusamente iluminado, en cuyas puertas de cristales se anunciaba el rótulo con lámparas rojas y verdes.

—Aquí lo pasaremos bien. Bailaremos, ¿verdad, Betty? Nunca lo hemos hecho juntos.

Cogida de su brazo, avanzó gentilmente hacia una apartada mesa. El ambiente era distinguido y estaba muy animado.

Una mujer de rostro provocativo y ojos exageradamente pintados, enfundada en un modelo elegantísimo, al ver a Len, agitó la mano y lo saludó afablemente, ofreciéndole una de sus mejores sonrisas.

—¿Quién es? —preguntó Betty muy bajo, con una entonación desdeñosa.

—Una antigua amiga.

—Ignoraba que tuvieras amigas tan…

—¿Guapas?

Se sulfuró.

—¿Te gusta eso?

—Naturalmente. Es una mujer guapa.

—No me explico cómo aún vives conmigo gustándote esa mujer.

—Tú eres algo aparte.

Len, haciendo caso omiso de la interrogante plasmada en los ojos azul-gris, se encogió de hombros y la llevó en dirección a la mesa.

Se sentó tranquilamente y la colocó a su lado.

—Beberemos champaña, ¿verdad?

—No beberé nada, Len. Le tengo miedo. Dime —añadió con rápida transición—: ¿Dices que esa mujer es amiga tuya?

—¿Qué? ¿No vas a beber? Hoy te lo mando yo, querida. Vamos a beber champaña.

Acudió el camarero y Len pidió champaña. Después se quedó contemplando a su linda esposa. Porque aquella noche Betty estaba preciosa. Len hubiera asegurado que era la mujer más hermosa que se hallaba en La Perla.

—Nos conocemos desde hace ya muchísimo tiempo, Betty —explicó al fin con mucha calma—. Es la esposa del agregado naval de la Embajada sueca.

—¿Estás seguro?

—Naturalmente. Su marido y yo éramos grandes amigos.

—¿Su marido? ¿Es que ha muerto?

—Se divorciaron el año pasado.

Dichas aquellas palabras con absoluta indiferencia, Len llenó las copas del espumeante líquido.

Betty aspiró con fuerza y agitó el cabello rubio-rojizo.

—Lo dices con una indiferencia, Len que espanta.

—¿Cómo quieres que lo diga? Estoy hablando de una cosa real que ha sucedido. Así se divorciarán miles de matrimonios. No se comprenden, jamás llegan a comprenderse y un día, cuando se dan cuenta de ello, acuden a Reno y asunto terminado.

—¿Así?

—Pues claro. ¿Qué has creído?

Se revolvió nerviosa. ¿Es que Len se hallaba preparando el terreno para pedir el divorcio un día cualquiera? No se lo proporcionarla, no. Ella era católica, jamás ofendería a Dios Nuestro Señor.

—Eso es un sacrilegio —dijo al fin, con entonación indefinible.

—Déjate de eso ahora, querida. ¿Quieres bailar conmigo?

Era la primera vez que bailaba con Len, y cuando sintió los brazos del hombre rodeando su cintura, experimentó una dulzura inefable. Tenía que conseguir atraer a Len. No podía continuar recordando la existencia de Helen, ni todas las ofensas que había recibido de Len. Era su marido, el padre de su hijo, y lo adoraba con toda su alma apasionada y exclusivista.

—Pareces una pluma —dijo él, ocultando la emoción—. De haberlo sabido, no consentirla que el pelirrojo bailara una sola vez.

Se abandonó suavemente entre los brazos de él. Fue una actitud tan de ella, tan subyugadora, que el hombre la apretó impetuoso, mientras aproximaba la boca al oído chiquito.

—Cuando quieres, eres maravillosa —dijo suspirando.

Betty alzó un poco la cabeza y lo miró dulcemente.

—Nunca contemplé unos ojos más bonitos, Betty. ¿Qué tienen? Parece que arden. Me gustaría quemarme en el fuego apasionado de tus pupilas.

—¿Me estás cortejando, Len?

—Déjame, muchacha… Esta noche quiero olvidar muchas cosas.

—¿El motivo por el cual eres mi marido?

—Tal vez.

Se mordió los labios y bajó los ojos. Le llegaban al hombro tan solo.

—¿Vas a enojarte? ¿Por qué recuerdas aquello si ha pasado mucho tiempo?

—Aunque no quiero, lo tendré siempre presente —repuso con rabia.

—Pues no harás más que amargarme la vida y amargar la tuya.

—A veces es mejor tenerla amargada que creer en lo que no existe.

—Cuando adquieres esa seriedad no me pareces mi Betty.

La sacudió un estremecimiento. Aquella dulzura que emanaba del hombre, le penetraba demasiado dentro del corazón, y no quería. No quería perder la poca personalidad que él le había dejado. Porque Betty se consideraba muy poca cosa al lado de aquel hombre. Antes era ella; ahora no era más que lo que deseaba Len. Y eso resultaba un bochorno para la muchacha que siempre alardeó de ser una mujer exclusiva.

—¿Tiemblas?

—Mi proximidad te emociona, Betty. Aunque quieras negarlo, no podrás porque la realidad se impone. ¿Por qué no eres franca? Nunca me has dado todo tu cariño, querida. Te dominas con una fortaleza insuperable, pero te has dominado y eso me disgusta. Nunca supe lo que era un beso espontáneo, nunca una mirada amable ni una frase cariñosa. ¿Por qué, Betty? ¡El pasado está tan lejos!

Betty alzó la cabeza y miró a Len. Volvió a estremecerse, pero esta vez de rabia. Los ojos de Len, mientras le hablaba a ella, miraban a la mujer provocativa que se había divorciado de su marido.

Se desprendió brusca y giró sobre sus pasos.

—¡Betty!

—Por favor, déjame. No tengo deseo alguno de continuar bailando.

La siguió hasta la mesa. Vio cómo Betty bebía precipitadamente una copa de champaña.

«Hoy también le hará daño —pensó Len sin preocuparse demasiado—. Es lo mismo. Solo podré verla yo. Además, cuando bebe, Betty es muy expresiva. Me gustaría saber lo que piensa y lo que siente en este momento».

Transcurrieron rápidos los minutos, Len, al fin se levantó, y excusándose ante Betty, bailó con aquella mujer que le miraba provocadora desde la mesa cercana.

Le dejó ir. Bebió con ansia. Necesitaba olvidar. Otra bebida cualquiera, un licor simplemente, no le produciría reacción alguna; en cambio, el champaña la enloquecía, robándole la tranquilidad y la razón.

Cuando minutos después volvió Len, ella se puso en pie.

—Quiero marchar —dijo de una forma muy rara.

Len la contempló en silencio, Betty había bebido demasiado. Era conveniente sacarla de allí.

La cogió por el brazo y salieron juntos.

Ya en el interior del auto, Betty apoyó la cabeza sobre el respaldo y quedó muy quieta.

—¿Tienes sueño?

—No tengo nada. Quiero llegar pronto al hotel. Mañana marcho a casa.

—¿Mañana? ¿Te has vuelto loca? Aún no arreglé los asuntos que me han traído aquí.

—Pues preocúpate menos de mujeres divorciadas y activa. De todos modos, yo marcharé mañana.

Len soltó una risa alegre.

—Vaya, lo has tomado a broma, por lo que veo.

—No digas bobadas, Betty. Tú no podrás marchar mientras yo no lo disponga, y aún no terminé para dedicarme a disponerlo.

Betty nada repuso. Dejó caer de nuevo la cabeza hacia atrás y la apretó con fuerza.

—Me estalla —suspiró, atragantada—. Tú tienes la culpa. —Y añadió con rencor—: Sabes el daño que me produce el champaña y me dejas. ¿Por qué no me diste otra bebida cualquiera menos esa? Voy a creer, Len, que deseas enloquecerme.

Len la contempló y sonrió de una forma enigmática.

Algunos minutos después le ayudaba a descender del auto.