Capítulo III

Recorrieron bellas ciudades. Se consideraron como buenos camaradas, reían juntos y disfrutaban como dos chiquillos. Era como si el natural optimismo de la jovencita se inyectara en el corazón del hombre.

Aquella tarde se hallaba sentada en la terraza de un hotel. Los ojos femeninos miraban sin ver hacia lo lejos. Creyó que estaba sola. Imaginaba a Len vagando como un sonámbulo en todas direcciones, con la cabeza baja y el pensamiento ausente, muy lejos de ella.

Por eso, cuando sintió la mano masculina en su hombro y oyó la voz, tan personal, sintió que se estremecía.

—Me gustaría penetrar en tu corazón.

No se volvió.

Alzó su mano y la dejó caer sobre la de ella, que continuaba en su hombro.

—No conseguirías nada.

—Al menos podría hacerme con tus secretos.

—No tengo ninguno, Len.

El hombre se sentó a su lado. Con sus dedos finos cogió la barbilla femenina y la levantó suavemente hasta sus ojos.

—Muchas veces, Betty, pienso que eres una mujer complicada, otras me pareces un cristal lleno de sombras que enturbian su transparencia. Evidentemente, querida, te veo diferente.

—Son figuraciones tuyas. No me irás a decir que me crees una mujer de intrincada sicología.

Len rio suavemente. Soltó la barbilla y encendió un cigarrillo.

Guardó un momento de silencio, tras el cual indicó:

—Mi próxima novela, Betty, ha de ser muy humana. La protagonista será una muchacha de ojos azul-grises, grandes e ingenuos.

—No tendrá éxito, Len.

—¿Por qué?

—Porque la base de una buena novela es la personalidad del protagonista, y si pretendes retratar a esa muchacha de los ojos azul-grises, grandes e ingenuos y ves, además, en mí a esa muchacha, mi personalidad es nula, ¿no crees así?

Len rio suavemente y fumó con fruición, pero ni aprobó ni desaprobó las palabras de Betty.

Y si, en cambio, cogió sus manos y, apretándolas entre las suyas, dijo bajito:

—Llevamos un mes vagando por esos mundos, querida. ¿No tienes deseos de regresar al hogar?

«No puede estar por más tiempo sin ver a Helen. ¿Es que esto me inquieta? Es lógico, lo natural, y sin embargo…».

—Regresaremos cuando quieras, Len. Siempre estoy dispuesta.

—Entonces, marcharemos mañana. ¿Hace?

—Bueno.

¿Por qué hizo después aquella pregunta? ¿Por qué fue tan irreflexiva?

—Yo creo, Len, que tu protagonista debiera ser Helen. Ella tiene muchísima más personalidad que yo. ¿Por qué no escribes una novela dónde nuestra encantadora Helen viva una gran pasión?

Apretó los labios. Y los ojos, al mirar la faz de Len, se oscurecieron de tal modo que el tono azul-gris se convirtió en una sombra violácea.

La cara del escritor se crispó toda. Avanzó hacia ella y, como aquella noche, cogió fuertemente la muñeca de Betty y la oprimió hasta hacerle daño.

—Retírate, Betty —pidió con descompuesta voz—. Ya es muy tarde —añadió un poco más suavemente.

Y es que, pese a su gran personalidad y a su dominio sobre sí mismo, el recuerdo de Helen le producía una reacción violenta.

Betty inclinó la cabeza y muy lentamente dio la vuelta.

—Betty…

Se volvió.

Tras ella tenía la figura del hombre. En su faz ya no había aquella expresión terrible de momentos antes.

—Perdona mi brusquedad, querida. A veces soy un imbécil. Tienes que ir acostumbrándote a mis exabruptos.

Por toda respuesta, Betty cogió su mano y la apretó cariñosamente. Len la prendió por la cintura y en el silencio de la terraza se oyó su voz enronquecida:

—Quisiera, Betty, que en la vida solo existiéramos los dos. Además, quisiera…

No terminó la frase. Fue aproximando su rostro y Betty vio que los ojos grises brillaban.

No pudo comprender lo que sentía aquel hombre. Era demasiado inexperta para darse cuenta de que lo que pretendía Len era reconcentrar todo su ser en ella para olvidar a otra mujer.

—Len —murmuró suavemente.

Y es que Len aproximaba cada vez más su rostro al de ella. Betty supo que iba a besarla de una forma muy diferente a como lo hiciera aquella noche en el interior de la habitación de un hotel.

Era cierto. El famoso escritor deseaba besar a su esposa. Deseaba comprobar que le interesaba aquella muchacha y no su hermana, Helen, la mujer que había renunciado a él, por cariño hacia aquella chiquilla que había jugado con los dos, pretendiendo salir victoriosa.

Y la besó en los labios con rudeza, casi con rabia. La apretó febrilmente sobre su pecho y pegó sus labios a aquellos otros que hubiera deseado destruir para siempre.

«Estoy besando a Helen. La estoy queriendo con toda mi alma, tal como he soñado. Esta muchacha es una sombra y va a desaparecer».

Entretanto, Betty sintió que el corazón precipitaba sus latidos. Lo tenía muy cerca. Palpitaba allí mismo lastimando su ser. Lo vio duro, brusco, casi cruel y estuvo por asegurar que adivinaba sus más recónditos pensamientos.

«Cree que está besando a Helen, pero ignota tal vez que Helen, demasiado exquisita, no hubiera tolerado la brusquedad salvaje de sus besos, exentos de delicadeza. Yo soy diferente. No soy tan exquisita y casi estoy por despreciarme a mí misma. Soy la horma de su zapato, pero Len aún no lo ha adivinado».

«Estoy besando a Helen… con toda mi alma, tal como he soñado. Esta muchacha es una sombra y va a desaparecer».

Luego de hacer estas reflexiones se apartó de su lado y sonrió débilmente.

—Déjame —pidió casi con los dientes apretados.

El hombre la miró desde su altura y soltó una carcajada.

A Betty aquella risa le pareció muy desagradable. Creyó que Len era otro. Y recordó los días apacibles cuando él hacia las funciones de un amable tutor.

—¿Por qué te ríes? —preguntó atragantada.

—Querida, me río de mi mismo. ¿No te parece grotesco? Nunca pensé que llegara a ese extremo, y, sin embargo, he llegado.

—No te entiendo.

—¡Qué más da!

—Len, voy a creer que…

La mano masculina se alzó en el aire agitándose indiferente.

—¡Oh, Betty, no es preciso que pienses en nada! ¿Para qué? No existe tiempo más malgastado que aquel que se emplea para pensar tonterías.

Se irguió queriendo aparecer altiva. ¡Qué mal le salía! Se hallaba desconcertada, eso sí.

—No pienso tonterías, Len.

—Una mujer no puede pensar otra cosa.

Y se alejó malhumorado. ¿Qué sentía? ¿Qué pensaba? ¿Por qué su reacción había sido tan rara, tan desconcertante?

Subió a su habitación. Dispuso el equipaje.

Él había dicho que marcharían al día siguiente. ¿Qué más daba hacerlo un día que otro? De todos modos, tenía que llegar un momento en que se vería precisada a enfrentarse con la realidad. De todas formas tenía la convicción de que nunca sería feliz como había soñado.

—¿Qué haces, Betty?

Se volvió. Len estaba allí. En sus ojos ya no había aquella expresión burlona y cínica de un momento antes.

¿Cómo era en realidad aquel hombre? Trató de recordar rápidamente cuando Len era solo un tutor. No pudo. Había pasado algún tiempo desde entonces.

—El equipaje.

—Déjalo ahora. Ven, siéntate a mi lado.

Desconcertada avanzó hacia él.

—No te comprendo muy bien, Betty.

—¿A mí?

—Siéntate, anda. Tenemos tiempo de hacer el equipaje. Te ayudaré yo.

¿Qué pretendía? ¿Por qué la miraba de aquella forma entre burlón y cariñoso? ¿Es que le gustaba y estaba dispuesto a quererla?

No, no. En forma alguna. Él tenía que ser de Helen. Pertenecía a su hermana. Ella era una intrusa.

—Lo mejor es que continuemos haciendo el equipaje. Además, estoy cansada.

La cogió por la cintura. La sentó sobre sus rodillas.

—Betty, voy a creer que continúas teniéndome miedo.

—¿Miedo? —y abrió mucho los ojos.

¿Se lo tenía en realidad? No; si existía un miedo dentro de ella no nacía de la proximidad de Len.

—Nunca tuve miedo de nadie.

La mirada gris hurgó en la suya. Le hizo daño aquella mirada poderosa que se hundía en la suya cada vez con más poderío.

—No juegues, Len. Te aseguro que…

—¿Jugar? Mi querida Betty, nunca me interesó jugar, pero da la casualidad que un juego contigo me parece muy seductor. Eres mi mujer, Betty. Hace un año eras una chiquilla, saltabas sobre mis rodillas y me tirabas del bigote. ¿Por qué te has hecho mujer tan de repente? A mí me gustabas siendo niña. Aún ahora no puedo concebir que seas mi mujer y me pertenezcas.

La joven saltó de sus rodillas al suelo y quedó encogida sobre sus piernas. Alzó la cabeza y la melena rojiza despidió unos destellos dorados.

Clavó las pupilas llenas de fuego en la faz del hombre y murmuró bajísimo:

—¿Por qué te has casado conmigo?

La pregunta fue un poco brusca. A Betty le pareció que los párpados del hombre temblaban casi imperceptiblemente, pero temblaban.

—Di. ¿Por qué te has casado conmigo si te parecía una chiquilla?

¿Qué recuerdos acudieron a la mente masculina?

¿Por qué los ojos grises centellearon?

Observó que Len crispaba los puños. Luego se irguió y dando unos pasos por la estancia terminó diciendo un poco brusco:

—¿Hacemos el equipaje, Betty?

Betty se puso en pie y procedió a ordenar sus cosas, que él, silencioso, iba metiendo cuidadosamente en las grandes maletas.

Y, sin que surgiera un incidente digno de mención, a la mañana siguiente salieron hacia el hogar.

Helen los recibió, sonriente. La joven esposa espió celosamente los rostros de ambos, deseando hallar algo en los ojos que se cruzaron rápidamente. Betty no pudo ver nada, Len estrechó la mano de Helen con naturalidad y esta lo abrazó después con inmenso cariño.

La vida se organizó con naturalidad. Betty continuaba viviendo despreocupada. Helen dirigía a la servidumbre. Len escribía con más ahínco que nunca.

Pero una noche…