XI
Benton, al verlo entrar pálido y sudoroso, murmuró:
—Pensé que te quedabas con ella.
Brian miró en torno.
—¿Dónde está los otros?
—En la cafetería, y Jerry atendiendo un caso de urgencia.
—Operamos ahora por la tarde. Dentro de dos horas, por ejemplo.
—¿Lo has conseguido?
—Sí.
—¿Cómo lo has logrado?
Brian se dejó caer en el tablero de la mesa y apoyó un pie en el suelo mientras cabalgó el otro sobre el primero. Encendió un cigarrillo.
Benton observó que sus dedos temblaban al sujetar el encendedor.
—Es mi ex mujer, Benton.
Del salto Benton se inclinó hacia él. Lo asió por los hombros.
—¿Qué dices? Pero, ¿qué dices? ¿Qué acertijo es ése?
—Nos divorciamos hace cuatro años, cuando vine aquí. Nada más divorciarnos regresé a mi lugar de origen y me metí aquí. Fue cuando te conocí.
—Pero nada me has dicho.
—No. ¿Para qué?
—Pero, Brian... ¿Por qué te divorciaste?
Brian miró al frente.
Se alzó de hombros.
—Ni lo sé —dijo—. Nunca lo supe con certeza. Me casé a los tres meses de conocerla. Fue en una fiesta —su voz era ronca, baja—. Nos fuimos a Boston donde yo tenía mi empleo en un hospital de allí. Tú sabes como tomé yo a pecho siempre mi profesión. No sé lo que sería. Pienso que no nos entendimos. Nos quisimos pero no nos comprendimos demasiado. Ella era muy joven. Yo un médico vocacional. Mi trabajo me agotaba. Regresaba cansado, harto de muchas cosas, dolido de ver muchas otras... En fin —se alzó de hombros—. Lo que primero fue una gran pasión, se convirtió en una rutina absurda. Al menos para ella. Era joven y seguramente deseaba un marido alegre, saltarín, social, feliz. No fui así. No podía serlo... Pensé que ella lo entendía. Así que los silencios y los vacíos entre ambos se hacían cada día mayores.
—Y vino el estallido —apuntó Benton de modo raro.
Brian meneó la cabeza:
—No. No hubo estallido. Tal vez de haberlo las cosas se desarrollaran de otro modo. Ahora entiendo que ella, pese a su juventud, tenía su orgullo para hablar en voz alta de cosas que le molestaban... El caso, es que un día salió diciéndome de buenas a primeras: «Creo que es mejor divorciarme».
Guardó silencio.
Apuró el cigarrillo hasta el final.
Se bajó de la mesa y fue a tirarlo al cenicero.
Cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó mirando a su amigo, pero Benton entendía que no lo veía, que más se veían a sí mismo.
—¿Qué le respondiste tú, Brian?
—Ese fue mi fallo, o lo fue ya el de ella al hablar de divorcio. Debió esperar. Aclarar más las cosas. El caso es que yo dije bueno.
—¿Sólo eso queriéndola?
—¿Qué podía hacer para retenerla? ¿Me quería ella? Suponía yo que una mujer que menciona el divorcio es que ha dejado de querer. Yo creo en la pareja humana, pero no en documentos que acreditan que la pareja mencionada puede y debe vivir unida. ¿No es así?
—Por supuesto.
—Entonces yo no podía retener a una mujer que no me amaba. Y me divorcié sin más.
—Y te fuiste a rumiar tu pena.
—Vine aquí —miró en torno—. Fue consolador encontrar un amigo como tú.
—¿Cómo es posible que viviéramos unidos cuatro años y nunca mencionaras a tu mujer?
—¿Para qué tenía que mencionarla? Había sido mi mujer.
—Brian, ¿y ella?
—No sé lo que hizo. Sé que no se ha vuelto a casar.
—¿Y qué piensas ahora de todo eso?
—No sé. Veo más claro. Pienso que Yootha nunca dejó de quererme, aunque no me haya comprendido nada. Es posible que me haya comprendido hoy como no me comprendió jamás.
—¿Le has hablado de tu cariño?
—No. Pero hay cosas que no hace falta mencionarlas.
—¿Qué vas a hacer ahora además de operar?
—Hablarle antes. Dejar las cosas en su sitio. Creo que es el momento de ser sinceros los dos.
—¿Y si descubres que ella no te quiso ni puede quererte ya?
—Me dolerá, pero pondré mis cinco sentidos en darle vida. En conservársela.
Y se fue de nuevo calando los lentes hacia el cuadro radiológico aún colocado en el mismo lugar.
Miró y miró.
Benton estaba a su lado también con las gafas puestas.
En aquel momento entró el resto del equipo y Benton, sin siquiera mover los ojos de donde los tenía posados, ordenó:
—Disponerlo todo. Vamos a operar a la señorita Enger dentro de dos horas.
Saltó Jerry.
—¿Quién la ha convencido?
Benton se incorporó despojándose de las gafas.
—Ella misma y su clara inteligencia. Disponerlo todo. Yo subiré a verla.
Brian seguía mirando y remirando las placas.
* * *
Benton entró en la habitación y miró a los padres de la enferma que estaban allí.
—Me alegro por usted, señorita Enger... Todo saldrá bien, ya lo verá. Tengo mucha confianza en este asunto —miró a los padres que parecían mudos y absortos—. Vamos a operar dentro de dos horas, de modo que debemos preparar a la enferma. ¿Tendrían la bondad de dejar el cuarto?
Los dos se levantaron mudamente.
Se acercaron a su hija.
—No temas, mamá.
La voz de Yootha era cálida y profunda.
Richard dijo con suavidad:
—Jonathan iba a venir a verte hoy y también Ger...
—Que os acompañen. ¿Vas a esperar?
—Sí. Nos invitaron a subir al sexto...
La besaron de nuevo aparentemente seremos.
Yootha apretó las manos de los dos. Los miró con ternura.
—Hasta... luego.
Se fueron.
Benton llamó a las enfermeras. Al contrario cerró la puerta.
—Brian le ha dicho, ¿verdad? —dijo ella sin ambages.
Benton asintió con un movimiento de cabeza.
—No sé por qué me ha convencido... Yo prefería quedarme así.
—La ha convencido porque se quieren ustedes, Yootha. Yo soy amigo íntimo de Brian y nunca me habló de su matrimonio.
—Ya.
—Acaba de hacerlo —y algo brusco preguntó—: ¿Le sigue queriendo usted?
Yootha volvió la cabeza hacia el otro lado.
Se quedó mirando la pared.
—No me conteste si no quiere. Pero sí debo decirle, y no sé aún por qué se lo digo, que Brian sí la quiere a usted mucho.
Ella tampoco abrió los labios ni movió la cabeza, de modo que sus ojos seguían fijos en la pared.
—Se me antoja —continuó Benton con suavidad— que no se han comprendido ustedes. Brian es una gran persona. En el transcurso de mi vida de estudiante he tenido muchos amigos y después ejerciendo mi carrera, pero jamás he tenido un compañero amigo como Brian. No es hombre de mujeres, es hombre de su trabajo. Eso no se entiende bien a los dieciocho años, pero se entiende a los veintitrés. ¿Qué me dice, Yootha?
La voz de ella sonó ahogada, confusa.
Incluso titubeante:
—Sí. Es posible que tenga usted razón.
—Creo tenerla. Me la dicta mi experiencia. No me he casado nunca. No he tenido la suerte de disponer de un mes para buscar esposa. Dedico mi vida al trabajo, y la mujer de un médico entiendo que debe hacer apostolado como el marido. Hay médico que han elegido esa carrera por no molestarse en pensar en otra. O por lucro, o por mil motivos inconcretos. El padre que lo es y aconseja al hijo, el hermano que induce a su hermano a emularle... Pero hay otros que la eligen por vocación profunda, que la viven y la trabajan. Ese uno es Brian y si quiere aceptar mi modesto parecer, yo mismo. Hemos visto casos terribles aquí y los hemos vivido a la par que los enfermos. Hay médicos que montan su profesión por encima de su condición de hombres. Ni Brian ni yo hemos sabido hacerlo. Hemos sufrido con los enfermos y hemos puesto nuestros cinco sentidos en cualquier trabajo que se nos encomienda. No puedo entender, siendo Brian como es todo corazón, profesión y busca voluntad, cabal y personalísimo, desgraciado en su matrimonio, a menos que haya habido entre los dos una infranqueable incomprensión...
—Es posible que dada mi edad no haya entendido el trabajo de Brian ni su comportamiento.
La voz se le quebraba.
—Yootha, espero todo salga bien. Que Brian, que tan seguro está de que todo saldrá a medida de nuestros deseos, esté acertado. Yo debo decirle crudamente que no comparto su opinión, pero Brian, sin saber que era usted, reconociendo su caso en el cuadro radiológico, opina distinto a mí, de tal modo que casi me ha convencido. No vaya temerosa. Confíe en nosotros. Le enviaré a dos enfermeras para que la preparen y cuando salga de aquí en camilla, ya irá medio dormida.
—Supóngase que no despierto, doctor...
—No diga tonterías.
—Sin embargo, usted opina que es maligno...
—Sólo en cierto modo —y bruscamente—. Aquí llega Brian.
El aludido entró pisando fuerte. Parecía más sereno. Menos pálido y sudoroso.
Pero en sus ojos se apreciaba un terrible temor.
El de la incertidumbre. Aquélla era su mujer o, por lo menos lo había sido. E iba a operarla. Iba a saber el primero qué malignidad tenía aquel tumor en el intestino de Yootha. Nadie podía suponer lo que ello significaba para él. Si el caso le interesaba y le conmovía sin saber quién era ella, ¿qué cosa no sentiría sabiéndola su esposa? La mujer que él había amado y amaba. A la única que le dio su nombre y su cariño.
—No tardes mucho, Brian... —le recomendó Benton—. Debemos prepararla. Cuando salgas de aquí da las órdenes oportunas al cuerpo auxiliar.
—Lo haré —dijo brevemente.
Benton se acercó a la enferma y le palmeó las dos manos cruzadas que ella tenía sobre el pecho.
—Animo, Yootha. Despertará usted y podremos seguir hablando. De eso le doy mi palabra.
—Gracias.
Benton tenía un nudo en la garganta y para evitar lanzar un fuerte taco o un alarido de rabia o pena salió presuroso.
Hubo un silencio.
Brian, dentro de la bata blanca aún parecía más austero.
Ella nunca le había visto así, tan grave, tan serio, tan larga y cálida su mirada.