IV

Durante una semana no llamó por teléfono y Nina se asustó tanto que convenció a su esposo para que hablara con Jonathan del silencio de Yootha.

Jonathan recibió a Richard sonriente, pero en el fondo estaba preocupado. Le habían llamado de Alemania, de su sucursal de allí, para mencionar la súbita enfermedad de Yootha, la cual estuvo tres días en cama aquejada de gripe, según decía. Como ya estaba bien, según los informes recibidos, prefería no hablarle a Richard de aquella breve enfermedad. Al fin y al cabo no creía él que tres días con gripe significaran tener una enfermedad grave.

Le dijo a Richard que sabía de Yootha todos los días y que estaba a punto de regresar con todo el dossier cubierto y todos los asuntos resueltos.

—Ahora —le dijo antes de despedirse— permanecerá un mes o dos en Nueva York. Tendrá tiempo para que Ger le haga una concienzuda exploración.

—Pero es que llamaba a su madre todos los días y en una semana no ha llamado. ¿Sabes tú algo de eso?

—Aquí, si no llama ella, llaman de las oficinas nuestras de allá. De modo que si ocurriera algo malo, lo sabríamos.

Richard se marchó algo más tranquilo, pero Jonathan no quedó nada satisfecho de sí mismo y como pese a su espíritu comercial tenía su corazoncito, mandó llamar a Ger para explicarle la cuestión.

—Estuvo Richard a verme —le refirió—. Parece ser que hace una semana no saben nada de Yootha.

Ger estaba al tanto de ello, de modo que preguntó de mala gana:

—¿Y sabes tú?

—De eso quería hablarte, Ger. Una cosa es el negocio, tienes tú razón, y otra la salud. Yo no he dicho nada a Richard, pero, según parece, Yootha estuvo tres días en la cama de un hotel.

—¡Cielos!

—Pero no te asustes. Te repito que esto no se lo dije a Richard para no alarmarlo. Yootha llegará aquí pasado mañana y según dicen de nuestra sucursal en Alemania no ha sido más que una simple gripe.

—Pero si delgada estaba, aquejada ahora de gripe, vendrá el vestido y los zapatos solos.

—No será tanto. Una gripe no pasa nunca de ser una gripe.

—Que puede ocultar enfermedades graves, que se agazapan bajo una apariencia gripal.

—Te digo esto para no tenerlo como peso en mi conciencia. Cuando regrese, inmediatamente te la envío para un reconocimiento a fondo.

—¿Y si aun así se niega?

—Te lo prometió a ti antes de marcharse, y por otra parte mi voz es la del jefe y obedecerá.

—¿No debo decirle a Richard lo de su enfermedad?

—Para qué inquietarlo. Ela llega pasado mañana.

Llegó.

No pasó por su oficina y se fue directamente a su apartamento, si bien nada más llegar avisó a su llegada.

Dijo que se encontraba bien y añadió que el viaje había sido fructífero. Después habló alguna trivialidad más y colgó enviándole un beso.

Después llamó a la oficina y dijo que al día siguiente se personaría en su despacho a la hora acostumbrada con su dossier.

Como habló con Jonathan directamente, éste le dijo:

—Sé lo de tu gripe. Pero si bien tu padre vino a verme porque no llamabas a su casa y estaban asustados, no mencioné tu breve enfermedad.

—No ha sido nada. Un dolor fuerte de estómago y nada más. Ni siquiera tuve fiebre.

—De todos modos te tengo una entrevista concertada con Ger.

No pensaba ir a Ger.

Que tenía que hacerse un reconocimiento lo sabía.

Ya era estúpido por su parte luchar contra una realidad así. Había enflaquecido más y su cansancio era insoportable. Por otra parte aquel terrible dolor de estómago que la mantuvo en cama tres días, le hizo reflexionar. Sin contar que el médico del hotel que la vio, le aconsejó hacerse un reconocimiento a fondo.

Pero no se pondría en manos de Ger.

No porque lo considerara mal médico, sino porque prefería que, si tenía algo incurable, no lo supieran sus padres.

—Mañana hablaremos —le dijo a Jonathan—. Por los asuntos que me llevaron al extranjero puede estar usted tranquilo. Los he resuelto todos. Hasta mañana.

Colgó y se fue algo tambaleante hacia el diván. Se dejó caer en él y quedó relajada, algo fatigada.

Dormía mal. Usaba pastillas para el insomnio y ni aun así descansaba. Todo ello unido a su delgadez y su cansancio le habían hecho concebir una resolución.

Prefería un centro asistencial competente.

Nada de médicos de cabecera y clínicas de empresa. Pero, naturalmente, tendría que pedirle a Ger que le diera un volante, aunque también podía entrar con el exclusivo permiso de Jonathan.

Lo decidió así y al día siguiente se personó en la oficina de su jefe.

Jonathan no lanzó un alarido de puro milagro.

Si flaca estaba cuando se fue, cadavérica estaba en aquel momento.

La miró cegador y asustado.

—Has enflaquecido más —le dijo alarmado.

Yootha se sentó ante la mesa y dejó sobre el tablero el portafolios de piel.

—Si me da usted un permiso especial, me voy a internar una semana.

—¿Y Ger?

—Prefiero un sanatorio competente. No dudo de la eficacia del doctor Ger, pero yo tengo mis ideas particulares sobre el asunto.

—¿No vas a decir nada a tus padres?

—No, entretanto no me haya internado. Después usted mismo se lo dirá a mi padre. Pero no quiero visitas ni comentarios. Es asunto mío y de nadie más.

—Pero ellos son tus padres, te quieren, sufren por ti.

—Prefiero que sufran menos. De momento puede decir que me he ido a mi casa de la costa a descansar.

—Pero eso es asumir una gran responsabilidad. ¿Es que pretendes ir tú sola al sanatorio?

—¿Y por qué no?

—Eres muy valiente, Yootha, pero yo no puedo permitir eso. Cuando se va a un lugar semejante los padres deben saberlo —y muy inquieto—. ¿Es que te sientes mal?

—No demasiado bien.

Era así. Cortante y decidida.

Jonathan hizo las gestiones por teléfono, si bien le advirtió a Yootha que de todos modos advertiría a sus padres.

Yootha se fue al sanatorio y no dijo nada a su padre y a su madre. Entró hasta recepción y preguntó por el doctor Benton.

—El es jefe de equipo y director del centro —le respondieron—. ¿De parte de quién?

—De Yootha Enger. Tengo cama reservada aquí en privados.

El recepcionista empezó a mirar y encontró lo que la joven decía.

—También tiene cita concertada con el doctor Benton para dentro de una hora. ¿Quiere dar un paseo, subir a su cuarto o esperar en las antesalas de las policlínicas privadas?

—Prefiero esto último.

—De acuerdo. La llamarán por ese micrófono.

—Gracias.

—Después el doctor Benton dirá si es necesario internarla para hacerle pruebas —miró en torno—. ¿Viene usted sola?

—Sí.

El hombre puso una cara rara, pero se alzó de hombros.

—Siéntese cómoda. Dentro de una hora aproximadamente le llamarán. Después le destinarán el equipo médico que proceda.

—Muchas gracias.

Se retiró al lugar donde le indicaban y se sentó encendiendo un cigarrillo.

Fumó con desgana. Era valiente, pero no dejaba de tener su miedo. Lo tenía y hondo, era la pura verdad.

*  *  *

El doctor Benton era un médico joven y apuesto. Muy moreno, como si procediera de algún país oriental. Vestía bata blanca y daba órdenes a su enfermera. Estaba cansado. Había trabajado toda la mañana y estaba a punto de cerrar la policlínica cuando la enfermera el dijo que quedaba una persona.

—¿No puedo esperar a mañana?

—No lo sé, señor, pero la tiene aceptada para hoy y ahora.

Reid Benton suspiró cansado. Se pasó las manos por el pelo y dijo:

—Llame entonces.

La enfermera pronunció el apellido de Yootha por el micro y al rato apareció la joven en la puerta.

El doctor Benton miró a la supuesta enferma. Era una preciosa chica joven y sumamente atractiva aunque algo descolorida y muy delgada. Extremadamente delgada.

—Pase y tome asiento. Haga su ficha, Meri. ¿Es la primera vez que viene?

—Sí, doctor. Pertenezco a la casa publicitaria Jonathan Morton.

—Oh, sí, es cierto. Han hablado esta mañana. La enfermera anotará mientras usted me explica lo que le ocurre.

—He adelgazado en los últimos seis meses unos diez kilos.

—¿Cómo es que no ha venido antes?

—Me fue imposible. Es decir, dado mi trabajo de relaciones públicas en la empresa, no tuve demasiado tiempo. De todos modos la semana pasada, en Alemania, hube de guardar cama tres días debido a un fuerte dolor de estómago.

—¿Temperatura?

—Nada.

—¿Cansancio?

—Mucho.

—La enviaré a los laboratorios —escribía en un recetario—. Después la visitaré en su cuarto. Han pedido cama privada para usted. Pertenece a un seguro particular, de modo que lo tiene todo previamente abonado. Una vez los análisis en mi poder, procederé a hacerle placas, si es que su enfermedad coincide con mi equipo médico. Yo soy especialista en aparato digestivo.

Le entregó el papel y le indicó a la enfermera que la acompañara a los laboratorios y después al cuarto que le correspondía. Le dio el volante para ambas cosas y Reid Benton se quedó solo y dispuesto a pasar por la cafetería a tomar algo, después de hacer su visita habitual con su equipo y marcharse a casa hasta la tarde.

Aquella misma tarde Nina y Richard, al enterarse de que Yootha estaba internada, corrieron al sanatorio que les dijo Jonathan.

—Pero, Yootha —reprochó la madre—, ¿cómo es que no has advertido?

—Estaré fuera pasado mañana. Ya me extrajeron la sangre y me harán las placas mañana a la mañana. A la tarde supongo que me darán un tratamiento para engordar y se acabó.

En el lecho parecía menos delgada y hasta tenía el rostro coloreado.

Los padres se quedaron más tranquilos.

—Dame tu llave que iré a buscarte ropa —le dijo la madre.

—No te preocupes. He traído mi maletín con lo indispensable.

—No sé cómo eres, Yootha. Si Jonathan no nos llama para decírnoslo, eres capaz de estar una semana aquí sin advertir.

—No quiero que sufráis por mí.

—Eres nuestra única hija.

—Si tuviera más padres que vosotros —sonrió ella— tal vez os lo dijera yo misma, porque así repartíais entre todos la inquietud. No será nada, ya veréis.

—¿Por qué no has querido que te viera Ger?

—Le estimo, pero no pasa de ser un médico de empresa. En este sanatorio están las mejores eminencias del país. Como sabéis no me gusta andar por las ramas.

Al anochecer la dejaron sola, y media hora después pasaron tres médicos a verla. La saludaron, miraron el gráfico y lo vieron en blanco.

—De modo que ha ingresado hoy —le dijo uno de ellos.

—Sí.

—¿Le han hecho alguna prueba?

—Análisis y supongo que mañana me harán unas placas.

Uno de los médicos dijo:

—Pasaré por los laboratorios a ver si están los análisis —volvió a mirar el gráfico y guardó en su mente el nombre.

Se fueron los tres.

Le trajeron la comida de la noche, y como se quejó de insomnio le dieron una pastilla para dormir.

No durmió.

Se pasó la noche en blanco mirando el techo y con aquel tenue dolorillo en el estómago.

A primeras horas de la mañana dos enfermeras y un médico entraron y la sentaron en una silla de ruedas.

—Si puedo ir a pie —protestó.

—Es la costumbre. Vamos a rayos.

La tuvieron en rayos más de la cuenta según ella suponía y pensaba.

Casi era la una cuando, del mismo modo, la devolvieron a su cuarto.