CAPÍTULO IX
SE detuvo ante aquella casa inmensa, elegante y altiva, como si desafiara el tiempo. Ascendió por las blancas escalinatas y subió al ascensor. Llevaba el corazón tembloroso, pero hacía inauditos esfuerzos para contener sus locos latidos.
Le asustó un tanto aquella distinción y aquella elegancia. Sin embargo, su mano firme y larga se detuvo sobre el timbre y ella creyó que no temblaba, pero no era así. Los nervios parecían salir de aquella manita estremecida que cayó a lo largo del cuerpo desmayadamente.
Salió una coquetona doncella.
—¿Qué desea?.
—Soy Sibila Conti y vengo a entregar esta tarjeta —dijo torpemente.
La doncella, en silencio, cogió la tarjeta y la hizo pasar a ella a una linda salita.
—Tenga la bondad de esperar un momento.
Quedó sola. Si habían sido minutos los que permaneció allí en espera de la doncella, no lo supo porque los imaginó siglos, siglos interminables.
Mirólo todo con vaguedad, aunque pudo apreciar que se hallaba en una regia morada. El salón era bonito y estaba amueblado con gusto exquisito. La persona que lo habitaba, fuera joven o viejo, se hallaba acostumbrado a rodearse de comodidades y lujo.
—Puede pasar. Sígame. El señor la espera.
Aquella voz le hizo dar la vuelta en redondo. Si hasta entonces no había temblado visiblemente, desde aquel momento parecía una hoja de un árbol. ¡Qué tímida era y cuánto trabajo le costaba presentarse ante una persona principal...!.
Siguió a la doncella por largos pasillos, cruzó bellas estancias alhajadas con una elegancia que consideró abrumadora para su menguada persona. Al fin se detuvo ante una puerta de caoba. La abrió y dejándola paso, anunció brevemente:
—La señorita Sibila Conti —después se volvió hacia la atemorizada chiquilla y dijo—: Pase, el señor la espera.
Sibila penetró en aquella iluminada estancia. Sintió que la puerta se cerraba y después miró con avidez la cabeza del hombre que se inclinaba sobre unas cuartillas.
Aquel hombre pareció no verla. Pero ella, que tenía los ojos muy fijos en aquella cabeza, sintió que le flaqueaban las piernas y hasta le pareció que iba a desmayarse.
No lo hizo porque la cabeza de Ray Morgan se alzó en aquel momento y sus ojos de acero, vivos, impenetrables y fríos, la contemplaron en silencio.
Sibila pensó que el mundo se le venía encima. Estaba tratando de ahuyentar de su corazón el recuerdo de aquel hombre y el Destino se empeñaba en enfrentarles.
—¿Cómo está usted, señorita Conti? —inquirió Morgan, poniéndose en pie y alargando la mano donde ella puso la suya desmayadamente—. Me hablaron muy bien de usted —añadió él apretando aquella mano indiferente—. Es posible que nos entendamos. Reconozco que soy un poco exigente respecto al trabajo que han de desempeñar mis secretarias, pero esta vez es posible que haya encontrado una que me satisfaga. Siéntese, por favor.
—Yo... yo no sabía que se trataba de usted —dijo con un balbuceo.
Ray sonrió entre dientes.
—¿De saberlo no hubiera venido?.
—Necesito trabajar.
—Eso quiere decir que la obliga la necesidad. Dígame, porque me interesa mucho. ¿Por qué se asusta de que sea yo?. ¿Acaso de saberlo realmente y pudiendo trabajar en otro lado sin necesidad de recurrir a mí, me hubiera cambiado?. Sinceridad, ¿eh?. Por favor, sea sincera. Al menos que yo pueda toparme en la vida con una mujer sincera.
Sibila se revolvió en la butaca. La mirada de aquel hombre le hacía daño. Como siempre. Como cuando le vio en el balneario por primera vez, aquellos ojos tenían el poder de desconcertarla, hasta el punto que hubiera deseado desaparecer para siempre de su lado y aunque fuera del mundo entero.
—Dígame —volvió él a pedir.
—Todas las mujeres de sus libros son sinceras —indicó con audacia.
—¿Es que los ha leído todos?.
—Todos.
—Es halagador para mí. Nos hemos visto antes. ¿Verdad?. ¿Dónde?. Dígamelo, por favor.
Sibila sintió rabia. Supo que no se refería al balneario. No pudo jamás decir por qué lo creyó así, pero estaba segura de ello.
—Me firmó un autógrafo el otro día —dijo sin titubeos.
—¿Un autógrafo?. ¿Dónde?.
—En una librería. Se ofreció usted.
—Ya. Recuerdo perfectamente. Usted me dejó plantado en la calle porque le dije que las mujeres de mis libros eran seres imaginarios. En realidad yo no las creo así. Las retrato como quisiera verlas.
—La generalidad...
—¡Oh, sí no continúe!. ¡La generalidad es todo lo contrario de lo que yo escribo en mis obras! —una rápida transición y cortó brusco el giro de la charla—. Hemos acordado que desde mañana usted desempeñará el cargo de secretaria a mi lado. Probablemente chocaremos alguna vez. Ya le he dicho que soy exigente. Quiero un trabajo delicado, pulcro y rápido, naturalmente. Tal vez usted no se halle de acuerdo conmigo a este respecto... En fin, el sueldo será de (aquí señaló una cifra tan elevada que Sibila pensó que de la impresión caería al suelo). El trabajo comenzará a las nueve de la mañana. Terminará a la una de la tarde y de nuevo a las tres hasta las ocho de la noche... Si alguna vez no puede realizar todo el trabajo que le entregaré previamente, se llevará una máquina portátil para su casa y lo hará en ella. ¿Domina bien la gramática?.
—Creo que sí —repuso atragantada, porque la rápida explicación de él la dejaba exhausta.
—¿Se molestará si le hiciera un pequeño examen?.
—De ninguna manera.
—¿Cómo se halla de taquigrafía?.
—No lo sé. Hace mucho tiempo que no practico.
—Vamos a ver. Siéntese en aquella mesa. Será la que usted ocupe.
Señalaba una pequeña mesa colocada en un ángulo del despacho. Sibila se alzó automáticamente y se sentó en ella.
—Prepare la cuartilla y coja un lápiz. Así. Ahora dispóngase a escribir lo que yo le dicte.
Sibila, haciendo acopio de su voluntad, se dispuso a seguir sus instrucciones. Nunca se había sentido tan empequeñecida como a su lado y oyendo aquella voz decidida y enérgica, muy diferente a la que ella había imaginado.
Por espacio de minutos se oyó tan sólo la voz fuerte de él. Sibila escribía afanosamente, sin detenerse. Tan sólo cuando él indicó una palabra que ella desconocía gramaticalmente alzó la cabeza y sus ojos quedaron quietos clavados en la mirada inexpresiva de él.
—¿Qué espera?. Continúe.
—No sé escribir esto.
—¿Que no sabe?. ¡Si es de lo más vulgar!.
Sibila soltó el lápiz y se puso en pie. Temblaba como una florecilla. Su mirada febril se anegó en llanto. Ray rezongó algo entre dientes y también se puso en pie.
—Puede marcharse. Mañana acuda al trabajo a las nueve en punto.
—Pero...
—A las nueve —atajó fríamente—. No me gusta que se retrase. Esta temporada tenemos mucho trabajo. Mañana se llevará la máquina a su casa. Es preciso que me deje sus señas porque alguna vez quizá me vea precisado a acudir a su lado con objeto de hacer más cómodo el trabajo. A veces soy maniático en lo que respecta a la realización de una obra.
—Pero...
—¿Es esto lo único que sabe decir?. Puede marcharse.
Los ojos grises la miraban duramente. Sibila dio un paso hacia delante. Después se detuvo y sin volver la espalda murmuró muy bajito:
—Temo que no podamos entendernos. Si me lo permite no volveré a su lado. No conozco la gramática como yo había creído. Hace mucho tiempo que no la practico y...
Sintió unos pasos recios que se aproximaban. Después la voz bronca se oyó muy cerca de su oído.
—Míreme —pidió quedamente—. Vuelva esa cara de niña y míreme a los ojos.
Como sugestionada dio la vuelta y le miró. Un violento estremecimiento la sacudió toda. Los ojos de aquel hombre brillaban acariciadores, con una expresión tan extraña e inconcebible que la dejó quieta, estática y temblorosa, sin saber qué hacer ni qué decir.
—Es usted una chiquilla —observó tenuemente—. ¿Cuántos años tiene, si no es atrevida la pregunta?.
—Veintitrés.
—¡Dios Santo!. ¡Si ha nacido ayer!.
—¡Ayer! —repitió como atontada—. Soy viuda —añadió con fuerza.
No quería que la tomaran por una chiquilla inexperta. Ya no ignoraba lo que era el mundo y la maldad de los hombres. ¡Sabía tantas cosas que no hubiera querido saber!.
Él no pareció extrañarse. Rió con aquella mueca de fina ironía y murmuró, al tiempo de encogerse de hombros:
—No lo ignoraba. Cuando decidí admitirla a mi servicio, me pusieron en antecedentes de su pasado y su presente. No ha sido feliz, ¿verdad? —Sin esperar a que ella diera una respuesta, añadió con rudeza—: No soy un ogro, ¿comprende?. No me mire de esta forma y acostúmbrese a verme unas veces contento y otras enfurecido. Estos cambios de humor son muy propios del trabajo que realizo. Ahora puede marcharse. Vuelva mañana. Antes déjeme una tarjeta y si no la tiene, anote aquí su dirección.
Sibila, en silencio, hizo lo que le mandaban. Después dio la vuelta y se fue sin volver la cabeza.
Ray Morgan estuvo de pie en mitad de la estancia por espacio de varios minutos. Luego fue a sentarse tras su mesa de despacho y abrió un cajón. Extrajo de él una fotografía y la contempló con rabia.
—No tienes perdón de Dios —dijo entre dientes, casi sin abrir los labios—. Yo te perdono por lo que a mí respecta, pero por ella... no te perdonaré nunca.
Crispó la mano sobre la cartulina y en vez de volverla al cajón fue hacia la caja fuerte y la metió dentro.
Momentos después continuaba escribiendo. De vez en cuando alzaba la cabeza y sonreía, como si un grato recuerdo acudiera a su mente. Miraba la mesa que se hallaba colocada en un ángulo de la estancia y su boca hacía una mueca indefinible. Al día siguiente ella estaría allí. ¡Allí, cerca de él!...
***
Llegó a casa extenuada, sin fuerza para dar un paso más.
Dejóse caer sobre una butaca y ocultando el rostro entre las manos lloró con toda su alma. Necesitaba llorar, porque el corazón parecía que había salido de su sitio y se hallaba en la garganta haciéndole un daño jamás experimentado.
Se lo contó a Silvia. Esta la abrazó en silencio y le proporcionó el ánimo que parecía escaparse de su pecho.
—El destino se empeña en enfrentaros, mi querida pequeña. Ahora sólo te resta conformidad y voluntad suficiente para hacer frente a la situación. Es preciso que alejes de tu corazón este cariño. Piensa sólo que tienes que trabajar para vivir y te es indiferente que sea al lado del famoso escritor que de otro hombre al que no hayas visto jamás. Es posible que si pones algo de tu parte, Dios te ayude a sobreponerte de tal forma que un día, asombrada, te encuentres con que a su lado te sientes tan normal y valerosa como al lado de otro cualquiera.
—¡Si pudiera!.
—Tienes que poder. Tienes que hacer un esfuerzo. ¿Para qué quieres la voluntad?. Haz uso de ella y verás como te sientes valerosa y feliz.
Ahora ya estaba en el lecho. Recordaba las recomendaciones de Silvia y arrodillada en la cama, con las manos unidas, pedía a Dios que le diera aquella fuerza que necesitaba para adquirir soltura e indiferencia al lado de él.
Sus ojos lloraban. No podía contener aquel surtidor que se escapaba de sus ojos, bañando su rostro, poniendo sobre él un reguero de plata que iba poco a poco evaporándose con ayuda del ardor de la piel.
Tendióse de nuevo hacia atrás y suspiró con fuerza. Si continuaba así terminaría enloqueciendo. Era preciso hacer un esfuerzo, tal como indicaba Silvia. Hacerlo inmenso aunque le costara toda su tranquilidad espiritual.
Analizó toda su vida pasada, la presente y un poco de lo que pudiera venir en la futura y se encontró con una conclusión dolorosa. Nunca, nunca había sido feliz. Nunca había disfrutado de tranquilidad. Jamás se sintió segura de sí misma y ahora al lado de aquel hombre famoso, estaba convencida de que se vería como la más menguada de las criaturas.